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Ecos del Pasado: Una Familia... Una Historia...Una Novela...
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Libro electrónico631 páginas9 horas

Ecos del Pasado: Una Familia... Una Historia...Una Novela...

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Dividida en dos partes, la primera es más novelada, sobre todo los diálogos que son para imaginación. En la segunda parte hay más historia siendo sus hechos casi todos reales, pues el autor tuvo acceso a personas vivas a quienes consultó.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 oct 2019
ISBN9781643342542
Ecos del Pasado: Una Familia... Una Historia...Una Novela...

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    Ecos del Pasado - Héctor Campos

    cover.jpgtitle

    Derechos de autor © 2019 Héctor Campos

    Todos los derechos reservados

    Primera Edición

    PAGE PUBLISHING, INC.

    Nueva York, NY

    Primera publicación original de Page Publishing, Inc. 2019

    ISBN 978-1-64334-252-8 (Versión Impresa)

    ISBN 978-1-64334-254-2 (Versión electrónica)

    Libro impreso en Los Estados Unidos de América

    Agradecimientos

    Ami hermano mayor, Arturo, quien leyera parte del manuscrito de esta novela y me animara a continuarla diciéndome que le había gustado mucho.

    A mi hermana Inesita, quien, después de mis padres, fuera mi mayor fuente de información.

    A Angélica, mi esposa, quien con mucha paciencia escuchara o leyera lo que noche a noche escribía. Y no solo eso, sino que llegado el momento, me ayudó en la redacción: cuando este remedo de escritor se cansaba de teclear, ella tomaba la batuta sentándose ante la computadora y me obligaba a que le dictara; entonces, mi imaginación respondía y brotaban las ideas. A ella se debe en gran parte este libro.

    A mis hermanos Jesús y Miguel, cuyo ofrecimiento económico, fue de gran ayuda en los instantes en que me desanimaba al pensar cómo iba a costear su publicación.

    A mi primo José Luis Trinidad Campos, quien el veintiséis de julio de 2012, asistiera con todos sus hermanos al rancho con motivo del fallecimiento de mi madre, y que en esa ocasión se ofreció a auxiliarme a tramitar los derechos de autor y a revisar la obra. ¡Jamás podré pagarles tantos servicios y tan buena voluntad!

    A todos los que me contaron sus historias y sus anécdotas; a todos, ¡muchas gracias!

    Para información de lector los personajes que se encuentran en la portada de enfrente son: De izquierda a derecha Lupe Grande, Juan Campos Díaz y Elvira Campos Álvarez.

    …Papá, mamá, ¡cómo me hubiera gustado que hubieran leído este libro… ¡Aunque póstumo, también es suyo!

    Héctor Campos Campos

    Mayo de 2019, en Chicago, Illinois, EE. UU.

    A todas las familias hispanas,

    porque todas tienen su propia historia.

    Revivamos al pasado para que el tiempo no muera de olvido.

    José Luis Trinidad.

    Prólogo

    Cuando mi primo Héctor me pidió que preparara este prólogo, consideré que no estaba haciendo bien su elección. Aún ahora lo pienso así. Sin embargo, trataré de hacerlo lo mejor que pueda.

