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Memorias deslabazadas y noveladas de Zeltacosaco
Memorias deslabazadas y noveladas de Zeltacosaco
Memorias deslabazadas y noveladas de Zeltacosaco
Libro electrónico470 páginas7 horas

Memorias deslabazadas y noveladas de Zeltacosaco

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Aventuras desnortadas de un joven en busca de sí mismo.

Entre el sí y el no que todo humano cuestiona, el Zeltacosaco presenta sus memorias en positivo para que las aventuras sean lo primero y los hechos se puedan copiar o imitar.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento7 jul 2020
ISBN9788418203626
Memorias deslabazadas y noveladas de Zeltacosaco
Autor

Zeltacosaco

Del que durante un tiempo se vio obligado a ser samurái. Adoptó la personalidad momentánea de un apache. Heredó la tradición familiar y el entrenamiento peculiar de un zeltacosaco, sin dejar de ser eternamente bergal. Recorrió los caminos del mundo, de uno a otro hemisferio desde los diecisiete años..., trabajando, aprendiendo, amando, estudiando y peleando (por llegar a ser en la industria mecánica uno de sus mejores discípulos, volcando y complementando sus ansias de conocimiento en la psicología industrial). Física y mentalmente el azar le obligó a sosegarse, meditar y recapitular a través de una invisible ecuación sobre la vida cotidiana y sus continuas mudanzas. Posible remoto antepasado del autor, un samurái berciano-galego que por circunstancias imprevistas es vendido como esclavo en un mercado chino. Lo compra un japonés y es transportado al país del sol naciente donde hasta los diecisiete años es entrenado y preparado salvajemente como guerrero Bushi para ser instrumento de venganza de su señor daimyo. Como tal Zeltacosaco fue entrenado desde que cumplió cuatro años hasta los ocho en un pueblo montañés donde cabalgó y supo manejar los mismos instrumentos que habían manejado desde hace siglos la mejor caballería del mundo.

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    Memorias deslabazadas y noveladas de Zeltacosaco - Zeltacosaco

    Memorias deslabazadas y noveladas de Zeltacosaco

    Primera edición: 2020

    ISBN: 9788418073441

    ISBN eBook: 9788418203626

    © del texto:

    Zeltacosaco

    © de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    CALIGRAMA, 2020

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    © de la imagen de cubierta:

    Shutterstock

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    «Se nos acusará de audaces; pero no tememos estas acusaciones siempre frívolas.

    El escritor público debe dejar a un lado toda consideración y no obedecer más que la voz de su conciencia.

    Si no se siente fuerte para luchar debe romper su pluma jamás escribir una palabra contra sus propias convicciones.

    Emplearla así es un delito.

    Sólo el hombre que ha llegado al último grado de envilecimiento puede ponerla al servicio de cualquier idea a merced de todo el mundo»

    Francesc Pi y Margall (1824-1901)

    Capítulo I

    Nací o salí del vientre de mi madre un 27 de Octubre de 1942. Todo un Escorpión protestón.

    Llegué sin cuchara de plata en una carbonería de la calle San Juan; mismo frente por frente a la farmacia León de la que mis padres eran clientes-amigos y en el año de gracia, pero no chistoso, de 2016 yo sigo siendo cliente y casi amigo de las últimas generaciones de farmacéuticos. Según mi madre, que no sobran las madres, nací sietemesino. Mis primeros recuerdos en firme datan de los últimos meses del nada gracioso 1944 caminando de la mano, a veces regazo, de mi tía Lydia... Hermana pequeña de mi madre y, como era berciana, calculo que debía de tener unos once o doce años.

    Ella me despertaba, me acicalaba y al pasear me sacaba todo sonrisas; era fenomenal y tanto lo era que hoy camino, de los setenta y cuatro, debo reconocer que la quería más que a mi propia madre. Era debido a que mi progenitora regentaba un bar por las mañanas enfrente de lo que era el Cuartel de Ingenieros al lado de Infantería; por ese motivo llegó a Coruña mi tía, para cuidarme y hacer de mí un buen cosaco.

    Lydia era el no va más; cómo lo hacía no lo sé, pero al llegar a la Plaza de María Pita, como a los diez minutos, ya estaba rodeada de otras niñas a las que incitaba a jugar dada su espontánea manera. Lo pasábamos en grande y era tanta la alegría al reunirnos que en más de una ocasión me meaba. ¡Cochino! me gritaba enfadada que le digo a Joaquina... seguro que me da más que un sopapo. Y en ocasiones recibió alguno por mi culpa pero era buena encajadora, hacía que lloraba hasta que ablandaba el mal genio asmático pero endiablado de su hermana mayor.

    —Después de todo fue Rober quien se meó.

