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La Danza de la Rosa
La Danza de la Rosa
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Libro electrónico263 páginas3 horas

La Danza de la Rosa

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La danza de la rosa es una novela apasionante, donde la autora, Betty Viamontes, recrea los momentos que atraviesa una familia cubana, desde la fractura de un matrimonio que se ve obligado a soportar doce años de separación –el esposo en Estados Unidos y la esposa con tres hijos pequeños en Cuba– sosteniendo la ilusión del reencuentro frente a continuas adversidades. Esta obra, continuidad de Esperando en la calle zapote, narra el reencuentro de la familia y los esfuerzos de la madre, no solo para vencer el extrañamiento que pudo producir la distancia de los hijos y el padre –y de ella misma con su esposo- sino, especialmente, en su inserción en una cultura e idioma diferentes. La tenacidad, inteligencia y, sobre todo, el amor con que los padres pasan por encima de sus propios esquemas mentales a favor del crecimiento y triunfo de los hijos, hacen de esta novela una obra edificante, además del placer que produce una escritura pletórica de emociones.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 may 2017
ISBN9781370169719
La Danza de la Rosa
Autor

Betty Viamontes

Betty Viamontes was born in Havana, Cuba. In 1980, at age fifteen, she and her family arrived in the United States on a shrimp boat to reunite with her father after twelve years of separation. "Waiting on Zapote Street," based on her family's story, her first novel won the Latino Books into Movies award and has been selected by many book clubs. She also published an anthology of short stories, all of which take place on Zapote Street and include some of the characters from her first novel. Betty's stories have traveled the world, from the award-winning Waiting on Zapote Street to the No. 1 New Amazon re-leases "The Girl from White Creek," "The Pedro Pan Girls: Seeking Closure," and "Brothers: A Pedro Pan Story." Other works include: Havana: A Son's Journey Home The Dance of the Rose Under the Palm Trees: Surviving Labor Camps in Cuba Candela's Secrets and Other Havana Stories The Pedro Pan Girls: Seeking Closure Love Letters from Cuba Flight of the Tocororo Betty Viamontes lives in Florida with her family and pursued graduate studies at the University of South Florida.

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    La Danza de la Rosa - Betty Viamontes

    Capítulo 1 – En el mar

    NUNCA me consideré una niña normal ―torpe, impulsiva, impredecible, inteligente, introspectiva, y patética, tal vez, pero no normal. No me sentía como parte de ningún grupo, no importaba cuantas veces lo intentara.

    Como la mayor de mis hermanos, yo siempre estaba defendiendo o cuidando a mi hermanito Gustavo, quien era mucho más débil que mi hermana Lynette y yo. El día en que cumplí los doce años, Gustavo se cayó en el portal con un vaso de agua en la mano. Mi madre, Laura, mi tía, Berta, y su marido, Antonio, estaban todos en el trabajo cuando sucedió. El vaso estalló contra el mosaico, se rompió en pedazos diminutos, y las manos de Gustavo aterrizaron encima de los pedacitos de vidrio. Él era un niño delgado de nueve años que parecía tener menos edad, con el pelo castaño y hermosos ojos grandes y marrones. El pobre lloraba inconsolablemente mientras me mostraba sus manos ensangrentadas e incrustadas de vidrio.

    A pesar del miedo que yo le tenía a la sangre, le eché un poco de azúcar sobre sus heridas, cuidadosamente le quité todos los pedacitos de cristal que pude y le lavé las manos. Luego coloqué toallas limpias sobre sus cortadas, reuní a un grupo de muchachos del barrio que insistieron en venir conmigo, y nos fuimos en un autobús a la sala de emergencias de un hospital.

    Cuando llegó nuestro turno, el doctor frunció las cejas al notar al grupo de niños y niñas que me acompañaban.

    ― ¿Dónde está tu mamá? ―le preguntó a mi hermano.

    ―Soy su hermana mayor ―le expliqué―. No puedo llamar a mi madre al trabajo porque está fuera todo el día colectando dinero de las bodegas. No volveremos a verla hasta esta noche y no quería que mi hermano se desangrara.