    A pesar de ser primos hermanos y de que nuestras dos familias siempre se han querido mucho, yo conocí a Héctor hasta hace poco: el día que murió su mamá. A mi tía Elvira, a mi tío Miguel, a Arturo, a Chuy, a Inesita e inclusive a Chelo, los conozco desde que era niño. Cuando me llevaban al rancho en las vacaciones de verano, con el que más jugaba era con Chuy. También con Arturo, pero no tanto; eso se debía a que él y mi tío Gabriel eran unos cuantos años más grandes que nosotros y ellos andaban entretenidos en el trabajo y ya no tanto en los juegos, como nosotros. Aunque Arturo no lo recuerda, un día él y Gabriel me salvaron la vida: por andar de travieso caí al corral de los borregos. A punto de ser aplastado contra la pared por su líder, salieron de la nada mis ángeles guardianes y me sacaron de allí; lo más seguro es que ellos acudieron al escuchar mis gritos de auxilio. Gracias a los dos por eso. Pero volvamos a Héctor. Les decía que a él no lo conocí hasta hace poco. Sabía de su existencia, así como sé que él sabía de la mía. No obstante, hay una razón para no haberlo conocido antes en persona: porque pertenece a la familia pequeña. Desde Luis hasta Yolanda no me tocó conocerlos bien a causa de que yo me alejé de la familia. Tal alejamiento no fue intencional, no. Cuando murió la mamá de mi mamá, mi abuelita Juanita, a quien quería entrañablemente, quedé tan dolido que cada vez que me querían llevar de nuevo al rancho, me resistía a ir…ya no tenía caso, mi abuelita había muerto, ya para qué. Para mí, el rancho no era el rancho sino ella. Es un fenómeno curioso que de una manera parecida ha sucedido con mis hijos y mis nietos: cuando mis hijos eran pequeños e íbamos a Guadalajara (yo vivo fuera de Guadalajara), podíamos andar por toda la ciudad: ir al cine, al parque o a cualquier otro lado, y al final ellos remataban preguntando: ¿Y cuándo vamos a ir a Guadalajara?. Para ellos Guadalajara no era la ciudad sino más bien, la casa de su abuelita Lola, a quien no llamaban abuelita sino mami Lola. Lo mismo sucede ahora con mis nietos, podemos andar por toda la ciudad, pero si no vamos a la casa de su abuelito José (que es la misma casa, pero ellos no conocieron a mi mamá porque ella falleció poco tiempo antes de que nacieran sus primeros bisnietos), es como nunca haber ido a Guadalajara. Entonces ya comprenderán lo que ocurría conmigo. Para mí, el rancho no era el río, ni el campo, ni los montes, ni el camino a El Refugio o el camino de la carretera a la casa. Tampoco lo eran las historias de fantasmas o aparecidos que se contaban por la noche a la luz de un quinqué (en ese tiempo todavía no había luz eléctrica en el rancho). No, el rancho era ella misma. La imagen más recurrente de ella en mis recuerdos es en la cocina, hincada ante el metate, a un lado del fogón, haciéndome burritos de masa con sal. Junto con su prematura muerte, para mí, también el rancho murió. Y tal vez parezca que me olvidé de ustedes, pero no es cierto, mi mamá en vida lo supo, mi padre, hermanos y hermanas lo saben. Posteriormente, aunque tenía muchas ganas de ir, pero me involucré mucho primero en estudiar mi carrera y después, en el trabajo. Pido disculpas de cualquier manera a todos. El día que murió mi tía Elvira, Gabriel—esta vez no me refiero a mi tío, sino a otro Gabriel, a mi hermano—, me dijo a manera de pregunta: ¿Ya sabías que Héctor también escribe?. Yo le respondí: Sí, leí uno de sus dos libros de poemas, me lo regaló Inesita. Pero ahora está escribiendo una novela…sobre la familia, añadió. Luego yo dije: Interesante, eso es algo difícil. Después de que enterramos a mi tía, Gabriel nos reunió y, al poco rato, estábamos conversando sobre el tema. Me dijo que todavía no la terminaba pero que llevaba varios años recabando información y escribiendo capítulo tras capítulo; eso fue en julio del 2012. En noviembre del 2013 lo volví a ver: venía de Chicago para registrar los derechos de autor de su novela, por fin la había terminado. Lo acompañé a la ciudad de México y en menos de veinticuatro horas pudimos platicar de muchas cosas, pero lo más importante es que congeniamos bien y fuimos más lejos aún; nos contamos nuestros sueños y proyectos. Y uno de los suyos es éste, el libro que ahora tienes en tus manos. Pero antes de que les platique de esta novela—de la cual obviamente no quiero platicar mucho para que sean ustedes mismos los que se emocionen con ella: quiénes son sus personajes, qué les sucedió en sus vidas, que sentían, cómo resolvían sus problemas o qué sucedía cuando no—, deseo relatarles algo que en una ocasión presencié: Un día, en la FIL (Feria Internacional del Libro) que se lleva cada año a finales de noviembre y principios de diciembre en la ciudad de Guadalajara, asistí a la presentación de un libro de un famoso autor. Sacaba a la luz otra más de sus obras, la última; era una novela histórica. Terminada la presentación se ofreció un espacio para las preguntas o comentarios del público asistente. Recuerdo una afirmación que un sujeto le lanzó con un tono bastante agresivo: ¡Es usted es un mentiroso!. Entonces el escritor, con un autocontrol digno de admirarse tomando en cuenta lo que acababa de escuchar, le preguntó: ¿Por qué piensa eso?. Porque en ese tiempo no había grabadoras (se refería al siglo XIX). Y tampoco es posible que quien haya vivido en esa época se encuentre con vida todavía. Y si no está vivo, ¿cómo es que usted los entrevistó? Por lo tanto, deduzco que los diálogos no son ciertos, usted los ha inventado. Entonces el escritor le respondió más o menos con las siguientes palabras: Si ser mentiroso es imaginar, inventar, crear, estoy muy orgulloso de ello. Hizo una pausa y luego él mismo remató: Gracias, señor, el suyo es el mejor halago que he recibido en años. Yo, por mi parte, no quiero ofender a mi primo Héctor diciéndole mentiroso. Por el contrario, lo quiero felicitar por su imaginación creativa, porque hacer lo que acaba de hacer no es fácil. Eso lo sabemos bien todos aquellos que hemos intentado escribir un libro. ¡En hora buena, primo! Y que no sea la primera y última, ¡esperamos más!

    ¡Ah! Un último comentario: tuve la oportunidad de leer antes que ustedes esta novela. Por eso sé que habrá quien conectará en especial con un capítulo, quien, con otro, etc. La razón es que algunos de ustedes son protagonistas que aún están vivos, o familiares directos de los protagonistas. Quiero decirles que un buen novelista, aparte de narrar y describir bien, debe tener la capacidad de mover los sentimientos del lector. Para destacar de Héctor lo anterior, quiero adelantarme y hacer un resumen de una escena. Es obvio que me gustaría contarles todo el libro, pero no tengo tantas páginas para hacerlo y creo que ni el permiso tampoco. Espero no ser indiscreto haciendo este adelanto, pero unos renglones más abajo sabrán por qué me tomo este atrevimiento: la escena es aquella donde mi tío Pancho regresa a casa después de que lo mandaron a buscar medicamentos para su mamá, quien está grave postrada en la cama. Al entrar, la encuentra muerta. Entonces él no puede articular palabra ni tampoco llorar. Mi tío Miguel, mi tío Daniel y mi tío Uriel deciden llevarlo lejos de la casa y le cuentan cómo sucedieron las cosas, sobre todo, lo mucho que preguntó por él antes de morir. Hasta que sucede esto, él rompe en llanto y puede hablar de nuevo. La narración de esta escena a mí me hizo llorar por más de media hora en la soledad de mi oficina. Lo curioso es que desde la muerte de mi abuelita ya han transcurrido 52 años, y el día que murió, yo también me quedé mudo y no pude llorar. Sin embargo, nadie notó eso en mí, ni Lola, mi mamá, ni José, mi papá, porque yo era demasiado retraído: poco hablaba y casi nunca lloraba. Ya les conté antes cual fue mi variante de reacción al morir mi abuelita: no volver al rancho por muchos años. Ahora me doy cuenta de que inconscientemente lo hice para evitar el dolor. Después de terminar de leer la escena, ya cuando cesó mi llanto, me sentí aliviado. A decir verdad, no sabía que llevaba esa carga oculta dentro de mí. Este libro, por lo tanto, aparte de ser una novela muy humana, para mí resultó tener un efecto curativo…terapéutico…catártico. Muchas gracias, primo, porque sin pensarlo, tus palabras fueron el bisturí que abrió mi corazón y mi alma para extraer esa enfermedad que llevaba dentro de mí tanto tiempo. De nueva cuenta, ¡felicitaciones!

    José Luis Trinidad Campos.

    Abril del 2014.

    PRIMERA PARTE

    (1)

    Con todos sus aciertos y errores… La Guerra de Independencia de México llegaba a su fin en 1821 dejando al país bastante debilitado y sin recursos económicos para emprender su nueva realidad.