    —¿Por qué no lo llevaste al urinario?

    —Estábamos jugando.

    —¿Tú y quién más?

    —Otras niñas.

    —Vete a saber quiénes eran.

    Al fotógrafo mientras la madre le sonríe y el padre lo mira con orgullo. Años de memoria prestada, charlas de adulto consagrado con quienes conservan en el archivo aquellas escenas recientes que el principal protagonista no recuerda. No recuerda el nacimiento, tres años después, de la hermana, a pesar de sus celos y aunque gritase: ¡Mátala mamá, mátala con la macheta! O ¡Tírala al canal, mamá! Lo que si ya recuerdo...

    Principio del primer proyecto de memorias de 2003

    Recuerda... Recuerda en sus solemnes sentadas del bar, enfrente de un buen vaso de café con leche, más achicoria que otra cosa:

    —¡Sí papá en la copa de botones! O la caza de patacones aérea que trataba de despegar el techo con ayuda del mango de la escoba. Le tenía intrigado aquel artista de la colilla que con destreza los lanzaba y pegaba en el techo del bar... curiosa decoración de los patacones de los años cuarenta a veces llegó a contar más de veinte.

    Desde el bar comenzó a descubrir los colores del mundo, primero desde las ventanas sus ojos contemplaron las salidas de soldados acompañados de todo el basto marcial encabezados por un grupo de chavales que imitaban todos sus movimientos. Quiso secundarlos pero un do de pecho bronquial le frenaba en su escapada.

    —Déjame ir con los niños, mamá.

    —Cuando seas mayor, recibía por respuesta. Tenía que volver a charlar con los parroquianos y ver como se reían cada vez que abría la boca. De entre todos al que más afecto tenía era a un alto maestro de obras «abuelo Montesinos» que siempre le traía alguna golosina y lo sacaba de paseo por el mundo.

    —Vamos a ver el mundo, neniño, ese mundo que es más grande de lo que ves, es condenadamente grande, tan grande que no hay condena que lo alcance.

    El bar era una buena cancha de juegos animado por los soldados del Cuartel de Ingenieros que venían a comprar bocadillos y beberse un cuartillo de vino al tiempo que le dejaban a la señora las maletas y algún que otro paquete de comida...El estraperlo estaba en pleno auge y el conseguir pan decente era una odisea que sólo se podía conseguir a través del mercado negro. Lo mismo se podía conseguir con los demás productos básicos pues el pan era vital, supernecesario.

    El pan oficial era negro, ni siquiera contenía centeno, plagado de impurezas y con una mínima parte de trigo; encima malo y astringente.

    A veces es cariñosa... pero otras con esa maldita tos nada curada (asma) se vuelve una fiera endemoniada que no hace más que gritarme que no valgo para nada y cuando se puede hablar con ella da gusto comentarle cosas de Valdecañada.

    Como iba contando, mis mejores momentos infantiles dieron principio a su fin cuando un día, de los mejores de mi infancia, salimos a pasear. Lydia estrenaba un vestido y un servidor con pantalón y camisa blancos. Sin detenernos enfilamos la cuesta de San Agustín desembocando justo enfrente del Ayuntamiento y su falsa fachada Renacentista y donde los urbanos tenían su cuartel y algún que otro Falangista de servicio lucía un brillante correaje velando por las buenas formas por si alguna que otra parejita pretendía hacer lo que no debía.

    Desde la Plaza de María Pita situándose al frente existen unas calles empinadas que subiéndolas terminan dando lugar a la Ciudad Vieja. Pues bien, en una de ellas lo pasé tan bien y reí tanto que regresé medio ronco de tanto carcajearme. Afortunadamente cuando mi vejiga no podía más tuve que llamar a mi tía con urgencia y ella me llevó a una esquina resguardada en donde dejé escapar un caliente chorro que mojó mis sandalias y los zapatos de Lydia.

    —No es nada monín, pronto se nos secarán... ¿Quieres seguir jugando?

    —Estoy cansado...

    —Pues te voy a sentar en aquel limpio escalón... Puedes mirar como jugamos a la cuerda.

    Me encontraba sudoroso y bastante agitado según el color encarnado que dicen cubría todo mi rostro.

    Las niñas terminaron sus jueguecitos y dándolos por finalizados mi tía me cogió de la mano e iniciamos el regreso muy contentos, sin sospechar que se estaba fraguando una tormenta doméstica en que desde un principio me vi involucrado.

    Entramos en el bar algo separados. Lydia, todo sonrisas, saludó a más de un conocido parroquiano y desde la barra Joaquina con una de sus medias sonrisas nos preguntó:

    —¿Qué tal se lo pasaron mis tunantes preferidos?

    —Estupendamente, Joaquina.

