Yo soy un refugiado
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Yo soy un refugiado - Beatriz Basoalto Labraña
refugiado
Gaspar
¹
Beatriz Basoalto Labraña
Caminé hacia afuera del salón de clases asustado, era el primer recreo del día. Todos corrieron a jugar con sus amigos: reían, corrían, eran simplemente felices. Yo los miraba como si fueran extraterrestres, no los comprendía, me sentía perdido; estaba a años luz de volver a ser como ellos; la despreocupación en sus rostros me causaba envidia. Intenté recordar a mis amigos, nuestro último momento feliz; recordé sus caras sucias con pequeñas sonrisas que demostraban fortaleza y valentía. Sin embargo, eran sonrisas oscurecidas por las batallas perdidas, las lágrimas, el hambre y el miedo. No encontraba un momento inocente, despreocupado o feliz. Busqué en toda mi memoria: no teníamos momentos así desde hace mucho tiempo.
Me preguntaba si los señores con uniforme seguían llevándose a personas en sus camionetas en los días o si seguían disparando en el bosque por las noches.
Sentí que traicionaba a mis amigos cuando nos fuimos, sentí que los abandoné; renunciamos y escapamos de nuestra propia vida. Ese día ni siquiera pude despedirme, la verdad es que no se podía, dejamos nuestra casa rápidamente: mi mamá tomó una vieja maleta, la llenó con ropa, unas frazadas y una foto, no tenía marco y estaba arrugada. Era del día en que nació mi hermanita, Emma, estábamos mis hermanos mayores, Elena, Nora y Teo, mis padres y yo, todos abrazados y sonrientes. La vida era simple en esos días, tenía siete años, amigos, un hogar y me sentía feliz y seguro. Mamá arropó a Emma, que dormía profundamente en sus brazos, tomó mi mano, llamó a mis hermanos, cada uno con un bolso mediano, y salimos a medianoche, en silencio. No tenía claro adónde íbamos o por qué mamá me apretaba la mano tan fuerte, pero intenté mantener el ritmo de los demás.
Después de un rato encontramos a mi padre esperándonos frente a un bus: miraba para todos lados, besó de manera fugaz a mi madre y nos pidió que subiéramos.
Encontré una banca bajo la sombra de un árbol y me senté. Miré otra vez a mis compañeros y me sumergí de nuevo en mis recuerdos: volví a unas semanas atrás, cuando llegamos y mi mamá me contó que estábamos en otro país, un país amigo que nos ayudó en un momento difícil. Cuando pregunté si ayudarían a mis amigos también, mi mamá me miró triste, con los ojos vidriosos, a punto de llorar. Recordaba esa mirada, era la misma de cuando me explicó a medias por qué el abuelito no venía los domingos, o por qué no venían mis primos, o por qué no podíamos ir nosotros a verlos; o cuando me explicó por qué no podíamos salir a pasear después de cenar, o cuando me explicó también hace un año por qué no teníamos qué cenar. En fin, mi mamá me daba las malas noticias, por lo que yo conocía la cara de malas noticias muy bien.
Cuando mi mamá, entre sollozos