    En aquel tiempo, La Corona Española administraba, o, mejor dicho, explotaba con astucia y avaricia, a la Nueva España. Lo hacía sobre todo en el campo de la minería, pero también con la ganadería, y en menor escala, el campo industrial. Durante los tres siglos que duró el virreinato, muchas fueron las riquezas que extraídas de aquí fueron a parar a España. Se dice, por ejemplo, que, si la plata desenterrada de las minas de Zacatecas se hubiera usado en forma de lozas en las calles, ajustaría para pavimentar toda la ciudad. Lógico es pensar que lo acarreado a la península ibérica fue bastante. Tanto como para enriquecer a los reyes de España, a los virreyes, a los españoles peninsulares y, en menor escala, a los criollos. En cambio, a los mestizos, a los indios y a los negros que fueron traídos a nuestro territorio, solo las migajas les dejaban, migajas con las que de milagro lograban vivir.

    No iba a ser nada fácil comenzar: por un lado, Iturbide que se alzaba soberbio con su idea imperialista, quiso, sin éxito, hacer de México el Imperio que él soñaba con toda la grandeza de sus ambiciones. Luego, los antiguos insurgentes que habían luchado a brazo partido por conquistar, o mejor dicho, reconquistar la independencia, vieron la necesidad de establecer La República para probar si esta forma de nación les funcionaba. No es un nombre o título que se da a un país el que lo hace bueno o malo, sino las conciencias de sus hijos.

    Así, Vicente Guerrero, Guadalupe Victoria y otros, en una junta histórica, decidieron llamar República al México recién recuperado de España. Este último, vendría a ser su primer presidente.

    Debe recordarse que ni Guadalupe ni Victoria componían en realidad su nombre de pila. Guadalupe Victoria era un seudónimo muy significativo, ya que evocaba en el ámbito religioso a la Virgen de Guadalupe, y en el patrio la victoria que recién habían obtenido al entrar triunfalmente las tropas de Iturbide y Guerrero a la ciudad de México. Se proclamaba así a México como un país independiente: el México independiente.

    Lo de Guadalupes, lo habían incorporado como si fuera un apelativo la mayoría de los insurgentes, demostrando así su amor y absoluta confianza en la patrona de todos los mexicanos…y Ella, no los habría de defraudar. Más tarde, Guerrero, consumador de la Independencia, se convertiría en el segundo presidente de la nación.

    Sin embargo, la reconstrucción del país por una guerra que había durado once años iba a ser una labor titánica, que México, sin la ayuda del extranjero, no lo hubiera podido conseguir. Fue por eso que comenzó a endeudarse y, a casi doscientos años de independencia, la deuda aún persiste y aumenta sexenio a sexenio a cifras que escapan a nuestra humana comprensión, pues los dígitos ya son demasiados. De una manera u otra, esto es materia para otra historia.

    Pero había que hacer el recuento de los daños, no tanto para reconstruir, sino para limpiar un poco la casa y que se hiciera habitable.

    Como se verá más adelante en algún capítulo posterior, se cometieron infinidad de abusos en aquellos once años de revueltas. La soldadesca de un bando y de otro, desahogaron su frustración robando, quemando y violando mujeres. Esto último se hacía con mucha frecuencia, y no solo los soldados sino también sus cabecillas y en ocasiones, hasta los más altos mandos. De estos actos resultaron innumerables mujeres embarazadas; muchas de ellas, por temor a la reacción de sus padres, optaban por alejarse al campo a parir. Algunas de ellas, apenas restablecidas del parto, envolvían a su hijo con pañales de tela vieja y lo entregaban a algún pariente o amigo de la familia para que lo criara; otras, no teniendo ni siquiera esta opción, dejaban al niño debajo de un árbol a morir de hambre y de sed; o peor aún, a ser consumido por los coyotes. Fue este el caso de una niña anónima, que después de ocultar su embarazo con largos y amplios vestidos, acercándose el día del parto, se alejó al campo y ahí, con la Providencia como único amparo, dio a luz a un niño varón. Restablecida de la experiencia traumática del alumbramiento, y sin saber qué hacer, ya que en esa época había tantas restricciones sobre los temas sexuales, que la madre nunca, o rara vez, hablaba con las hijas sobre estos humanos y elementales conocimientos, a los que tarde o temprano tenían que enfrentarse por las vías naturales propias del matrimonio, o por las violaciones que debido a la situación bélica que se vivía, sucedían tan a menudo.

    Esta muchachita adolescente, por miedo a la reacción de su padre, un militar que poco se encontraba en casa, y que cuando hacía sus llegadas por estar franco, lo hacía regularmente en completo estado de ebriedad, descargando en su esposa y sus hijas y sin el menor motivo aparente, toda su ira. La revolución lo había endurecido tanto que en esos estados de embriaguez el tal militar creía que, en su ausencia, ellas se acostaban con todos los hombres del mundo. Así como eres, juzgas.

    La verdad es que su mujer nunca lo había engañado. Por otra parte, ignoraba que su hija había sido violada por un soldado del bando contrario.

    Su hija sabía que, si su padre se daba cuenta de que su nombre había sido mancillado, era capaz de matarla a ella junto con su bebé. Así que, decidió ocultárselo tanto a él como a su madre.

    Una madrugada, cuando las contracciones comenzaron, se levantó solo con una sábana y una caramayola con agua de sal. Llegó a cierta parte del campo que ella conocía y se refugió debajo de un árbol. Fue ahí donde entre los más espantosos dolores, tuvo solitariamente a su pequeño bebé.

    Inmediatamente después de nacer, lo tomó en sus brazos, lo alimentó con la leche de su pecho, lo besó, y como una nueva Agar, decidió abandonar allí mismo a su hijo, quien había entrado en un sueño profundo después de haber sido amamantado. La casi niña mamá, regresó a su casa más muerta que viva. Su madre al verla, comprendió todo, pero no tuvo el valor de preguntarle ni recriminarle nada.

    Todo este desenlace sucedía a las afueras de una ranchería llamada Los Velas, municipio de Momáx, en el estado de Zacatecas.

    Un día después de estos sucesos, por la madrugada, unos leñadores que se dirigían a la sierra con sus burros, oyeron a lo lejos el llanto de un niño.

    Los dos hombres, nativos de San José de los Mota, se detuvieron al escuchar el llanto que la brisa fría de la madrugada les llevaba hasta los oídos.