    ― ¿Qué edad tienes? ―preguntó.

    ―Doce ―le dije con convicción.

    Aún si se me hubiese ocurrido llamar a mi tía Berta o a tío Antonio cuando mi hermano se cayó, no hubiera podido hacerlo. No teníamos teléfono en casa. Casi todos los que lo tenían pertenecían al gobierno. Cada vez que mi madre necesitaba llamar a mi padre, quien vivía en Miami, usaba el teléfono de una vecina. Estoy segura de que al cabo de unos años nuestra vecina se arrepintió de haberle ofrecido ese servicio, pero ¿quién iba a pensar que cuando mi padre salió de Cuba en el 1968, con el objetivo de reunirse con nosotros en los Estados Unidos poco después, pasarían doce años antes de que lo volviéramos a ver?

    Lynette y Gustavo eran menores que yo —mi hermano fue el último en nacer— pero mi figura de palo hacía que algunas personas concluyeran que mi hermana era la mayor.

    A medida que crecimos, nunca envidié los pechos más desarrollados de mi hermana, sobre todo porque por alguna razón, yo atraía más a los chicos sin entender por qué, ya que aparte de su figura más llenita, la sonrisa y felicidad innata de mi hermana iluminaban una habitación, mientras que yo actuaba más seria y reservada.

    Mi forma principal de diversión consistía en inventar historias en mi cabeza y reducirlas al papel en una vieja máquina de escribir que los estudiantes de mi madre utilizaban para practicar mecanografía. Cuando no estaba escribiendo, me gustaba memorizar los largos nombres de compuestos químicos.

    Mi infancia estuvo marcada por una serie de acontecimientos o situaciones que me definieron: el hecho de crecer sin mi padre, el presenciar el intento de suicidio de mi madre cuando yo tenía seis años, y luego, el hacerles frente a los terrores nocturnos, cuando yo temía que volviera a intentarlo.

    El día en que ella atentó contra su vida, poco después de que el gobierno le dijera que nunca podría salir de Cuba para reunirse con mi padre, llegué de la escuela justo a tiempo. Mientras caminaba por la casa llamándola, mi pelo, sujetado con una liga en un rabo de mula, se balanceaba de un lado al otro, y la blusa blanca de mi uniforme rojo y blanco se pegó a mi espalda sudorosa. Las gotas de sudor rodaban por mi cara cuando la encontré, de pie en medio de la habitación, con su pelo y su vestido empapados. Me tomó unos segundos entender lo que estaba a punto de suceder, pero luego, al darme cuenta, corrí hacia ella, le quité los fósforos de la mano y me apresuré a buscar ayuda.

    Esa fue la primera vez que la salvé, pero la vida o el destino me permitirían salvarla en dos ocasiones más. La última vez sería la más difícil. La gente en Cuba cree en el destino, lo que me hizo preguntarme a mí misma, si desde el día en que nací, ya estaba predispuesto que yo estuviera presente en los momentos precisos en que mi madre me necesitara más.

    Durante los años que viví en Cuba, lo más cerca que llegué a sentirme normal fue en la celebración de mi quince años. Mi madre lanzó la fiesta más grande que nuestro vecindario había visto, una fiesta de la cual la gente hablaría durante años, hasta después que nos fuimos de Cuba. Las embarazosas espinillas que surgieron en mi cara a los trece años habían sido casi eliminadas por múltiples y dolorosos tratamientos en el Salón de Belleza Koayam en la calle Galiano, en el barrio de Centro Habana. Mi madre pagó una fortuna por estos tratamientos, dinero que había sacado de la comida. Quería darme un cumpleaños memorable, y eso, lo logró.

    Le preguntó a la vecina que tenía la casa más bella de estilo colonial del barrio si podía utilizar su patio para la celebración, un área espaciosa donde la vecina daba clases de bailes españoles. El patio tenía una entrada separada y elaborados suelos de baldosas que, a pesar de la edad de la casa, mantenían la belleza del pasado.

