Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Los Juanes
Los Juanes
Los Juanes
Libro electrónico301 páginas4 horas

Los Juanes

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

En la novela Los Juanes asistimos a un cambió generacional en Cuba.

En un contexto político dónde las dictaduras militares se suceden unas a otras, la moral, los principios y la dignidad humana se ha modificado en función de los cambios ideológicos.

En una época anterior los padres ejercían una autoridad tiránica.

En estos nuev

IdiomaEspañol
Editorialibukku, LLC
Fecha de lanzamiento27 dic 2020
ISBN9781640867697
Los Juanes

Relacionado con Los Juanes

Libros electrónicos relacionados

Memorias personales para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para Los Juanes

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Los Juanes - Alberto Zamora

    Los_Juanes_port_ebook.jpg

    LOS JUANES

    Alberto Zamora

    Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

    El contenido de esta obra es responsabilidad del autor y no refleja necesariamente las opiniones de la casa editora. Todos los textos e imágenes fueron proporcionados por el autor, quien es el único responsable sobre los derechos de los mismos.

    Publicado por Ibukku

    www.ibukku.com

    Diseño y maquetación: Índigo Estudio Gráfico

    Copyright © 2020 Alberto Zamora

    ISBN Paperback: 978-1-64086-768-0

    ISBN eBook: 978-1-64086-769-7

    Índice

    CAPÍTULO I

    CAPÍTULO II

    CAPÍTULO III

    CAPÍTULO IV

    CAPÍTULO V

    CAPÍTULO VI

    CAPÍTULO VII

    CAPÍTULO VIII

    CAPÍTULO IX

    CAPÍTULO X

    CAPÍTULO XI

    CAPÍTULO XII

    CAPÍTULO XIII

    CAPÍTULO I

    —¡Yo debí haberme suicidado hace veinte años! —exclamó Juan Miguel y miró al tribunal que lo juzgaba, un escalofrío recorrió su cuerpo.

    El abogado, usando su mejor elocuencia y esgrimiendo su alegato, sudaba tratando de convencer a los tres miembros del jurado de la inocencia de su defendido. Solo la presidenta del tribunal lo miraba hipnotizada, subyugada por la presencia masculina; quizás, comparándolo con algún galán de telenovela. Las palabras del abogado defensor se perdían en su propio eco y los miembros del jurado dormitaban en los brazos de Morfeo.

    La madre y la esposa habían consultado a adivinos, cartománticos, paleros, y algunos santeros, pero todos coincidían en que la causa estaba perdida.

    Familiares y amigos se dividían en dos grupos: los optimistas opinaban que lo condenarían a treinta años de privación de la libertad; en cambio, los pesimistas confiaban en verlo frente al paredón de fusilamiento.

    Juan Miguel escuchó las palabras de la abuela en su mente: ¨El destino existe, hijo, está escrito antes de que Dios te enviara a la tierra. Conocí a mucha gente tratando de cambiarlo y perdieron su tiempo, no hay solución¨. Sonrió y recordó a aquélla mujer delgada, con rostro de aborigen y una voluntad a prueba de fuego, que todos los días en las mañanas, lo llevaba de la mano a la escuela; en algunas ocasiones iban en carricoche, a él le gustaba sentarse en sus piernas y sentir el sexo de ella estremecerse sin comprender la razón, ya que solo tenía cinco años.

    ***

    —Fue la época más feliz de mi vida —susurró María—. De mi madre tengo recuerdos muy amargos, pues era una mujer colérica. Se casó con mi padre para contradecir a su familia; ella contaba una y otra vez, delante de cualquier persona, los motivos que la impulsaron a casarse.

