La señora Rojo
Por Antonio Ortuño
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Un guardia aeroportuario se convierte en un enloquecido teórico de la seguridad nacional. Un profesor responde a balazo limpio el activismo de sus alumnos. Un padre de familia ve su rutina arruinada por una invasión de tortugas. Un director porno descubre en su propio equipo a la estrella ideal. Un hombre que jamás combatió a los invasores se yergue como líder del pueblo que celebra el final de la ocupación. Una mujer traiciona a su marido, hechizada por los encantos de El Mago Que Hace Nevar, pero el cornudo se alista para librar una guerra sobrenatural...
Con esta segunda colección de relatos, inscrita desde un punto de vista rabiosamente actual en la tradición de los Cuentos crueles de Villiers, Antonio Ortuño, una de las plumas más ácidas y afiladas de la narrativa hispanoamericana, pone el dedo en la herida.
Antonio Ortuño
Antonio Ortuño, hijo de inmigrantes españoles, nació en Guadalajara, México, en 1976. Fue, en ese orden, alumno destacado, desertor escolar, obrero en una empresa de efectos especiales y profesor particular. Trabaja desde 1999 en el grupo de periódicos Milenio, donde ha sido reportero, editor y, actualmente, Jefe de Redacción del diario Público-Milenio. Su primera novela, El buscador de cabezas (2006), recibió el elogio unánime de la crítica de su país y fue seleccionada por el diario Reforma como mejor primer libro del año. En 2006 apareció en España su libro de relatos El jardín japonés. Es colaborador habitual de publicaciones como Letras Libres, La Tempestad y Cuaderno Salmón.
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La señora Rojo - Antonio Ortuño
Antonio Ortuño
La Señora Rojo
Antonio Ortuño, La Señora Rojo
Primera edición digital: mayo de 2016
ISBN epub: 978-84-8393-563-7
© Antonio Ortuño, 2010
© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016
Voces / Literatura 142
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A Olivia
A Natalia y Julia
I. La carne
Agua corriente
Ustedes no recuerdan, no saben siquiera, que mi familia fue pobre. Pobre significa refrigerador vacío, cuentas sin pagar, caminata de una hora a la escuela porque no había dinero para el autobús –si es que iba a la escuela: era fatigoso embrutecerse con las cenizas de educación pública que recibía–. Recuerdo la ropa llena de costuras, los zapatos remendados con clavos apuntando en todas direcciones. Había que caminar lento con ellos, como quien lo hace sobre una cuchilla.
Mi madre, secretaria seca y estricta, se esforzaba por hacer llevadera la derrota de haber sido abandonada por el marido con un hijo pequeño y otro imbécil. Algunas noches traía pan y leche a la casa. Otras no. Durante mucho tiempo le ayudé a cocinar la cena, insólitos menús compuestos por sobras. Harina pasada, por ejemplo, con la que confeccionábamos crepas que incluían un guiso resucitado del domingo –era ya viernes– y el contenido de una lata con la fecha de caducidad poco clara.
No había energía eléctrica casi nunca: cenábamos a la luz de una veladora y disputábamos partidas de cartas. Algunas noches mi hermano aullaba, entre convulsión y convulsión. Otras, se removía calladamente o conseguía dormir en paz. Prefería los ataques repetidos porque daban oportunidad de reacomodar las cartas y derrotar a mi madre. No sé por qué me parecía que ese detalle reforzaba mi dignidad.
Agua corriente nunca faltó. Eso ayudaba a que fuera sencillo limpiar la sangre que le escurría a mi hermano de la boca cuando se despeñaba por la escalera o caía en mitad de un pasillo y se machacaba la cabeza contra las esquinas de los muebles. Tenía la cabeza tan remendada como la ropa. Fui capacitado, desde pequeño, en las más variadas técnicas de enfermería. Sabía vendarlo, inmovilizarlo, ponerle la antitetánica y llamar a la ambulancia. Al salir por la mañana cerrábamos la puerta con llave y rezábamos por no encontrarlo muerto al regresar.
