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¿Por qué no me dicen la verdad?
¿Por qué no me dicen la verdad?
¿Por qué no me dicen la verdad?
Libro electrónico460 páginas5 horas

¿Por qué no me dicen la verdad?

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Muchos años después, en el barrio de mi infancia encontré algunas
respuestas a preguntas que todavía me seguían asaltando: ¿Por qué no fui más liberal, más crítico, independiente, creativo o emprendedor? ¿Por qué aprendí adesvelarme, a mentir, engañar yhacer trampa? ¿Por quénologrésermáspuntual, ordenadoydisciplinado?
En ese viaje quise saber si en mi educación saqué tache opalomita, si pasé de año o viví medio siglo repitiendo los mismos errores. Si llegué libre de pecado o sigo condenado; si en el recuento de los años gané o perdí.
Me enseñaron a obedecer, a portarme bien, a memorizar las tablas y los
hechos de los héroes que nos dieron patria y libertad y, cuando violé las reglas sufrí castigos. Me enfrenté a muchos fantasmas: niñas arañas,
mariposas negras, charros sin cabeza, robachicos, chavos gandallas y
maestras pegalonas. Sufrí el espanto de las almas en pena y los gritos de la llorona. Cachirulo, Capulina y el tío Gamboín, me dieron calma, pero
Combate, Los intocables y las luchas del Santo me quitaron el sueño.
Casi todo me condenaba: robar, mentir, fornicar, copiar o desear a la mujer de mi prójimo. Echar la flojera o comer mucho también eran
pecados. Solamente la confesión, el arrepentimiento y el juramento de
volverme bueno, me salvaban del castigo eterno de terminar en el fondo de la tierra o encerrado en una correccional para menores. Y de nada
servía rezongar o llorar.
A veces, el ingenio de la gente del barrio me ayudó a soportar los dolores del crecimiento. Otras veces, tantas mañas me complicaron la existencia.
Por suerte, tuve muchos hermanos y muchos amigos y convivimos en una época con poca tecnología, pero con mucho tiempo y un camellón grande para jugar a las olimpiadas, béisbol o bote pateado.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 nov 2023
ISBN9786075963136
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    Vista previa del libro

    ¿Por qué no me dicen la verdad? - José Luis Torres

    Portada

    ¿Por qué no me dicen la verdad?

    Editorial

    ¿Por qué no me dicen la verdad?

    Primera edición: Agosto de 2023.

    D.R. © 2023, José Luis Torres

    D.R. © 2023, de la presente edición en español para todo el mundo: Brújula Agencia de Representación Autoral S.A. de C.V.

    Georgia 186 Int. 2 Col. Nápoles, Alcaldía Benito Juárez. C.P. 03810 Ciudad de México.

    www.brujulagencia.com.mx

    EDUCATIONAL IMAGE.

    Dirección y Marketing Editorial: Iliana Gómez Marín

    Corrección ortotipográfica: Jorge Casab Diseño gráfico: Cerca Diseño

    Impreso en México

    ISBN: 978-607-59631-3-6

    Brújula Agencia de Representación Autoral promueve y fomenta la protección del copyright. La adquisición de un ejemplar original muestra un signo de respeto por la Ley Federal de derecho de autor y también por el talento del autor. Queda prohibida la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento reprogra?fico, copia e informa?tico, sin la autorizacio?n previa por escrito del editor o el autor.

    Índice

    ·

    1 · Avemariapurísima

    2 · Los malos son más abusados

    3 · Sabía mucho de mujeres

    4 · Una caja de cartón amarrada con un lazo

    5 · Una historia de aparecidos

    6 · Todos nos quedamos sin voz

    7 · Matanga dijo la changa

    8 · Nunca imaginé lo que iba a pasar

    9 · Mis pies de trapo

    10 · Abue nos sacó a asolearnos un rato

    11 · Estaba aprendiendo a ser bravo

    12 · El que se acerque se muere

    13 · Diles que te gustaría ser sacerdote

    14 · Ni fornicar ni desear a la mujer de tu prójimo

    15 · De un machetazo le cortaron la cabeza

    16 · Una gitana con la mirada verde

    17 · Nadas más sentí cómo se me aflojaron los huesos

    18 · Con las limosnas rentaron un camión

    19 · Una mariposa negra anunció la terrible calamidad

    20 · La última noche del año

    ·

    El abuelo recordó una historia y los nietos imaginaron otra, sin indagar si era verdadera o falsa.