    Como los chillidos eran persistentes, los dos campesinos no tuvieron dificultad para llegar hasta donde se encontraba aquel niño. Al llegar lo vieron descolorido, con los ojos hundidos y la boquita seca. Y con la misma sábana con la que la madre había envuelto a su hijo, tomaron al bebé, y en lugar de seguir su camino hacia el cerro, que se alzaba majestuoso a escaso kilómetro y medio, se regresaron aquellos dos hombres que eran padre e hijo, llevando consigo a aquel pequeño en peligro de muerte.

    Al llegar a su jacal, la señora ya andaba barriendo el patio con una escoba de popotes, y al ver a su esposo y a su hijo regresar, se sorprendió.

    Después de haberle contado la historia del niño, la buena mujer tomó al bebé en sus brazos y, de inmediato, sintió quererlo como si fuera suyo.

    Aquella noche, mientras el niño dormía, los dos esposos conversaban sobre el futuro de aquel infante, y un mundo de dudas venía a turbar sus mentes. ¿Qué hacer?, se preguntaban. El niño debía crecer al amparo de una familia…

    —Oye, vieja: ¿y si lo registramos como nuestro?

    —¡Qué esperanzas, viejo, nosotros ya estamos grandes, y nadie nos creerá que es nuestro hijo!

    —¿Entonces, qué hacemos?—volvía el buen hombre a preguntarle a su mujer.

    —Oye, viejo, ¿y si lo registramos diciéndoles que nos lo hayamos? Total, es la verdad, ¿no?

    —No, pos eso sí—contestó el hombre que fumaba cigarro tras cigarro de los puros nervios.

    Así, entre opiniones y comentarios sobre qué hacer con el bebé, amaneció Dios, y con Él, el alba. También al mismo tiempo despertó el niño, que ya le había dado hambre…y se había ensuciado en el pañal de tela.

    Almorzaron a eso de las nueve de la mañana. Y cuando terminaron, el hombre de la casa ya había tomado una decisión:

    —Pos yo no sé, pero aquí hay que hacer algo. Y yo he decidido que hay que ir cuanto antes a Momáx para dar parte. Porque si no, nos pueden acusar de robo del menor…y entonces sí se va a poner buena la cosa.

    —Pero oye, viejo, espérate tantito. Y si te permiten registrarlo, ¿cómo le vas a poner al niño?

    —¡Ah, pos de veras, tú; ni quien se acordará de eso! —contestó el hombre con ese modismo tan coloquial de los campesinos.

    —¿Entonces cómo le ponemos al tecuejo, hombre?—dijo casi para sí mismo aquel leñador, mientras carraspeaba una flema, y la arrojaba al patio.

    El hijo de aquel buen matrimonio, quien se había quedado en la cocina terminando de almorzar, y que no había perdido ningún detalle de la conversación de sus padres, opinó en voz alta:

    —¿Y por qué no le ponemos Manuel?

    —Hombre, buena idea: vamos a ponerle Manuel. Digo, si no aparecen los padres—refirió convencido.

    —¿Y el apellido?—preguntó la señora.

    Su esposo no supo de momento que contestar. Ella, que ya imaginaba a aquel niño hijo suyo, añadió con una luz de esperanza en los ojos:

    —¿Y si le ponemos el nuestro?

    Ahora sí su esposo no tardó nada en responder:

    —No vieja, eso no puede ser. Nos meteríamos en un lío que pa qué te cuento; ¿no ves que pa poderle poner nuestro apellido tendríamos que adoitarlo? Y eso se llevaría muncho tiempo, y es capaz que cueste rete harto dinero; ya ves, pa todo hay que pagar.

    El muchachito, que recién había terminado de almorzar y ahora se tomaba un jarro de agua, opinó esta vez:

    —Pos pónganle Campos, que al cabo nos lo hayamos en el campo.

    —Pos así le vamos a poner: Manuel Campos, y ya está. Así que ahorita vengo—dijo el buen hombre, santiguándose.

    —¡Dios te acompañe viejo!—respondió su esposa con ternura.

    Al estar aquel hombre en el Registro Civil, contó al delegado toda la historia del infante. El encargado escuchó con atención y cuando el hombre culminó su relato, le dijo:

    —No se preocupe, amigo. El suyo no es el único caso. En los últimos tiempos, me ha tocado registrar muchos niños que fueron encontrados igual, en el campo, totalmente desamparados. Y que gente buena como usted, viene a registrar. Así es que, si desea reconocer como suyo al niño, aunque no lo haya procreado usted, puede hacerlo. Solo que no podrán figurar ni usted ni su esposa como padres legítimos, pero sí pueden ponerle el nombre que ustedes quieran. Si se anima, lo registraremos con la fecha del día en que lo encontraron. ¿Qué le parece?

    —Bueno, pos siendo ancina, vaya usté tomando pluma y papel—respondió el campesino.

    Y el niño fue registrado con el nombre de Manuel Campos, de padres desconocidos, cuyos tutores, serían de ahí en adelante los integrantes de aquella familia buena y bondadosa, nativa de San José de los Mota.

    Aquel niño creció con mucha rapidez y, llegada la edad escolar, fue enseñado a leer y escribir por un vecino amigo de la familia que había cursado ciertos estudios en la ciudad de Guadalajara, quien al no acoplarse al trajinar de aquella ciudad tan grande, había decidido regresar a su natal San José, dedicándose ahora a enseñar a los niños sus primeras letras.

    Así fue que Manuelito aprendió a leer y escribir, resultando un alumno perspicaz e inteligente.

    Muy pronto él llegaría a la adolescencia, etapa en la cual empezó a mostrar inquietudes por las armas. Les empezaba a decir a sus tutores, a quienes aprendió a llamar padres, que deseaba incorporarse a la milicia. Al cumplir la mayoría de edad, entró al servicio. Le gustó tanto ser militar que, una vez terminado el periodo regular, pidió permanecer ahí para lo que fuera requerido.

    Al ver el capitán que el joven Manuel había sido en suma obediente a todas las órdenes y habiendo librado todo tipo de estrategia militar, poco a poco fue escalando grados hasta convertirse en coronel de un regimiento del Ejército Mexicano.

    Enviado por los sus superiores a cubrir distintos puestos en la República, cumplía cada misión a cabalidad, ganándose la confianza de sus jefes, muchos de los cuales pertenecían todavía a los originales insurgentes; eran los últimos bastiones que quedaban de aquellos gloriosos revolucionarios que habían dado independencia y libertad a todo el pueblo mexicano.

