Los siete suicidios capitales
Por Rebeca Pal
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Rebeca Pal
Mi nombre es Rebeca y soy mexicana. Estudié la carrera de Comunicación y también fui bailarina profesional. Soy estudiante de la Escuela de Escritores de Madrid desde el 2015. Como pasatiempo publico frases, pensamientos y artículos de opinión en redes sociales: Instagram, Facebook, Twitter y en mi página www.rebecapal.com
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Los siete suicidios capitales - Rebeca Pal
Siete suicidios capitales
por Rebeca Pal
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No son nuestros personajes los que quieren salir a la luz, somos nosotros, los que estamos detrás de la pluma, los que queremos dejar la oscuridad.
Rebeca Pal
Parte I
Capítulo uno
La Madre
Herpes. Ese día despertó con la boca invadida de herpes. Los labios le quemaban más que las contracciones y no sabía a quién maldecir. Respiraba con trabajo. Las gotas de sudor se le acomodaban en la frente con cada «puje» que gritaba el doctor. Veía la luz de la lámpara y, por momentos, le daba la impresión de que la habitación desaparecía en ella.
Fue ese último «puje» el que concluyó con la labor del parto y le dio a la Madre la oportunidad de escuchar el primer grito del bebé. Después de nueve meses en silencio, se presentó ante el mundo de forma victoriosa.
Se lo pusieron sobre el pecho. El bebé estaba muy hinchado y la piel tenía un tono grisáceo. Lo miró un largo rato y, después, la enfermera lo retiró para bañarlo. Le dijo que más tarde se lo regresaría para que lo amamantara. Otra enfermera le colocó algo en el suero y comenzó a escuchar el llanto del bebé como una alarma lejana que, poco a poco, se va apagando. Antes de dormir, pensó en un nombre que le diera esperanza. Pensó en el arcángel cuyo nombre es interpretado como «Dios sana» y decidió llamarlo Rafael.
Nueve meses antes, cometió el error de enamorarse y embarazarse el mismo día. Tenía quince años y él, dieciséis. Se veían todos los domingos en misa con un interés que se alimentó de miradas cómplices. En la adolescencia todo territorio es explorable, y ellos no tardaron en encontrar el lugar y el tiempo para explorarse. La novedad no se supo hasta que ya no pudo ocultar el vientre abultado; sus padres comprendieron que no se trataba de un simple aumento de peso ni de una colitis crónica. La noticia se expandió por todos lados, hasta llegar a los oídos del «responsable» de semejante crimen. La familia de él lo negó. «Su hijo se tiene que hacer responsable». «El nombre de mi hija está manchado por su culpa». «Mi hijo no tiene la culpa de nada, el problema es de su hija, por abrir las piernas». «¡Tiene que hacerse responsable!». «Mi hijo dice que él nunca ha tenido contacto con ella. Vaya, ¡ni amigos son!». Los padres del chico lo enviaron al extranjero con la excusa de aprender inglés; nunca más se supo de él. Ella quedó golpeada, rota y embarazada.
Todos los domingos se vio en la necesidad de confesarse. El cura le dijo que el pecado se alimenta de la falta de Dios y todo lo que sea concebido fuera de la gracia del señor es producto del diablo. Ella, durante los nueves meses de gestación, estaba convencida de que en su vientre crecía el apocalipsis: Una gran señal apareció en el cielo: una mujer vestida del sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza. Estaba encinta y las angustias del parto le arrancaban gemidos de dolor. Entonces, apareció en el cielo otra señal: un enorme dragón de color rojo con siete cabezas y diez cuernos y una diadema en cada una de sus siete cabezas. Con su cola, arrastró la tercera parte de las estrellas del cielo y las arrojó sobre la tierra. Y el dragón se puso al acecho delante de la mujer que iba a dar a luz, con ánimo de devorar al hijo en cuanto naciera. La mujer dio a luz a un hijo varón...
La Madre quería que fuera niña porque representan lo que ella había perdido: pureza. Se negó a amamantarlo, creía que cualquier producto del pecado no era digno de la leche materna, que una amamanta cuando ama.
Los ahora abuelos ambientaron el sótano para que pudieran vivir todos bajo el mismo techo, pero de forma independiente. Los primeros días el llanto de los dos llenó los rincones de la casa. La Madre siempre iba tarde para hacerse responsable del papel que le tocaba desempeñar. Le cambiaba el pañal cuando la peste era insoportable y las llagas reventaban al menor roce. Rafael lloraba con desesperación en el sótano, mientras la Madre se mecía y veía llover por la ventana. Ya bajaría para darle de comer. Se vio obligada a llevarlo al pediatra porque durante días no dejó de vomitar. El doctor notó el grave estado en el que el niño se encontraba y no dudó en demandarla por maltrato. Los padres de la Madre resolvieron el problema como la última vez, con dinero. A ella la obligaron a cuidar del bebé y el cura la convenció de hacer penitencia. Si quería entrar en el Reino de los Cielos, tenía que tratar al prójimo con respeto y amor: «Recuerda, no matarás. Si el niño muere, habrás roto el quinto mandamiento y tu alma ya no tendrá salvación».
Dicen que todo se cura con el tiempo. Casi todo. Las llagas comenzaron a cerrar, el vómito y la desnutrición desaparecieron, pero ya había heridas que permanecerían abiertas en ambos, Madre e hijo.