    Para Mauricio y Osvaldo

    1 · Avemariapurísima

    El día de la quemazón yo estaba muy tranquilo sacándole el migajón a las teleras, apurándome para no llegar tarde al partido de beis, cuando de pronto escuché que algo chocó con la pata de una silla y luego con otra. Nadie dijo buenas tardes y eso me pareció sospechoso, porque los clientes siempre entraban a la lonchería saludando a las meseras. Paré la oreja y me puse abusado. Estaba de espaldas a la entrada y no quise voltear. Podría ser un perro rabioso, el Medio litro o una víbora de las más venenosas.

    También podrían ser Chisco o Sócrates.

    Uno me andaba buscando para desquitarse del cinco en conducta que le puso la maestra Rosita, porque lo acusé de estarle viendo los calzones; y el otro, porque alguien le dijo que yo andaba rompiendo los vidrios de las ventanas y quería que le pagara el suyo como si fuera nuevo.

    Como quien dice, no le atiné a ninguno.

    Tampoco era el Medio litro. Hubiera olido su cigarro a cien metros de distancia. Aparte, los perros rabiosos y las víboras sólo salían en tiempo de calor. Más bien, tenía la maña de imaginar tanto que a veces yo mismo me creía mis propios cuentos.

    El caso es que no fue ni una cosa ni la otra. Entonces vi una sombra, negra y tenebrosa.

    —Algo malo va a pasar —dije.

    La sombra se acercó, despacio, rechinando los dientes. Como arrastrándose. Luego se engarrotó y se quedó quieta, como las almas en pena cuando andan buscando cómo salir del purgatorio.

    ¿Por qué no me dicen la verdad?

    ¡Uta...!

    Se me pararon los pelos de punta y sentí escalofrío. Pensé rápido y me escondí detrás del mostrador. Era mejor estar vivo que muerto. Me escondí entre los cascos vacíos y ahí me quedé, como los rateros: sin hacer ruido ni respirar.

    En parte yo tenía la culpa de andar tan espantado. Por la costumbre de desvelarme hasta la madrugada me quedé con sueño y todo el día anduve nervioso, brincando con cualquier ruidito. Además, ese día me levanté con el pie izquierdo y todo me salió mal: me quemé con el atole, llegué tarde a la escuela, se me olvidó hacer la tarea y en el recreo perdí dos veintes por escoger águila en lugar de pedir sol. Nada más faltaba que me cayera un rayo.

    Por suerte, Má salió de la cocina y preguntó.

    —¿Qué se le ofrece?

    Puse atención para ver quién contestaba, pero escuché borroso, por culpa del motor de un refrigerador.

    —Dígame —insistió Má.

    —Avemariapurísima —contestó la voz. Uff... era la mamá del señor Cura.

    Refugito se aparecía todas las tardes a pedir una limosna para los niños pobres y las medicinas del dispensario. Llevaba años cargando una alcancía de madera, con la imagen de una virgen muy milagrosa, cubierta por un cristal, con un cajoncito cerrado con dos candados y una ranura grande para los pesos y tostones:

    —Una limosna para los niños...

    La pobre ya estaba viejita y daba lástima verla tan chaparrita y jorobadita. A veces daban ganas de ayudarla, pero era una calamidad. Lo mejor era hacerse invisible o voltear para otro lado. Nada más escuchar su voz daba comezón. Hablaba como si tuviera cólicos. Siempre quejándose. Al principio le costaba trabajo arrancar, pero si encontraba orejas desocupadas se le soltaba la lengua y no paraba ni para tragar saliva. Escupía cien palabras por minuto: la mitad puros lamentos y la otra puras maldiciones.

    —¿Y ahora qué le pasó? —le preguntó Má.

    A esa hora la lonchería estaba llena de clientes tomando café y leyendo el periódico. Fumaban tanto que el aire parecía una nube y Refugito, por más que se espantaba el humo se le metió en la nariz y le dio una tos de perro que no se le quitaba ni pegándole en la espalda.

    —Un vasito de leche —aprovechó.

    A los señores no les molestó la tos y siguieron fumando.

    —No chille —dijo Má—. Así no le entiendo nada.

    Refugito traía malas intenciones y ganas de enchuecarme la vida. Mariscal me dijo que tuviera cuidado, pero me agarró desprevenido. De todos modos, no me habría salvado. De que se le metía algo en la cabeza, no había quién se lo sacara. Me echó el ojo y tarde o temprano iba a caer, como las ratas en la ratonera o las moscas en la cinta pegajosa.

