Una especie de Dios II: Ese maldito destino
Por Héctor Rial
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Una especie de Dios II - Héctor Rial
Una especie de Dios
Héctor Rial
Una especie de Dios II
Ese maldito destino
Índice de contenidos
Portadilla
Legales
AGRADECIMIENTOS
INTRODUCCIÓN
CAPÍTULO I
CAPÍTULO II
CAPÍTULO III
CAPÍTULO IV
CAPÍTULO V - MARÍA
CAPÍTULO VI
CAPÍTULO VII
CAPÍTULO VIII
CAPÍTULO IX
CAPÍTULO X
CAPÍTULO XI
CAPÍTULO XII
CAPÍTULO XIII
CAPÍTULO XIV
CAPÍTULO XV
CAPÍTULO XVI
CAPÍTULO XVII
CAPÍTULO XVIII
CAPÍTULO XIX
Diseño de interior y armado de cubierta: Laura Restelli
Diseño de cubierta: Ian Sabanes
© 2024, Héctor Rial
© 2024, Ediciones Deldragón
edicionesdeldragon@gmail.com
www.edicionesdeldragon.com
imagen @edicionesdeldragon
Primera edición en formato digital: marzo de 2024
Versión 1.0
Digitalización: Proyecto451
ISBN edición digital (ePub): 978-987-8322-65-0
Queda hecho el depósito que prevé la ley 11.723
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.
AGRADECIMIENTOS
Agradezco, antes que nada, a la vida, por permitirme repetir la maravillosa experiencia de escribir. A Judith, mi inseparable compañera, quien nuevamente repasó a mi lado los recovecos de esta historia aportando su genio y, sobre todo, su inagotable paciencia. A mi pequeña
Sofía, a quien Dios nutrió con varios dones maravillosos, entre otros el de tener siempre a mano la corrección exacta y en su exacta medida. A mi querida amiga Ana Lerman Matonte, por tantísimas horas dedicadas a enriquecer esta humilde obra y otras tantas para intentar domar a este tozudo autor, quien siempre, y por naturaleza, va por libre. Cosa, esta última, que entendió perfectamente el grandísimo Gabriel Lerman apoyando mi curiosa identidad de literato
inusual. A Analía, mi genial editora, quien hizo un trabajo minucioso, delicado y profundo. A mis queridos primos Gustavo y Fabián porque, con su aliento, que me es muy querido, importante y cercano, me hicieron sentir que no fue en vano lanzarme a la aventura de escribir y contribuyeron a convertirme en escritor reincidente. Y también, ¿por qué no?, a mis hijas Lucía, Johanna y a mi nieta Luana, de quienes espero se dignen algún día a leer algún párrafo de su padre/abuelo. Por supuesto, además, ¿y cómo no?, una caricia a mi querida vieja, quien me aseguró que mis libros son maravillosos, aun sin haberlos leído.
A mi amado viejo Alfonso Rial Suárez, mi único y mayor héroe, a quien recuerdo y extraño todos los segundos de mi vida y que, desde el cielo, sé que festeja conmigo este nuevo y humilde logro.
INTRODUCCIÓN
Ya se sabe que las cosas no siempre salen como uno las planea. Buena prueba de ello es el propio hilo de la historia que se esconde en estas páginas. Los que saben más que yo insistieron con que el libro debía ser autónomo y, sinceramente, comprendí que tenían toda la razón. La idea inicial fue escribir una segunda parte de la primera novela, Una especie de Dios. Traficante de conocimientos, pero a la luz del resultado de esta obra, creo que es recomendable empezar por este libro, para luego profundizar en el porqué y el cómo, volviendo a los orígenes, como si el que le precede fuese una precuela. Este libro, Una especie de Dios II. Ese maldito destino, es un paso más, por completo autosuficiente e independiente, de una inevitable saga. Debo confesar que cuando escribí aquella primera parte, ya tenía en mi cabeza esta segunda, y con esta segunda, desde luego, ronda la tercera. Los relatos no se contradicen, se complementan y hablan de etapas diferentes de los personajes siguiendo un mismo e intercambiable hilo conductor. Les invito a sumergirse de lleno en esta historia trepidante que podría tacharse por algunos como de ciencia ficción, aunque probablemente se equivoquen, ya que es perfectamente posible que algo parecido esté ocurriendo ahora mismo en algún lugar del mundo.