Se desarrolló como un tronco torcido, bajo la sombra de los golpes. Todo, absolutamente todo, tenía que estar ordenado. Las cosas tenían un lugar estratégico en la casa y si Rafael, por jugar, fallaba en colocarlo en su sitio original, la piel recibía una lluvia de manotazos. En el baño había una vieja tina. La Madre lo bañaba con asco. Si el enojo le ganaba, le pellizcaba el pene o los testículos, después lo sumergía en el agua para no escucharlo llorar. El niño se privaba.
Creció rodeado de santos y rosarios, bajo las amenazas de ir al infierno, escuchando el Evangelio todos los domingos a las trece treinta horas y haciendo penitencias. Cuando Rafael cumplió los dos años, la Madre lo obligó a dormir solo en el sótano y ella regresó a la habitación que antes ocupaba. El cuarto se llenó de un olor rancio: «Aprenderás a mear en el baño cuando te canses de tu propia peste». Pero no, aprendió a ir al baño por el miedo a la hebilla. Durmió en un colchón con olor a amoniaco hasta que tuvo dieciocho años. A los seis años, en la oscuridad y en la soledad, Rafael aprendió que hay sombras que no se van por mucho que enciendas la luz.
Una vez al mes la Madre le exigía que se desnudara para analizarlo. Si se negaba, lo ponía en posición fetal y con una aguja le picaba el pene. Rafael no ocultó su sexo hasta que tuvo consciencia de ello. Cuando la Madre notó la vergüenza en sus mejillas y en la mirada esquiva le dijo: «Cuando eso empiece a tener vida, te irás al infierno. Es solo cuestión de tiempo».
El pene. Era la parte del cuerpo que más se lavaba. Lo hacía con un estropajo hasta irritarse la piel. La suciedad era pecado y había que evitarlo. El infierno estaba a un día.
—¿Qué haces? —le preguntó cuando lo vio en la ducha con el estropajo entre manos y una erección.
—Intento limpiarlo, pero no deja de hacer eso.
—La suciedad no está ahí, está en ti.
Las dos palabras prohibidas empezaban con la letra p: pene y padre. Todo lo relacionado a ellas era motivo de la letra c: censura y castigo. Rafael terminó convencido de que la raíz del problema era la falta de una vulva y el poco parentesco físico que tenía con ella. Un espermatozoide, el más fuerte; una concepción indeseada; un embrión, sin forma, que mutó a un feto; palpitó para probar su existencia, existencia que concluyó en el desarrollo de un gran error. Rafael existía por equivocación y, desde una temprana edad, fue consciente de ello.
Capítulo dos
Los abuelos
La abuela. En cuanto Rafael aprendió a gatear, buscó refugio en aquellos brazos. Ella fue la única persona que con el tiempo comprendió y aceptó que el niño no tenía culpa alguna. Lo interpretó como una serendipia. Ella nunca se sintió incómoda por la compañía del pequeño y, poco a poco, fue tomando la responsabilidad de su cuidado. La Madre ayudaba en casa, pero solo en eso. Bajo pretextos de migrañas recurrentes que la obligaban a encerrarse en su cuarto, se desentendía de su hijo. Taciturna, en la soledad de su cuarto, tejía para desconectar. Hilvanaba interminables prendas que hacía y deshacía a su antojo.
Para Rafael el abuelo era una extensión más de la Madre. Castrante. Económicamente se hizo responsable de él y de ellas y, como el que paga manda, se encargó de silenciarlos, de reprimir sus derechos y libertades. Asumió el poder y creó una dictadura.
«Un poco de azúcar nunca hace daño a nadie. Lo dulce contrarresta lo amargo y les da un sabor especial a las cosas. Dicen que es veneno blanco, pero ¿qué sería de la vida sin un poco de azúcar? Yo creo que sería muy amarga, tan amarga que sería insoportable vivir». La abuela era amante de la repostería y, gracias a ello, la infancia de Rafael tuvo momentos de olor a mantequilla y canela.
Mientras la Madre pasaba largas horas encerrada en ella, él las invertía en la cocina ayudando a la abuela a preparar todos los encargos que le hacían. Amigas y desconocidas le pedían desde las galletas más simples hasta los pasteles más elaborados. Rafael observaba todas las maravillas que la abuela solía hacer con un par de huevos, una taza de harina y otra de azúcar. «Solo te dejo ayudarme si lo haces bien. Tiene que quedar perfecto, si no, no sirve. Te dejaré enrollar los cruasanes y poner las chispas de chocolate hasta que vea que puedes hacerlo solo. Recuerda, que quede perfecto».
La Madre los analizaba desde el marco de la puerta. No aprobaba ni probaba nada de lo que hacía Rafael.
—No me gusta que pase tanto tiempo en la cocina, debería estar jugando futbol o qué sé yo, haciendo lo que los niños normales hacen.
—Es solo un niño, déjalo, no pasa nada. Ya crecerá y hará otras cosas.
—¿Como qué, tejer? —dijo la Madre, sosteniéndole la mirada.
Para evitar discusiones, llegando de la escuela y terminando de comer, Rafael hacía la tarea lo más rápido posible para después bajar a la cocina.
—Azúcar, azúcar —repetía mientras cocinaba—; todo sabe mejor con un poco de azúcar.
Rafael ya tenía quince años y el cumpleaños de la Madre en puerta. La abuela lo convenció para que él se encargara de preparar el postre: «Tú y yo sabemos que tu madre es la que se come las galletas». Y sí, era cierto. Cuando la Madre no era vista, devoraba las galletas que preparaba Rafael, lo que no sabían era que, después de comerlas con euforia, subía a su cuarto, se encerraba en el baño y no salía de ahí hasta haberlas