    Todavía Má tuvo la ocurrencia de consentirla:

    —¿Quiere un cafecito?

    No sé para qué le preguntó. A todo decía sí, siempre que fuera gratis. Y no se conformaba con un café con leche; se comió tres piezas de pan de dulce, un refresco al tiempo y dos tortas de jamón, sin chile, para llevar:

    —Si viera cuánta gente necesitada hay...

    Refugito era buenísima para actuar y marear a Má. Se levantaba, se jalaba el pelo, hablaba quedito, gritaba o lloraba. Siempre contaba historias tristes y Má terminaba mordiéndose los labios o tronándose los dedos, suspire y suspire.

    —¿Y ahora por qué anda tan solita?

    Por preguntona, se echó media hora oyendo la historia de Lorenzo, el niño que la ayudaba. Refugito le contó que una vez acompañó a su hijo, el señor cura, a vender unos terrenos que le regaló una señora muy piadosa para construir una iglesia frente al quiosco, en su pueblo, pero se los vendió al señor de los pulques. Insistió mucho y el señor quedó tan contento que los invitó a cenar. Ahí vio a un chamaco:

    —¿Cómo te llamas?

    —Lorenzo.

    Le gustó porque no era prieto y se veía obediente. Les dijo a sus parientes que se lo prestaran a cambio de educarlo y hacerlo un hombre de bien.

    ¿Por qué no me dicen la verdad?

    —Obedezca y haga lo que le manden —dijo su apá.

    —Es por su bien —dijo su amá.

    Pero Lorenzo nunca fue a la escuela. Se pasó un año limpiando la casa, tendiendo la ropa, regando las plantas y dándole de comer a los gatos. Solamente se sentaba un rato, en la tarde, para comerse un taco. Luego lavaba los platos y limpiaba la alcancía para salir a pedir limosnas. En la noche, boleaba los zapatos del señor Cura, tiraba la basura en el lote y si tenía suerte se comía un tamal o un pan con el atole que sobraba de la cena. Yo lo conocí en la panadería cuando compré una concha. Nada más se me quedó viendo.

    —Te invito una.

    Lorenzo se puso feliz, como si le hubiera invitado un viaje a la luna. Otro día lo acompañé a recoger una botella de leche para los gatos. La veía y la veía y nada más se la saboreaba, pero tenía prohibido destaparla. Lo convencí de abrirla y se la tomó de un solo trago.

    —Rómpela y dices que unos vagos te empujaron.

    Lo acompañé de regreso para que se le bajara el miedo. No tenía amigos por ser esclavo, aunque su patrona dijera otra cosa.

    —¡Se le metió el demonio!

    —Así son los chamacos —lo defendió Má.

    —Pues se me acabó la paciencia y lo regresé a su pueblo.

    ¡Puras mentiras!

    Según ella, le dio dinero para que se dedicara a engordar unos puerquitos, porque nomás no se le dio eso de leer o escribir.

    ¡Puras mentiras!

    Dijo que lo mal aconsejaron, le quitaron lo buena gente y se volvió mañoso. Comía con gula, robaba, mentía y se llenó de ira y envidia.

    ¡Puras mentiras!

    Lorenzo nunca regresó a ver a sus tatas. La noche del elote se escondió en la azotea de mi casa por miedo a que Refugito lo matara a chicotazos. Se durmió debajo de los lavaderos. Lila lo vio cuando subió a tender la ropa, le dio un plátano y le pellizcó los cachetes:

    —Tienes ojitos de gato.

    El pobre estuvo dos días escondido. El primer día se me olvidó, pero después subí a verlo. Estaba muerto de hambre y de frío. Le regalé una cobija vieja y unos zapatos gastados, pero buenos. Después fui a la lonchería por dos tortas y un refresco.

    Me contó la historia del elote como si fuera una película de suspenso: llevaba tres días sin comer, por una manda que le hizo a San Martín de Porres para que le hiciera el milagro de curarlo de una diarrea espantosa, por culpa de unos tacos de longaniza que le invitó el señor de un puesto callejero. Iba cada cinco minutos al baño y se puso tan apestoso que Refugito lo dejó en el patio toda la noche. Lo sentó en una bacinica con un rosario en la mano y le hizo prometerle al santito que ya no comería tanto.