CAPÍTULO I
El tiempo es elástico. Los segundos pueden convertirse en horas y las horas en segundos dependiendo de las circunstancias. ¿Cuándo empieza a ser tarde? Tarde para volver a empezar, para volver a intentarlo… El tiempo es un tirano que se escurre entre las manos, reza un tango que me es muy cercano. Un puñado de arena finísima imposible de contener. Sin embargo, se presenta de un caprichoso modo "slow motion" cuando, sin remedio, está a punto de detenerse para siempre el reloj de nuestra historia, como si lo empujase débilmente el último rastro de energía vital. Nos trasciende persistiendo valiente en los débiles chisporroteos desordenados, pululando nervioso por los recovecos de nuestra condenada mente. Creo que realmente todo reside allí, todo sucede allí. Qué sentido tendría el tiempo, si no fuéramos plenamente conscientes de su existencia…
¿Cómo he llegado hasta aquí?, es lo que me dispongo a narrar.
Sebastián Medina, me llamaron. Nací en Buenos Aires, Argentina, en el mismísimo instante en que mi madre abandonaba este mundo. Mis primeros años fueron un párvulo calvario del que apenas fui consciente. Hasta el infierno, con ser habitual se convierte en normalidad. Un padre ausente, lejano, y el constante maltrato de una hermana que proyectó en mi pequeña persona la culpa de la muerte de su amada madre. Para María fui el asesino sin importar lo involuntario de la autoría.
Poco después, y con apenas cuatro años, un violento robo se llevó por delante la vida de mi padre y, aquella hermana, decidió abandonarme definitivamente trasladándose al campo para recluirse en la explotación ganadera de nuestra familia. En mi mundo adulto recuperarla pasó a ser el objetivo primario. Esa obsesión de sanar las heridas sería, como ninguna otra causa, el origen mismo de todos mis males.
María me llevaba dieciocho años. Casi simultáneamente, terminó su carrera de Economía y tuvo un hijo, mi sobrino Joaquín, a quien convirtió en su rehén manteniéndolo oculto hasta bien entrado en edad. Por suerte, la naturaleza se abrió camino y mi sobrino rompió sus ataduras maternas ni bien se sintió con fuerzas para ello. Acudió a mí. María interpretó mi adquirida y esperada posición de tío como una nueva traición.
Fue mi tío Julián, el único hermano de mi padre, quien se ocupó de mí. Él era un eminente neurocirujano, un inventor, un estudioso. Una suerte de genio y la persona más dulce y tierna que ha pisado este mundo. Su laboratorio fue mi patio de juegos, y mi querido tío, el único padre que conocí. Crecí en una mansión isabelina de una isla del delta del Tigre, franqueada por canales del río Paraná y rodeada de una vegetación exuberante. Un paraíso. Mi tío Julián era un hombre muy rico. Sus inventos y desarrollos médicos le habían reportado enormes ganancias, que convenientemente vinieron a engrosar las ya apreciables sumas heredadas de nuestros abuelos. La vida transcurría plácida en Isla Estelita.
Cuando yo estaba a punto de entrar en la adolescencia lo convocaron de Galicia, más precisamente de Santiago de Compostela, para dirigir el área de neurología del hospital y asumir la cátedra de la misma materia en la Universidad. Y de repente, allí estábamos los dos, al otro lado del mundo, en otro paraíso natural, diferente, pero igual de hermoso.
Yo crecía irremediablemente, y el tío cada vez más inmerso en sus investigaciones.
