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La Superluna
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Libro electrónico364 páginas6 horas

La Superluna

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Decisiones erradas, influenciadas por el pulso alborotado de la luna y que pueden llevar a la ruina total.

La Superluna es celebrada universalmente como símbolo de fe y de renacimiento, que une a la población del mundo, conmovida e impresionada por su grandeza y su poder. Una religión poderosa y peligrosa, capaz de alterar el pulso lunar de quienes responden de formas extrañas a la presencia de esta diosa todopoderosa.

Selene Gurtubay es una joven que lo ha perdido todo, y que a pesar de su fe inquebrantable, vive en un estado de miseria y desolación. Pero su vida experimenta un giro radical cuando contrae matrimonio con Daniel Sullivan: ateo, misterioso y de naturaleza perversa en asuntos del amor. La inseguridad de Selene la hace víctima de un matrimonio abusivo y disfuncional, y de una sociedad frívola y pretenciosa, adicta a la era tecnológica y futurista de las redes sociales. Vacía y vulnerable, Selene busca encajar de alguna manera, pero la falta de amor y de ternura en el seno de su hogar, la llevan a los brazos de Pedro Solís, una amenaza para esa estabilidad que tanto le ha costado alcanzar.

Una historia de amor y de fe abrumadora que juega con el componente oscuro de la psiquis del hombre, reflejado en el lado oculto de la luna y que puede manifestarse de improvisto en comportamientos relacionados a la licantropía. Una historia apasionante y llena de intriga que arrastra el significado cultural y mitológico de la luna desde tiempos antiguos. Su lado oscuro y su reputación, de revolver las cosas en la tierra y en el subconsciente humano. La importancia de la fe para afrontar la vida y la toma de decisiones, que bajo la influencia gravitacional de este satélite, pueden significar la ruina y la destrucción total. Aunque todo se haya hecho por amor.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento24 jul 2020
ISBN9788418104893
La Superluna
Autor

Manuela Fonseca

Manuela Fonseca nace en la ciudad de Caracas (Venezuela). Realiza estudios de Periodismo (Emerson College, Estados Unidos) y en el año 2004 decide ampliar sus conocimientos con una maestría en Teoría y Práctica de las Artes Plásticas Contemporáneas (Universidad Complutense de Madrid). Su trayectoria como escritora incluye cuatro novelas: Marala (2011), Complot divino (2014), Santiamén (2015) y El desierto que hay en mí (2017). Es crítica de literatura en el blog que lleva su nombre, y La Superluna es su novela más reciente, que rompe con el patrón de la escritora para adentrarse en una ficción atrevida y sumamente entretenida a los ojos del lector.

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    La Superluna - Manuela Fonseca

    La Superluna

    Manuela Fonseca

    La Superluna

    Primera edición: 2020

    ISBN: 9788418104466

    ISBN eBook: 9788418104893

    © del texto:

    Manuela Fonseca

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2020

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    lunático, ca.

    (Del lat. lunatĭcus).

    1. adj. Que padece locura, no continua, sino por intervalos.

    Capítulo uno

    «Todo hombre es como la luna. Tiene una cara oscura que a nadie enseña».

    Mark Twain

    Superluna, 2032

    Desde mi último encuentro con Pedro, sentí que se distanció de mí notablemente. La mortificación que había visto en su mirada esa noche había sido decisiva para su alejamiento. Estaba realmente asustado y temía que por ayudarme fuese a arrastrarlo por ese mismo precipicio por donde yo caía. Y aunque seguía estando encima de mis cosas, costeando el alquiler de mi piso y las citas con el psicólogo, nuestra relación ya no mostraba la misma energía que antes, y cada vez lo sentía más compenetrado con su otra familia.