    —Me alegro. Pasad al comedor después de cambiar esa ropa que me parece muy sudada.

    A la media hora entró como un torbellino la que dicen mi madre y digo dicen porque desde que Lydia llegó a Coruña, se convirtió en mi madre... La verdadera ejercía sin serlo, al menos en mi interior. Mi tía aparte de dormir juntos me despertaba cariñosamente, me vestía y me daba el desayuno acariciándome con tantas palabras cariñosas que aún tras el tiempo transcurrido resuenan en mis oídos.

    Pues bien, a los veinte minutos de haber llegado, sin novedad entró la que sigue siendo mi progenitora y comenzó a darle tortazos a mi tía, sin ton ni son ni partitura que hoy como ayer se pueda interpretar. Aquella mala bestia gritaba y mucho sin partitura alguna que hoy se pueda interpretar. Aquella mala bestia, como digo, gritaba y mucho, tanto que me aterró, y era mi madre.

    —¡Así es como cuidas del niño! Sin parar de chillar dale que te pego... recibía estoicamente como una verdadera Zeltacosaca, recibía la que fue mi primer amor y yo sin saberlo. Lydia aguantó aquel vendaval de insultos y tortazos mirando fijamente a la que había sido hasta ese momento su heroína hermana mayor.

    Yo estaba llorando atemorizado abrazado a sus faldas como si en realidad fuera yo el que verdaderamente recibía la somanta... No recuerdo que dijera algo en su defensa.

    —¡Toma, toma y toma!

    A los diez minutos Lydia dejó de aguantar y empezó calladamente al principio, a llorar quedamente y luego un torrente de lágrimas surco su bello rostro haciéndose el silencio en aquella triste habitación, no sé si es que mi madre se cansó o que pasó en realidad...

    Lydia

    —Ya no te quiero Joaquina, quiero volver a Valdecañada, no eres mi madre a pesar de que más de una chismosa dice que sí, ni tan siquiera te pareces al tío Sindo. Me quiero marchar ahora mismo...

    En ese momento, Joaquina se dio cuenta del tremendo error e injusticia que había cometido al pegarle y hacerlo a su hermana pequeña a quien dicen que de verdad quería como dicen que una madre quiere a sus hijas y ella había ayudado, junto con mi tía Josefa, a criar. Pero el mal ya estaba hecho. Durante una semana salimos solos a pasear casi sin ganas... Lydia seria, alguna vez como si fuese contrabando me regalaba alguna de sus sonrisas. Joaquina mucho más seria guardaba sus sonrisas para los parroquianos.

    A la semana siguiente y durante los próximos siete días cuando salíamos siempre se comportaba conmigo afectuosamente pero notaba un rechazo de melancolía en su mirada y ya no jugaba tan despreocupadamente con sus amiguitas. De vuelta en el bar ya no saludaba a los parroquianos como antes y siempre que miraba a Joaquina lo hacía muy sería. Mi madre me besaba y me preguntaba:

    —¿Cómo os fue?

    —Muy bien, mamá.

    Al sexto día sin dirigirse la palabra se acercó a su hermana y le preguntó: ¿me perdonas?

    —Estás perdonada, Joaquina.

    —Entonces te quedas.

    No. Quiero volver a Valdecañada con tía Josefa.

    —Si te quedas prometo quererte más como te mereces y además te compraré el mejor vestido que se te antoje.

    —Ya me compraste dos, tres bragas y cuatro pares de calcetines.

    Pero ¿por qué te empeñas en regresar? El niño te echará mucho en falta. Te quiere más que a mí.

    —Lo sé pero quiero volver de una vez por todas con mi madre, mis ovejas y mis cabras y el bueno del Silvela.

    A todo esto no entendía nada de nada; las dos enzarzadas en un dale que dale con palabras fuera de tono, porque Lydia no se callaba aunque perdiese el resuello. Lo único que sí recuerdo y con pesar es que mi querida tía ya no volvió a ser la misma... Me trataba como si fuera de porcelana, con cariño y mucho sí pero ya no era espontánea; no dejaba que las otras, nuestras amiguitas, me zarandeasen. Hablaba y casi reía; me miraba y remiraba y me hablaba como si ya fuese un niño grande al que había que advertir de cómo era la vida real y sus cucañas... de todo lo que me decía no entendía nada.

    Capítulo II

    Un día en el bar a puerta cerrada y los tres comiendo, llamaron con insistencia a la puerta.

    —Lydia, por favor vete a ver quién llama.

    Se levantó, abrió y abrazó a una señora, pequeña, muy morena casi negra con oscuras vestiduras. Mi padre se levantó corriendo, casi la ahoga con sus brazos gruesos y bien torneados exclamando:

    —Madre, ¿pero qué hace usted aquí?, ¿esperaba a Sindo?

