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Hágase tu voluntad
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Libro electrónico360 páginas4 horas

Hágase tu voluntad

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Iba a repoblar el mundo con Él cuando llegara el apocalipsis, pero terminó siendo esclavizada en la selva de Perú por el gurú Félix Steven Manrique. Un año y medio después de cruzar el océano para hallar su "salvación", Patricia Aguilar, una joven de dieciocho años de Elche, fue rescatada por la policía peruana en una chacra para animales. Allí cuidaba de cuatro niños y de su hija recién nacida que había tenido con su captor.
Esta es la historia de una joven española que buscaba respuestas en Internet a las inseguridades de una adolescente común y acabó encontrando al otro lado de la pantalla del ordenador el horror de la manipulación y la sumisión más absoluta. Hágase tu voluntad cuenta, por primera vez, el relato en primera persona de Patricia Aguilar. Este libro da testimonio también de la lucha y el coraje de su familia que, con la ayuda de muchas personas, realizó una investigación en solitario hasta dar con el paradero de la chica y conseguir rescatarla de las garras de la secta que la tenía atrapada, desenmascarando por fin los múltiples delitos cometidos por su líder.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 sept 2020
ISBN9788417847739

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    Hágase tu voluntad - Vanesa Lozano

    − CAPÍTULO 0 −

    A OSCURAS

    Apenas tiene tres meses de vida, pero por el espejo retrovisor del copiloto veo cómo mi hija mira atenta el paisaje a través de la ventanilla del coche, sentada en su sillita. No hay olivos ni pinos donde ella nació. Tampoco coches. De hecho, este es su primer viaje largo por carretera y protesta constantemente, reclamando mi atención para que le dé el pecho y también la de mi madre, que se sienta en la parte trasera entre ella y mi hermano pequeño. Marbella no es un mal destino, así que espero volver cuando Naaomi sea mayor para enseñarle esta ciudad. Esta vez no tendré mucho tiempo. Mi madre me ha prometido que el psicólogo que vamos a ver no es como los demás y, aunque no me hace mucha gracia la visita, tengo curiosidad por conocer al hombre que ha hecho que ella, que nunca ha confiado en esos asuntos, esté tan entusiasmada.

    Me llamo Patricia Aguilar, tengo diecinueve años y dicen que he estado en una secta, pero yo no lo creo. El 7 de enero del 2017, unos días después de cumplir la mayoría de edad, salí de casa de mis padres en Elche (Alicante) con seis mil euros, dos maletas, un ordenador portátil, un teléfono móvil de última generación y un billete de avión destino a Perú. Un año y medio después, un equipo de policías me rescató a diez mil kilómetros de donde nací, en una chacra destinada a la cría de aves y ganado en medio de la selva, a media hora del poblado más cercano.

    El agente de uniforme que gritó mi nombre aquella calurosa mañana de julio mientras yo abonaba el cacao me encontró sin dinero ni documentación, sin luz ni agua potable, sin comida y sin cama. Con cuatro niños a mi cargo y al cuidado de mi hija recién nacida, Naaomi, a quien di a luz sin asistencia sanitaria, tumbada sobre dos palés en un suelo de hormigón. Los cinco críos y yo salimos de allí con desnutrición crónica, picaduras, cicatrices y piojos, muchos piojos.

    El infierno debe de ser algo parecido a aquella chacra y a lo que viví los dieciocho meses anteriores, sí. Pero ¿una secta? No sé. Él siempre decía que no éramos una secta. Decía que solo nos guiaba a mí y a otras mujeres que fuimos elegidas por Él para convertirnos en alguien mejor, para ayudarlo a crear un mundo mejor. Pero entonces ¿por qué no sé quién soy ahora? ¿Por qué no me reconozco? Las dudas arrasan mi cabeza y se me acumulan, me agobian, hace tres años que no me cuestiono nada. Él convirtió mi vida en una certeza. Solo tenía que seguirlo. Me enseñó cómo hacerlo: no pienses, mantén tu mente ocupada para que no se cuelen ideas oscuras. Y, cuando no funcione, repite el mantra, una y otra vez, una y otra vez…, cuanto sea necesario, hasta que la duda desaparezca: «Madre divina, sácame el ego de la duda, desintégralo con tu sagrada espada flamígera, madre divina, sácame…». ¿Por qué ya no me funciona? No puedo preguntarle, tampoco sé si quiero. Ahora Él está en la cárcel. También en mi cabeza. Es confuso. A ratos oigo su voz dentro de mí, firme, como un gran estruendo que me impide escuchar nada más:

    —Si te regresas, tu familia te tomará por loca y os encerrarán a ti y a la bebe en un psiquiátrico.

    Pero la mayor parte del tiempo no lo percibo ya como cuando estaba con Él, lo escucho solo como un ruido de fondo. Y entonces se abre paso otra voz, que no identifico:

    —Ya estás en casa y nadie te ha hecho daño, Naaomi está a salvo.

    Miro a mi padre, que va conduciendo a mi lado, y parece que fue ayer cuando tuvimos aquella conversación, en el invierno del 2005:

    —Papá, ¿qué pasa cuando nos morimos?

    —Que dejamos de respirar, de ver, de pensar, de sentir.

    —¿No hay nada más después?

    —Nada, pero hay muchas cosas que disfrutar en la vida hasta que eso pasa.

    Tenía siete años y acababa de morir mi bisabuelo. Me fui a la cama pensando en su respuesta, empecé a analizarla, a darle vueltas, vueltas y más vueltas, buscando en mi cerebro cualquier información que rebatiera la de mi padre. No podía haber… nada, no puede haber nada. Nada significa nada, y que no haya nada no tiene sentido. Llorando, me levanté y salí de mi habitación para despertar a mis padres. No sería la última noche, siempre he tenido problemas para dormir. Desde pequeña tenía preguntas en mi cabeza que otras niñas de mi edad no se hacían, pero la que le planteé a mi padre aquel día llegó a obsesionarme y a dominar mis miedos y mi vida.

    «No te mueras», pensaba mirando a mi abuela cuando le diagnosticaron cáncer hace tres años.

    Y mi abuela se quedó, pero unos meses más tarde, me vi a los pies de una cama de hospital suplicando de nuevo:

    —No te mueras.

    Pero él no respondía. Allí, junto a su cuerpo, tumbados y conectados a un respirador estaban todos mis momentos felices. Mis excursiones al parque de atracciones, mis sesiones de cine de terror tras unas gafas 3D, mis collejas y mis hojas arrancadas del cuaderno cuando hacía mal los deberes de Matemáticas, mis expediciones a Primark, mis dudas y consultas de hermana pequeña, mis pavoneos y ese sentirme importante y mayor cuando él llamaba por teléfono a mi madre para preguntarle:

    —Tata, ¿puedo llevarme a la Patri conmigo y con mis amigos?

    Una parte de mí se apagó cuando se desconectó el respirador que mantenía con vida a mi tío Jose, con solo veintinueve años. También se apagó mi madre y, con ella, mi padre, mi hermano, mi casa y mi familia. Solo quedó encendido mi ordenador. Y así estaba, sola, a oscuras y con mi vida patas arriba, cuando llegó Él para iluminarme, desde el otro lado de la pantalla y del mundo. Yo tenía dieciséis años.

    – • –

    − CAPÍTULO 1 −

    EL CLIC

    Algún día, mi hija Naaomi cumplirá dieciséis años. Por ella estoy aquí, hecha un manojo de nervios, en la sala de espera de la planta baja del Centro de Atención de Adicciones del Ayuntamiento de Marbella, acompañada de mi familia y a punto de contar ante un completo desconocido, por primera vez en voz alta, todo lo que no he tenido valor de contarme a mí misma todavía. Como si él no fuera a juzgarme, como si yo fuera capaz de no culparme.

