La vida ausente
Por Ángel Zapata
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Ángel Zapata (Madrid, 1961) es escritor. Profesor de escritura creativa en los Talleres Fuentetaja, colabora habitualmente como crítico literario y columnista en diversos medios de la prensa nacional. Entre otros galardones ha obtenido el Premio Ignacio Aldecoa de cuento, Premio Jaén de relato, Ciudad de Cádiz, Ciudad de Huelva y el Premio de la Fundación Fernández Lema.
Ha publicado "La práctica del relato", "El vacío y el centro (Tres lecturas en torno al cuento breve)" y "Las buenas intenciones y otros cuentos". Su trabajo como cuentista ha sido antologado en "Pequeñas resitencias. Antología del nuevo cuento español".
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La vida ausente - Ángel Zapata
Ángel Zapata
La vida ausente
Ángel Zapata, La vida ausente
Primera edición digital: mayo de 2016
ISBN epub: 978-84-8393-503-3
© Ángel Zapata, 2007
© De la ilustración de cubierta: Roberto Carrillo, 2007
© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016
Voces / Literatura 70
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Para Inés
El texto es utopía. Su función es hacer
significar a la literatura, al arte, al lenguaje presentes, en tanto se los declara imposibles.
Roland Barthes
Es preciso que el hombre se pase, con armas y equipajes, al bando del hombre.
André Breton
I
La vida ausente
Cuando las miradas se consumen
cuando se recogen las cosas familiares en su
vacío y su sombra
en ese límite de la tierra donde las horas no pasan
la espera
como un gran viento helado te despoja
Aldo Pellegrini
Mi cuarto daba a un patio de tender, arbolado de sábanas castísimas y lencerías mansas, con un piar continuo de gorriones casi monástico, y el contrapunto de las pesas del ascensor, subiendo y bajando, que ponía en el sigilo de mis tardes todo el trajín doméstico del edificio. Mi cuarto era pequeño, recogido, no tenía nada de particular, salvo quizá aquel suelo de linóleo inconcebible que imitaba el parqué, un friso de plástico hasta media pared que imitaba madera (vale más no preguntar por qué), y un empapelado con florones rojos, casi heráldicos, que se imitaban, digo yo, a sí mismos. Era la época de lo plegable, de los muebles multiuso, y hacía poco tiempo en realidad que habían desaparecido de las casas, de los pisos, aquellas camas-mueble de posguerra con, en el frente, una cortina de hilo o de cretona estampada de flores, aquellas camas viudas donde dormían a veces las abuelas, los parientes de paso, las primas nebulosas, gordas, tristes, eternamente niñas, algo achatadas en los polos, como diosas agrarias, que un día venían a Madrid para hacerse unas pruebas, y morían en el pueblo unos meses después, anacrónicamente, supongo que de pura soltería, de sumisión, de hastío. Mi cuarto tenía una mesa redonda, extensible también, que era donde yo me sentaba a estudiar, a no estudiar; y una especie de armario gigantesco, muy socorrido, que ocupaba la pared entera, sucesor de los muebles de formica (sólo que ya aliviadoramente mate y con las puertas en color crema), compuesto por distintos módulos que cumplían funciones de escritorio, cama, estantería y armario ropero propiamente dicho. A mi cuarto nunca llegaba el sol, pues vivíamos en un piso bajo e incluso a mediodía había que tener encendida una luz, lo que hacía que fuese fresco en verano, polar en el invierno –«este muchacho va a coger aquí la tisis»; «arrópate bien, que te va a dar algo»–; pero yo comprendía que aquel frío era algo así como una herencia, un frío dinástico (o de clase, mejor), un frío navegable, con orillas de desmemoria y tiempo, un frío que ahora desembocaba en mí, en mi cuarto que olía a lejía y a colada del lunes, cruzando de puntillas los linajes del frío.
En mi cuarto se hacinaban, aparte de esto, un sofá-cama, cuatro sillas, una estufa de butano que no quemaba bien y que a últimos de abril volvía al trastero sin que hubiese rendido ningún servicio, y una máquina de coser Singer, de pedal todavía, con una estampa épica, fabril y manchesteriana, una máquina que ya por entonces empezaba a ser museo, reliquia, intrahistoria del proletariado, y que mis padres habían conservado desde los tiempos de su juventud, cuando aún trabajaban los dos en remotas fábricas de bolsos y portabebés. De modo que mi cuarto era una especie de yacimiento freático en donde se adunaban lo funcional y lo inútil, la modernidad y la historia; y por eso tenía la belleza convulsa de una mesa de disección lautréamontiana donde hubieran podido darse cita un paraguas y una máquina de coser, un barreño de plástico y una estatuilla del discóbolo, una locomotora y un erizo.
Aquel cuarto, además, que estaba casi siempre hecho una leonera –«recoge esta leonera que tienes por cuarto»–, había sido unos años atrás una claudicación de la familia, pues en él había estado, al principio, aquella institución posibilista y espontánea que fue el cuarto de estar, la habitación en donde la familia hacía la vida –«aquí hacemos la vida y el salón queda para cuando vienen las visitas»–; porque en los pisos de la época, en el de mis padres, en todos, había el cuarto de estar y además el salón, que era algo así como el escaparate recién encerado que la familia ofrecía al mundo, a sí misma, a los cuñados y poco más, a nadie; con tresillo de escay, aparador suntuoso –ahora sí– de formica, escena de cacería al óleo, lámpara con tulipas historiadas, ficus que terminaba siendo de plástico en cuanto se moría el tercer ficus –«hay que ver lo poquísimo que vive un ficus»–; de modo que al salón siempre a punto y en orden teníamos que entrar obligatoriamente con bayetas en los pies, y una vez dentro parecía como que hubiese que hablar bajito, igual que en las iglesias; porque el salón, que nos civilizaba sólo a medias con su enciclopedia comprada a plazos y con su simulacro al fin y al cabo inhabitable del bienestar burgués, era el espacio público donde la casa se estilizaba, donde el hogar se redimía o casi de su hechura tumultuosa y cíngara, el tabernáculo vacío donde la clase obrera