El jardín japonés
Por Antonio Ortuño
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Repleto de propuestas alarmantes como estas, El jardín japonés recurre a la ironía, la violencia, la sátira y hasta a la melancolía como estrategias narrativas principales. Ajeno del todo a las viejas convenciones verbales, decorativas y sentimentales de la narrativa latinoamericana, este volumen ofrece una colección de relatos feroces e intensos, con una prosa que es, a la vez, adictiva y hospitalaria para con el lector.
Antonio Ortuño
Antonio Ortuño, hijo de inmigrantes españoles, nació en Guadalajara, México, en 1976. Fue, en ese orden, alumno destacado, desertor escolar, obrero en una empresa de efectos especiales y profesor particular. Trabaja desde 1999 en el grupo de periódicos Milenio, donde ha sido reportero, editor y, actualmente, Jefe de Redacción del diario Público-Milenio. Su primera novela, El buscador de cabezas (2006), recibió el elogio unánime de la crítica de su país y fue seleccionada por el diario Reforma como mejor primer libro del año. En 2006 apareció en España su libro de relatos El jardín japonés. Es colaborador habitual de publicaciones como Letras Libres, La Tempestad y Cuaderno Salmón.
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El jardín japonés - Antonio Ortuño
Antonio Ortuño
El jardín japonés
Antonio Ortuño, El jardín japonés
Primera edición digital: mayo de 2016
ISBN epub: 978-84-8393-553-8
© Antonio Ortuño, 2007
© De la fotografía de cubierta: Raúl Jiménez, 2007
© De esta portada, maqueta y edición, Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2015
Voces / Literatura 79
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A Olivia
Ars cadáver
Para Juan C. Idígoras
–Es una pieza notable –dice Ugo con vocecita arrogante de connossieur–. Míralo: es un zapato que encontré en el metro Partenón. Pertenecía a una chica que se arrojó al paso de los vagones cuando supo que no había conseguido plaza en la Universidad. ¿Notas la mancha púrpura en la suela? No, por supuesto que no es sangre, la sangre estaría negra a estas alturas y apestaría. Es acrílico rojo para figurar sangre, es mi toque, ese toque que Éctor no agrega, porque él exhibe las cosas tal como las encuentra, ¿verdad?
Éctor está cruzado de brazos y ofrece un gesto mínimo de fastidio. Es tan delgado como Ugo y resulta arduo diferenciarlos debajo de sus sombras de rimel y sus estrechos ropajes color cobre. Debería distinguirlos, Ugo es mi hermano y Éctor sólo su socio y hace pocos meses que vive en el Taller. Pero no suelo distinguir a los habitantes del Taller en más categoría que quién tiene senos y quién no.
–En cambio –refuta Éctor, y me doy cuenta que lo hace como un nuevo movimiento en el ajedrez de una discusión que antecede mi llegada–, esta calzaleta la encontré en un lugar no especificado. No sé a quién pertenece ni me interesa si fue usada por un pie femenino o uno infantil. Es un objeto en sí mismo, un orbe cerrado al que sólo podemos espiar por la ranura de un compartimento.
–¿Decidiste ponerla en el compartimento? –inquiere Ugo, trabados los dientes y alarmada la voz.
–¿Un lugar no especificado? –digo yo, que soy un poco lento de reacciones.
–No especificado. Jamás diré dónde encontré la calzaleta, porque la estaría cargando de anécdota y despojándola de su individualidad en cuanto a objeto. Y sí, la meteré en el compartimento y tendrán que verla por medio de un telescopio.
–¿Telescopio? ¿Cómo puedes…?
Alguien abre la puerta de madera con violencia, y su cuerpo esquelético anuncia que es Hana, actriz consumada, y su ropa color cobre agrega que es administradora del Taller y novia de Éctor.
–Éctor va a meter la calzaleta al compartimento. Y además va a usar el telescopio –denuncia Ugo en cuanto la ve, con premeditado acento bélico.
Pero a Hana le estremece los hombros un ligero temblor y curva una de sus manos hacia el rostro con ademán desolado.
–Vengan al congelador, vengan, por favor vengan. Húrsula está muerta.