    —Encantado de conocerte, Patricia. Soy el doctor José Miguel Cuevas, pero puedes llamarme Josemi o Cuevas. Qué niña más bonita tienes. ¿Te parece que charlemos a solas en otra sala? Tus padres, tu hermano y tu hija pueden esperar aquí.

    El tipo que tengo delante de mí, de unos cuarenta años, acento andaluz y cara de bonachón, no pretende ser simpático ni se esfuerza en ser cercano, lo es sin más. Es algo que se nota y que yo he aprendido a observar. Con Él, estar siempre alerta era importante para adelantarnos a los demás y defendernos del daño que pudieran hacernos. Cuevas, por ejemplo. Nada más abrir la puerta me he fijado en que, entre todos los papeles que lleva en las manos, están algunos de mis apuntes manuscritos que tomé durante mi proceso espiritual con Él. Seguro que si no colaboro durante la sesión, los utilizará para sonsacarme algo.

    —Antes de nada, me gustaría decir que no tengo muy claro que lo que me ha pasado es que haya estado en una secta.

    —Yo no vengo aquí a decirte dónde has estado, sino a que me lo digas tú. Te escucharé y, si quieres, te daré información para que analices y decidas libremente lo que ocurrió. Al terminar, puede que nos encontremos ante la realidad que mencionas o, por qué no, con otra que no tiene nada que ver.

    Dos verbos me llaman la atención: «escuchar» y «decidir». Él utilizaba mucho esas palabras. Solía decir: «Tú no decides nada, las mujeres no pueden opinar, su labor es escuchar, obedecer y callar».

    —Me parece bien, pero me han dicho que tú eres experto en sectas —respondo.

    —No voy a negarlo. Aquí atendemos a personas que han estado bajo la influencia de una secta, pero también tratamos a víctimas de otros tipos de manipulación. La mayoría no tenía problemas previos ni había ido nunca al psicólogo.

    —¿Y por qué acabaron metidas en algo así?

    —Porque todos, en algún momento de nuestra vida, somos vulnerables a algo. Solo nos diferencia el qué. Eso no nos hace menos inteligentes o débiles. Por esta consulta han pasado personas realmente brillantes: doctores en medicina, psicólogos, abogados, músicos profesionales, trabajadores sociales, amas de casa, estudiantes… El ochenta por ciento de las víctimas de sectas tienen estudios superiores… Yo suelo decir que una secta es como un departamento de recursos humanos, selecciona personas útiles y, si son brillantes y atractivas, mucho mejor. Así que si estás pensando que solo un loco o un tonto puede terminar atrapado en esto, te equivocas.

    —Yo no entiendo qué me pasó, cómo pude acabar… Necesitaba creer en lo que Él decía, y vaya si me lo creí.

    —Vamos a intentar comprenderlo, si tú quieres. Me gustaría enumerar algunas características y situaciones que se dan en muchas sectas destructivas y que tú vayas diciendo si se corresponden con algo de lo que tú has vivido. ¿Te parece bien?

    —Sí.

    —Estupendo, pues empezamos por la más obvia, el aislamiento. En muchos grupos suelen inducir al adepto a que se aleje de su núcleo de personas de confianza.

    —Imagino que sabes dónde y cómo me rescataron, pero me distancié de mi mundo mucho antes…, casi desde el principio de todo, cuando lo conocí a Él, en el 2015. Había muerto mi tío, tuve un sueño muy raro, me metí en Internet y pedí ayuda en uno de los foros de temática paranormal que yo solía consultar. Me escribía con mucha gente a través de ellos, pero solíamos hablar de temas espirituales, nada personal. Aquella vez solo me respondió Él, lo hizo a través de un mensaje privado y se ofreció a ser mi guía espiritual. Yo estaba enfadada con mi familia, sobre todo con mi madre, porque estaba deprimida por la muerte de mi tío y se encerraba mucho tiempo con su ordenador para evadirse. Mi padre pasaba gran parte del día fuera de casa, trabajando, y, cuando estaba, solo discutía con mi madre. Él decía que no me merecían, que si me quisieran realmente, me tratarían mejor, que Él me daría todo eso que me faltaba en casa. Y para tenerlo debía hacer una cosa: alejarme de mi familia.