    —Ya, ya, eso parecía pero le dije a tu padre que quería ver al nieto. Se opuso. Ya sabes como es con ese carácter Zeltacosaco calcado del tuyo. Pero cuanto más se oponía, yo le replicaba que me iba y que venía para aquí. El pobre de tu hermano, que ya había preparado el morral tuvo que aceptar lo que de buena gana no quería aceptar. Pero tú ya sabes que para algo me llaman en el pueblo, ¡tía Josefa! Y encima pestaña.

    —Sea bienvenida.

    —Bueno, déjame abrazar a mi nieto que luego tenemos que hablar muy seriamente. Se me acercó y me puso en su regazo llamándome su rojizo. Me gustó su olor corporal y medio me adormecí; la abuela le hizo una señal a Lydia y se hizo cargo del hijo nieto sobrino.

    La abuela ocupó una silla, y comió con nosotros y bebió dos vasos de vino clarete lo mismo que Joaquina. Los demás nos tuvimos que contentar con agua fresca de una jarra de estaño adornada con animales que se me antojaban lobos cazando gansos.

    Mi abuela consiguió con sus cuentos que Lydia lanzase de nuevo al aire su espontánea y carcajeante sonrisa...

    Mi madre retiró de la mesa los platos y preparó los cafés y repantigándose cómodamente en su silla aguardó que la tía Josefa terminase su café.

    —¿Qué te trae por aquí?

    —Bien lo sabes.

    —¿Pero...?

    —No hay pero que valga, vengo a llevarme a tu hermana pequeña.

    —Deberíamos de hablar a solas.

    —No, Lydia ya no es la niña que tú piensas. Sin que aún hablase con ella sé que quiere volver a Valdecañada y lo hará.

    —Madre... la necesito.

    —Haberlo pensado, sé que aunque no he estado aquí la has tratado... bueno como sea. Tú eres como tu padre, mano ligera sin pensar quién recibe vuestras amargas caricias. Ahora no pero más de una vez he tenido que enfrentarme a mi esposo porque olvidaba que si era un Alonso, yo era Reguera y encima de los pestañas.

    Yo calladito, no fuese que recibiese algún sopapo y mientras Lydia muy sería escuchaba muy atenta la conversación de las dos mujeres que tanto quería y respetaba.

    —Madre yo quiero mucho a mi hermana.

    —Y ella a ti... sin saber ni por qué desde que está aquí ha corrido por el pueblo que ella es tu hija y no la mía.

    Joaquina cambió de color y casi balbuceó... que no era cierto.

    A Lydia se le abrieron y mucho lo que dicen los poetas ¡Luceros!

    —Está todo dicho. Mañana cogemos el tren a Ponferrada y allí estará Sindo con el caballo.

    —Lydia, ¿qué tal te encuentras?

    —Bien, madre, con ganas de irme y muchas... con usted.

    —Ni que te hubiese tratado mal, te compré...

    —Déjalo Joaquina y explícame por qué y cómo le pegaste la última...

    —No.

    —No me repliques que aún sigo siendo tu madre y sé como eres. No demasiado mala persona pero sales al tío Sindo; mano ligera sin importaros lo mal que os comportáis. La explicación es muy simple. Como descendéis de un cosaco según pregona mi suegro, el tío Salvador, justificáis vuestro mal genio que no tiene nada de bueno.

    —Madre.

    —No me corrijas, muchacha. Ya eres una mujer casada con marido y un niño.

    —Abuela Josefa— tu padre no deja de hablar del niño. Dice que tal y como están las cosas sería conveniente que viviese con nosotros en Valdecañada.

    —Quieren arrebatármelo. No lo consentiré.

    —Joaquina como de vez en cuando no atiendes a razones esta noche hablaré con Javier.

    —¿Conoces otros?

    —No.

    —No te vas a quedar sola. Calculo que en cinco meses volverás a tener compañía.

    —¿Cómo lo sabes?

    —Porque soy madre y tu madre. ¿Acaso olvidas que siendo soltera te ayudé en la cuadra del caballo a traer al mundo a aquel niño sonrosado?

    —No lo he olvidado.

    —Pues bien, como Lydia no podrá ayudarte he contactado con una chica de Ozuela que vendrá y estará contenta siempre que algo le pagues y la mantengas con derecho a cama.

    —Me la envían dentro de un mes.

    —Vendrá con tu hermano Sindo; está deseando abrazar a su sobrino y meterse con su hermana pequeña a la que seguramente dirá poco has durado...

    En ese instante entró por la puerta del bar sin parroquianos mi padre.

    —Bienvenida, tía Josefa, ¿qué hace por aquí usted?

    —Tú siempre con preguntas. ¿Acaso no sabes que he venido por Lydia?

