La izquierda es la libertad
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Torres Mora explora el concepto de izquierda desde la perspectiva biográfica, sociológica y política de un militante socialista. Con una voluntad más analítica que doctrinaria, y un estilo ameno e irónico, el autor describe la evolución de los valores de la izquierda en España en las últimas décadas, las confusiones entre la izquierda y la derecha, y las diferencias que enfrentan a personas que se sitúan en las mismas posiciones ideológicas. Y lo hace, en ocasiones, sin evitar la controversia: "En general, hablamos de rojos y de izquierdas como si fueran sinónimos, pero no lo son. La izquierda forma parte de la política, los rojos de la antipolítica. Para ellos, todos los demás son iguales, todo es insuficiente, demasiado premioso, demasiado complicado; pero eso es la política: nunca se pueden resolver todos los problemas, nunca lo suficientemente deprisa y nunca de manera sencilla, barata e indolora".
Ese proyecto de libertad implica una búsqueda constante desde la razón y la creatividad: "Lo importante de la izquierda no es atarse a dogmas sino atreverse a explorar nuevos caminos. Y eso sin olvidarnos ni un minuto de cómo conseguiremos los millones de euros que necesitamos para pagar la sanidad pública, por empezar por algo. Pero esa es otra historia: la nuestra de cada día".
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La izquierda es la libertad - José Andrés Torres Mora
PSOE
Prólogo
Una historia devuelta
Mi primer recuerdo nítido, verdaderamente consciente, data de una noche de enero de 1964. Tengo otros recuerdos anteriores, pero son muy vagos, apenas unas imágenes deslavazadas: las bodas de mis tíos más jóvenes, el bautizo de un ahijado de mis padres, mi gato Micaelo y mi cabra Cárdena. Recuerdo el frío de aquella noche. Hace mucho frío en enero en Yunquera. Decía mi padre que había mandado hacer la mesa de ala con la madera de un cerezo que taló con la luna menguante de enero, porque entonces hace tanto frío que la madera es casi mineral. Esa noche mi madre y yo no dormimos en nuestra casa del corralete. Nos fuimos a casa de mi abuela paterna, de mamaíta Ana.
Mi abuela dormía abajo, en la sala; mi abuelo Pepe, su marido, dormía arriba, en la cámara. La cama de mi abuela era de hierro y tenía un colchón de sayo. Un colchón de sayo está relleno de hojas secas de mazorcas de maíz. Cuando te movías, las hojas crujían con un ruido que se me hacía divertido: cras, cras
. Esa noche dormimos mi abuela, mi madre y yo en el colchón de sayo. Por la tarde, mi madre me había explicado que, a la mañana siguiente, se iba a Alemania a trabajar con mi padre, que iba a ganar mucho dinero y me iba a comprar muchos juguetes. Yo tenía un trompo y una rueda. Los juguetes de Alemania debían de ser mejores, pero conforme pasaban las horas, estos me iban importando cada vez menos hasta que, ya en la cama, me subí encima de mi madre y le dije: tú no te vas.
Mi madre tenía treinta años, yo acababa de cumplir cuatro y, subido a horcajadas sobre ella, me parecía enorme, pero estaba seguro de que podría evitar que se levantara y se fuera. Luego me desperté. Debían ser antes de las ocho porque todavía era de noche. Ella se había levantado hacía dos horas, había cogido su maleta de madera y se había tomado una manzanilla en la plaza, en el bar de Minuto, mientras esperaba el autobús La escoba
que la llevaría a la capital. Empecé a llorar, exactamente igual que lloraría cualquier niño de cuatro años que se acaba de quedar sin su madre, ni más ni menos. Lloré hasta despertar a todo el vecindario.