    —Entiendo. ¿Abandonaste tus estudios, tu trabajo o alguna otra actividad positiva?

    —Desde el principio de mi proceso espiritual, Él me pedía que hiciera trabajos: editar vídeos, escanear libros enteros sobre distintas corrientes filosóficas y religiosas, como la Gnosis… Yo estaba estudiando el primer curso de Bachillerato y tenía que hacer mis deberes, así que hacía las tareas de Él por las noches. Pasaba la noche en vela o poniendo alarmas para despertarme cada dos horas, porque Él me daba plazos y era importante cumplirlos. A las doce, a las dos, a las cuatro de la madrugada… Llegaba tarde al instituto, siempre estaba cansada. Luego, Él fue haciéndose más exigente y ya no tenía tiempo de estudiar para mis exámenes. Finalmente, dejé de ir a clase.

    —¿Cómo se presentó él?

    —No lo recuerdo muy bien, aunque los jueves tienen todas las conversaciones que mantuvimos durante un año y medio hasta que me fui con Él. Primero, para mí era más como un amigo y una especie de novio. Luego pasó a ser mi guía espiritual, me convenció de que era un maestro reencarnado que había sido elegido para repoblar el mundo cuando llegara el apocalipsis. Ponía ejemplos como la guerra de Siria y otras situaciones así para convencerme de que el fin del mundo estaba más cerca de lo que pensábamos. Era realmente inteligente, decía que había leído más de cinco mil libros, que había conocido al Dalai Lama. También fardaba de haber estado en el Congreso con algunos presidentes y de tener el teléfono de poderosos políticos.

    —¿Cómo era el criterio de selección para elegir a las personas que formarían parte de ese nuevo mundo cuando llegara el apocalipsis?

    —Nosotros éramos los únicos poseedores de la verdad. Nosotros y una serie de chicas, que él llamaba «iniciadas», repartidas por todo el mundo, que Él debía reclutar y que serían sus futuras esposas. Todas eran niñas, menores de edad, no le interesaban las mayores porque no se podían «moldear».

    —¿Tú sabías desde el principio que habría otras esposas?

    —No. Cuando supe de sus otras mujeres, ya estaba demasiado implicada. Al principio, Él no mencionaba que habría más, solo decía que me quería cada vez más, que yo era como su esposa. Me fue entrenando poco a poco para aceptar a otras mujeres, dándole importancia a la necesidad de que tuviera otras esposas desde un punto de vista espiritual, que para mí era fundamental. Era muy insistente en que me amaba y en que yo era especial, hasta las cosas que yo soñaba eran importantes, eran profecías o premoniciones, todo tenía algún significado, y, a una velocidad increíble, comenzó a ocupar todo mi tiempo sin darme cuenta. De repente, me tenía totalmente enamorada de él y a su servicio para lo que fuera, yo ni me planteaba salir de ahí.

    —¿Qué pasaba con los miembros del grupo que decidían abandonarlo?

    —Él aseguraba que utilizarían lo que sabían de nosotros para matarnos. Tenía fotos y vídeos íntimos de todas nosotras porque nos convenció de que el alma se trabaja mejor desde la desnudez, así que cuando una chica quería salir del grupo, Él la chantajeaba con publicarlos.

    —¿Había obligaciones sexuales?

    —Eran simples. Él tenía relaciones con todas nosotras, pero nosotras no podíamos tenerlas con otra persona que no fuera Él. Una de las normas terrestres era: una copa no puede recibir el vino de más de una botella, pero una botella puede llenar diferentes copas. Eso decía. Él era la botella y elegía, cada noche, qué copa llenar.

    —¿Vosotras no podíais elegir nada?