    Después de haberle revelado mi secreto, la paranoia se había tornado real. Regresaban a mi mente las amenazas de mi marido, y en ocasiones sentía que me estaban siguiendo la pista. En la oscuridad y la soledad del barrio por las noches me sentía completamente insegura. Me encontraba ausente tanto en mi cuerpo como en mi mente cuando no reconocía ese lugar donde estaba viviendo, y que no tenía nada de mí. Todo era extraño alrededor mío, mi apartamento, el trabajo, la rutina. Por último, la relación con mi hijo, que por más que hiciera el mayor esfuerzo por encontrarme mejor, luchaba contra una potencia mundial, que era su padre, y que me pisoteaba en el instante que lograba levantarme.

    Faltando días para celebrar la Superluna del año 2032, en la ciudad de Madrid se sentía el alboroto en todas las esquinas. Este año sería tan memorable como todos los anteriores y la ansiedad de los preparativos tenía al mundo revuelto en una excitación muy grande. La policía se había visto obligada a reforzar su vigilancia porque esperaban caos, violencia y desorden, cifras que solían aumentar con la luna llena. Energía acumulada en los últimos cuatro años que estaba a punto de liberarse en presencia de la gran diosa.

    En una confusión muy grande, comenzaba a sentir su influencia. El pulso lunar alborotado, que continuaba activándose en la base de mi columna, cargada de un sentimiento devastador de rabia y de frustración. El hecho de que estuviera tan cerca su aparición me generaba una ansiedad aterradora que no sabía si iba a poder soportar en sano juicio cuando reventara dentro de mí. La gran Superluna, diosa blanca, la perla. Musa universal de todos los tiempos.

    Faltando dos días para la gran noche, recibí una llamada de Pedro preocupado por mí. El tema de la Superluna se había vuelto tabú entre nosotros desde el día que le conté la verdad. Un elefante gigante en el medio de una habitación vacía que tanto él como yo buscábamos ignorar sabiendo lo delicado que era. Pero cuando se despidió de mí, informándome de su viaje a Nueva York, solo pude pensar en ella; el único tema obsesivo que ardía en las calles con frenesí. Pedro también tenía el derecho a celebrarla, y estaba errada si pensaba que era egoísta al viajar con su nueva familia y hacer su vida a su manera. Pedro no se sacrificaba por nadie, mucho menos por mí; y hasta habría buscado alejarse adrede, con la certeza de que él tampoco había olvidado el cuento de ciencia ficción del que le hice partícipe, y que temía que era todo un invento de mi mente desvariada y confusa.

    —Asistiremos a un evento organizado por Sinapsis —me contó con ilusión, como siempre hablaba de su fundación. Hasta el momento, seguían salvando vidas con ingenios cada vez más avanzados y métodos que evolucionaban en el campo neurológico y de la consciencia humana.

    Escuchar su voz y una vez más confirmar lo feliz y estable que era me hizo extrañarlo sobremanera, y sentí la pena que me provocaba su pérdida. Lo seguía amando con toda mi alma y moría de ganas por habitar esa piel que era mi único hogar. Yacer en ese espacio entre los rincones de su cuerpo, donde muchas veces fui feliz y donde me sentí afortunada de finalmente pertenecer a algo. Su ausencia en la ciudad me dejaba perpleja y completamente sola en una noche en que no estaba segura de si podría sobrevivir. Por primera vez sentí realmente ganas de morirme.

    La necesidad imperante que tenía de salvarme a mí misma, y que me llevaba a una angustia perenne. Un amor que no era capaz de darme y que, cuanto más me resistía, más me atormentaba la necesidad de salir de ese lugar oscuro. Personas que, como yo, presentábamos un cierto desajuste en las conexiones cerebrales y que empeoraba en la constante toma de decisiones erradas. Yo era rebelde para el amor conmigo misma, porque cuando más me quería era precisamente cuando estaba con él. Yo tomé la decisión de amarlo, porque amar a Pedro era la única forma de quererme a mí, a la Selene que estaba a su lado, la única que me gustaba y que me sentía cómoda en su piel. Dos amores que por ley no eran compatibles.