Aunque yo era un mujeriego irremediable, me sorprendió el amor en medio de mi alocada juventud y no pude más que sucumbir ante lo inevitable. La hermosa Teresa y yo nos casamos una mañana soleada de mayo y nos creímos dueños del mundo. Aquel idilio duro poco. Un coche me la arrebató cruzando una avenida mientras tiraba besos al aire y me sonreía. Esa es la última imagen que tengo de ella, soltarse de mi mano y caminar sin quitarme ojo hacia aquel lugar desde nunca más regresó. No fue fácil superar su pérdida.
En el 2019 y sin aviso previo, mi tío Julián decidió abandonar todo para volver a Buenos Aires. Quería dedicarse por completo a su investigación. Pensé en irme con él, tuve el impulso, pero no me invitó.
Dos años más tarde, llegaba a Buenos Aires, ya era tarde. Sí, tarde, porque si bien acudí de inmediato a la llamada de mi tío reclamando mi presencia la distancia y el tiempo jugaron sus fichas y llegué cuando él ya había dejado este mundo.
Con aquel viaje mi vida cambiaría radicalmente. ¿Por la muerte del tío?, ¡por supuesto!, pero por sobre todas las cosas, por aquello que el tío me había legado. No solo recibí millones e innumerables bienes sino que también heredé el fruto de su investigación de cuya existencia, evidentemente, no tenía la menor idea. De repente, todo aquel enorme poder estaba frente a mí y no podía rechazarlo. Oculto, adrede, me había dejado un método para descifrar el lenguaje utilizado por el cerebro para guardar datos, tanto los de conocimiento como los de memoria. Con él podía leerse textualmente el pensamiento, obtenerse el contenido íntegro de la mente de una persona, guardar esos datos, editarlos y lo más increíble, transferirlos a otro cerebro. También era posible borrar por completo la mente de cualquier individuo dejándolo virtualmente en blanco, o manipular su memoria, o convertirlo en otro sujeto completamente distinto, o con capacidades diferentes. Sencillamente increíble, pensé. Y aceptando de buen grado semejante regalo lo puse en práctica de inmediato. De la noche a la mañana me convertí en un versado neurólogo y un eximio pianista, sin leer un solo libro. Todo aquello parecía idílico. Algo así como ser el genio de la lámpara y, a la vez, aquel simple mortal que pide el deseo. Una especie de Dios. El mismísimo dueño de la barita mágica.
Por esa misma época, el amor volvió a golpear mi puerta. Mónica, una preciosa isleña que venía a postularse para un puesto de servicio me sorprendió en medio de toda aquella locura. Me enamoré perdidamente.
Entre tanto, y poniendo en práctica las facilidades del método, me dispuse a obtener nuevos paquetes de conocimiento de donantes involuntarios
. Así, sometí a diferentes personas con habilidades especiales. Un ingeniero, un economista, y algún que otro desprevenido profesional. En aquella vorágine, decidí que Juan Mosquera, abogado de la familia, podría ser un buen espécimen atento a su reconocida prestancia profesional. Un gran jurista, pero a la vez un indeseable. Con Juan solo nos unía el interés. De hecho, nunca nos soportamos; pero a mí solo me interesaba su conocimiento para sumar a la insipiente biblioteca y, sin más, lo llevé a la práctica.
La vida claramente me sonreía. Hasta que el pasado de Mónica apareció sin aviso. Ella había estado casada con Alfredo, un temporero de una isla vecina, que la maltrataba bestialmente. Cansada del castigo al que la sometía, se había marchado a casa de su padre abandonando definitivamente aquella tóxica relación. Como era de esperarse, un personaje tan siniestro no iba a aceptar el abandono de su mujer, con lo cual, no solo intensificó el acoso regular hacia Mónica, sino que ahora tenía un nuevo "target": yo.