Solía demorar mi regreso. Me proveía de pan y una botella de agua y al salir de la escuela me largaba a un parque público en compañía de alguno de los libros que mi padre no alcanzó a llevarse en su escapatoria y que se apilaban, polvorientos, al fondo del corredor. Languidecía hasta el atardecer y sólo entonces me apresuraba a volver, para que mi madre me encontrara, admirable, alimentando al imbécil.
Era religioso, entonces. Huía de la escuela para refugiarme en templos vacíos. Hacía confesiones apócrifas a los sacerdotes. Asistía a las ceremonias, conmovido; llegué a comulgar cinco veces en una mañana. Rezaba para que sucediera algo prodigioso que me apartara de mi familia o resolviera nuestra miseria.
Ustedes no saben o han olvidado lo que significa creer. Todos los acontecimientos, incluso los nimios o sobre todo ellos, se interpretan en clave mística. Cuál calle será la que Él espera que tome en mi evasión. Eso se piensa. Qué camino debo elegir, cuál es la ruta que me alejará de la secretaria y el imbécil. Elaboro. No se piensa así. Sólo da la idea.
Una noche, mientras mi hermano dormitaba y mi madre miraba la televisión –había conseguido liquidar la factura de la luz– encontré, entre las páginas de un libro, una hoja de papel amarillenta, doblada en dos. Una receta médica con mi nombre impreso en la cabecera. No mi nombre: el suyo –el mismo–. Descubrí, así, que mi padre era médico y sostenía un consultorio. Sonaba a dinero. Metí el libro a la mochila. Esperé a que mi madre durmiera y tomé su cartera por asalto. Para mi sorpresa, rebosaba de billetes. Tomé uno y lo escondí.
Esa mañana no fingí caminar a la escuela. La dirección de la receta había de buscarse al norte de la ciudad, en una urbanización que lindaba con el bosque. El billete escondido en mi bolsa valía lo necesario para ser cambiado por el botín de monedas indispensable para el viaje. Hice la transacción en una tienda de abarrotes luminosa, amigable y lejana. La mujer de la caja me sonrió. Una criatura avejentada y simple. Mentí: dije que mi padre quería cambio. Ella me hizo una caricia en la mano al entregarme el dinero. ¿No quieres trabajar? Necesito quien me ayude. Voz de víbora, la suya. Febril, me fui de cabeza a un templo. Confesé pecados abominables por los que mi penitencia no tendría fin.
Tomé el autobús. Una hora por rumbos desconocidos y muros cada vez más altos que me condujeron a las cercanías de la dirección que buscaba. Deambulé por avenidas rodeadas de pinos y mansiones y diez veces me vi, ante la caseta de vigilancia que custodiaba una callejuela privada, impedido de proseguir. No tenía ánimos para pedir señas a los guardias privados que miraban con sospecha mis zapatos claveteados y las rodillas –raídas, como las suyas– de mis pantalones.
Logré, al fin, dar con el sitio: una pared y una enredadera enmarcaban un portón de madera y un letrero sobredorado. Mi nombre. El de mi padre. No llegué a llamar. Di una mirada al número telefónico que ofrecía el letrero y escapé. Dejé pasar el resto de la tarde en el parque de costumbre. Pensaba. Qué se le dice a un desconocido, como él, para abrirle los bolsillos. Fingiría interés por conocerlo. Simularía angustia por la salud de mi hermano. Nunca antes había visto aparecer la luna desde la hierba.
Las luces de casa, encendidas todas. Abiertas las ventanas. Mi madre, llorosa, derrumbada en el escalón de la puerta. La confortaba la vecina. No, no había llegado tan tarde como para provocar semejante escena. Era culpa de mi hermano. Mi madre volvió del trabajo y lo encontró al pie de la escalera, sangriento como una espada. La ambulancia se lo había llevado ya.
Mi madre me abrazó.