Desperté también a mi abuelo. Como he dicho antes, él no dormía con mi abuela, no se llevaban bien. Todo empezó en la guerra. Mi abuelo había vivido su juventud en Cádiz, sabía leer y era republicano. Ella tenía un hermano seminarista y, nada más empezar la guerra, unos milicianos se lo llevaron a Álora y lo torturaron, lo castraron y lo quemaron vivo. Tenía veinticuatro años. A mi abuela aquello le secó el corazón; sé que me quería, pero no recuerdo sus besos. Mi abuelo se quedó sin argumentos: después de aquello, él y mi abuela ya no tuvieron nada más que decirse. Solo y callado se emborrachó cada día de su vida hasta que murió de cirrosis en 1970. Tampoco se llevaba bien con mi padre, y había decidido no quererme, a pesar de ser su primer nieto. Me pusieron José por él, pero me llamaba Juan. Así era su sentido del humor. No debí despertarlo aquella mañana. Empezó a gritar y a arrojar tiestos por la escalera para que me callara. Me asustó. Dejé de llorar.
Los dos años siguientes dormí sobre aquel colchón de sayo con mi abuela. Como ella tenía más preocupaciones, yo era libre. A veces otros niños me pegaban y me iba a llorar solo al corralete, a la puerta de la casa de mis padres. Un día me di cuenta de que la cerradura tenía telarañas; nunca he olvidado ese detalle. En las casas de mi calle, que se llama del Seminarista Duarte, por el hermano mártir de mi abuela, no había agua corriente y tampoco había servicios. Íbamos al pilar a por agua y al caño a tirar las porquerías. El caño era un boquete enorme, bajo el que pasaba un arroyo, al que los niños nos asomábamos, cogidos de nuestras madres, para ver correr unas ratas muy grandes. Yo me agarraba muy fuerte de la mano de María Camacho, una vecina que no tenía hijos y que muchas veces me acogía en su casa.
Una vez mis padres enviaron un giro a María Camacho y a Diego, su marido, para que me llevaran a la feria del pueblo. Me compraron turrón del duro, me subieron en el tiovivo y me hicieron una foto montado en un caballo de cartón, con un sombrero vaquero y una pistola, que enviaron a mis padres a Alemania. Luego me llevaron al cine a ver una película del oeste. Me dijeron que me quedé dormido y que Diego me tuvo que llevar en brazos a casa de mi abuela. Diego era un buen hombre. En 1982 sacó una fotografía que había escondido durante años detrás de su retrato de bodas. En esa foto, que estaba enmarcada con los colores de la bandera republicana, Diego aparecía vestido con el uniforme de artillero de la República. En las primeras vacaciones que volvía de Madrid, después de irme a trabajar y estudiar la carrera, me contó que había combatido en la Ciudad Universitaria y que se enamoró de una muchacha que vivía en Vallecas. Me preguntó si había estado en Vallecas.
Alguien escribió a mis padres a Alemania y les contó que yo tenía enfermedades de la piel y que cojeaba de una caída. Y un día de noviembre de 1965, vino mi madre. Era la época en que se enseran los higos. Enserar consiste en meter los higos secos en seretes que luego se llevan a prensar. Yo había ido a acompañar a María Camacho a buscar unos seretes, y al volver vimos mucha gente en su puerta. Recuerdo que ella se alarmó y dijo si le habría pasado algo a su padre. Su padre se llamaba Rafael Camacho y vivía con ellos desde que se casaron. Cada noche avisaba: siento hasta ramonear a las hormigas
. Nunca tuvieron mucha intimidad. Pero a Rafael Camacho no le había pasado nada aquel día.
Al llegar a casa de María Camacho, sentada frente a la puerta, en una silla de enea que había junto a la mesa de ala, estaba una mujer muy guapa, con los labios pintados y ropa de colores, como una mocita. No reaccioné, me dijo: hijo, ¿no me conoces?, soy tu madre
. No tenía fotos de ella, habían pasado dos años y no vestía de negro. Estaba desconcertado. Y todo el mundo allí, agobiándome y diciéndome es tu madre, ¿no le vas a dar un abrazo?
. Entonces me acerqué y le dije: madre, ¿cómo quieres que te llame, de tú o de usted?
. En esos años estaban cambiando las pautas de tratamiento de los hijos a los padres. En Yunquera la mitad de la gente de mi generación habla a sus padres de tú y la otra mitad de usted. Todavía me choca cuando alguno de mis amigos dice: padre, váyase usted a freír espárragos
. Mi madre me dijo que le hablara de tú, y así caímos del lado de la