    ¿Estaba loca realmente?, me preguntaba constantemente a mí misma. Si era locura amar de esa manera y haberlo perdido todo por amor. Mitos, poemas y canciones hablaban de la imposibilidad de vivir sin una persona. «No puedo vivir sin ti, lo eres todo en mi vida. Lo daría todo por ti, por tenerte una vez más». Frases que repetíamos muchas veces ignorando que algún día podrían sentirse realmente las ganas de morir sin una persona. Pero quitarse la vida… Eso era un tema que solían asociar a personas desequilibradas, cuando era realmente una línea muy fina la que estaba entre querer vivir o morir. En España los suicidios doblaban el número de accidentes de tráfico mientras seguíamos alimentando la idea de que era un asunto banal y distante. Personalmente, sentía miedo, no tanto al hecho de perder la vida, porque esa era una idea que jugaba con mi voluntad, como miedo, más bien, a fracasar en el intento.

    Existían zonas en la cognición humana que seguían siendo desconocidas y que se exploraban poco. Estigmas sociales, donde entraban aquellos que deseaban callar el ruido que los aturdía constantemente en sus cabezas. Que buscaban liberar a sus amigos, cónyuges y familiares de la carga tan grande en que se habían convertido para ellos. Para la sociedad, una razón como tal carecía de raciocinio y era todavía muy poco admisible. Esa zona del entendimiento era oscura como la otra cara de la luna, difícil de aproximarse con fórmulas paradójicas y hasta absurdas. «Si al menos hubiese tenido la fe», me decía a mí misma. La capacidad de esperar más allá de la esperanza, de que alguien entendiera lo que sucedía dentro de mí…

    Pero cuando uno se adentra en la oscuridad, así como lo estaba yo, es como la noche polar, que dura para siempre y donde la claridad se vuelve un recuerdo. Yo la vivía sin tregua y, de haber creído siquiera en algo, hubiese tenido quizás la esperanza de que me concediera la última oportunidad de apostarle al juego de la vida. Precisaba de esa ayuda divina, que penetrara como luz en mi consciencia y como un impulso me empujara a salir adelante. No sé. Que me diera, quizás, el chance de lanzar los dados por última vez, o que a través de su magia cambiara la mano de naipes que desde hacía tiempo sujetaba entre mis dedos. Si me ponía a hacer cuentas de mis errores y de esa serie de malas decisiones que había tomado a través de los años, no merecía realmente la intervención de nadie. Mucho menos la intervención de Dios. Pero de ello precisamente trataba la fe.

    La fe en algo más grande. En ese destino hilado por las Moiras, que eran tres, el número sagrado que contenía la tríada de mis creencias: Superluna, Dios y universo; y que estaba rota por esa mentira. El número tres reflejado en el microcosmos de la psiquis del hombre: conducta, ética y armonía; y que encerraría para siempre el significado sagrado de la luna por tener principio, medio, y fin. Y de la vida en el planeta Tierra: nacimiento, crecimiento y muerte. La jerarquía planetaria entre la tierra, la luna y el sol. Así como en los seres humanos: cuerpo, mente y alma. El macrocosmos del universo reflejado en el microcosmos de la humanidad, regida por la luna como diosa desde la Grecia antigua. Nuestra costumbre de rezarle repitiendo tres veces, oraciones, abluciones y fórmulas mágicas. Los mantras de mi madre, que comencé a recordar y que ocuparon mi mente, desvariando entre la realidad y esa mitología que era la base de mi fe. Es que, en el fondo, la existencia del hombre era todo una cuestión de fe. Al igual que mi historia, donde la única forma que tenía de salvarme era volviendo a creer en algo.

    Capítulo dos

    «Cuando los antiguos egipcios volvieron sus ojos a los cielos con asombro y curiosidad, ellos concluyeron que había dos dioses, el sol y la luna, que eran primigenios y eternos, al primero lo llamaron Osiris y a la segunda Isis».