    Recuerdo que Mamá le dijo a papá lo de mi noviazgo con Juan. Él me preguntó si era verdad y le dije que sí; me dio una paliza que no olvidaré jamás. Nunca comprendí por qué mi madre me odiaba tanto y aprovechaba mi desliz para irle con chismes a mi a padre. En uno de sus ataques de celos, me gritó que era una degenerada porque sus amigas me habían visto entrar en la casa de Rosa, una prostituta amiga de papá. ¡Todo era mentira! Ella les decía a mis hermanos que yo era la preferida de papá porque cuando iba al trabajo, él me esperaba y juntos salíamos de casa. Recuerdo que en una ocasión, llegó al pueblo una feria mexicana y papá dijo: Voy a llevar a María a la feria, pero los niños son muy pequeños y no entienden nada. Además, ella trabaja. Mamá me miró con ojos diabólicos, pero no protestó. Fue el día más feliz de mi vida porque papá compró las papeletas y paseé en todos los aparatos. Por último, entramos al salón de los espejos, pero ahí pasamos tremendo susto porque por más que buscábamos la salida, no la encontrábamos; por suerte, un empleado nos ayudó y logramos salir. Al otro día, mamá no me habló, sirvió la comida y me tiró el plato; una semana estuvo sin platicarme.

    Un mal día, descargó su ira y me golpeó acusándome de que Rosa estaba con nosotros en la feria, pero lo que más me molestó fue que papá no me defendió. Él amaba tanto a mi madre que todas las noches, desde mi cuarto, lo escuchaba rogándole por follar. ¡Ella era un erizo!: ¡Ya vienes a joder!, le decía cada vez que él la acariciaba. Con el tiempo, él se cansó y se fue a vivir con Rosa.

    Comencé a trabajar en la casa del doctor Ambrosio por dos pesos a la semana. Mamá iba, los cobraba y se los jugaba a la lotería. Papá, todas las tardes, cuando iba a buscar el periódico a la estación de trenes, nos visitaba y mi madre aprovechaba la ocasión para decirle: Pancho, vieron a María con el hijo de Catalina besándose en la esquina, en cualquier momento sale con una barriga. Él buscaba la funda del machete y me daba una paliza tal, que mis gritos se escuchaban en todo el barrio.

    Catalina tenía dos hijos que no trabajaban, vivían de ella como dos sanguijuelas. El más depravado de los dos era Juan, que tenía los tres vicios más malos que puede tener un hombre: alcohólico, mujeriego y jugador, además de ser de esos bromistas que hacen soportable la vida en estos pueblos pequeños. Aunque tenía detractores, su presencia en las reuniones sociales siempre era bien recibida. Una de sus bromas más conocidas y comentadas con satisfacción por los pobladores de aquella región, se convirtió en la apuesta más lucrativa de los últimos tiempos, miles de pesos se derrocharon a favor y en contra, los campesinos apostaron sus jornales contra los hacendados y Juan apostó su bicicleta.

    Antes de realizarse la broma, la apuesta llegó a oídos de su abuelo quien no estuvo de acuerdo, pero la suerte estaba echada: si se retiraba, tenía que marcharse del pueblo o pagar todas las apuestas.

    Al fin llegó el día esperado por todos. Al amanecer, los pobladores se reunieron frente a la casa del teniente Jacinto, jefe del cuartel y máxima autoridad del pueblo.

    La mujer del teniente se despertó con el murmullo, se levantó, miró por la abertura de la ventana y sorprendida quedó al ver tanta gente frente a su casa. Aterrada, corrió hasta el cuarto, despertó a su marido y le dijo: Corre, Jacinto, se cayó el gobierno. El teniente, asustado, se vistió de prisa, sigilosamente entreabrió la puerta y vio colgados los cuernos de una vaca sobre su cabeza. Todos los presentes se carcajearon. Dicen que la risa se escuchó a cien leguas a la redonda. Iracundo, el militar salió por la puerta de atrás camino al cuartel, formó la tropa y, casa por casa, fue sacando a todos los opositores al gobierno, por la ofensa hecha al general prócer de la patria, personificado en él.

    Esa noche comenzaron los interrogatorios y se pusieron en práctica nuevas técnicas de tortura. Una alcanzó fama universal: la del perro pastor alemán sin dientes que después de derribar al reo, le masticaba las orejas y los testículos. Los gritos, durante tres noches, no dejaron dormir a los ciudadanos, todos temblaban de miedo. Algunos osados comentaron que era un violación a los derechos sagrados de los seres humanos y que se iban a quejar con el gobierno central. Aunque ser delator era un deshonor, en el pueblo existía un grupo de delincuentes favorecidos por los militares, que recibían treinta y tres pesos por esa labor; al siguiente día, el teniente recibió la información y los nombres de los que criticaban su atribución, de modo que todos fueron encerrados en los calabozos. A partir de ese día, se acabaron los comentarios.

