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Bipolar
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Libro electrónico219 páginas5 horas

Bipolar

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Información de este libro electrónico

Un hombre vuelve a casa luego de dos semanas de ausencia. Antes de cruzar el umbral sabe que habrá de encontrarla desierta. Su esposa lo ha abandonado, llevándose consigo a su hija de tres meses.
¿La soledad como punto de partida? ¿El dolor? ¿La incertidumbre?
Las piezas que componen Bipolar, si bien conforman un relato común, pueden asimismo leerse de manera fragmentada, hasta cierto punto intercambiable, conservando un particular sentido que las hará, por sí mismas, permanecer en la memoria.
Una esposa afectada por un padecimiento crónico, una amante que buscará a toda costa deshacer su matrimonio, un oscuro chantaje del que será víctima durante un viaje de negocios, una suerte de contaminación literaria de la realidad llevada hasta sus últimas consecuencias…
El lector se verá atrapado de inmediato por este peculiar libro: 46 fragmentos que aglutinan y escinden, liberan y aprisionan, como se espera sin dudas, de la buena literatura.
IdiomaEspañol
EditorialGuantanamera
Fecha de lanzamiento16 abr 2018
ISBN9788417283285
Bipolar
Autor

Yamila Peñalver Rodríguez

Yamila Peñalver Rodríguez (La Habana, 1978). Licenciada en Psicología, egresada del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Finalista del Concurso Nacional de Minicuentos Casa Tomada 2006. Finalista del Concurso de Narrativa Erótica Los cuerpos del deseo 2012. Mención en el Premio Celestino de Cuento 2011 y 2012 con los libros La realidad está en alguna parte y Tríptico, respectivamente. Mención Premio David de cuento 2014 con el cuaderno 1113. Mención Becas de creación Dador 2016 con el proyecto de libro Juegos de imitación. Tiene publicado por el sello editorial La Luz, Holguín, Menos de cien botellas (Colección Analekta. Narrativa). Cuentos suyos aparecen en las siguientes antologías: Los cuerpos del deseo (narrativa erótica), Neo Club Ediciones y Alexandria Library, 2012. Como raíles de punta. Joven narrativa cubana, Sed de Belleza, 2013 y Deuda temporal. Antología de narradoras cubanas de ciencia ficción, Colección Sur Editores, 2015. Ha colaborado con publicaciones digitales e impresas tanto nacionales como extranjeras: Cubaliteraria, Esquife, Vercuba, Papeles de la Mancuspia (México) y Casapalabras (Ecuador).

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    Bipolar - Yamila Peñalver Rodríguez

    gloria)

    I

    EUTIMIA

    ¿Qué diablos esperaba de la vida? La pregunta empezó a deslizarse como una sombra amenazante y a minar el frágil equilibrio de mis días.

    GUADALUPE NETTEL

    (Después del invierno)

    Laberinto

    De algún modo absurdo ha llegado a este punto, no puede dejar de pensarlo mientras recorre despacio el suave colchoncito del moisés. El pequeño mueble, antigua reliquia familiar, permanece en una esquina de la sala, vacío, como prueba inequívoca de la ausencia.

    Descorre las cortinas, la luz atraviesa los cristales. Dos semanas, sonríe un tanto incrédulo, dos semanas y su vida da ese vuelco. La casa se siente enorme, como un agujero negro que engulle cuanto encuentra. Está solo. Solo. Por primera vez en mucho tiempo.

    Los días previos a su partida Laura estuvo más irritable que de costumbre, a Ernesto poner distancia de por medio le pareció lo mejor, aunque fuera difícil separarse de la niña. Un par de semanas en México. Con Sandra. Su único affaire importante en diez años con Laura.

    Llegaron al DF un sábado en la tarde, tendrían el domingo completo para los dos; el lunes comenzaban las «fastidiosas reuniones de negocios» —así las llamaba Sandra— que quizás se extendieran por toda una semana. Después, de ir bien las conversaciones y conseguir un acuerdo satisfactorio, podrían tomarse un descanso a cuenta de La Firma.