    Diodorus Siculus

    Superluna, 2020

    Tres Superlunas antes y en una tarde de abril, yo también me preparaba para recibirla. Para aquel entonces era mi diosa, a la que adoraba con todo mi ser. El único satélite natural que tenía nuestro planeta, esencial para la vida humana en una danza celestial tan surrealista que ignorábamos realmente la magnitud de ese milagro. En ausencia de luna, el eje terrestre perdía estabilidad, provocando una fusión de los polos con el ecuador y el fin de nuestra raza. No era posible la vida sin sol, pero tampoco sin luna. La comunión perfecta de polos opuestos. La obra maestra de un artista que no podía ser de carne y hueso, donde la luna era, sin duda, la catarsis de su proceso creativo. Su misterio y su grandeza, que representaban el tamaño de mi fe y que hacía las veces de placebo. Dopamina que liberaba mi cerebro cuando estaba en su presencia, la percepción subjetiva del placer y el bienestar en mi persona.

    Como el placebo, la fe operaba a través de creencias y expectativas. Conexiones simbólicas que trascendían generaciones en distintas sociedades. Cuanta más fe se volcaba en símbolos como la luna, más ilusión poseía para sanarnos y para manifestar nuestros deseos. Desde el punto de vista científico, la fe activaba nuestros propios mecanismos de autocuración y la capacidad para ser felices. Pero la luna era, además, la creadora del tiempo y la razón del calendario dividido en presente, pasado y futuro. El mes de un promedio de treinta días era una simple aproximación del ciclo lunar y su trayectoria. Con la sincronía de un reloj suizo, solo nos mostraba una cara, dejando la otra en tinieblas. El yin y yang de su luz y su sombra, presente en todas las cosas, así como en el hombre, un microcosmos lunar. Todas las culturas que una vez habitaron la tierra le otorgaron el don de la deidad, culpándola o adorándola por su influencia sobre el ser humano, la propia tierra y las demás criaturas, que convivían desde aquel entonces en un mismo plano.

    La luna era considerada una religión. Para mí, la única que existía. A través de la fe encontrábamos fuerzas para enfrentar conflictos y adversidades, y en un sentido predecía el nivel más alto de consciencia que se alcanzaría a lo largo de la vida. Personalmente, me servía de aliento para poder levantarme en las duras mañanas que caracterizaban mi vida en los diferentes ciclos de la luna. El antidepresivo más efectivo que tenía para sobrevivir en tiempos complejos y complicados, porque el futuro era un lugar difícil de vivir. Un choque constante entre la tecnología, que hacía de los hombres prisioneros de sus pantallas y del ruido que generaba la información excesiva con la que ejercían control, y la sensibilidad del hombre y sus conexiones íntimas. El desencanto con la misma naturaleza, una apatía por la tierra que traía de la mano mucha arrogancia y alienación entre nosotros mismos. Bajamos la guardia como raza, y en un abrir y cerrar de ojos entramos en una cárcel que nos separaba del resto.

    ****

    Esa noche de Superluna me sentía renovada, lista para enfrentarme al mundo otra vez. Llevaba muchos años encerrada en mí misma, en un cuadro depresivo no diagnosticado. La energía de la luna me estaba otorgando el coraje que había necesitado por tanto tiempo para reivindicarme con el mundo y una sociedad que me falló en el pasado. El entorno en el que crecí y la educación de mis padres, basada en la comunión directa con la naturaleza, y que me colocó en un estado especial de alta sugestión para la fe. Un lugar mágico donde todo se enfocaba en nuestro poder de autocuración y en la magia de la manifestación divina, donde la existencia era considerada un milagro. El satélite, la luna, era sinónimo de «dios» y de «universo». El número tres que, aun siendo divisible, permanecía en el tiempo como una unidad. Había recobrado la fe y la seguridad en mí misma y estaba urgida por mostrarle a mis amistades la nueva Selene, el proyecto social que finalmente les había dado fruto.