    Mi padre me envió dos de los vestidos que usé esa noche: uno de tela estampada (negro con rosas rojas), de tirantes finos y vuelos, y la segunda de una tela beige liviana que caía como una cascada. Su paquete también incluía tela para otros dos vestidos: un lamé de color naranja y plateado y muselina blanca. Mi novio y yo estábamos en el portal cuando llegó el paquete de los Estados Unidos, dos meses antes de mi cumpleaños. Lo abrí con ansiedad, y mis ojos se iluminaron cuando revisé su contenido.

    ―Estoy deseoso de bailar contigo el día de tus quince―dijo.― ¡Te verás linda!

    Pero yo no bailaría con él esa noche. Mi madre insistió en que tenía que bailar alguien que tuviera un traje. Quería enviarle fotos a mi padre, y tenían que ser perfectas, así que encontró al pretendiente más inconcebible del barrio: el hijo de un miembro del Partido Comunista.

    La gente de la vecindad susurraba cuando me vieron:

    ― ¿La hija de un «gusano» bailando con el hijo de un «come candela»? ¿Cómo puede ser?

    La respuesta era simple. Todos, hasta los comunistas, querían ser parte de la fiesta más grande del año, por lo que el miembro del partido pidió ser invitado. Mi madre lo rechazó al principio, pero el funcionario parecía implacable.

    ―Proveeré seguridad y todas las bebidas para la fiesta―dijo―. Además, mi hijo puede bailar con tu hija para las fotos. Tiene un buen traje y oí que buscabas a alguien que tuviera uno.

    — ¿Y no se lo puede prestar al novio de mi hija? ―Preguntó ella.

    ―No le servirá. Mi hijo es más bajo de estatura que él.

    Mi madre lo pensó. Sabía que su vida podría complicarse si no lo invitaba. En ese caso, ¿por qué no sacarle algo? Ella respiró profundamente.

    ―Sólo bailará con ella durante la coreografía, y yo lo estaré observando ―dijo―. Que no se le acerque mucho a mi hija. Ella no está a la venta.

    ―Entendido ―él respondió.

    Luego, cuando mi madre le comentó lo sucedido a mi tía Berta, ella elevó las cejas y abrió los ojos.

    ― ¿Cómo te atreves a negociar con gente así? ―preguntó Tía Berta, pero mi madre se encogió de hombros.

    Ésa era mi madre: maestra de invención, siempre encontrando una manera, una rosa contra un fondo de casas coloniales despintadas y deterioradas de la calle Zapote, esperanza ante la miseria.

    Para ahorrar dinero para la fiesta, mamá había trabajado más de doce horas al día durante años: de ocho al mediodía en las bodegas, y del mediodía a la cuatro de la tarde enseñando estudiantes adultos en un aula improvisada cerca de nuestra casa. Entre clases, corría a casa para montar las máquinas de escribir y regresaba al aula después de asignar las lecciones de mecanografía a sus tres o cuatro alumnos. Luego, de cuatro a ocho de la noche, regresaba a las bodegas.

    Los fines de semana, mamá vendía mercancías en el mercado negro: verduras que compraba ilegalmente de un campesino que vivía en Güira de Melena, uno de los pueblecitos en la provincia de La Habana, y lápices de ojos que la gente pensaba que mi padre había enviado de Los Estados Unidos. Ella creía que el hombre que los vendía los hacía con materiales robados. Después de todo, el gobierno lo controlaba todo. Muchas personas racionalizaban el robo al gobierno con el dicho:

    ―Ladrón que roba al ladrón tiene cien años de perdón.

    Muchos creían que cuando el gobierno de Castro nacionalizó las industrias y los medios de producción, poco después del triunfo de la revolución, le había robado a la gente y por lo tanto se sentían justificados en hacer lo mismo.

    Mi madre manejó con maestría cada detalle de mi fiesta: los cisnes que decoraban mi cake, los fotógrafos, la música, la danza de padre e hija donde mi tío Antonio desempeñó el papel de mi padre.

    La dueña de la casa donde se celebró mi fiesta nos permitió usar su amplio comedor para el cake y su dormitorio principal para algunas de las fotos.