    Pasaba lo siguiente: algunos grupos de españoles que habían huido ante la acometida de los insurgentes, se estaban empezando a reorganizar formando pequeños focos de rebeldes que intentaban derrocar al débil gobierno que luchaba con sus poquísimos recursos para hacer frente a tanta demanda de la población y a tan grandes problemas a los que se enfrentaba. Y es que vino un período aciago, en el que los presidentes de la República, en vez de años, duraban meses, semanas o días.

    Solo Manuel Campos con sus tropas, había podido mantener a raya a los españoles, que tercos, querían volver a ser los amos y señores de la recién proclamada República Mexicana.

    Cuando el coronel y sus tropas fueron enviados a la región donde había nacido y se había criado, Manuel se sintió de nuevo como en su casa. Comenzó a visitar a sus ya muy ancianos tutores y pronto se hizo querer por los vecinos de las distintas rancherías por donde viajaba a diario. Claro, haciéndose escoltar por cuatro soldados bien armados que eran sus inseparables.

    Manuel había heredado de su desconocido padre la fama de mujeriego: en casi todos los poblados y rancherías por donde pasaba, tenía sus amoríos a los que cortejaba, y como no era usual que por aquellos rumbos pasara un coronel tan apuesto, cuyo uniforme le daba un aire majestuoso y varonil, las incautas muchachitas caían rendidas en sus brazos; a veces también lo hacían las señoras, sobre todo las más jóvenes y atractivas. Su mirada azul y aquel rostro moreno tostado por el sol, más las mil batallas ganadas eran, ante ellas su arma principal.

    De estos amores nacieron muchos hijos y muchas hijas, cuyo padre, jamás conocerían. Y no por culpa suya, sino que al poco tiempo fue requerido por sus superiores para ir con su ejército a sofocar revueltas en otras partes del país.

    Un día, como por arte de magia, desapareció aquel coronel junto con su contingente. Nunca se volvió a saber de él en la región. Y su partida fue de gran alivio para las familias lugareñas, ya que el coronel, aparte de guardar el orden, guardó tantas semillas como pudo en los úteros de las jovencitas, quienes al poco tiempo comenzaron a mostrar sus vientres abultados. Vientres que eran anuncio inequívoco de que por allí había pasado alguna vez aquel coronel llamado Manuel Campos.

    En el rancho Los Velas fue donde más hijos engendró aquel coronel famoso por sus líos de faldas. Pero La Capilla no se quedaría atrás, y serían varios, también nacidos de distintas mujeres; corría la década de los cincuenta del siglo diecinueve.

    He aquí los nombres de algunos hijos e hijas que el legendario coronel dejó regados por la región de La Capilla: Tomás, Jerónimo, Novata, Zeferina, Andrés, Braulio y Dolores (None).

    (2)

    Andrés fue el tatarabuelo paterno de quien esto escribe. Nacido a finales de la década de los cincuenta del siglo diecinueve, se dedicó al cultivo del maíz.

    En aquella época, y no ha variado mucho en la actualidad, quien poseía este grano blanco y nutritivo era como tener oro, ya no se moría de hambre. Era cosa más sencilla conseguir la sal para acompañar el pan llamado tortilla. Y cuando había para comprar unos kilos de frijol, las comidas alrededor de la mesa resultaban verdaderos banquetes.

    La mesa era el banco donde se ponía el metate, desde donde la resignada esposa de Andrés apuraba el fogón de la chimenea para dar abasto a los estómagos hambrientos de su esposo y de sus hijos.

    Los hijos de Andrés y de su esposa María de la Luz Cornejo, (en adelante el autor se referirá a ella como doña María) eran: Miguel, María Dolores, María de Jesús, José de Jesús y Ángel; este último nunca se casó.

    Es fácil imaginar a esta familia, entrar y salir de las altas y espaciosas piezas de una casa de adobe ya gastado por los años y por la lluvia. Enjarradas únicamente las paredes de la sala, con tierra y arena; con un piso batido de tierra también. Allí dormían todos juntos en petates. Había un patio espacioso y unos corrales con bardas hechas de piedras grandes del río, donde los estómagos de los cuatro o cinco puercos que tenían, casi siempre estaban gruñendo de hambre debido a que la cosecha apenas alcanzaba para dar de comer a los miembros de la familia, y, como en todo tiempo de escasez, no se desperdiciaba nada. El perro flaco moviendo la cola se metía a la cocina negra de hollín con la esperanza de encontrarse alguna migaja de tortilla dura, o algún frijolito desbalagado que se le hubiera escapado del taco del pequeño José de Jesús.

    La escasez era tanta, que, todos, menos don Andrés, andaban descalzos. Esposa e hijos poseían solo un cambio de ropa, y por lo común, con roturas. En los hijos e hijas mayores, debido a su desarrollo, ya muy ajustado y corto. No obstante la gran pobreza, la familia crecía unida, y como todas las demás familias del rancho, no se añoraba ni se tenía gran esperanza de vivir de otro modo. Era la sobrevivencia la que había que enfrentar y resignarse a vivir así durante toda la vida.

    Por el tiempo de secas, Andrés trabajaba sus tierras con su única yunta de bueyes flacos, pero siempre dispuestos a jalar el arado de madera por el surco seco y polvoriento. Se labraban esas pequeñas parcelas hasta siete veces; en ese tiempo se creía como regla, que cuanto más se trabajaba la tierra, más cosecha daría en el tiempo de las lluvias o de aguas.

    Esto, en realidad, no pasaba de ser un mito, pero la ley del campesino había que cumplirla como una ley sagrada.

    Al llegar las lluvias, ya el hombre aquel estaba listo para salir al campo con su sombrero de palma, con su morral de semilla en el burro viejo pero jalador detrás de la yunta que arrastraba el arado que Andrés había puesto sobre el yugo, con la yunta ya uncida metiendo la punta del arado en el barzón, hecho de cuero de coyote o de perro; allá iban hacia el barbecho, con el ruido aquel de la punta del timón que arrastraba por el camino, y el pequeño José de Jesús, sobre las ancas del burro, donde llevaba la semilla y el guaje con el agua.