    De pronto irrumpió Daniel en la habitación alterado, mientras yo ensayaba el hacerme un look de medio lado, amarrando mi cabello castaño con la pinza de un clavel.

    —No me lo vas a creer, pero vas a tener que irte sola a la fiesta —me anunció con un gesto de dolor y desilusión.

    —¿Pero qué dices?, ¿te encuentras bien? —pregunté creyendo que tendría algún malestar, una cosa muy extraña en su persona.

    —Es del trabajo. Me necesitan con urgencia —respondió sabiendo que era poco lo que podía elaborar al respecto. Daniel Sullivan trabajaba para la Red del Espacio Profundo, que para mí era como trabajar en otro idioma, el lenguaje de las galaxias. Un lugar repleto de antenas de radio que servían como apoyo a misiones interplanetarias de naves espaciales. Un pedacito de la NASA en un complejo ubicado en Robledo de Chavela, a sesenta kilómetros al oeste de Madrid.

    —¿Estás de broma? —pregunté incrédula cuando era noción universal que esa celebración era sagrada tanto en Madrid como en todos los rincones del mundo entero. Pero esa afirmación era inútil en el caso de mi marido. Su trabajo no era algo común ni se regía por los cánones de lo normal. Era obsesivo con aquello que hacía, y que yo seguía, a estas alturas, sin poder descifrar. Se me hacía desconsiderado que tuviera que ausentarse esa noche, cuando era precisamente su presencia la razón por la que estábamos yendo en primera instancia.

    Pero no existía nada ni nadie que pudiera detenerme. Con la gran magnitud de la Superluna sentía la vibración de su pulso en pequeños espasmos sobre mi cuerpo. Lunáticos no eran aquellos que tenían fama de locos, sino más bien personas normales con una sensibilidad especial para con la luna. Personas que se animaban, del latín anima, con ese aliento de luz que se metía por dentro entre la sangre, como la savia de las plantas y te sacudía el alma. Sentía emoción por la ocasión que vivíamos. Una noche que servía como pretexto para liberarse y para dejarse llevar por impulsos naturales. La fiesta universal de la Superluna, que se prestaba para celebrar la vida y la raza humana como supuestos seres libres. En el fondo, éramos todo menos eso, dominados por la tecnología, que dictaba las reglas y las tendencias. Una sociedad mediática y controlada donde creer en algo era cada vez más difícil, alejados y alienados del mundo espiritual. La Superluna era un símbolo religioso en el que muchos seguían volcando su fe. Pero era también símbolo de frenesí y descontrol, basado en la mitología que arrastraba con el tiempo y que la hacía conocer tanto como un ser de luz como de sombra. Una noche de alegría y celebración, pero al mismo tiempo una ocasión peligrosa, que se decía que servía como limpieza de aquellos que perdían el control de sus propios impulsos.

    Cada cuatro años de su propio calendario se daba el fenómeno de la Superluna. También conocido como el perigeo, momento en el que el satélite se encontraba a la distancia más cercana con respecto a la tierra; y que, en este caso, coincidía, casualmente, con su fase llena. Un fenómeno óptico asombroso cuando en la tierra se percibía de un tamaño descomunal, y que iba en aumento con el pasar de los años. Según la ciencia, en cada aparición se percibía cada vez más grande al registrarse un constante acercamiento a la tierra, que podía significar en un futuro lejano el fin de nuestros tiempos. También doblaba su brillo y su esplendor, llenando de asombro y desconcierto a millones de personas, que salían a la calle a darlo todo por celebrarla. Un Año Nuevo en proporciones exageradas que unía a la población del mundo, conmovida e impresionada por su grandeza y su poder.

    Imposible se hacía el conciliar el sueño esa noche, en una claridad que cegaba dando paso a las sombras del subconsciente, que se veían más claramente en contraste con su luz. Como el carbón, la superficie de la luna no tenía propiedad de reflejar. Pero su complicidad con el sol que la alumbraba era un fenómeno impresionante a la vista del hombre. Un juego de amor o un círculo vicioso donde le daba y le arrebataba esa luz, que percibíamos como propia.