    Así que allí estaba yo, bailando con el hijo de un miembro del partido, con mi vestido largo de muselina blanca, mi cabello castaño claro cayendo en bucles sobre mis hombros, mis uñas recién pintadas de color rosado. Mientras tanto, mi novio me miraba desde la multitud, y yo a él.

    ―Lo siento ―, le dije con mis labios.

    Más tarde, mi hermana me dijo que yo parecía una aristócrata de los años pre-comunistas, como las que habíamos visto en películas viejas, con mi piel de marfil y maquillaje profesional que me hacía parecer más bonita de lo que era.

    Mi cuello olía a un perfume de flores que una señora rusa, cuya casa Tía Berta había diseñado, le regaló.

    Como todos los demás en Cuba, Tía Berta trabajaba para el gobierno, pero no se lo podía decir a nadie. Según ella, el gobierno no quería que la gente supiera que mientras las casas de los cubanos se desmoronaban, los rusos podían disfrutar de casas nuevas.

    Aunque no pude bailar con mi novio aquella noche, disfruté mi fiesta de quince. Mi madre me había demostrado lo que era sentirse como Cenicienta por una noche, lo que era sentirse normal. Sin embargo, en aquel entonces, yo no apreciaba ni entendía todo lo que se requería para organizar tal celebración, en un lugar donde la gente casi no tenía para comer.

    Pero el sentirme «normal» no me duró. Unas semanas después de mi cumpleaños, un grupo de cubanos condujeron un autobús contra las puertas de la embajada peruana en La Habana matando a uno de los guardias. Los funcionarios de la embajada se negaron a entregar a los ofensores a las autoridades, y como retribución, el gobierno de Castro retiró la seguridad de la entrada. En poco tiempo, más de diez mil personas inundaron la embajada para solicitar asilo político. Muchos estaban cansados de las condiciones de vida en Cuba: las raciones escasas, la infraestructura deteriorada, la falta de libertad. Castro sabía que necesitaba aliviar la olla de presión en que Cuba se había convertido. Un éxodo masivo fue su solución.

    Después del anuncio de Castro de que aquellos con parientes en Los Estados Unidos que quisieran irse podrían hacerlo si sus familiares venían a recogerlos en un barco o bote, mi madre llamó secretamente a mi padre y le dijo:

    ―Date prisa, no hay tiempo que perder. Ésta es nuestra oportunidad.

    Pero no nos informó a mis hermanos y a mí sobre su llamada, tal vez porque quería protegernos del acoso que sufrían aquellos que decidían abandonar a Cuba. La noche antes de que los guardias vinieran por nosotros, le di un beso de despedida a mi novio bajo los ojos vigilantes de mi madre, quien nos miraba desde la ventana de su habitación. Ese sería nuestro último beso.

    Después de esa noche mi mundo se derrumbaría dentro un vórtice.

    Los funcionarios del gobierno no permitieron que nos lleváramos nada que nos recordara nuestro hogar, ni siquiera un cambio de ropa, y durante los próximos días aprendí lo que era vivir en el infierno.

    Primero, el campo de concentración ―donde pasamos varios días sin comer apenas, bebiendo agua de un grifo oxidado, alternándonos para dormir en una silla, siendo aterrados por perros policiales y soldados fuertemente armados, viendo la desesperación de mi madre— y luego, el barco.

    Aquella noche, los guardias montaron a más de doscientas personas en un barco camaronero con rumbo a Los Estados Unidos. Era el 26 de abril de 1980, dos meses después de cumplir mis quince años. No mucho después de que nuestro barco saliera del puerto, comenzaron a soplar los fuertes vientos y a caer la lluvia. Treinta minutos más tarde, escuché una voz masculina a través de los altavoces:

    ―Atención, atención. Este es el guardacostas de Cuba. ¡Hay un barco similar a éste cerca de aquí que se está hundiendo! Trae más de doscientos hombres, mujeres y niños a bordo. Si lo ven, hagan lo que puedan. ¡Eso es todo!

    Miré en la dirección de donde la voz provenía y noté una pequeña lancha blanca al lado de nuestro bote. Había un oficial parado con un megáfono en la mano bajo el resplandor de una luz amarilla. Después del anuncio, una madre apretó a su hija contra el pecho, un hermano agarró a su hermanita menor de la mano, una pareja joven se abrazó, y un anciano sacó una estampita de la Virgen de la Caridad de su bolsillo y oró.