    La esperanza era la que alimentaba el corazón de don Andrés y su familia desde el primer día de siembra hasta el último de la cosecha.

    Siempre se dejaba una besana aparte, destinada al plantío del tabaco; pues campesino que no fumaba, no era un buen campesino, y para fumar, había que cosechar el tabaco: poco antes de la llegada de las primeras lluvias de junio, don Andrés sembraba sus almácigos, cosa que cuando ya la tierra estaba a punto, bien mojada, las plantitas estaban listas para ser trasplantadas del semillero al surco.

    Este proceso de cultivo era diferente al del maíz, ya que al llegar la planta a cierto crecimiento, se desahijaba y se cortaba cierta parte del tallo para que la planta engomara, y así, el tabaco llegara al punto de madurez, y por lo tanto, de una mejor calidad.

    Era natural ver al agricultor con su sombrero y su cigarro de hoja en la boca, realizando las nobles actividades del campo: ya desbordando la tierra, ya volteándola, ya rodando piedras grandes desde el centro del barbecho hasta la cabecera. O amontonándolas, y así dejar su tierra lista para comenzar las siembras del mes de junio. Al llegar este tiempo, se veían andar en el barbecho a las yuntas de bueyes lentas y perezosas. Iban y venían de un lado al otro, rumiando la pastura que por la madrugada los campesinos les habían dado de almorzar.

    El rechinido de las coyundas enredadas en los cuernos enarbolados de esos nobles animales, atadas al yugo, era todo un canto al sacrificio, al dolor y al cansancio.

    Y ahí estaba don Andrés Campos en la labor, limpiando su arado de la tierra negra que se había pegado a la ancha y burda reja, con la coa de la garrocha de otate. Luego, con una habilidad asombrosa, arrastraba el arado, tirando de la mancera para dar vuelta, y así tapar el surco recién abierto donde se veía blanquear el hilo de maíz, sembrado por el pequeño José de Jesús.

    Miguel, el hijo mayor de don Andrés, cuidaba algunas vaquitas, muy pocas por cierto, para que no se metieran a pisotear los frescos sembrados propios y ajenos, tratando de mantenerlas alejadas.

    María Dolores y María de Jesús, ya casi adolescentes, ayudaban a su madre con los quehaceres de la casa, sobre todo, a preparar la comida, para llevarla después a los hombres del campo: Andrés padre, Miguel hijo, y José de Jesús, el medianito, quién—ya lo comentamos antes—, era el sembrador. La esposa de don Andrés se había quedado en casa cuidando al pequeño Ángel, quien a esa fecha tenía solo unos meses de nacido.

    A las dos de la tarde, desde lejos, el niño vio venir a las muchachas y gritó lleno de alegría al tiempo que las señalaba:

    —¡Apá! ¡Apá! Allá vienen mis hermanas.

    —Sí, mi’jo, no le hace que grite, pero no se me desbarate.

    Una de ellas, María Dolores, con una canasta en la cabeza, y a la otra, María de Jesús, con un morral de semillas de calabaza para sembrarlas a talón, en el hijo del surco, por la tarde.

    Al llegar la comida, Miguel se acercaba después de haber espantado a los animales para que distanciaran por un rato y los dejaran comer a gusto. Mientras, don Andrés paraba la yunta. ¡Era toda una escena! Sin emitir una sola palabra, todos: los hombres, que habían estado trabajando y, las muchachas, que recién acababan de llegar, se iban hasta la sombra del mezquite que crecía y daba su fresca sombra sobre la cabecera del barbecho. Bajo el mezquite existían unas piedras que tiempo antes habían retirado de las cercas para poderse sentar. Ese día, los hombres fueron los únicos que se sentaron. María Dolores y María de Jesús no. Y ahí, en la tierra vaporosa y recién arada, se destapaba la canasta donde iba una pequeña olla que olía a frijoles bayos recién cocidos y un tortillero de palma que contenía las tortillas calientitas envueltas en una servilleta. Los frijoles, las muchachas se los sirvieron en pequeñas cazuelas de barro. En un pocillo despostillado había el chile verde con jitomate que doña María había martajado a mano. Un salero venía a sazonar la comida que, de manera curiosa, a don Andrés siempre le parecía desabrida. Los frijoles, se sopeaban con la tortilla, y el caldo se sorbía haciendo mucho ruido con la boca.

    Todo aquel espectáculo se sucedía en un silencio casi virginal: ni una pregunta, ni una conversación. Solo María Dolores y María de Jesús platicaban pero casi casi en secreto, mientras los hombres comían con gran apetito y con admirable naturalidad.

    —¿Les gustó la comida?—preguntaron las dos muchachas al unísono, como si se hubieran puesto de acuerdo.

    —Claro que sí, mi’jas. Estuvo deliciosa—dijo el papá.

    —A mí también me gustó, solo que el chile ahora está más bravo y no hay con que limpiarse los mocos—dijo Miguel.

    María de Jesús, la más chica de las dos, dijo entre risa y risa:

    —Te buscamos los chiles más toritos para que te enchilaras. Además, pórtate más hombrecito y aguanta. O si no, vete y córrele al río para que te limpies con el agua que corre.

    Miguel quiso protestar pero no lo hizo. Mejor se retiró un poco para sonarse la nariz lejos de todos. Las secreciones cayeron entre los surcos, se limpió el resto con la manga de la camisa y volvió.

    María Dolores no había dicho nada, pero se le notaba una sonrisa burlesca cuando Miguel volvió. Para disimilarla, se volteó a ver el paisaje: el sol ya había rebasado con mucho el cenit y parecía una naranja gigante que casi estaba a punto de caer. Había en ese momento pocas nubes; o más bien, casi ninguna. Pero lo que más destacaba ese día era el límpido azul del cielo.

    Don Andrés había utilizado una estrategia diferente: tomó el guaje para llevárselo a la boca y beber de él agua a grandes sorbos, mientras que el huesito de la manzana, el hioides, le subía y bajaba con cada trago; luego se lo pasó a Miguel quien ahora se comía un taco de sal para acabar con la enchilada; cuando deglutió el último bocado, bebió agua hasta saciarse. Por último, José de Jesús, el sembrador, se levantó y, con gran dificultad, le quitó el olote que servía de tapón al guaje, lo levantó haciendo un gran esfuerzo, ya que era muy pesado para él. En tanto que don Andrés torcía un cigarro, burlesco miraba de reojo a José de Jesús como fingiendo no verlo. No porque estuviera enchilado, no. Él no había comido chile, más bien, porque por lo pesado del guaje, seguía batallando para llevarlo a su boca. Por fin, don Andrés dejó su cigarro a un lado, sobre una piedra, fue adonde su hijo y le ayudó al tiempo que le decía:

    —Ándele, mi’jo, tómese su agüita. No vaya a ser que se me desmaye.