    —Bueno, una vez, al principio. Nos hizo hacerlo todos juntos, es decir, las tres con Él, a la vez pero sin que hubiera relaciones entre nosotras. Después, todas mostramos nuestro desacuerdo y no se volvió a repetir. Es lo único en lo que pudimos decidir, muchas veces no se elegía libremente.

    —¿Por ejemplo?

    —Yo a veces no quería… Sobre todo, cuando ya estaba embarazada de Naaomi…

    —Patricia, ¿ha habido abusos sexuales?

    —Sí.

    —¿Le tenías miedo?

    —Sobre todo, tenía miedo a equivocarme. El error se pagaba con golpes, Él decidía cuántos.

    —¿Te humillaba?

    —De muchas maneras, a veces explícitas. Me llamaba inútil, tonta…, y usaba frases para humillar en grupo como: «¿Por qué Dios no me manda gente útil y que me pueda ayudar de verdad en vez de estas monjas de mierda?» o «Vete a la punta del cerro», «La mujer perfecta es la mujer muda».

    —¿Empleaba la violencia física contra vosotros? ¿Hubo amenazas?

    —Con nosotras y con los niños. Él decía que la mujer perfecta era la mujer sumisa. Nos amenazaba diciendo: «Si no haces caso, vamos a terminar mal».

    —¿Qué significaba terminar mal?

    —Tenía un látigo…

    —¿En algún momento te dejaban sola?

    —Jamás.

    —¿Tomabais algún tipo de droga que alterase la percepción de la realidad?

    —Nos daba hojas de coca, decía que para ver cosas o iluminarnos. A mí no me gustaban. En alguna ocasión, también nos ha hecho fumar tabaco puro con la misma supuesta intención, y una vez tomamos ayahuasca, también los niños.

    —¿Entrabais en estados de trance o en situaciones que alteraban la consciencia? ¿Sentiste alguna experiencia mística?

    —Cuando tomamos ayahuasca, tuvimos alucinaciones. Y alguna vez, por medio de mantras y de la concentración, sentí lo que llaman «la experiencia de desdoblamiento astral», es decir, tuve la sensación de que salía de mi propio cuerpo y flotaba.

    —¿Se negó el auxilio médico a alguna persona que lo demandara o pareciera necesitar ayuda?

    —A mí no me atendieron ni durante el embarazo de Naaomi ni durante el parto. A otra de las esposas también le negó la asistencia médica durante el embarazo. En cuestiones de salud, como en todo, Él era el responsable y aportaba la medicación que uno necesitaba, que básicamente eran remedios naturales.

    Miro el reloj. Es la una del mediodía, me parece increíble que lleve cuatro horas hablando con Cuevas. No, lo que me parece asombroso es que se me hayan pasado tan rápido. Él se da cuenta de que he desconectado y se muestra comprensivo:

    —Sé que estás haciendo un gran esfuerzo y estarás cansada por el viaje. Si necesitas parar un rato, podemos seguir en otro momento, cuando estés preparada, tienes todo mi tiempo.

    —Estoy bien, estoy acostumbrada a tareas más agotadoras. Me gustaría seguir.

    —Continuamos entonces. Cuando estabas en Perú, ¿decidías con libertad los momentos para desarrollar tus necesidades más básicas, como el aseo?

    —Él era obsesivo en cuanto a cómo debías limpiarte, todo implicaba un ritual para evitar las larvas astrales. Antes de subir a su cama, tenía que estar limpia por completo. No podía sentarme con Él si una prenda de ropa o cualquier parte de mi cuerpo, aunque fuera una mano o mi pelo, había chocado antes con cualquier cosa, una silla, una pared… Si eso ocurría, aunque acabaras de ducharte, tenías que lavarte con alcohol.

    —¿Y la alimentación?

    —Dependía de dos cosas: primero, de que tuviéramos comida. Y segundo, de que no fuera un día de ayuno obligatorio. Los días 8 y 13 de cada mes, los días de luna menguante y luna nueva, y los días que Él se enfadaba y nos castigaba, debíamos ayunar todos, incluidos los niños.