    El Sheraton María Isabel, ubicado en la muy céntrica Zona Rosa, era un cinco estrellas soberbio. Ernesto siempre se preguntó si aquel nombre —Zona Rosa— tendría que ver con la tolerancia que en ella disfrutaba la comunidad gay; en distintas ocasiones le explicaron, sin embargo, que el origen del apelativo se debía a que en sus inicios varios edificios estaban pintados de ese color —dato que, solían agregar, consignó Carlos Fuentes en La región más transparente—, y que además el pintor José Luis Cuevas la había bautizado así en honor a la actriz de origen cubano Rosa Carmina, famosa vedette que tuvo su momento de mayor esplendor en el México de los años cincuenta. «Y la tolerancia», argumentaban, «no es solo para con los LGBT, sirve lo mismo para las tribus urbanas y la bohemia en general».

    A Ernesto, en realidad, poco le importaba el nombre, si insistía era porque disfrutaba tirarles de la lengua. Como fuera, resultaba muy práctico hospedarse allí, en el llamado Corredor Turístico del Paseo de la Reforma, y relativamente cerca, a la vez, del World Trade Center México, al que habría de asistir durante toda la semana.     

    Nomás entrar revisaron la habitación. Excelente. Suave la cama, inmensa como agua. Lo hicieron presurosos, torpes a causa del cansancio; luego se abandonaron al sueño. En la noche saldrían a recorrer la ciudad.

    Aquella era su tercera visita a Ciudad México, pocas cosas solían ya impresionarle; Sandra, en cambio, insistía en tomarse fotos a cada paso, correteaba como una niña, lo arrastraba de la mano intentando insuflarle su entusiasmo.

    Él se sentía raro, una suerte de inquietud cuya causa no alcanzaba a descifrar. La advirtió primero en el avión a punto del despegue: un frío en la espalda a lo largo de la médula, un erizamiento repentino del cuerpo. Durante el vuelo rechazó la comida, pidió dos minidosis de whisky; sudaba en abundancia, la simpática aeromoza quiso traer la bolsa para el mareo. Sandra insistió en que lo hiciera.

    Se asustó mucho Sandra. Ahora la veía caminar delante, volviéndose de pronto para hacerle alguna foto, toda ilusión, toda sonrisa, y no podía evitar cierta ternura extraña, cierta callada zozobra.

    Con Laura siempre fue diferente; siempre la urgencia, el desencuentro, siempre la impresión de estar haciendo lo incorrecto.

    Se conocieron una tarde de septiembre, una cálida tarde de septiembre en una playa casi desierta. Él iba con un amigo, ella con otras dos chicas. Conversaron en grupo durante unos minutos; luego, sutilmente, se fueron definiendo afinidades.

    —¿Y por qué psicología?

    —¿Y por qué no?

    La respuesta en forma de pregunta debió advertirle; pero le gustó tanto, tanto desde aquel primer momento que de algún modo supo que ya no habría manera de negarse, de escapar al influjo de esos ojos, esa boca, aquella intensa forma de mirarlo mezcla de curiosidad y temor a un tiempo.

    Laura inasible, Laura inefable, su peor pesadilla, su más arduo consuelo. Laura…

    Cuando empezaron él tenía 23, Laura 21; Ernesto cursaba su último año de Derecho; ella, cuarto de Psicología. Ya desde entonces era una apasionada de la literatura, escribía cuentos, algún que otro poema, también llevaba un diario. Muy celosa de sus textos, rara vez le permitía leer alguno.

    En cierta oportunidad, una tarde que pasó a recogerla, descubrió su bolso de clases abandonado en la sala de la casa. No pudo contenerse, sacó el cuaderno, aquel pequeño bloc de tapas duras que tanto le intrigaba. Leyó una página al azar de esos inconfundibles trazos.

    Diríase que muchas cosas

    aún necesitan mi canto.

    Lo que retumba sin palabras

    o roe la piedra en lo oscuro

    o en la humareda se abre paso.

    Aún no he ajustado mis cuentas

    con el fuego, el viento y el agua…

    Por eso, de pronto, en mis sueños

    abren puertas maravillosas

    a la estrella de la mañana.

    Ajmatova (Anna).

    No conocía a la autora, por el nombre parecía rusa. Él apenas leía, Laura siempre se lo reprochaba. El poema en particular le había gustado, intensidad creciente, desasosiego; a pesar del anuncio final, esa hilacha de optimismo. Era un poco como ella misma, la propia Laura: siempre en los bordes, de extremo a extremo; imprevisible, impredecible.

