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Plátanos y las Siete Plagas: Una Vida Entre Cubana, Dominicana, y Americana
Plátanos y las Siete Plagas: Una Vida Entre Cubana, Dominicana, y Americana
Plátanos y las Siete Plagas: Una Vida Entre Cubana, Dominicana, y Americana
Libro electrónico167 páginas2 horas

Plátanos y las Siete Plagas: Una Vida Entre Cubana, Dominicana, y Americana

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La autora Paz Ellis guía a los lectores a través de un trayecto transcultural y transgeneracional; un peregrinaje que recorre la geografía de su niñez en West New York, New Jersey, y atraviesa cada etapa de su vida, hasta su culminación en Plátanos y las Siete Plagas: Una vida entre Cubana, Dominicana, y Americana.

IdiomaEspañol
EditorialPaz Ellis
Fecha de lanzamiento15 ago 2020
ISBN9781952578083
Plátanos y las Siete Plagas: Una Vida Entre Cubana, Dominicana, y Americana
Autor

Paz Ellis

Paz Ellis has been writing since childhood. She began her journey as a writer with poetry and short stories. She wrote her first book 20 years ago but has yet to publish it. It currently resides on her bookshelves amongst the writers that have always inspired her craft. Besides her memoir, Paz also publishes fiction. Her first fiction novel, "Just Finn" was published in 2017. It is a fictional story about an autistic young man, inspired by her brother who has lived with Aspergers Syndrome for over 45 years. "Just Finn" is the 1st in a two-part series. ​ ​Paz currently lives in Florida. She lived in Oklahoma for almost 20 years with her husband on a ranch where they raise red Angus cattle. They have two teenage sons. Paz is also a photographer and an avid reader.

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    Plátanos y las Siete Plagas - Paz Ellis

    1

    Introducción

    Yo he estado buscando algo por mucho tiempo. No estoy muy segura de qué es, ni siquiera puedo describirlo. Mi madre dominicana me aconsejó más de una vez que me concentrara en mis responsabilidades; que olvidara la ridícula sensación de que me falta algo.

    «Es el trabajo de una mujer cuidar a su esposo, hijos y hogar... En ese orden», tal era su lema.

    «¡Pero quiero ser diferente a ti!», gritaba cuando era un adolescente.

    «Gracias, doña», respondía con un desbordamiento de culpa expresado en sus ojos parecidos a los de un tiburón. Era puro sarcasmo armado con todo el dolor de su juventud y mi difícil nacimiento. Y, por supuesto, con cada meta no lograda. Pero era su frustración, no la mía.

    «¡No lo entiendes, mami! ¡Eres tan vieja y anticuada!», le argumentaba como si ese hecho fuera a resolver todos los desacuerdos entre madres e hijas desde el principio de los tiempos.

    Obviamente, ya no soy una adolescente rebelde luchando con la depresión o contra el hecho inevitable de que un día sería como mi madre. Hoy estoy orgullosa de esa pequeña y autoritaria mujer dominicana, cuyos zapatos eran muy grandes para yo llenarlos, no de manera literal, ya que solo usaba talla # 5, sino más bien en sentido figurado.

    Actualmente soy una mujer de cuarenta y ocho años, casada con el amor de mi vida, tengo dos hijos adolescentes increíbles y un gran hogar, aunque está lejos del lugar donde crecí. Vivo en el campo, rodeada de pastos, ganado y aire que no está contaminado por los taxis, las fábricas y otros elementos modernos propios de la ciudad. Mi esposo es amable, cariñoso, comprensivo y ha sido mi fuente de fortaleza en muchos momentos difíciles. Me cuidó cuando he estado enferma, y estuvo a mi lado cuando perdí a mis dos padres.

    No lo puedo negar: he sido bendecida.

    Entonces, la pregunta sigue siendo: ¿qué es lo que estoy buscando? Duré lo que parecieron horas deambulando por los pasillos de una librería en dos ocasiones en una misma semana. En busca del libro perfecto. Una historia con la que no solo estuviese de humor, sino una con la que pudiese identificarme a un nivel profundo. Lo que descubrí fue que el libro, la historia que estaba buscando, aún no había sido escrita.

    Lo que estoy buscando podría estar justo aquí, dentro de mí. Estoy llenando las páginas con recuerdos de mi madre dominicana, mi padre —que fue cubano exiliado—, hermanas, hermano, tíos y el resto de mi familia. Son las piezas que componen la historia de lo que soy.

    2

    ISLAS


    Yo soy en parte aplatanada y en parte cubana desalojada en la búsqueda de las plagas bíblicas. Mi vida se ha dividido entre decidir dónde radica mi lealtad con respecto a ambas partes de mi herencia, lo que implicaba cambios de un momento a otro, dependiendo de con quién estuviese creciendo.