    —Primera noticia... ¿Qué le pasa?

    —Que Joaquina le pegó tal somanta que mi hija pequeña quiere regresar a Valdecañada. Porque sabrás que sin contar a tu mujer tengo otra que se va a casar.

    —Francisca. ¿Con quién se casa?

    —Con uno de Orbanajo llamado Esteban. Por cierto que a tu suegro no le gusta nada. Lo conoces por referencias ya que del muchacho no sabemos ni como es.

    —Discúlpeme, tengo que lavarme y ver al niño... ¿Cómo lo ve?

    —Será un buen mozo. Es listo. Esperemos que aceptes los consejos de tu suegro.

    —Siempre lo he hecho.

    —Esta vez son... bueno después de la cena hablaremos. Déjame con mi primogénita con la que hay que tener algo de paciencia porque tener mucha sería contraproducente.

    Capítulo I

    Javier Fernandez Sanjuan

    Como en el capítulo anterior tan solo hablé de mi madre y de mí, este lo voy a dedicar a mi padre siendo un apartado que pertenece al primer capítulo, como una especie de apéndice del mismo en donde repetimos de nuevo el Capítulo I.

    Javier Fernández Sanjuán, Carpintero en la Fábrica de Armas. Nació en 1912, hijo de Carlos e Isolina; hermano de Luciano, Candela y Ramona y teniendo como medio hermano a mi tío Antonio casado con mi tía Paula y teniendo como media hermana a mi también tía prima casada con mi tío Manuel.

    La familia de mi abuelo que no conocía era extremadamente religiosa, posiblemente demasiado.

    El abuelo Carlos apenas sabía leer pero sí calcular a pesar de engrosar una larguísima lista de campesinos iletrados. En tres largas temporadas esclavistas de Sol a Sol fue a segar las mieses castellanas; manteniéndose a duras penas con unas exiguas raciones que tendría que reforzar con alguna que otra lata de sardinas que, por cierto, el patrón descontaba del pequeño sueldo. Regresó de Castilla con la salud mermada y cierta cantidad de billetes y duros de plata que invirtió en unas tierras que, aunque pequeñas, agrandaban no mucho a las que ya poseía.

    Al padre de mi padre se le conocía en Valdecañada como «el Dios». Hay que decir que en este pueblo todos tenían mote y mi abuelo se lo había ganado por que más de un vecino madrugador se lo había encontrado delante de la puerta de la iglesia, arrodillado y con los brazos en cruz rezando con inmenso fervor.

    Murió joven, cincuenta y tantos, tras dos matrimonios y seis hijos. Dos con su primera esposa y cuatro con la abuela Isolina. Dado que mi padre y mis tías Candela y Ramona padecieron de diabetes y mi abuelo Carlos de un ataque al corazón hay que pensar que se debió de morir de ese mal porqué aún no se había descubierto la insulina.

    Fue en los años veinte en que un médico investigador del Norte de América consiguió sintetizarla y poder ayudar a los millones de diabéticos declarados y otros tantos en potencia.

    Como mi abuelo Carlos aún vivía la mozuela de mi tía Candela la mayor de los hermanos se despertó un buen día diciendo que quería ser Sierva del Señor y convertirse en esposa del Renacido Cristo.

    Según se cuenta, la alegría en la casa de mi familia paterna fue inaudita, según el testimonio de Javier un niño de diez años. A Madrid se fue mi abuelo con su primogénita, contento y feliz porque no solo entregaba a su hija a la Iglesia y porque además veía colmado, después de muchos años su mayor deseo: que uno de sus hijos fuese colmado por lo que fue y quisiese, de por vida, servir al Supremo Hacedor, Emperador de los Cielos, Regente del Purgatorio, y Gran Combatiente del Averno —Infierno, dominio de Satanás para escarnio de los que presumen de ser malos católicos.

    De vuelta a Madrid regresó con una foto de su hija el día que como novicia se entregaba al servicio de Dios, Padre de Jesucristo y por supuesto el Espíritu Santo siempre representado por una virginal blanca paloma. Ahora comprendo por qué el gran Picasso la escogió como símbolo de la Paz. Bueno, siempre pensé que los grandes pintores no eran de este mundo, que habían descendido de alguna cercana o lejana Galaxia, para mostrarnos con su gran esplendor esos cuadros negros en que la crueldad humana era expuesta con toda su vileza o religiosidad macabra que aún hoy siglos después asusta. Después del negro vino el gris oscuro tremebundo que ya no lo era dando paso al cuadro religioso claro, donde la Virgen, el Niño y los Apóstoles se presentaban con rostros y colores risueños. Posteriormente los cuadros religiosos dejaron paso a lo mejorcito de los pintores flamencos. A partir del siglo XVIII la pintura dio semejante salto que hoy en el siglo XXI los pintores noveles beben, se empapan y copian a los grandes Maestros.