    Más abajo encontró los siguientes versos: 

    Yo, limpiamente, aceptaría vivir en el péndulo,

    aceptaría fuego y no agua para aplacar la sed

    de los callados; desoiría fervores susurrantes que

    apartarme quisieran del camino…

    Esta vez no había firma.

    En cuestiones literarias Laura siempre se mostró propensa a compartir solo conocimientos por más que él intentara persuadirla, tomarla por sorpresa, presionarla incluso. A partir de ese día decidió intentar algo distinto. Comenzó a escribir. Pequeñas historias, textos íntimos, apuntes para empeños posteriores que comentaba con entusiasmo, y terminó por convencerla. La literatura igual devino pasión para él, espacio de sosiego, tolerancia. Allí, por lo común, no había disputas, solían entenderse sin reservas. Para Laura escribir era la vida, para Ernesto, la vida junto a ella.

    Cuando todo empezó a desmoronarse, cuando por fin quedó claro que nunca habría calma, que nunca habría descanso, aquella comunión de versos y de historias fungió de salvaguarda, de último reducto. A veces llegó a preguntarse si de no existir esa Laura habría soportado tanto.

    Coincidencias

    Siempre le gustó el lugar, ese pequeño restaurante en las afueras lejos del bullicio, el smog, la terca agitación de las calles del DF.

    En la mañana deambularon por los sitios de mayor interés, la Plaza de las Tres Culturas, la Catedral Metropolitana, el Palacio de Bellas Artes, y por último, el Museo Nacional de Historia en el Castillo de Chapultepec. A Sandra le habría encantado seguir de turista; él le propuso almorzar, descansar un rato y visitar más tarde un sitio maravilloso, «un cálido refugio de amor»; sabía que esas palabras terminarían por convencerla.

    Comieron algo ligero en el hotel; ya en la habitación, Sandra se durmió enseguida.

    Pidió enchiladas de carne y una tapa de camarones; para beber, una Corona bien fría. Sacó el teléfono, lo sostuvo maquinalmente mientras observaba el lugar. Por primera vez no le apetecía llamar a Laura; optó por un mensaje:

    Estoy en lo de Pancho. No sé por qué, pero ha sido imposible comunicar contigo, lo mismo en casa que al celular. Volveré a intentar mañana. El Gordo te manda un abrazo, espera vernos pronto de regreso. Esto se mantiene idéntico, ahora mismo me hallo sentado a nuestra mesa. Un beso a la niña y otro para ti. Saludos a tu madre.

    —¿También viniste aquí con ella?

    Nunca debió contarle; a veces, sin embargo, las cosas suceden de un modo extraño. Conoces a una mujer atractiva y te dices, ¿por qué no? Ahora que todo va mal, ¿por qué no? Huir de la rutina, ese vulgar lo de siempre. En fin. ¿Por qué no?

    Y Sandra era de esas mujeres que sabían imponerse, arrastrar hasta el fondo. Después, una sucesión de imponderables, especie de dulce ligadura, grato encarcelamiento. Y te enredaste más y más, y te gustaba, aunque no creyeras amarla.

    Porque Laura siempre estuvo. Como una presencia involuntaria que reptaba por paredes y techos, se respiraba, se inmiscuía entre los dos. Sandra lo supo desde el comienzo por más que intentara no reparar en ello. Conocía sus problemas, sus eternas disputas, y se empeñaba en ganar terreno, un mínimo espacio donde retenerte, guardarte para sí.

    Hasta esa mañana no lo habías advertido. Esa duda que te atrapó en el avión al descubrirla tan nerviosa, ese miedo sincero que se asomó a sus ojos, aquellos ojos verdes, hasta esa mañana no se te revelaron del todo.

    —¿También viniste aquí con ella? —insistió, y el tono al final de la frase te anunció lo inevitable.

    Porque le habías dicho. Días antes de partir. Te explayaste en detalles de tu anterior viaje a México con Laura. Las largas caminatas por la ciudad, las noches en El Zócalo… Como un crío, un cándido chico que comparte una historia que no consigue olvidar.