    Entonces el bote del guardacostas desapareció en la oscuridad, y de la radio marina de nuestra nave empezamos a oír los gritos y las llamadas de auxilio. Nuestro capitán apagó la radio y anunció:

    ―Lo siento. No hay nada que podamos hacer. Si los ayudamos, sellaremos nuestro destino. Por favor, oren por ellos.

    Mi madre, mis hermanos y yo estábamos sentados cerca de la popa, rodeados de hombres, mujeres y niños que parecían tan asustados como nosotros. Mamá le pidió a mi hermano, a mi hermana y a mí que nos acercáramos a ella y nos agarramos de las manos. Las manos de mamá se sentían como hielo, y su cuerpo temblaba. Después que nos acurrucara junto a ella, la culpabilidad y el miedo desfilaron por sus oscuros ojos.

    ―Por favor, aférrense a lo que puedan ―dijo por decir algo.

    Todavía podía oír los gritos en mi cabeza e imaginar la lucha frenética de mujeres y niños para mantenerse a flote. ¿Cuántos morirían innecesariamente esa noche? ¿Cuántos parientes nunca sabrían lo que les pasó a sus seres queridos? ¿Correríamos la misma suerte?

    A veces, nuestro barco se elevaba abruptamente con las olas y caía en el vacío que dejaban. Otras veces, el mar chocaba contra nuestro barco sin descanso creando un manantial de agua marina sobre nuestras cabezas.

    A pesar de que mientras vivíamos en Cuba, mi madre nos había enseñado a creer en Dios, no me consideraba religiosa entonces. Después de todo, el gobierno no miraba favorablemente la práctica de la religión, pero esa noche, en mis pensamientos, le pedí a Dios que mantuviera a nuestra familia a salvo.

    Durante mi niñez, cada vez que escuchaba a mi madre llorar de noche, le pedía a Dios que la cuidara, que le quitara su tristeza. Era importante para mí tener algo en que creer.

    Algunos años más tarde, mis recuerdos bloquearían los gritos que escuché esa noche, y mi hermana, quien tenía trece años cuando nos fuimos, me recordaría que no había sido un mal sueño.

    De repente, la voz del capitán captó mi interés:

    ―Atención, por favor. Tengo algo que explicarles ―dijo.

    Se detuvo por un momento, y todos los ojos se centraron en él. Aunque estaba oscuro, la luz del bote me permitió distinguir su silueta imponente, pero no su rostro.

    ―Fui a Cuba a recoger a mi familia y salí de allí con un barco lleno de extraños ―agregó. ―A los hombres sacados de las cárceles esta noche y obligados a venir conmigo, tengan en cuenta que hay muchas familias aquí. Si alguien se atreve a ponerles un dedo encima, no dudaré en meterle una bala en la cabeza y echarlo por la borda. ¿Está claro?

    Tragué en seco y miré a nuestro alrededor. Hasta entonces, no sabía que las personas sacadas de las cárceles nos acompañaban. Un grupo de hombres sin camisa cercanos asintió con la cabeza:

    ―El mar está agitado ―continuó―, y va a empeorar. Ayuden a las mujeres y a los niños si se marean. Compartiré la comida y las bebidas que tengo con todos ustedes. Sé que muchos no han comido durante varias horas.

    Tras el anuncio, el capitán regresó a la cabina y, momentos después, nuestra nave empezó a oscilar mucho más que antes, como un juguete que subía y bajaba con el movimiento de las olas. Comencé a pensar en mi padre. ¿Lo volveríamos a ver? ¿Sería la larga espera en vano?

    Todo lo que conocía quedaba atrás en La Habana: mi pequeño grupo de amigos, mis diarios, la vieja máquina de escribir que me salvó de mí misma, mi lenguaje español, tía Berta y tío Antonio, quienes habían sido como padres, sus dos hijas. Mi madre nos explicó, durante el encierro en el campo de concentración, que ese era

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