    El siglo XIX, de Pintura hablamos, ha sido el Siglo junto con el XX, de los Impresionistas. Hasta que fueron reconocidos sufrieron el rechazo de los pretendidos, aparentemente, entendidos. Pasaron muchas necesidades y hambre hasta que por fin fueron reconocidos. De entre todos ellos destacaré al loco perturbado holandés de rojo cabello que en vida y gracias a su hermano vendió un cuadro después de haber pintado cientos y morirse completamente desengañado de sí mismo, de la condición humana que condujo al mundo a dos, después de muchísimas guerras menores, grandes despropósitos en que perecieron más de ciento cincuenta millones sin olvidar a los heridos que nunca volverán a expresar con sus sonidos sus románticas palabras...

    Como iba relatando, mi padre quedó huérfano cuando contaba catorce años. En casa se encontraban con él la abuela Isolina que no llegué a conocer y sus hermanos Luciano y Ramona.

    Como de letras y números apenas entendía... mi abuela contrató al cura del pueblo para que le enseñase durante un año previo pago por adelantado de un precio acordado. Después de trabajar las tierras y cuando coincidía o podía se empleaba como peón en otros pueblos más prósperos que Valdecañada.

    Javier Fernández Sanjuán era un mozo trabajador, equilibrado y amante de su familia y como ella muy religioso, aunque fuese muy preguntón de algo que no sabía pero si intuía: ¿Quién soy?, ¿de dónde vengo? ¿qué pretendo? Por eso un día caluroso del verano estando dormitando sudoroso... se había levantado a las cinco de la mañana, deslomado hasta las once y había regresado muy cansado para comer y beberse una jarra de agua fresca, un vaso grande vino y una rebanada de pan de hogaza que no le supo a gloria pero le calmó, eso sí, el hambre hasta la hora de la comida. Estaba cerca de cumplir los veinte años y se despertó a eso de la una y sin querer pensar en silencio se puso a reflexionar... Voy a estar toda la vida con la azada y con la hoz o la guadaña sin aspirar a nada. Levantándose y secándose el sudor y rápidamente sin pensarlo un segundo más entró en la cocina donde la abuela Isolina y Ramona trajinaban. Luciano se había casado con la tía María y vivía con sus suegros.

    —Madre, tengo que hablar con usted.

    —Tú dirás.

    —¿Qué pretendes?

    —Ser carpintero.

    —Como San José.

    —Más o menos.

    —Bien, entérate de qué maestro te puede enseñar, cuanto te va a cobrar y si el precio incluye la manutención.

    —Así lo haré el próximo sábado.

    Las condiciones fueron aceptadas y al año cumplido el Maestro Calleja... dijo que ya podía trabajar por mi cuenta y que cumplido el año poco más podía enseñarme.

    Contento, regresó a Valdecañada, abrazó a su madre y hermana enseñándoles una carta en la que el Rey le decía que era su solicitud para no cumplir como Militar Recluta por hijo de viuda y depender de sus ingresos.

    —¿Cómo lo consiguió?

    —Gracias al cura quién se interesó mucho para que esta viuda tuviese en casa a su hijo... Maestro carpintero.

    —Aún tengo que demostrarlo.

    —¿Cómo?

    —Conocí a un albañil que me ha propuesto construir una casa de planta baja a medias.

    Entonces con mi primera casa gané 350 pesetas... alzamos tres más en las que me embolsé alrededor de 1500 pts limpias después de los gastos iniciales. Hice muchas chapuzas y armé cinco muebles gracias a los que el Maestro Calleja me brindó una parte pequeña de su taller.

    Mi madre recibió la parte que me había prestado más una cantidad fija mensual que le permitía ahorrar algo y vivir con cierto decoro junto con Ramona que ya le permitía jugar a las manitas con su novio.

    Andaba yo detrás o ella de mí, de Joaquina, hija mayor del tío Sindo. Hombre de mucho respeto, malas pulgas y a quién no le hacía mucha gracia que su primera cachorra se ennoviase sin su consentimiento ya que por aquellos tiempos los matrimonios se concertaban según conveniencias de padres a padres sin apenas conocimientos de los interesados.

    Adelantándome a los acontecimientos —debo decir que mi abuelo Gumersindo le salieron tres callos dolorosos ya que sus tres hijas escogieron marido por sí mismas a pesar de sus berrinches.

    Joaquina con Javier, Francisca con Estaban, Lydia con Alfredo y como compensación y de acuerdo con el consuegro pudo unir a su hijo Sindo con Mercedes, moza de Ozuela quién asistió al «Matadero» nupcial nada enamorada.