    Cuando dejó de hacer aguado se bañó a puro jicarazo para quitarse el mal olor y no comió nada, pura agua de la llave. Por eso andaba más hambriento que un león enjaulado, pero se aguantó porque esa noche iba a merendar unos chilaquiles que les regalaron en una fonda. El problema fue que Refugito pasó a la feria para aprovechar a la gente que andaba gastando su dinero en juegos y antojitos. Ahí vio a una señora que vendía elotes calientitos recién salidos del bote, preparados con harta crema, mucho queso, sal y chilito piquín: Lorenzo nunca había visto un elote tan sabroso. Nada más olerlo se le alborotó el estómago y casi se muerde un dedo del hambre. Se le antojó tanto que cuando me lo contó todavía se le hacía agua la boca.

    —¿Cuánto cuesta el más grande? —preguntó.

    —A peso.

    En su pueblo había elotes de a montones. Se pedía permiso para cortar uno y ya, pero aquí todo costaba y su patrona no quiso comprárselo porque quería todo gratis y un peso le pareció una fortuna.

    Lorenzo le rogó a Refugito que se lo comprara.

    —¡No!

    Le rogó a la elotera que se lo diera más barato.

    —¡No!

    Entre más suplicaba más se le antojaba. Al final, tuvo una mala idea: sacar el dinero de la alcancía. Se escondió detrás de un árbol y aprovechando un descuido de su patrona, con un alambrito y un chicle masticado sacó las monedas. Cuando atrapó el último veinte se emocionó antes de tiempo, hizo ruido y ya se estaba saboreando el elote, cuando lo cachó Refugito con las manos en la masa.

    ¿Por qué no me dicen la verdad?

    —¡Diablo de escuincle...!

    La vieja se puso furiosa: le gritó, lo regañó y empezó a pegarle con una vara para que soltara las monedas. A cada chicotazo el pobre suplicaba que lo dejara comprar el elote, pero la condenada tenía el corazón de piedra y no se le ablandó ni porque el chamaco se hincó para rogarle:

    —Es que se me antojó.

    —¡No!

    Se le metió el olor hasta las tripas y ya no le importó si lo zarandeaban o cacheteaban. Su mano escurría sangre, pero nunca la abrió. En un arrebato empujó a su patrona, fue al bote, agarró el elote más grande, arrojó las monedas y corrió tan rápido que nadie supo para dónde.

    Refugito le inventó a Má que le robó joyas y dinero.

    ¡Más mentiras!

    Lorenzo nunca robó ni rezongó, sólo obedecía. Estaba tan flaco que se le veían los huesos. Andaba con una camisa rota y unos huaraches de correa viejos para que pareciera más pobre. Refugito le apretaba el pantalón con una reata de amarrar bultos y le puso un sombrero de palma muy grande, para dar lástima. El pobre era buena gente y acomedido. Nunca se cansaba. Podía caminar tres días enteros, como los burros, cargando un costal de veinte kilos, sin quejarse ni tomar agua. Lo malo era su hambre. Hasta caía gordo. Cuando salía a la calle, en lugar de vernos jugar se la pasaba imaginando guajolotes con mole, tortas de jamón o tacos de chicharrón en salsa verde.

    Lo malo fue que por escaparse pasó a fregarme. Dejó a Refugito sin esclavo y el señor Cura le prohibió a su madre cargar la alcancía.

    —No sea terca, busque quién le ayude.

    Su primera ocurrencia fue pedirle ayuda a Má. Le dijo que era obligación de las madres acabar con tantos niños pobres. Ella pedía limosnas para llevarles un pan y Má, por ser dueña de la lonchería, estaba obligada a quitarles el hambre. El problema era que cada día nacían más niños y cada vez eran más pobres. Aparte, tenía que pedir más dinero para que los enfermos tuvieran una pastilla para el dolor de muelas o un jarabe para la tos, aunque muchos ni le creyeran. Decían que tenía maletas llenas de billetes y una alberca donde nadaba entre toneladas de monedas.

    —Ya no puedo andar sola, con tanto peso y tan vieja.

    Má le tenía mucha paciencia y Refugito hacía cara de mira cómo sufro. Como Má odiaba los berrinches, antes de que empezara a llorar le dio un billete de cinco pesos.

    —Tenga, aunque sea un poquito...