    Soy una mestiza, una comida mezclada. Para algunos, de un lado de la familia, yo era un error indeseable de la naturaleza. Algunos primos de mi papá le aconsejaron que no se casara con alguien de color muy marcado. Mi madre, comparada con un cubano blanco, tenía demasiada pigmentación en la piel, algo similar a un cepillo de brea. Ella era morena. Irónicamente, dentro de su propia familia era considerada de «complexión clara» y una maravilla genética.

    Al igual que la India, la República Dominicana tiene su propio sistema gradación de color y definición racial. Habiéndose casado con un cubano blanco, refinó la raza gracias a esa mezcla interracial. Era diferente en la década de 1960. Las parejas mixtas no eran la norma. Incluso los hispanos se oponían a la mezcla de color o nacionalidades. Mis padres tenían algunas barreras que romper y prejuicios que superar, que incluían los suyos propios. Pero lo que está destinado a ser, y ha sido predestinado por el destino, es inmune a lo convencional, la tradición y la opinión pública.

    Rolando Paz y Francia Aguasvivas se conocieron en 1966 en la entrada del Salón llamado Roseland Ballroom en la ciudad de Nueva York, ubicado en la calle West No. 52, bajo circunstancias inusuales. Mi madre planeó suicidarse esa noche. Estaba enojada y severamente deprimida. Quería regresar a RD, pero su madre adoptiva insistió en que se quedara con ellos en Nueva York, donde podría ir a la universidad y tener una vida mejor que la que había estado viviendo hasta el momento en que ellos se la llevaron a su casa. De la forma en que mi madre a menudo solía contar la historia, era que sus hermanas adoptivas querían bailar y, literalmente, la arrastraron al club de baile; tirando de su brazo para sacarla por la puerta.

    Mi padre estaba entrando al club con su amigo Berto, cuando vio a mi madre por primera vez. Él siempre decía que desde el momento en que la vio, se enamoró. Tenía el pelo negro y ojos negros hipnotizantes. Pero no fue hasta más tarde, cuando se sentó sola en una mesa mientras las otras chicas bailaban, que él supo que ella era especial. Observó cómo varios hombres le pedían que bailara. Rechazó a cada uno. Algunos cortésmente y otros con grosera exasperación. Confesó que estaba nervioso, pero que no podía salir del club esa noche sin hablar con ella. Mi madre de su parte contó que cuando vio a mi padre parado frente a ella, levantó la vista, lista para rechazar al próximo idiota que le pidiera bailar. No obstante, vio algo humilde y amable en sus ojos. Claro, también era guapo y educado. Pero fueron esos ojos los que la conmovieron.

    Él la invitó a bailar una pieza, esperando ser rechazado y recurrir a rogarle. Pero ella asintió con la cabeza, y mi padre, sorprendido, la tomó de la mano y la llevó a la pista de baile. No sé cuántas canciones bailaron o qué sucedió cuando la música se detuvo esa noche. Pero mami siempre dijo que había un aire de tristeza sobre él, y se sintió atraída por su fragilidad. Él se había divorciado recientemente y tenía una hija de cuatro años, por lo que entendible que aparentara triste y afectado, tal vez incluso tan afectado como la hermosa señorita que acababa de arrebatar de la oscura finalidad de ponerle fin a su propia vida.

    Los detalles de cómo comenzó el «cortejo» no los conozco realmente, ya que mis dos padres han fallecido, dejando muchas preguntas sin responder incluyendo las que no pude hacerles. Sin embargo, sé que mi padre buscaba a mi madre en las tarde después del trabajo, y a veces, los fines de semana iba a buscarla al apartamento donde ella vivía con su familia adoptiva. En el transcurso de esas primeras semanas, él le dijo que tenía una hija y que quería que mi madre la conociera. Cuando mi madre escuchó eso, fue como si alguien le hubiese prendido fuego debajo de su trasero. Ella salió del auto y dijo: «¡Vuelva a su familia!».

    Ella no quería vivir con la idea de saber que ella podría haber impedido que una familia sea funcional. Ella sabía lo que era ser hija de un matrimonio divorciado. Mi padre, que solía ser amable y pasivo, la sorprendió con su decisión de no querer renunciar a ella.

    Él persistentemente aparecía en su apartamento después del trabajo casi todos los días, tratando de persuadirla para que conociera a su pequeña.

    «¡No!», ella exclamaría.

    Y él continuó pidiéndole, rogando, hasta que un día ella aceptó:

    «Está bien, conoceré a tu hija».

    Mi padre fue a su carro y sacó a su pequeña niña. Mami dijo que quería arrojarle un zapato, porque ya tenía a la pobre niña en el auto. Actuó como si supiera que ella cedería ante él y eso la enfureció. Y mi madre podía lanzar las miradas más aterradoras, más malas y más amenazantes. Estoy seguro de que ella lo miró de manera cortante. Mami siempre decía que, incluso con todas sus protestas y su actitud incomoda, no pudo rechazar a esa dulce niña en el momento en que la vio. A partir de momento, mi padre traía a menudo a Clara, su hija, al apartamento de mi madre, generalmente los fines de semana, y mi madre cocinaba para ellos. Pasarían varias horas juntos hasta que mi padre tuviera que llevar a la niña de vuelta a la casa de su madre.