    No se sabe quien echó un anónimo por debajo de la puerta de la casa del teniente Jacinto, pero su esposa lo recibió y por diez pesos se lo vendió, así fue como se supo que Juan había sido el autor de la broma.

    En la madrugada, el teniente fue a buscarlo con algunos soldados. Durante el trayecto del cuartel a la casa del acusado, pensó en cientos de formas para castigarlo. Los transeúntes que vieron a los soldados pasar, hicieron la señal de la cruz presagiando un horrendo final.

    Nadie sabe quién ni cómo, pero la familia de Juan se enteró de que lo iban a buscar para darle un escarmiento. Catalina, con lágrimas en los ojos, abrió la puerta y le juró al teniente por la virgen de la Caridad del Cobre, patrona del pueblo, que su hijo, en aquellos días en que le hicieron la broma, estaba en la casa muy enfermo, con gripe y fiebre del cuarenta grados. El militar sin entender sus palabras, mandó a los soldados a revisar la casa y en un santiamén le trajeron a Juan, pálido, sudoroso y aguantándose el pijama.

    —¿Y esa peste? —exclamó el teniente.

    —Es él, se hizo mierda —contestó un soldado.

    Los militares se echaron a reír. Juan, tembloroso y con la cabeza baja, miraba a su madre con el rabo del ojo, implorándole protección.

    —Pues suban al camión a esa bola de mierda.

    Catalina se interpuso entre los militares y su hijo.

    —Antes de llevárselo, quiero conversar con usted en privado, teniente Jacinto.

    —Bien, bien... ¡Dígame! Usted sabe que mi tiempo es oro.

    Lo tomó por un brazo y lo llevó frente el altar de la virgen, sacó un fajo de billetes y lo puso en su mano.

    El militar, molesto, la increpó.

    —Nada de eso señora, a este cabrón no hay dinero en el mundo que lo salve, lo siento.

    La madre, abnegada, utilizó el último recurso que le quedaba, miró al teniente desafiante y lo amenazó con decirle a su esposa los favores sexuales que ella le había ofrecido en varias ocasiones.

    El militar lanzó la gorra contra el suelo, miró a la virgen y luego a la mujer: Lo voy a perdonar por usted y por nuestra amistad, luego salió de la casa echando fuego por todos los poros.

    Durante una semana, la gente del pueblo sintió en carne propia la ira del militar, todo el que sonreía frente a él era encerrado en los calabozos, hasta el hijo del alcalde guardó prisión por comentar en la tienda del chino lo ocurrido.

    Aquella hazaña, sí se puede llamar de alguna forma, quedó en los anales de la historia del pueblo. Al final, la ira del ultrajado militar cayó sobre Kiko, uno de los mendigos del pueblo, porque osó reírse en su cara.

    Juan era el preferido del abuelo, todo cuanto sabía en materia de buen vivir, él se lo había enseñado. Siempre le recordaba que para llegar a viejo, había que respetar ciertas leyes: Una de las más importantes es amar a Dios sobre todas las cosas porque amándolo, nunca serás esclavo del prójimo; la otra es sonreír en las buenas y en las malas porque es la única forma de alejar el infortunio; la última está relacionada con los días de la semana: hay días de risas y días de llanto, de modo que el hombre tiene que estar preparado para cada uno de ellos porque lo mismo mata la risa que el llanto.

    Él fue un experimentado libertino, considerado en su tiempo como un gran bromista. Tenía ochenta años y hablaba con jactancia de su virilidad, su oficio de zapatero le proporcionaba seducir a todas las mujeres, no le importaba si eran blancas o negras ni el origen social; algunas señoronas habían sentido el bregar de su martillo. Cuando su nieto lo visitaba en la zapatería, él, con aires de conquistador le decía: ¡Esa negra nalgona es tu abuela! Dale un beso. y reía a carcajadas.