    Aclarado lo de los casorios seguí hablando con Joaquina a pesar de que gran parte de mi familia decía que debía de escoger a otra que no fuera la zeltacosaca. Entre otras cosas decían que era medio «machín» al haberse pegado con un mozo y dejarlo espatarrado en el suelo.

    Lo que ellas ignoraban es que estaba enamorado de aquella moza que me había llevado a retozar a los huertos encima de las flores silvestres, pájaros cantores, mariposas, abejas y algún que otro rebuznar de burro o relincho de caballo en celo.

    Pues bien todo aquel idílico paisaje se esfumó cuando la llamada de la Patria ensangrentada por Terratenientes, bastardos Clérigos y espadores ebrios de saltarse el escalafón le declararon la guerra de exterminio al carpetovetónico pueblo.

    Un oficio de ordeno y mando llegó en forma de caqui para hacerle saber que eran requeridos sus servicios en la ciudad de La Coruña. Tuve que desplazarme a esa ciudad con bolsa de comida una camisa y una muda junto con un par de calcetines y mucha incertidumbre sobre lo que el destino me deparaba. Horas antes de comprar el billete para el tren correo me reuní con mi amada y en nuestro lugar secreto en donde nos amamos con más intensidad que otras veces Joaquina no lloró ni tan siquiera me reprochó que fuera. Me deseó tranquilidad y que volviera entero sin que me parase a comprobar cómo eran las gallegas.

    Conocí el sorprendente río al que los coruñeses llaman Mar. Vi por primera vez aquellos grandes arenales con buena arena para construir casas llamadas playas y que tan buen papel tuvieron en el futuro con las turísticas divisas.

    A las ocho de la mañana después de un buen desayuno en la fonda engrosé la cola de unos cien mozos que ante un Sargento, amante de los calzados, muy malhumorado y con muy malos modos cuarteleros iba desgranando preguntas que nosotros más mal que bien respondíamos.

    —Pueblo y región de nacimiento.

    —Valdecañada, el Bierzo.

    —¿Profesión?

    —Carpintero.

    —Póngase en el lado derecho. Ya demostrará si es cierto...

    Aparte una vez terminado el recuento un civil bien trajeado nos dijo a los apartados que íbamos a ser operarios en la Fábrica de Armas, industria que aún no existía pero que muy pronto llegarían las máquinas de Trubia.

    Nos llevaron a un futuro mercado, estaba por estrenar, el de San Agustín donde nos designaron una litera a cada uno con su correspondiente colchón, dos sábanas y una manta.

    Mientras los grandes relojes de la ciudad no dieron las diez de la noche Javier curioseó por la ciudad; en una tasca comió por primera vez pulpo con cachelos, pan y dos vasos de vino que en nada se parecía al clarete de Valdecañada. En el puerto vio barcas, barcos pesqueros y hasta un paquete bote con bandera roja y blanca y justo en el medio descubrió una extraña cruz que jamás había visto en los libros religiosos del Cura de su pueblo. Antes que pasara la lista aquel gracioso-borrachín Sargento se integró al crecido grupo de casi setenta y cinco mecánicos, forjadores, carpinteros tres oficiales y dos ingenieros. Con la misma tónica consumimos (paseo-descubrimiento-callejero todos los días en solitario) una semana y al noveno día de nuestra llegada nos dieron unos uniformes azul marrón con correaje y gorro cuartelero. De a tres subimos por la Calle Azul---— plaza y cruzamos la plaza de España hasta pasar la calle de la Torre desembocando en el Campo de Marte. Allí en el que había sido inmueble de un colegio pudimos ver las primeras máquinas; descomunales para mí en que fabricaríamos principalmente fusiles. Allí se quedó la mitad del contingente pelotón, el resto nos fuimos trasladando a otros edificios de la Calle Orillamar, frente por frente a las puertas del cementerio Británico y el de los protestantes, herejes con algún que otro suicida.

    Estábamos ya en 1937 y si había nacido en 1912 uno había derrochado 26 años trabajando de Sol a Sol prácticamente por la manutención de mi madre, mi hermana y yo mismo dependíamos del jornal que yo consiguiera. A partir de los veinte fui aprendiz de carpintero. A los 22 mejoré muy poco mi estatus social pero pude respirar haciendo lo que me gustaba de forma que la madera fuese mi aliada. Cuando mejor me encontraba laboralmente en el verano del treinta y siete recibí un telegrama desde Valdecañada; se lo presenté al Comandante y a este ya veterano fundador la Fábrica de Armas le fue concedido un permiso de cinco días para que solucionase aquel embrollo que el tío Sindo le presentaba. En el mismo terriblemente tren correo lento hizo Javier el viaje de retorno al Bierzo. Al descender del tren se encontró con Sindo y supo que estaba en un verdadero aprieto. Fuera de la estación y atados a un árbol encontró a dos caballos.