    Yo era una mujer devota, una fe que me inculcó mi madre Diana y que tenía cocida a las paredes del corazón. Ella también era una gran creyente, y tanto su nombre como el mío le hacían honor. Diana como la diosa lunar en romano, homónima de Selene en la mitología griega. Selene era la única diosa que contenía en sí misma las tres fases de la luna. No obstante, yo venía de atravesar una etapa en mi vida donde solo menguaba, perdida y desconectada de mi propio ser y de mi poder femenino. Hasta esa noche de luna llena en la que conocí a Daniel Sullivan y todo en mi vida cambió.

    Encajamos como moldes la primera vez que hicimos el amor, un lugar que comencé a utilizar para ahogar mis miedos e inseguridades. Como cóncavo y convexo, el pragmatismo de Daniel y su falta de fe para todo eran opuestos a mi exageración por la magia y las cosas etéreas. Su seriedad y su pésimo humor despertaban en mi persona impulsos tempestuosos, a los que di rienda suelta. Su atrevida forma de amarme me gustaba y me servía para llenar los vacíos que venía arrastrando de mucho atrás, y que mataba en silencio mientras le hacía el amor por las noches. Era poderoso y controlador en la cama, y desde las primeras veces me había tomado por detrás en un juego que me cayó por sorpresa debido a mi falta de experticia. De allí en adelante, todo me pareció normal. Yo también necesitaba alimentar los demonios que había destapado al descubrir los juegos de la cama, y que ahora pedía constantemente. Solíamos acostarnos a menudo, y sentía deleite en el acto de complacer a Daniel, quien disfrutaba de prácticas viciosas que le generaban morbo. Al fin de cuentas, éramos marido y mujer que disfrutaban a fondo del estar juntos sin prejuicios. Una forma de agradecerle por esa casa que me había regalado y por mi estilo de vida despreocupado en todos los sentidos. La paz y la fluidez que se vivían en nuestra relación no tenían precio, y en los momentos de intimidad buscaba avivar la llama de mi oscuridad. Prenderme en fuego por dentro hasta dejarme el alma hecha cenizas.

    De esa manera nos enamoramos, y el sexo fue siempre nuestro fuerte como pareja. Una hoguera a donde iba a parar todo, lo bueno y lo malo. Energía sexual autorrenovable y que nos permitía mantener viva la llama en el matrimonio.

    —¿Toda la noche? —le pregunté insistente—, ¿te vas a demorar toda la noche?

    —Me está pareciendo que sí —contestó sin mucha duda acercándose al espejo. Su cara angulosa y sus fuertes facciones le daban un toque lúgubre a su semblante, que no terminaba de encajar. Sin embargo, era alto y espigado, llevando una barba poblada que comenzaba a salpimentar, un rasgo que lo hacía irresistible, por lo menos para mí. Vestía siempre con ropa sobria, pero muy bien presentada, sacada de un armario pequeño de donde seleccionaba minuciosamente la combinación de tonos. Era un hombre atractivo, pero su seriedad tan seca lo mantenía siempre a distancia y le restaba mucho como compañero, extremadamente solitario y reservado. De los pocos que quedaban en estos tiempos con la etiqueta de social green por no participar en ninguna de las miles de redes sociales que poblaban de íconos las pantallas de los teléfonos móviles y que ocupaban sin descanso el tiempo de los usuarios.