    Juan tenía la costumbre, antes de salir a la calle, de ir al cuarto del abuelo para recibir los consejos correspondientes del día. Abrió la puerta con mucho cuidado y lo vio acostado con los ojos cerrados e inmóviles, temiendo que le hubiera ocurrido algo, fue en busca de Catalina.

    —Mamá, el abuelo no se ha levantado.

    —Pues algo le pasa —dijo Catalina y corrió al cuarto.

    Jorge, uno de los amigos favoritos de Juan, entró a la casa y, con cara de espanto, le dijo: —María está en el hospital, tuvo un accidente…es grave.

    Juan tomó la bicicleta y ambos salieron. La madre, apresurada, se asomó en la puerta y los vio alejarse, luego lanzó un grito que se perdió en el murmullo de la calle.

    Por el camino, Jorge, sonriente, le confesó que era una broma y que lo estaban esperando para comenzar el guateque, pero él ni se inmutó. Así comenzó la fiesta de ese día, el aguardiente y el escándalo del juego de dominó se escuchaba en toda la cuadra, de modo que el padre de Jorge, molesto, le llamó la atención varias veces; Jorge, enojado, suspendió el juego. El tiempo transcurrió y el tedio los invadió.

    Jorge se acercó a María, que se encontraba en la cocina preparando unas croquetas, la tomó por la cintura y la besó en el cuello; ella ofendida lo insultó y todos acudieron al escuchar la gritería de la joven. Juan, al enterarse de lo ocurrido, intervino a favor de su amigo y le pegó a la muchacha, pero los presentes, incluso Jorge, le reprocharon su actitud. El negro Mariño llegó en defensa de María, lo tomó por el cuello y lo echó a la calle. Juan, ebrio, apenas podía mantenerse en pie, pero montó en la bicicleta, salió, cayó al suelo y su voz como un lamento, se escuchó en todo el barrio: María…Mari....

    María salió a la puerta y con el rostro bañado en lágrimas, lo vio tirado en la calle, fue hacia él, lo ayudó a levantarse, se abrazaron y echaron a andar. Ella condujo la bicicleta y comenzaron a recorrer las calles de Macara bomba, cuando Paco, amigo de la familia, gritó…

    —Oye, Juan, si el teniente los ve…

    —¡Ese es carnudo! —contestó interrumpiendo.

    Una anciana, entretenida, cruzó la calle; María al verla, gritó:

    —Cuidado abuela… Aguántate que aterriza... —no pudo terminar la frase porque se impactaron contra un camión.

    La anciana al verlos en el suelo, sonrió.

    —¿Se le fueron los frenos? ¡Qué locos están estos jóvenes de hoy!

    María, molesta, iba a contestarle, pero Juan le tapó la boca.

    —¡Vamos para mi casa! Hoy no consulté al abuelo y es probable que esté en apuros.

    —Me dejas lejos de mi casa, no quiero que mi padre nos vea juntos.

    Los dos jóvenes montaron en la bicicleta.

    —¡Oigan, van en contra del tráfico!— la anciana les dijo sonriendo.

    El teniente Jacinto, airado, salió de su casa mientras que su mujer, con los cabellos revueltos, sacó la cabeza por la ventana y le gritó:

    —No vengas más a joder, ¡cabrón!, ¡esbirro!...

    —Eres una desvergonzada, puta de mierda, no sé como un militar de mi jerarquía vive contigo.

    La mujer sacó el trasero por la ventana…

    —Éste no lo vas a coger más.

    —¡Qué mujer más insolente! Dios me ampare de regresar a su casa.

    Juan, al aproximarse al teniente, echó una carcajada y el rostro del militar se transformó.

    —¡Oigan! deténganse —vociferó iracundo.

    Los jóvenes se detuvieron.

    —Dígame, teniente.

    —Son unos Irresponsables. Si un auto o un camión los atropella, le salarán la vida al chofer. ¿Hasta cuando van a estar jodiéndole la vida al prójimo?