    —Sindo. ¿Qué es lo que pasa...? Recibí un telegrama de tu padre en donde no me aclara nada. Sólo me amenaza.

    —Sé tanto como tú pero si el tío Sindo te mandó un telegrama por algo será. Sólo sé que esta mañana me ordenó que te esperara amenazándome para que no volviera sin ti.

    No se habló más, cruzamos San Lorenzo y bajamos las empinadas cuestas hasta Agadán; desde allí dejamos la iglesia a la derecha y pasamos el comunal horno y llegamos ante la casa que nos esperaba. Subimos las empinadas escaleras de losa y Sindo se despidió diciendo que tenía faena y casi tropezó con Gumersindo Alonso Flórez.

    Estaba recostado en un sillón delante de una pequeña mesa, me ordenó que cogiese una silla y me sentase. Así lo hice, me miró fijamente a los ojos severamente como si esperase algo de mí. Sin dejarle que abriese la boca le dije con mi mejor voz...

    —Aunque no te tengo mucho aprecio no esperaba menos de ti.

    —¿Quieres verla?

    —A eso he venido.

    —Estoy aquí porqué usted me ordenó que viniera y ahora que he llegado me gustaría ver a la novia.

    —Yo no ordené nada. ¡Entérate que si estás aquí ha sido por voluntad propia! ¡Josefa y Joaquina, venid aquí y traed al niño!

    —¿Qué dice?

    —Lo que oyes.

    Capítulo II

    Joaquina Alonso Reguera

    Nací en 1915 hija de Gumersindo y de Josefa y hermana mayor de Francisca, Sindo y Lydia.

    De mi infancia guardo pocos recuerdos. A los cuatro años le peinaba todos los días su larga cabellera a mi abuelo el tío Salvador. Ya era muy anciano pero ayudándose con un cayado salía a pasear todos los días y yo siendo su ayudante le llevaba los cestos con guisantes, habas o conchos que separaba de sus vainas con maestría porque debido a su edad y achaques no podía ayudar en las labores del campo. Le gustaba hablar con cualquiera que quisiese escucharle, especialmente conmigo, a quien consideraba su preferida. Evocando aquellos años hasta su muerte me hablaba de nuestros antepasados guerreros, los cuales habían llegado de muy lejos y dominado el pueblo. Hasta hacía medio siglo nuestra familia había sido la más importante. Para dar prueba de sus pasadas riquezas decía que tenían cinco parejas de bueyes, ocho caballos y muchas tierras de labranza junto con las viñas pero la mayoría se fue dilapidando en el juego y grandes fiestas que todos los meses organizaban en honor de visitantes opulentos de otros pueblos. Poco a poco fueron vendidas las propiedades hasta que mi padre, recién casado, se encontró con unas pocas y malas tierras y un oficio recién aprendido de zapatero. Menos mal que los padres de la moza les facilitaron una casa y les dieron asiento los primeros meses en su mesa de la que comieron y cenaron. A partir de los cinco años Joaquina empezó a ser conocida como una cosaca más, capaz de abrazar amorosamente a su corderito recién nacido así como soltar sapos y culebras por la boca cuando algo o alguien la contradecía en sus afirmaciones... que siempre eran certeras según pudo confirmar más de uno que la conoció de mozuela.

    Era la mayor de las hermanas, ojito de su madre y casi con la indiferencia de su padre. Tengo que reconocer que hoy en día, mi abuelo el tío Sindo era un redomado y contumaz machista y en un grado elevado.

    La infancia de Joaquina pronto se juntó con la juventud adolescente. Tan pronto era pastora de cuatrocientas cabras y ovejas como usaba la azada para regar huertos o la hoz para recolectar el trigo o el centeno. En lo que sí fue apreciada por su padre era en la especial pericia en degollar una cabra, cabrito, oveja, carnero o corderito; desollarlo, abrirlo en canal, trocearlo y prepararlo con paños para meterlo en un serón de caballo o macho que ya encasillados se le añadía una romana para poder pesar y vender la carne... San Lorenzo, Ozuela-Orbanajo, Santa Lucía, Ferradillo y por supuesto los vecinos de Valdecañada que pudiesen pagarla. El lema comercial de mi abuelo era «Amigo sí pero la burra por lo que vale» Joaquina no era alta, más bien tirando a baja pero era fornida, alegre cuando cantaba y buena persona cuando no la alteraban. Quién mejor la conocía era su madre y la tía Josefa, emparentada con los Reguera —Pestaña. Llegué a conocer a mi abuela. Hay una foto conmigo en su regazo. Tenía cara de excelente persona,

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