    —Pero qué pereza esa gente, de verdad que no te dejan en paz —acoté acercándome hasta tenerlo frente a mis ojos. Estaba claro que lo explotaban en el trabajo, en el cementerio de antenas, como solía llamarlo, frío y desolado. Suponía que allí lograba purgar los vastos conocimientos que tenía en el lenguaje de la ciencia. Rara vez se quejaba de su rutina y era intransigente con los horarios, que, en el fondo, no existían. Sentía pasión por su trabajo. Una mezcla prepotente y orgullosa, cuando al parecer era cierto lo imprescindible que era para la empresa. Deducía yo que sería de los pocos en el mundo que comprendía ese idioma garabato de números, algoritmos y diseños esquemáticos, y que debían tratarlo como a un dios en las afueras de Madrid. Lo abracé por la cintura y le implanté un beso pasional y lleno de deseo. En el fondo, admiraba mucho a ese rompecabezas indescifrable que había escogido como marido.

    —Te quiero de aquí a la luna —me repitió entre besos que fue esparciendo por la piel de mi espalda. Inclinó su cadera hacia mí y me aprisionó contra la suya. Estuve a punto de subirme el vestido completamente, llevada por el momento, pero él reaccionó primero, responsable y perspicaz—. Lo hacemos luego, amor —me susurró al oído dejándome algo más que necesitada. Nos reímos un rato y pícaramente busqué seducirlo con la mirada y con lo sensual y atrevida que estaba esa noche, más que para él, pensando en la multitud de gente que estaba por enfrentar.

    —Tú te lo pierdes —añadí bromeando mientras entraba en la habitación para tomar mi cartera.

    —Aprovecho y te acerco en el coche —me sugirió de camino al portal de la finca—. Pero deprisa, que se me hace tarde. —Me empujó con cariño hacia el elevador, donde le planté otro beso que se alargó hasta el sótano uno. El pulso lunar, que me hervía entre la sangre a borbotones y que me estaba provocando. Tendría que esperar hasta que Daniel regresara a casa, sabía quién y a qué hora. Tarde o temprano me urgía drenar esa carga energética por algún lugar.

    Capítulo tres

    «Todo es culpa de la luna, cuando se acerca demasiado a la tierra todos se vuelven locos».

    William Shakespeare

    Soplaba una brisa fresca cuando entré en Caripén, un restaurante del Madrid antiguo que daba la sensación de transportarte en el tiempo, la impresión de estar metida en un búnker secreto, como aquellos de la segunda guerra, donde la gente se reunía de forma clandestina a conspirar y a beber alcohol. De los pocos lugares que quedaban en Madrid donde se podía fumar dentro y en el que, entre cigarrillos humeantes y baladas francesas, daban ganas de interpretar a algún personaje mítico llevado a la locura.

    La fiesta ya estaba prendida en lo que bajé las escaleras del búnker. El lugar estaba abarrotado de gente, que fui atravesando y saludando entre aquí y allá. Las mismas caras de mis años adolescentes, porque, en el fondo, Madrid era el más grande de los pueblos. Más adentro reconocí la que sería nuestra mesa, con los sospechosos usuales con los que solía reunirme en los años de bachiller. No tardé en tomar asiento al lado de Vera, que era en realidad mi única y verdadera amiga. Javier Cano ocupaba otro puesto, con su mujer Marita Reyes, quien cursó conmigo el último año. En fin, que así éramos todos los que estábamos allí esa noche, una fiesta de caras conocidas, de cuentos enredados entre familias, trabajos y, por supuesto, en el amor.

    Unas mesas más al fondo crucé mirada con Pedro Solís. Con él sí era verdad que había perdido la cuenta de los años que teníamos sin vernos. Nos conocimos también en esa época, en un botellazo que organizó Manuel Mijares, otro más de la pandilla. En fin, que se coló como polvo y calzó en el grupo como una media. Enseguida notó que yo era distinta y se obsesionó conmigo. Me trataba de una forma especial, que siempre pensé que era parte del juego que seguían sus amigos de usarme como un proyecto social. Provenía de una vida en el campo, y mi llegada a Madrid fue un choque cultural que me afectó sobremanera. Mi mayor deseo era el de pertenencia a ese nuevo entorno como un instinto de supervivencia. Pero mi naturaleza y mi pasado me hacían sentir incómoda entre ellos, buscando encajar de una manera que hacía resistencia con mi carácter mal formado. Yo era una campesina, y en lugar de sangre corría savia entre mis venas, un hecho que aborrecía negando a mis padres y a mis raíces. Lo que era un privilegio, yo buscaba negarlo y esconderlo llevada por la inmadurez y la presión social que me tocó enfrentar cuando llegué a la ciudad. Una metrópolis cibernética que me puso de hielo el corazón.