    —Perdone, señor, Perdone —dijo Juan y echó a correr en la bicicleta, sin antes dejar a María, para luego detenerse a pocos metros y gritar:

    — ¡Señor cabrón!, ¡esbirro!…

    —Esta vez no te salva ni el médico chino —Jacinto sacó la pistola y disparó, pero detrás de un auto salió el abuelo, interponiéndose entre el militar y su nieto; cuando cayó al suelo, el teniente se echó a correr despavorido.

    Juan lanzó la bicicleta y fue a socorrer al anciano.

    —¡Abuelo!... ¡Ay, Dios!

    —Qué desgracia, por tus burlas han matado al abuelo —gritó María.

    Cuando llegaron, vieron que no estaba herido y lo ayudaron a levantarse.

    —¿Qué día es hoy?

    —¡Viernes!

    —No es mi día —dijo el abuelo.

    Todos echaron a caminar, pero, María se separó de ellos.

    —¡Por poco te mata ese esbirro!

    —Tú lo dijiste, hijo. Es hora de que dejes esas chiquilladas, estoy muy viejo y no resistiría si alguna desgracia te ocurriera, deja las borracheras y las bromas, respeta a las autoridades. Ese hombre y María te van a joder la vida.

    —Esa mujer me gusta abuelo, estoy enamorado.

    —Chico, a ti te gustan todas; no me dirás que también te gusta el teniente, ¿o sí?.

    —¿Qué pasó abuelo? ¡Usted sabe que soy un hombre a prueba de bala! Para tu tranquilidad, a partir de hoy no lo molestaré más.

    En el pueblo existe un parque de cien metros cuadrados, en el centro se encuentra la estatua del Apóstol de la Independencia, a su alrededor hay un paseo dónde los jóvenes, los domingos en la noche, se engalanan y salen en plan de conquista. Las mujeres van en filas contrarias a las de los hombres, quienes al pasar frente a ellas, les dicen un piropo o una frase de amor, ahí estaba María.

    Hacía un mes que el noviazgo mío con Juan se había roto. Conversaba con unas amigas, en una de las esquinas del parque, cuando vi a mi padre venir hacia mí con la funda del machete en la mano. Adivinando su intención, le dije:

    —Papá, el noviazgo mío y de Juan se rompió. ¡Te lo juro por mamá!

    —Tu madre me dijo que te vio besándote con él.

    Él comenzó a pegarme, pero la ira me cegó y le grité…

    —Te opones a nuestro noviazgo porque todas las noches vas a coitar con Catalina.

    Si no llega a ser por el gallego, dueño del restaurant que está frente al parque, mi padre me matado esa noche.

    Al otro día, me encontré por casualidad con Juan, que al verme toda magullada me preguntó lo que me había pasado y le conté lo ocurrido. Después de conversar, reiniciamos nuestro noviazgo y, una semana después, decidí escaparme con él; esa noche, Juan alquiló un auto y me esperó en la esquina de la bodega, mandó a Jorge y a la novia a buscarme; no sabía qué hacer, les dije que no me iba, pero ellos insistieron y me convencieron de que era lo mejor para mí porque papá no permitiría nuestro noviazgo, y uno de esos días me daría un mal golpe con el que podía dejarme discapacitada por el resto de mi vida.

    No me da pena decirlo, nuestra luna de miel, donde perdí mi virginidad, fue en un cuarto de mala muerte del tío de Jorge. Mi padre nos buscó por todo el pueblo, por suerte, el abuelo de Juan le dijo que estábamos en La Habana; aun así, amenazó con denunciarnos a la policía. Catalina fue a buscarnos, pero cuando regresamos fuimos obligados por papá para casarnos. Como éramos menores de edad, nos quedamos bajo la custodia de ella y fuimos a vivir a su casa, donde la familia nos construyó un cuarto hecho de cajas de madera. Allí naciste tú, Juan Miguel.

    Ese fue mi gran error, hoy todavía estoy pagándolo con creces. Había cumplido quince años, mi cuerpo era de niña, mis senos pequeños, solo tenía una cara bonita y un pelo largo que me cubría la espalda.