    Y fue allí, frente a la oscura fachada de la Catedral Metropolitana, cuyas hermosas torres destacaban contra la calidez del cielo matutino, donde descubriste de golpe, con una certeza desoladora, que Sandra se estaba enamorando de ti.

    Dos años atrás, en su viaje con Laura, se aficionaron a visitarlo. A ella le encantaba; sencillo, poco llamativo, nunca se llenaba demasiado. Pancho, dueño y maître, gordo de grandes bigotes, solía reservarles una mesa discreta al fondo del salón.

    Terminó de comer,  volvió a mirar en torno suyo. Ni rastro de la vieja. Pidió otra cerveza, el gordo en persona se acercó para servirle.

    —¿Mucho calor, caballero? Siempre es igual en esta época del año.

    Él solicitó la cuenta.

    —Veo que no deja de mirar a su alrededor —a la vuelta, el maître depositó sobre el mantel el conocido platillo de metal, imitación de un calendario azteca—. ¿Busca usted a Eduviges?

    Cierto, así se llamaba. Y Pancho tan listo como de costumbre.

    —Pintoresca señora. ¿Qué fue de su vida?

    El gordo achicó los ojos y alzó un dedo hasta la sien.

    —Dicen que perdió la cabeza; pero todavía consulta. Cultiva chinampas allá por Xochimilco.

    Ernesto guardó silencio, detestaba ese tipo de coincidencias.

    Xochimilco

    Xochimilco es una especie de Venecia indígena en el único sitio en las afueras del DF donde aún sobreviven las milpas de los aztecas. No hay casonas de antiquísimas arquitecturas, ni puentes para suspirar, ni góndolas con remeros que cantan; en los muelles, improvisados en lugares donde es necesario aminorar la marcha de las lanchas, venden lo inimaginable: una flor rara, una escultura de obsidiana; en las barcazas la gente asume su pose de turista y come tacos, bebe cerveza. El canal es sucio, pestilente, con ese color indefinible del agua estancada y pútrida…

    Pudo recordar casi en toda su extensión aquel párrafo del texto, uno de los cuentos preferidos por Laura. Lo leían juntos de noche, incluso en la madrugada, esas madrugadas en que a ella le costaba conciliar el sueño. El título era pésimo —El desesperado amor de los ahorcados—, pero el cuento en sí resultaba inquietante, una intensa y conmovedora historia de amor. Apenas llegaron a Ciudad México corrieron a conocer el lugar, el «cálido refugio» de Carlo y Celene. Por suerte no le contó a Sandra o no habría aceptado acompañarlo.

    Todavía no se recuperaba de la sorpresa, saber que la vieja Eduviges, peculiar quiromántica, había decidido instalar su locura en aquel mismo sitio. Porque tenía previsto volver a visitarlo aun sin enterarse. Con un gesto apuró al barquero; detestaba ese tipo de coincidencias.

    A Eduviges la conocieron en lo de Pancho, una noche que se pasaron a cenar un poco tarde. Laura estaba inquieta y él prefirió demorar el regreso al hotel.

    Apenas había comensales, ocuparon la mesa de siempre y ordenaron enseguida; entonces se fijaron en ella. Atendía a una joven en la mesa más apartada del recinto. La chica parecía asustada, los grandes ojos muy abiertos, a punto de retirar la mano. Ernesto dijo algo sobre la dudosa autenticidad de la sibila, le extrañó su presencia; Pancho no daba muestras de sentirse intranquilo, sin embargo. Quizás tuvieran un acuerdo. Lo más probable es que la vieja sirviera de incentivo para atraer clientes.

    Laura no dejaba de observarla, él se levantó para ir al baño.

    La barcaza tocó la punta del muelle, Ernesto se irguió lo suficiente para contemplar las casas de adobe que se alzaban a pocos metros. Preguntó otra vez al barquero, el hombre volvió a asentir y señaló con indiferencia la más lejana, tan ocre y deteriorada como las otras; después, tras esperar que descendieran, comenzó la maniobra de desatracar la lancha.

    Durante el trayecto hablaron en voz baja, no quería que Sandra los escuchara; ahora buscaba la mejor forma de entretenerla. En aquella parte las aguas resultaban aún más

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