    Las muchachas, como siempre, comieron al final mientras los varones regresaban al trabajo.

    Al regresar a la labor, don Andrés notó que uno de los bueyes, el más viejo, se había echado lleno de cansancio entre los surcos. Él le dio un leve piquete con la pulla de otate al tiempo que le dijo:

    —¡Upa, buey, upa!

    El buey, más por el piquete que por las palabras, de un solo salto se levantó.

    Mientras tanto, José de Jesús se colgó el morral que contenía las semillas, en el hombro. Por su parte, Lola y Jesusita se repartieron las semillas de calabaza que habían traído ellas, para sembrarlas. Miguel se retiró para seguir cuidando a sus animales.

    A la puesta del Sol, don Andrés desunció su yunta, dobló las jarcias y ordenó a sus hijos e hijas que se adelantaran y se fueran ya, para que no los agarrara la noche en el camino. Tanto ellos como ellas obedecieron. En camino comentaron sobre los colores que se distinguían ese día en el ocaso: naranjas, magentas, e incluso uno que otro verde desbalagado. José de Jesús, que iba montado en el burro, exclamó:

    —¡Hurra! Mamá ya está preparando la cena.

    —¿Cómo lo sabes?—preguntó María Dolores nomás por preguntar, porque su hermanito, siempre comentaba lo mismo cuando iban de regreso a casa, y ella, siempre le hacía la misma pregunta; e igual, él siempre le daba la misma respuesta.

    —Porque allá a lo lejos, se ve humear.

    Con lentitud avanzaban los bueyes y las vacas que Miguel apuraba para llegar más pronto:

    —¡Arre, vaca! ¡Arre buey!

    Sobre el viejo burro prieto, iba José de Jesús con el sobrante de la semilla y el guaje ya vacío.

    Al llegar a casa, las muchachas rápidamente se dirigían a la cocina para ayudarle a mamá. Miguel, en cambio, se quedaba en los corrales a guardar los bueyes en uno y las vacas en otro. El objetivo era que las vacas no les fueran a quitar la pastura a los pobres y cansados bueyes.

    Para ese entonces ya don Andrés los había alcanzado. Primero bajaba del burro a José de Jesús y lo mandaba a la casa. Luego le quitaba el fuste al burro y, por último, lo encerraba en un pequeño corral donde también metían a los becerros. Ya que terminaba esto, iba a ayudarle a Miguel.

    Para esa hora ya se había hecho de noche. Don Andrés y Miguel entraban a la casa cansados y sudorosos. En una pileta con sus manos mojaban su cabeza, su cara y tras quitarse la camisa, también los sobacos.

    Al escucharlos entrar, doña María les gritaba:

    —Andrés, Miguel, acá estamos en la cocina. ¡Ya vénganse a cenar!

    Ya en la cocina y en compañía de doña María, todo cambiaba: aquella mudez casi total que durante todo el día acompañaba a la familia en el campo, se convertía en algarabía. Y es que la madre, esposa alegre y conversadora, los recibía con mucho amor: a José de Jesús por ser aún chico, lo trataba con inmensa ternura sentándolo un rato en su regazo. A Miguel lo recibía con un beso en la mejilla. Con sus hijas era más dura, a ellas les imponía la tarea de repartir los platos y los jarros de barro. Los primeros, con frijolitos refritos y, los segundos, con un riquísimo atole blanco de maíz.

    Mientras ellas servían la cena a sus hermanos y a su padre, discutían con mucha alegría quién era la que, a juicio de ellas mismas, había sembrado más semillas de calabaza.

    —Mamá, hoy le gané a Lola a sembrar más semillas de calabaza—dijo entre risas María de Jesús.

    —No en cierto, mamá. La que gané fui yo—reclamó María Dolores.

    —No se estén peleando. Cuando sus hermanos y su papá terminen, recogen todo y lo lavan. Y después se pueden poner a cenar.

    Miguel, que contaba ya con diecisiete años, se había quedado en la parte de atrás sentado en un banquito de tres patas, y él no platicaba; más bien, le enfadaba mucho la algarabía de sus hermanas que no se cansaban de hablar y gritar entre bromas y risas: ellas eran felices. Es más, él manifestó no tener hambre ese día.

    —¿Qué te pasa hijo? Arrímate a cenar—le dijo su madre con ternura.

    En ese momento, Ángel, el niño más pequeñito, empezó a llorar. Había despertado. Doña María salió de prisa de la cocina para ir al cuarto donde estaba el niño y consolarlo.

    Al regresar la buena señora, después de haber amamantado al niño, ya todos habían terminado de cenar. Solo Miguel no había probado tortilla.

    —¿Qué tienes, hijo? ¿Estás enfermo?—le volvió a preguntar su madre, en un tono intranquilo.

    —No tengo nada, mamá. Lo que pasa es que no tengo hambre. Eso es todo.

    Y se levantó para ir a torcerse un cigarrito a las escondidas; ya estaba aprendiendo a fumar. La señora se preocupó más, e iba a seguir a Miguel, pero en eso, María de Jesús le dijo:

    —¡Ay amá, no se apure! Lo que pasa es que Miguel está enamorado.

    —¿Qué dices chirriona?—repeló la madre.

    —Ay, ¿y a mí por qué me dice así si yo no soy la enamorada?… ¿A poco cree que no lo hemos visto echarle ojitos a Rafaela Haro? Si bien que le gusta. Y ella también se queda como boba cuando lo ve.

    —¡Áigase visto! Estos muchachos son apenas unos tecuejos y ya andan queriendo noviar—dijo doña María.

    —Sí es cierto, amá, yo también lo he visto que le hace señitas, y ella se voltea y se rí con él—agregó Lola.