    Refugito tenía debilidad por los billetes. Le brillaron los ojitos. Lo tomó y se lo guardó en el pecho antes de que Má se arrepintiera. Se limpió la trompa con la manga el suéter y sin pena ni vergüenza le soltó el anzuelo:

    —Hágame la caridad... présteme otro chamaco.

    —¿Otro?

    Má ya le había prestado a Mariscal, pero como mi hermano era carita y de pocas pulgas, se pelearon el primer día. Ella era mandona y él no se dejaba. La dejó porque él no era limosnero y estaba harto del olor a frijoles, de tan pedorra que era y no se diga su costumbre de escupir gargajos y sacarse los mocos.

    —Búsquese otro más menso —le dijo.

    —Pues mijo me contó que usted lo corrió —le reclamó Má.

    Refugito no tenía pelos en la lengua y le contó las maldades de Mariscal y todavía la regañó por ser tan consentidora:

    —Por eso el hijo te salió desobediente, majadero, maleducado y, por si fuera poco, malvado. Dejó a la Virgen tirada en la banqueta.

    —¡No me diga...!

    —Yo no quería decírselo, pero... también salió ratero. Sacó el dinero de la alcancía y se lo llevó.

    —Qué bueno que me lo dice. Me la va a pagar.

    —¿Y yo qué gano con decírselo? ¿A mí quién me paga?

    —Le voy a decir a su padre.

    —Mejor debería pagarme y luego castigarlo a reatazos.

    —Ya veremos...

    —Me dijo groserías, pero... es pecado repetirlas.

    Refugito dijo que estaba arrepentida de no haberlo puesto a prueba. Por su culpa perdió un billete nuevecito.

    —¡Se aprovechó de que ya estoy vieja...!

    Hizo drama y casi se desmaya. Má no se asustó, porque ya conocía sus payasadas y nada más le echó aire con un periódico.

    —¿Se siente mejor?

    Abue decía que sobra la gente abusiva.

    —¡Présteme al chamaco! —insistió.

    —¿Cuál chamaco?

    No me equivoqué, traía plan con maña.

    —Ese, el prietito —me señaló —. El que está escondido.

    —¡Prudencio...! —me llamó Má.

    Apenas me acerqué me dio comezón en un brazo y me salieron ronchas. Má, por la costumbre de compadecerla, me preguntó si tenía tarea.

    —Hoy no me dejaron —se me ocurrió.

    —Entonces ayúdale y luego regresas a seguir haciendo tortas.

    —Uta...

    Me dio coraje que me ofreciera como esclavo. Me dieron ganas de patalear, pero a Má no le gustaban los tangos y como ella mandaba, mi obligación era obedecer, de buen modo y sin torcer la boca.

    —¡A ver si me sales bueno! —me amenazó Refugito.

    Con la pura mirada me dijo que tomara la alcancía:

    —¡Andando, que no tarda el agua!

    Ni siquiera se despidió de Má ni dijo gracias por la torta y el café. Arrancó como si la estuvieran correteando.

    Por ser tan obediente, desde ese día empecé a pedir limosnas. Lo hice porque lo ordenó Má y las órdenes se obedecen, pero también por menso; si hubiera dicho que debía estudiar para los finales, me habría ido a la casa.

    Era lo malo de ser tan bueno.

    Por suerte la alcancía no pesaba mucho, aunque el problema no era cargarla sino esconderse. Cada vez que alguien se acercaba, la levantaba para taparme la cara:

    —Si la rompes, me la pagas.

    Nadie sabía de mis problemas con el Medio litro, ni siquiera mis mejores amigos. Por desquitarme de una patada que me dio en el salón enfrente de la maestra Rosita, cuando salí de la escuela fui a su casa a romperle un vidrio a su ventana. Ya le había roto uno, pero su mamá lo cambió tan rápido que el baboso ni se enteró. Compré una resortera y me urgía estrenarla. El precio incluía una docena de piedras de río, redonditas y lisitas, como balas. Para probarla, apunté bien, jalé el resorte y la piedra salió tan fuerte que, además del vidrio, se oyó como si se rompiera un florero.

    —Para que aprendas a no meterte con uno más chico.

    Guardé la resortera en mi mochila y fui a la lonchería. Pedí sopa de fideos, albóndigas y un vaso de agua de limón. Esperé cinco minutos a que me hiciera digestión y me levanté para ayudarle a Má a partir las teleras para un pedido de cien tortas. En ese momento fue cuando llegó Refugito. Echó su choro, Má me prestó y salimos a pedir limosnas.