Hana se abraza a sí misma y aprieta los ojos como si fuera a llorar. Éctor y Ugo intercambian una mirada de fatiga. Hana contempla a los dos sujetos vestidos de color cobre que la miran sin aprobación.
–Convicción –dice Ugo–. Te falta convicción. No te creí nunca, ni por un momento.
–No –corrige Éctor–. El problema es que fuiste excesivamente melodramática. Si Húrsula apareciera muerta no podrías llorar ni te pondrías así. Quizá te daría un ataque de risa o quizá escupirías. El subconsciente es materia totalmente impredecible.
Hana se recompone en un instante, enciende un cigarro y cuando se da cuenta de que le estoy ofreciendo un vaso de agua, sonríe durante un largo instante. Su mano es tibia. Ingiere el líquido de un trago.
–No me interesa el realismo –susurra, con la voz ya serena–. Me interesa comprobar las reacciones ante el episodio estético del anuncio de la desgracia. Uno no tiembla ante el hecho mismo, sino ante su narración. Si veo morir a mi madre, me encojo de hombros. Pero si me dicen que ha muerto, me derrumbaré…
Recorro el oscuro pasillo de madera que lleva al sótano donde se encuentra el congelador. Húrsula yace, sin parpadear, bajo las compuertas transparentes de plástico, los brazos cruzados sobre los desparramados pechos, enfundada como una longaniza en sus ropas de color cobre. Húrsula no es bella, pero mi hermano asegura que es buena en la cama.
–No le creyeron a Hana –aviso.
No hace un solo gesto, pero una vena inmensa le salta en la sien y una lágrima cae desde su ojo derecho, descendiendo a lo largo de su fofa mejilla hasta perderse cerca del nacimiento del cuello. Su rostro comienza a descomponerse. Está furiosa.
–¿No vendrán? ¿No vendrán? ¡Pero si llevo todo el día metida en Ars cadáver! –tal es su protesta.
–Lo siento.
–Puedes irte –dice sin abrir los labios.
El Taller es la casa en la que vivíamos cuando éramos chicos, una anticuada mansión que nuestro padre olvidó vender y nuestra madre nunca decidió redecorar. Cuando Ugo entró a la escuela de arte –en la época en que era simplemente Hugo, y Éctor era sólo Héctor y Ana y Úrsula no habían agregado aún las haches iniciales a su nombre–, nuestros padres le propusieron que la utilizara como estudio. Ugo se negó, porque la casa se encontraba en el centro y el centro era una zona devaluada entonces, pero un par de años después volvió a resultar aceptable, y Ugo recapacitó.
Sacamos del desván alfombras, lámparas, muebles y aparatos pasados de moda y decoramos el caserón, necesariamente, en el estilo de la época en que nacimos: cortinas estampadas, tapetes floridos, fotografías enmarcadas sobre las mesas, libros de arte editados por los bancos en los libreros. Ugo invitó a sus amigos para que se instalaran en la casa y, pronto, el Taller contó con una buena cantidad de abonados: artistas, actores, músicos, un hombre de unos cuarenta años que terminó por confesar que era veterinario y no tenía dinero para un alquiler, y un tipo de enmarañada barba que pintaba acuarelas y hacía confusos experimentos con electricidad.
El acuarelista desapareció luego de unos meses –nadie en el Taller lo tenía en la menor estima–, pero dejó como herencia el congelador, una amplia nevera horizontal en la que cabía un cuerpo humano recostado como en un ataúd, que fue bautizada por la comuna como Ars cadáver. Cuando alguno de los habitantes del Taller se cansaba de la tumultuosa vida de la casa, se introducía en Ars cadáver, cerraba la compuerta y meditaba a placer sobre las incomodidades de la muerte.
La mayoría de los abonados del Taller vivía en la planta baja, aunque se les permitía subir a los salones principales los fines de semana o las noches en que la discusión sobre alguna pieza particular causaba que las frecuentes pugnas entre Éctor y Ugo alcanzaran niveles de violencia notables –verbigracia, la ocasión en que Éctor le arrojó a Ugo un vaso de cocacola e intentó luego hacer que metiera los dedos a un contacto de