Ante la imposibilidad de una solución física, creí que mi mejor opción sería la de utilizar el método. Fue entonces que tracé un plan. Mario, el loco del pueblo, era un pobre hombre atormentado por su horrible pasado que deambulaba día y noche por los muelles del Tigre malviviendo de la limosna de los viandantes. Sin demasiado tiempo para detenerme en detalles, me pareció buena idea servirme del contenido íntegro del cerebro de aquel loco, para transferirlo al de Alfredo… Ese mismo día el tal Alfredo se presentó para cumplir su promesa de acabar conmigo. Nos trenzamos en un forcejeo agónico en las que llevaba todas las de perder. Y casi con el último aliento, pude aplicarle un vial de adormecimiento. Lo arrastré hasta la camilla y luego de borrar todos los datos de su cerebro y dejar un lienzo en blanco
, transferí a su cabeza aquellos datos… los datos del Loco. Incluidos sus recuerdos.
Así, Alfredo pasó a ser El Loco; el portador de toda aquella carga emocional y, sobre todo, de aquellos recuerdos indigeribles de un pasado que no era el suyo, y que, aparentemente, su naturaleza no pudo soportar. Un par de días después de la transferencia Alfredo aparecía sin vida colgando de un árbol. A pesar del resultado luctuoso, me convencí de que resultaba aceptable haber provocado aquella circunstancia, en cierto modo indeseada, comprendiendo que no tenía otra forma diferente de resolver el problema. En aquel momento, Alfredo amenazaba seriamente nuestra vida, y en puridad, todo hay que decirlo, tampoco yo le arrebaté la suya. Tal maniobra, la de intercambiar el contenido de sus cerebros, y aparentemente, había resultado ser la adecuada o la única posible, en el peor de los casos.
Pero claro, cuando uno se cree Dios siente que tiene licencia para intervenir, para cambiar la realidad, para campar a sus anchas. Durante la transferencia de Mario, El Loco, y mientras ese pobre hombre yacía dormido en mi camilla, no pude más que apiadarme de su miserable vida. Condenado a vagar eternamente en busca del magro sustento que le permitiese malvivir un día más. Fui plenamente consciente de su nula posibilidad de futuro. Y me dije: ¿Por qué no regalarle uno? Ese regalo de Dios
, personificado ahora en mi persona, no suponía en la práctica ningún esfuerzo. Busqué entonces entre los conocimientos disponibles en la biblioteca y no tuve mejor idea que transferir a su cerebro los conocimientos de Juan Mosquera, el abogado. Y ello no hubiera tenido mayor relevancia, si no fuera porque también decidí transferirle los recuerdos completos de su donante. Terminada la operación, cargué al Loco en mi lancha y lo abandoné en una apartada isla, dejándole un fajo de billetes para que pudiese iniciar su nueva vida, esa que yo le había regalado. Me sentí bien conmigo mismo y con mi decisión. Me sentí bueno y piadoso…
Los meses siguientes fueron de calma. Seguí con la labor de incrementar la biblioteca de conocimientos y mejorando la técnica del método. Mientras tanto, Mónica y yo vivíamos un idilio maravilloso que un embarazo terminó de coronar. Nuestro hijo sería gallego y así, con un octavo mes de embarazo cumplido preparamos las valijas.
La Noche Vieja de aquel mismo año, decidí pasarla solo en la mansión de la isla para ordenar mis pensamientos y dejar todo resuelto antes de nuestra partida. Mónica, respetando mi decisión, pasó la Nochebuena con su padre a modo de despedida.
En la soledad de aquella noche me di cuenta de que no tenía prevista la sucesión del método, que esperaba un hijo, legatario natural del descubrimiento. Y tal y como lo hizo mi tío conmigo, sentí que tenía la obligación de dejar detallado su funcionamiento y la forma en que podía aprovecharse. En el silencio de la casona, sentado a oscuras en el sillón preferido de mi tío, me dispuse a grabar en audio con lujo de detalles, ya