    Por suerte se cansó rápido:

    —Mañana le seguimos —me dio tiempo de ir al camellón a ver a mis amigos.

    —¿Viste la quemazón? —preguntó Chisco.

    —¿Cuál? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde?

    Sócrates dijo que fue impresionante. Su mamá se espantó mucho, porque su edificio estaba a tres cuadras y estuvieron en peligro de morir. Según él, todavía le temblaban las piernas:

    —Sentí mucho calor y el humo se metió por el baño.

    El Pollo también vio nubes negras y salió a investigar. Llegó cuando la lumbre ya iba a quemar la casa de al lado:

    —Por suerte llegaron a tiempo los bomberos.

    —Dejaron charcos por todos lados —dijo Chisco.

    Me dio gusto que pasara algo importante porque siempre era lo mismo y no teníamos de qué platicar.

    —¿Quién vivía ahí? ¿Por qué? ¿Quién prendió el cerillo?

    Se me ocurrieron muchas preguntas y los convencí de ir a ver la casa quemada. Era la casa del Medio litro. Estuve pregunte y pregunte y después de media hora un gendarme me dijo que parecía como si alguien hubiera aventado una piedra, rompió la ventana y una veladora cayó sobre la cama. En lugar de apagarse, se chorreó la parafina y se prendió la colcha, las cobijas y el colchón. Luego quemó las cortinas y una cajonera llena de ropa.

    Yo nunca me imaginé que hubiera una veladora encima de un ropero. Hubiera necesitado estar dentro de la casa, y desde la calle sólo vi cuando se rompió el vidrio.

    El Medio litro sospechó de alguien y le echó la culpa a Chisco por su costumbre de tirar piedras. Empezó a apretarle el pescuezo y ya casi lo ahorcaba cuando el collón dijo que fui yo, nomás para salvar la vida. Sócrates me explicó que Chisco lo dijo sin mala intención. Lo malo fue que al Medio litro le dio sed de venganza y les dijo a mis amigos que me dijeran que mejor me quedara en casa porque me iba a hacer cachitos.

    Y no tenía caso dudarlo. ¡Era capaz!

    En el programa Combate, el sargento decía que la mejor defensa era el ataque y empecé a planear cómo acabar con él antes de que me encontrara y me hiciera pinole. Sólo necesitaba un buen plan, que no dejara huellas y sin cómplices que a la primera cachetada soltaran la sopa. Algo fácil que no me quitara mucho tiempo porque ya mero empezaban los exámenes y me urgía salir de sexto.

    Pero una cosa era lo que quería y otra lo que podía.

    Al día siguiente teníamos juego de beis, a las cinco en punto. Le dije a Má que era un partido importante y hasta me dio permiso de tomar dos pesos para festejar el campeonato con unas paletas grandes de grosella. Sólo me encargó rebanar un kilo de jamón, partir veinte teleras y quitarles el migajón. Ya casi terminaba cuando de pronto me cayó el chahuistle.

    —Andando que ya viene el agua.

    Según yo, el encargo era sólo un día y ya había cumplido con ayudarla, pero apenas empezaba mi calvario. Me entregó la alcancía y nunca imaginé que fuéramos a recorrer otras calles para conseguir más dinero.

    —¡Míralo! Fíjate por dónde andas.

    Refugito caminaba chueco, de lado a lado de la banqueta. Cuando se me atravesaba tenía que brincar para no pisarla.

    —¡Coño! Ya me jodiste un callo.

    Paras muchos era una viejita adorable, incapaz de matar una mosca, pero de cerca era otra cosa. Con su cara de santa y su vocecita de mustia, nomás andaba viendo a quién fregar. Mariscal me lo advirtió:

    —¡Es el mismísimo demonio!

    Daba una orden por minuto y quería que se le obedeciera antes de un segundo. Se acostumbró al indito, pero se le escapó. Y todo por no comprarle un elote. De haber sabido nunca le aconsejo que se escape. Vi el letrero: se solicita ayudante para darle de comer a los animales. Le dije al encargado del circo que mi amigo cuidaba a los burros de su pueblo y esa misma noche se trepó al camión. Me dio gusto porque podía comer toda la fruta que quisiera, iba a ganar dinero y ver las funciones gratis.

    Lo malo fue que yo terminé cargando la alcancía y aguantando a la vieja.

    Cuando terminamos el recorrido me dijo ya vete y llegué a la casa a descansar, sin ganas de ver tele, ni de bañarme y menos de lavarme los dientes.