    —En un día normal, ¿cuántas comidas hacíais?

    —El primer mes que estuve fuera de España, la comida era abundante. Una vez en la selva, llegamos al punto de que solo teníamos plátanos para comer. Algunos vecinos nos daban comida por caridad. Comíamos frutas en mal estado por no tener otra cosa y bebíamos agua de río sin hervir. Y respondiendo a tu pregunta: una, comíamos una sola vez, por la tarde. Sé lo que estás pensando, y sí, pasábamos muchísima hambre.

    —Cuando se podía comer, ¿había restricciones respecto de algunos alimentos?

    —Por razones espirituales estaba prohibida la naranja, los alimentos dulces como frutas o chuches. Prohibido usar ajo en cualquier comida, porque decía que traía problemas de pareja. Prohibido el cerdo, el pavo, el pato, el conejo…

    —Te costaría llegar al final del día.

    —Notaba que me faltaba mucha energía. En algún momento llegué al punto de no poder levantarme, me temblaban las piernas y me caía. Pero tenía que seguir haciendo lo que Él me pedía, siempre había tareas ridículas que me mantenían ocupada. Como los libros que preparábamos, decía que eran para la biblioteca del futuro, la biblioteca para «los supervivientes» de la raza, los Koradhi.

    —¿Tenías acceso a la información sobre acontecimientos externos: prensa, cine, etcétera?

    —Durante el año y medio que estuve hablando con Él por Internet desde casa, solo me pedía que le pasara copia de las conversaciones que yo tenía por WhatsApp. Cuando me fui allí y mi familia acudió a la prensa para denunciar mi desaparición, Él me dejaba ver menos noticias. Y el día que vio su cara y su nombre en la televisión, terminó rompiendo mi teléfono y mi ordenador y quemando todas las tarjetas SIM y los USB. También se hizo con el control de mi cuenta de Twitter. Me decía lo que debía leer, los canales de noticias estaban prohibidos y tenía totalmente prohibido salir a la calle. A las otras chicas las dejaba estar fuera de casa solo para acudir a trabajar y, al acabar su jornada, tenían que volver rápido.

    —¿Qué noticias estaban permitidas?

    —Las que Él trajera a casa. Solían hablar de Vladimir Putin, Donald Trump y la guerra de Siria.

    —Entonces, de música, arte, modas…, que imagino que a una chica de tu edad le interesan, mejor no hablamos.

    —Durante un año y medio no supe nada de lo que ocurría fuera. Por no saber, no sabía ni qué hora o qué día era si no me lo decía Él.

    —¿Os identificabais a través de alguna forma de vestir?

    —Nosotras teníamos prohibido llevar pantalones muy cortos o ropas que enseñaran mucho el cuerpo y también usar ropa de color vino porque da mala suerte. Tampoco podíamos cortarnos el pelo, no estaba permitido ponerse ropa de gente ajena al grupo y nunca debíamos tirar ropa a la basura, el dueño de la prenda en concreto debía quemarla.

    —¿Utilizabais algún cántico o mantra? ¿Rezabais o meditabais?

    —Sobre todo, mantras hindúes, como OM, Om vishnave namah, Om aum vishnave namah, Om gam ganapataye namah… También rezábamos utilizando oraciones de distintas religiones: salmos de la Biblia, rezos del Corán en árabe… Y usábamos frases extrañas, como en código, para defendernos o atacar. Recuerdo una vez que lo escuché decir algo así como: «Ja Ra Sem Sah, Viva Cristo». Él estaba en meditación continua, aunque ahora creo que lo que realmente hacía era dormir todo el día, mientras sus otras dos esposas trabajaban y yo me ocupaba de la casa y de los niños.

    —¿Te sentías en deuda con el grupo?