    Recordaba las veces que Pedro se me acercaba de forma intimidante. Su presencia me provocaba temor porque representaba todo aquello que a mí me faltaba. La viva imagen de un joven libre y afortunado, demasiado arriesgado para mi gusto. Siempre había sentido una alerta de que él no era hombre para mí cuando yo estaba programada por mis padres para formar mi propia familia en lo que terminara de estudiar. De igual modo, me hubiese sido difícil por aquel entonces sentir afecto. Desde que llegamos a Madrid, en mi casa solo latían corazones de hielo. La ciudad nos había endurecido el alma y mis padres eran el vivo reflejo de una tristeza amarga y desolada. La angustia perenne que sufrían al pensar que su única hija no tenía más familia mientras ellos se iban apagando velozmente y de forma precipitada.

    El Estado que se había equivocado con nosotros y que en lugar de ayudarme, como creía estar haciendo, me estaba perjudicando, convirtiéndome en un animal indefenso. Una metamorfosis invertida donde opuesto a evolucionar disminuía mi nivel de consciencia y de adaptación, buscando ser quien no era para poder calzar, en lugar de crecer moldeando una identidad propia. Me costaba creer que alguien sintiera empatía por mí, en especial Pedro Solís. En lugar de abrirme, me cerraba a toda posibilidad de acercamiento, creyendo que lo hacía por lástima. Me daba tan poco valor que me cegaba a la belleza extraña que me caracterizaba, una mezcla de razas y de campo que brotaba de mí como capullo en la edad más vulnerable del ser humano. De igual modo un joven como Pedro era la antítesis del hombre que mis padres rezaban para mí, de ese concepto de vida y de felicidad que mi madre veía en sus sueños como un presagio y que le pedía a la Superluna con fervor, sabiendo en carne propia lo que dolía vivir en soledad.

    Pedro Solís era el amigo que toda madre prefiere tener a distancia. El chico tremendo e inventor, que carecía por completo del sentido de la responsabilidad. De familia adinerada, era hippie su naturaleza, optando por un estilo de vida desordenado, producto de un carácter inmaduro que nunca evolucionó. Se pasaba el día entero en la calle, en una nota rebelde que me costaba entender, arriesgando muchas veces su propio pellejo, y eso me generaba pavor. Pedro vivía al filo de la vida con la mente de un niño que hacía rato había dejado de serlo. Vivía el presente por defecto, y no porque lo hubiese leído en un libro de autoayuda ni porque fuese budista. Por ende, arriesgaba mucho más de la media normal, adolescentes comunes repletos de inseguridades y complejos. Pedro no. Pedro era valiente para muchas cosas y hacía creer que la vida poco le importaba. No sé bien cómo lo hacía, pero mostraba certeza de que saldría victorioso en sus locuras. Estaba repleto de historias y de vivencias, un atractivo que lo hacía ser, en el fondo, un hombre interesante. Aficionado a la literatura existencialista, se pasaba el tiempo filosofando y cuestionándose el mundo con mucha propiedad espiritual. Rico, guapo y con el corazón gigante, Pedro Solís era el hombre del que nunca debía enamorarse una mujer.

    —¿Pero qué se siente? —se escuchó al coro de jovencitas cuando aterrizó en nuestras narices con un paracaídas. Pasábamos el fin de semana en Extremadura cuando Pedro se apartó por un rato sin que nos diéramos cuenta. De pronto, nos cayó del cielo sin importancia alguna, como si saltar a once mil pies de altura fuese igual a mecerse en un columpio. Madre

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