    No mucho después, la madre de Clara, Nilda, inició su propia relación. Ella comenzó a pasar mucho tiempo con él, particularmente tarde en las noches de los fines de semana. Se reunían con su familia a jugar dominó. A veces Clara estaba afuera jugando con los otros niños en la calle hasta la medianoche, y a mi padre no le gustaba que ella saliera tan tarde; de manera que comenzó a pasar más y más tiempo con él y mi madre.

    Mami casi lloró la primera vez que vino Clara cargando una bolsa de papel marrón y se lo entregó diciéndole: «Aquí tienes, para que puedas bañarme, ponerme ropa interior limpia y peinar mi cabello». En la bolsa había un par de ropa interior limpia y nada más.

    Como cualquier niño, Clara trajo alegría y problemas. Mi madre solía tener un paquete de laxantes de marca Ex-Lax en una torre de platos sobre la mesa de la cocina, y un día, Clara misma se sirvió el chocolate. La pobre niña pasó todo el día y toda la noche sentada en el inodoro con la cabeza en una cubeta. Ese día le dio un ataque de nervios a mi mamá. La niña de su parte, aprendió una lección sobre comerse paquetes completos de laxantes, o cualquier cosa que se parezca chocolate, sin pedir permiso primero. No creo que mi hermana haya vuelto a tomar Ex-Lax jamás.

    En el fin de semana siguiente, cuando mi padre y Clara tocaron el timbre para subir al apartamento, mi madre estaba en modo enojada: «mujer dominicana del mismo infierno». Había decidido que mi padre tenía que arreglar su matrimonio y dejarla sola. Ni siquiera Nuestra Señora de la Misericordia pudo forzar su mano ese día. Cuando mi madre se decidía por algo, era casi imposible influir en ella en cualquier dirección. Era como un asesino a sueldo que no se detendría hasta que se completara el trabajo. Esa pequeña niña necesitaba a sus dos padres, por lo que mi madre estaba decidida a que no sería un obstáculo para que la familia permaneciera unida. Pero mi padre no se daría por vencido. No se marchó. Se sentaron en el carro por tres o cuatro horas. Mami se asomaba por las cortinas de la ventana de su sala de estar. Algunas veces la miraban sentados en el capó del primer carro nuevo de mi papá. Un hecho importante acerca de mi padre fue que amaba a los Ford y era realmente un tipo Ford, pero había elegido comprar un Chevy Impala blanco con un interior azul.

    Bueno, vuelvo a mi madre, la princesa enojada. Era vergonzoso verlos afuera, ¡un hombre adulto humillándose a sí mismo! Estaba cansada de verlos frente al edificio, y bajó las escaleras con furia, cerrando de golpe la puerta de entrada con tanta fuerza que pudo haberse desprendido de sus bisagras. Ella le gritó que la dejara sola:

    «¡Vete, carajo! Déjenme quieta... ¡Vete, maldita sea! ¡Déjame quieta!».

    Pero el genio de mi papá tenía un as bajo la manga que cogió a mami por sorpresa. La pequeña Clara le arruinó todo a mi mamá. Con su pequeña voz y ojos llorosos, inocentemente preguntó:

    «¿Ya tú no nos amas?».

    Y esa cabeza hueca dominicana se quedó sin palabras, de los pocos casos en los que lo hizo, por cierto. Así que agarró la mano de mi hermana y la condujo hacia el edificio mientras miraba a mi padre con toda la ira de los dioses griegos. Finalmente gruñó:

    «¡Bien, coño!».

    Eso fue lo que cambió todo. Ella dijo que no podía soportar ver su rostro patético y suplicante y la mirada en los ojos de la pobrecita Clara.

    La relación de mi madre con un hombre divorciado y su hija, también le causó problemas con su madre adoptiva, Ana. La familia no lo aprobó. Esto alejó a mi madre. Estaba agradecida con la familia por haberla acogido hacía años, pero ahora era una mujer de veinticuatro años y ella no era propiedad de ellos. Estaba tan enojada con su familia adoptiva que se mudó de su casa al apartamento de su mejor amiga. Ella y mi padre se casaron unos meses después en un juzgado de Manhattan. La mejor amiga de mi mamá, Carmen, y su esposo, fueron los testigos. Pasaron casi treinta años antes de que mi mamá y su madre adoptiva se volvieran a ver. Y veinte años después, Ana estaría en el lecho de muerte de mi madre, pidiendo perdón.

    Mi madre siempre hacía que pareciera que ella los había salvado, a mi papá y a mi hermana mayor. Pero en realidad, fue todo lo contrario. Mi madre siempre necesitaba a alguien para cuidar, y conocer a mi padre en esa fatídica noche, no solo le dio su

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