    El tercer día salí de la escuela y en lugar de ir a la casa a dejar la mochila fui a la lonchería a echarme un taco, porque me dormí sin cenar y me estaba muriendo de hambre. Mi sorpresa fue que Refugito ya tenía diez minutos esperándome.

    —¿Apenas?

    —Ni modo de salirme antes de la escuela.

    Ese día recorrimos toda la calzada de Obrero Mundial, desde la iglesia de la Piedad hasta la octava delegación, casi un kilómetro, visitando todos los negocios: la botica de Elenita, la recaudería del indio, la tienda del Gendarme, la petrolería del Negro, y así... pidiendo limosnas y juntando monedas, caminando y pidiendo, ella adelante y yo atrás. Ya todos la conocían, pero les recordaba que era la mamá del señor Cura y después de un Avemariapurísima pedía misericordia para los pobres.

    —Tengan caridad...

    Hablaba muy despacio y casi no se le entendía por la falta de dientes; salpicaba al hablar y movía la boca como si se estuviera masticando los labios. Yo me quedaba atrás, oyéndola, y cuando terminaba su letanía, acercaba la alcancía y esperaba a que los comerciantes se apiadaran:

    —No le haga, seño, apenas voy empezando...

    —Uy, a buena hora viene...

    —Dese una vuelta más tarde y a lo mejor...

    —¡Tengan piedad de los pobres! —los regañaba.

    Nadie se nos escapaba, ni la señora de los aguacates ni Roberto, el paletero, el más codo de todos.

    —Híjole, seño, ora sí me agarra frío...

    —¡No te vayas a quedar pobre! —le reclamó.

    No entramos a la delegación, porque le chocaban los gendarmes, y nos dimos vuelta en la glorieta para regresar: otro kilómetro, pero por la otra banqueta.

    —¡Andando, que ya viene el agua!

    Refugito creía que me chupaba el dedo con sus amenazas, pero me convenía más quedarme callado para ahorrarme la cantaleta de los niños contestones y desobedientes que se convertían en arañas o se iban al infierno. Má me enseñó a obedecer. Si no hacía caso me daba una nalgada bien dada, pero no inventaba payasadas de arañas. En la escuela, la maestra Rosita me reprobaba y ya, sin tanto infierno. Si me portaba mal, Pá me mandaba a una escuela militarizada, pero nunca inventó fuegos ardiendo toda la eternidad. Refugito quería espantarme. Según ella, Adán y Eva desobedecieron a Dios por comerse una manzana y por su culpa todos nacimos sucios de pecados.

    —¿Y ya no nos podemos limpiar?

    —Un poco, con el bautizo y ayudando a los pobres.

    Por suerte yo estaba bautizado. No había fotos, pero al compadre de Pá le decía Padrino y Abue se acordó que hizo cinco docenas de tamales para tantos parientes gorrones.

    —Una ayuda para los niños pobres...

    Mientras la gente se decidía a cooperar, me quedé pensando en el pecado de Adán y Eva, porque ya me había comida miles de manzanas:

    —¡Despierta! Te la pasas comiendo moscas.

    La gente se tardaba horas para meter un cochino veinte y aunque la alcancía era livianita, luego de un kilómetro de andar caminando y una hora de estarla cargando, pesaba una tonelada y ya tenía tres ampollas en la mano.

    —Tan, tan, tan, tan, tan.

    Uta... las cinco. La hora del juego de béisbol y apenas íbamos a la mitad. La maestra Rosita dijo que era obligación practicar deportes y ni modo de desobedecerla.

    —Híjole, me tengo que ir —le dije a Refugito.

    Nunca se lo hubiera dicho. Me echó unos ojos de pistola. Su mirada me entró por el pecho y salió por la espalda. Se enojó como si la hubiera encontrado limpiándose la cola en el excusado. Con razón Mariscal la mandó a la fregada.

    —¡Ahora te aguantas, huevón!

    No tenía compasión ni pena de nadie. Me agarró de una oreja y por poco me la arranca. Me regañó horrible y la gente me veía como si yo tuviera la culpa.

    —¡Y no se te ocurra volver a abrir la boca!

    Ni modo. Adiós campeonato.

    Abue me lo dijo: les das una mano y se toman el pie.

    —Y yo que me quejaba de Má.

    —¿Qué tanto rezas?

    Pensé que era sorda, pero tenía oído

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