    —Bueno, bueno, ya niñas, basta de comentarios; y mucho cuidado de andarse riendo de mi hijo. A acostarse todos porque mañana tienen que madrugar para que me ayuden a moler el maíz para el atole; yo moleré la masa de tortear.

    Antes de retirarse a su cuarto, la madre se acercó, y bendiciendo a todos sus hijos, acarició la cabeza de Miguel, diciéndole:

    —Es una buena muchacha, pero eres muy chico todavía.

    Él, tomando la mano de su madre, la besó.

    (3)

    Braulio había llegado a la juventud. Muchacho despierto y trabajador, quien al son musical de los pájaros del campo cantaba o silbaba feliz, arreaba los animales y remolcaba la cosecha en aquellos octubres llenos de Luna, e inclusive, en los noviembres fríos.

    Alegre en suma, se le oía gritarles a los burros antes de que despuntara el alba:

    —¡Arre burros, icho; vamos, vamos!

    Montado en un caballo prieto, hacía su arreo hasta llegar al barbecho, donde empezaba a cargar sus cuatro burros con rastrojo seco. Fajaba con mucha destreza y arte aquella pastura al fuste de los animales, hasta asegurarse de que no se le caería en el camino. Al terminar de cargar, se montaba en su bruto y empezaba el arreo, al par que entonaba alegres canciones. Una vez que llegaba a la casa, descargaba sus animales con rapidez y acomodaba las fajas de pastura con cuidado en un rincón del corral. A esa hora, apenas se veían despuntar los primeros albores de la mañana. Entonces apuraba más a las bestias; tenían que terminarse toda la pastura que había quedado del día anterior. Después, ya siendo de día, regresaría al campo a la pizca.

    Se debe agregar, que cuando él terminaba de pizcar, no se regresaba de inmediato, metía el maíz en costales de ixtle para poder llevarlo a casa; terminaba ya muy entrada la noche.

    Hombre incansable, alegre, cantador, lleno de juventud y sobre todo soñador, se enamoró de una mujer mayor que él. Sí, de una mujer viuda, cuyo marido muerto le había dejado un hijo: José María. El nombre de ella, María de Jesús Díaz.

    Braulio tan solo tenía veinte años y deseaba casarse cuanto antes con María de Jesús. Ella, al conocer la edad más corta de él, le pidió que esperara un poco para evitar las habladurías de la gente. Él se negó a esperar mucho y a los seis meses se casaron, cuando el pequeño Chema contaba apenas con unos cuantos años.

    José María Miranda Díaz era el nombre de aquel pequeño al que Braulio aceptó y quiso como suyo.

    La boda se celebró con sencillez y con suma alegría. Los novios lucían esplendidos. Él, con un pantalón de manta nueva, huaraches nuevos también, y un sombrero de falda ancha y copudo, a la usanza de entonces. Ella, con su vestido largo que le llegaba debajo de la pantorrilla y sus zapatos blancos se miraba radiante. El pajecito era el pequeño José María, quien vestido con un trajecito especial para el acto, se sentía orgulloso de estar de pie detrás de su madre, tomando con sus manitas el velo que adornaba la cabeza de la señora María de Jesús, antes Díaz, ahora de Campos.

    Los dos habían llegado al altar enamoradísimos.

    Él, desde que la había visto por primera vez supo que ella sería el único amor de su vida, y el hecho de que hubiera ella tenido un matrimonio anterior y era madre del pequeño Chema, no le importó en lo más mínimo. Por otra parte, la diferencia de edades entre ellos dos tampoco fue obstáculo alguno para jurarle amor eterno frente al Altar.

    Ella se sentía feliz. El dolor y la tristeza causados por la muerte prematura de su primer esposo desaparecieron por completo al conocer a Braulio. Se enamoró a primera vista de aquel hombre que además de ser joven era honesto, trabajador y le rebosaba en el pecho una alegría que parecía que no acababa nunca. Otra cosa que también le gustó de Braulio, fue su cristianismo: él era muy buen practicante de los sacramentos de la Santa Madre Iglesia Católica. De ahí que por ningún motivo se perdía la misa del domingo, así tuviera que ir a oírla hasta Tlaltenango o a Colotlán, pueblos donde los párrocos sí eran de planta.

    A María de Jesús sus padres no la habían educado bajo una observancia rigurosa de los sacramentos, y solo cuando tenían oportunidad de hacerlo la llevaban a misa.

    Ahí estaban los novios hincados sobre unos cojines frente al Altar esperando a que por fin se acercara el padre después de haber rezado las oraciones propias de la misa; como el Concilio Vaticano II todavía estaba a poco menos de cien años de distancia, el señor cura celebraba la misa dando la espalda a la gente, y solo se colocaba de frente a la hora del sermón, cuando repartía la comunión a los fieles y para dar la bendición.

    Llegó el ansiado momento en que, libro en mano, el ministro se acercó a los emocionados novios, quienes impacientes esperaban unir sus vidas para siempre.

    —Braulio: ¿aceptas por esposa a María de Jesús Díaz, y serle fiel en lo próspero y en lo adverso, en la salud y en la enfermedad; amarla y respetarla todos los días de su vida; y aceptar los hijos que Dios les dé?

    Braulio alzó los ojos emocionado hacia el padre que hacía esta pregunta; luego, con un cariño solo entendido por los enamorados, volteó a mirar a su novia y con una alegre sonrisa contestó:

    —Sí, acepto.

    Luego, el reverendo, dirigiéndose a la novia, le hizo la misma pregunta. Ella, con amor, respondió:

    —Sí, padre, acepto.

    El sacerdote, solemne, exclamó:

    —En nombre de la Iglesia los declaro marido y mujer.

    Toda la gente que cupo ese día en la pequeña capilla se mantuvo en un silencio devoto y expectante. Al terminar la ceremonia, los novios se pusieron de pie y empezaron a caminar con lentitud hasta la salida, donde todos los del rancho, los que habían estado adentro y los que no pudieron entrar, se habían reunido para desearles dicha y prosperidad lanzándoles flores y arroz a los recién casados. Braulio se cubrió la cara con su brazo izquierdo mientras que con la mano derecha sostenía la mano izquierda de María de Jesús, quien, por su parte, se cubrió con el velo para que el arroz no la golpeara ni en su cara ni en sus ojos. Los ¡Viva los novios! no cesaban, ni

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