    —Mucho. Se supone que Él nos ayudaba a avanzar, nos curaba…, pero es que, además, Él me hacía sentir en deuda. Yo estaba en un país extranjero y dependía económicamente de ellos, y, para colmo, mi familia, que no dejaba de buscarme, les creaba problemas. Cuando yo no cumplía con lo que Él esperaba de mí, me lo recordaba y echaba en cara: «Por tu culpa, todos estamos sufriendo. Por tu culpa, los niños no van al colegio». Es decir, yo tenía que pagar mi deuda con el grupo.

    —¿En algún momento detectaste alguna distorsión de la realidad, alguna mentira o engaño?

    —A veces, hacia el final, comentábamos que Él se contradecía. Por ejemplo, decía que el fin del mundo llegaría en breve, pero también que si la policía nos encontraba y me llevaba de regreso a España, yo volvería con Él en unos años… Yo pensaba: pero si se va a acabar el mundo pronto, eso no tiene sentido. Luego, Él venía y acertaba con todo lo demás…, y entonces nos sentíamos mal por haber dudado de Él.

    —Tras tu estancia en el grupo, ¿crees que se disfrazaban sus verdaderos intereses?

    —Él decía que su meta era salvar el mundo, pero su objetivo real era conseguir cuantas mujeres pudiera engañar para sus intereses personales.

    —¿Has sentido en algún momento que estabas en un submundo propio y que lo externo al grupo era perjudicial?

    —Todo lo que estaba fuera del grupo era negativo. Éramos nosotros contra el mundo.

    Por primera vez en cinco horas, se hace el silencio. Algo ha cambiado en esta sala. Busco a mi alrededor, pero nada se ha movido. Me observo. No es la sala, soy yo. Es como si mi cabeza hubiera hecho clic y de repente hay menos ruido, menos interferencias. Y entonces lo veo.

    —Cuevas…

    —¿Sí?

    —Lo tengo muy claro, he estado en una secta.

    – • –

    − CAPÍTULO 2 −

    UNA SECTA

    Lo ha contado una y otra vez y no le salen las cuentas. Ni seis mil euros ni seiscientos. En la bolsa de tela negra no hay más que un montón de monedas. Pero hoy es domingo, 8 de enero del 2017, semana de roscones de Reyes y el momento de mayor recaudación en la pequeña empresa familiar de reparto de levadura y panadería, no tiene sentido que su marido solo haya traído chatarra a casa.

    Sentada a la mesa de la cocina, Rosa Poveda oye el ruido de las llaves entrando en la cerradura de la puerta y comprende que es él, que ha vuelto de correr.

    —¿No decías que esta semana habría mucho dinero?

    A Alberto Aguilar le cambia la cara y el tono de voz a medida que va respondiendo a su mujer.

    —Así es, habrá unos seis mil euros, en esa bolsa. ¿Por qué preguntas eso?

    —Esta mañana he hecho lo que habíamos hablado. He sacado la bolsa negra de su escondite habitual, en el armario de nuestra habitación, para contar el dinero y dejar todo listo antes de ir mañana al banco para ingresarlo en la cuenta, pero al abrirla esto es todo lo que he encontrado.

    —Pero ¿qué me estás contando? ¿Tú sabes lo que supone esto? ¡Ese dinero paga nuestras facturas durante varios meses! Además, ¡con él tengo que pagar a los proveedores!

    —¡Pues nos han robado! —grita Rosa—. Pero ¿quién?, si no ha entrado nadie extraño en casa.

    —¿Ha vuelto ya Patricia del campo? Voy a preguntarle si ha venido con alguien estos días.

    —No está aquí, el cumpleaños de su amiga dura todo el fin de semana.

    Después, todo ocurre muy rápido. Alberto llama por teléfono a su hija, pero ella no responde. Unos instantes más tarde, el padre de Patricia recibe un mensaje a través de WhatsApp:

    —Papá, ¿qué pasa? Estamos durmiendo…

    —Patricia, necesito que pienses. ¿Has venido a casa esta

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