    ***

    En el silencio de la madrugada, la lluvia caía estrepitosa sobre el techo de cartón del cuarto. María dormitaba sentada en el sillón cuando un trueno la despertó; asustada, fue hacía la cuna improvisada donde dormía un niño de un año. La lluvia penetraba por el techo y las paredes hechas con pedazos de cartón, eran abatidas por el viento. Tomó a su hijo y lo acostó junto a ella. Embelesada, miraba unas gotas de agua que jugaban con la llama de la vela y terminaban cayendo sobre su pelo para ir descubriendo cada rasgo de su cuerpo, sus labios gruesos y pálidos se contraían por la humedad, los ojos estaban ausentes del tiempo, su rostro se notaba adolescente y sus senos marchitos aun amamantaban a su hijo.

    La voz de Juan se escuchó, cantaba una canción de moda. María se levantó, abrió la puerta y a lo lejos, vio una figura que caminaba tambaleándose por la calle de tierra, cayó al fango, se alzó, rió a carcajadas, volvió a caer y entonó la misma canción. Ella salió bajo la lluvia a su encuentro, lo tomó por un brazo y, con dificultad, logró entrarlo a la casa; después de mucho trabajo, le quitó la ropa y fue en busca de una toalla, pero cuando regresó, se sintió consternada al verlo en la calle, donde se bañaba desnudo bajo la lluvia.

    —¡Juan, entra!... Los vecinos... ¡Por favor!

    —¿Y qué? ¡Ellos no son tan decentes! Ángela es una puta, el negro que vive con Ramón es su marido, aquí el único decente es Gil, y es un chivato... Chivato no, es delator de la policía. No es chivato porque ese tipo es mi amigo. Cuando estuve preso, él me sacó de la cárcel. Ese es mi amigo.

    María vio que un rayo deshojaba una palma no lejos de allí, asustada y temblando por el frio, salió nuevamente en su búsqueda, logró entrarlo a empujones y lo acostó. Juan le sacó la lengua a su hijo, que parado en la cuna, le sonrió.

    —Mi padre me lo decía, no te cases con ese borracho, muchos golpes recibí...

    —¡Ese viejo es un cornudo! Además, a ti siempre te gustó mi mantecado.

    —¿Por qué no trabajas? El niño comió anoche gracias a Ángela.

    —No hay trabajo, no hay. Este país es un desastre, no hay oportunidades.

    —Papá me dijo que mi tío está buscando obreros para la construcción.

    —¿Qué dices? ¿Un hombre de mi alcurnia paliando mezcla y cargando ladrillos? ¡Te volviste loca...loca y re loca! A mí nadie me la toca.

    —Tú no estudiaste ni tienes oficio, solo en la construcción puedes trabajar.

    —Nico...Jon. No trabajo en la construcción, olvida eso.

    —Puedes ir a cortar caña con mis primos, ellos hablarán con el mayoral.

    —¿Qué dices?, ¿cortar caña? Que la tumbe el viento, no tengo cañaveral.

    Una semana después, entró Juan a la casa, eufórico, y abrazó a María.

    —Se acabó nuestra desgracia, mira lo que traigo aquí.

    —¿Y esos pasajes?, ¿te vas a trabajar fuera de la región?

    —¡Vamos a la capital! Tío Víctor me llamó, dice que me tiene un trabajo.

    —Tú estás loco. ¿Dónde vamos a vivir?

    —No te preocupes, eso está resuelto, al fin saldremos de la miseria. Juan Miguel va a ser un niño como los demás, le compraré libros; incluso, quién sabe si llegue a la universidad de La Habana y se convierta en doctor o en general. ¡Alegra esa cara, mujer! Dios se acordó de nosotros y vamos a tener lo que merecemos.

    Esa noche convirtieron sus cuerpos en un festín. Desnudos y ebrios de amor, los sorprendieron los primeros rayos de sol del nuevo día, que penetraban por los huecos de las paredes. El canto de los gallos y el pregonar de los vendedores ambulantes despertó a María, su hijo la miró y le sonrió, luego, ella le lanzó una almohada.

    Todos festejaron la nueva noticia, era un acontecimiento extraordinario. Ángela y

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1