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Piel de Oso
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Libro electrónico245 páginas3 horas

Piel de Oso

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Un extraño joven busca a un anciano igualmente extraño. Antes que a sí mismo, busca sus pasos. Su viaje- que no sabemos si es real o imaginario- le llevará al lugar exacto en que la vida y la muerte ya no tienen importancia ninguna. El vientre del ser humano será la puerta de entrada de este nuevo mundo. Habrá que elegir si esto es un cuento filosófico o una road-movie onírica. Unas instrucciones de uso para la existencia. Un viaje al centro del ser humano. Una historia que une la escritura doble y la metalepsis. 

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento4 dic 2019
ISBN9781393654919
Piel de Oso

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    Piel de Oso - Patrick LOISEAU

    PIEL DE OSO

    (Primera parte:

    Viaje al vientre humano)

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    ––––––––

    Cuento filosófico

    de Patrick Michel LOISEAU

    Traducido por

    Javier Gómez Tejeda

    ©Copyright Patrick Loiseau (2018)

    Un extraño joven busca a un anciano también extraño. Busca, más que a él por sí mismo, sus pasos. Su viaje- no se sabe si real o imaginario- le conducirá hasta el lugar exacto donde ni la vida ni la muerte tienen ya importancia. El vientre humano será la puerta de entrada a ese nuevo mundo.

    Preámbulo: 24 de marzo de 2018

    Nacida de un flash, de una iluminación súbita, de una fracción de tiempo indolente o de un irresistible ansia por sobrevivir, esta historia podría haber sido engullida por el instante siguiente o condenada por urgencia o necesidad. Pero las historias son llamas que en verdad no se apagan nunca... Empecé a escribir este cuento en 1990, cuando surgió de unas ganas repentinas de hundir mi pluma en un tiempo más infinito, y lo dejé dormitando por aquí y por allá, despertándolo de vez en cuando, para por fin terminarlo...  veintiocho años más tarde, en 2018. Es decir, un ciclo de Saturno. .

    Sin duda Júpiter quizás posicionado en Mercurio en la casa III, estaba también listo para echarme una mano. O un bolígrafo.

    PRIMERA PARTE

    El vientre humano

    ––––––––

    1. Piel de Oso

    Piel de Oso era un anciano avaro lleno de locura y de sarcasmo. Se dice que llevaba consigo a todas partes un saco lleno de llaves que no se sabía para qué podían servirle. Se dice que algunas de esas llaves eran de metal y otras de madera, y para qué servían estas últimas era un secreto que se mantuvo siempre bien guardado. Porque, en efecto, ¿qué se puede hacer con una llave de madera? Se presentaron toda clase de teorías, pero nadie lo ha sabido hasta ahora.

    Lo seguro es que Piel de Oso tenía subterfugios y astucias más que suficientes para vivir la vida. Había recorrido campos y ciudades, montañas y valles, ríos y desiertos, sin lamentarse jamás del camino que tomaba. Todavía hoy cuenta sobre él la leyenda que sus ojos no habían vertido lágrima alguna ni arruga alguna había fruncido su frente.

    Quizás eso sea cierto, pero nadie lo ha comprobado jamás. Ni yo mismo, que me encontré con él varias veces, puedo asegurar haber visto la menor señal en ese sentido. Siempre estaba a la vez presente y ausente, departiendo conmigo como si no fuera más que un reflejo simpático de mis propias respuestas. Siempre controlaba el tiempo para estar ahí cuando lo necesitaba, nunca antes, nunca después. Por eso, entre otras cosas, él era mi respuesta.

    Un día, lo vi desaparecer cuando mi boca se entreabrió para hacerle una importante pregunta. Iba a su encuentro para pedirle consejo sobre el sentido exacto de mi vida: quería que me explicara las reglas de la existencia, que me diera alguna herramienta o alguna clase de trabajo. Algo que me permitiera sobrevivir.

    Sin duda, en esa época me encontraba muy mal, y él parecía ser el único que podía ayudarme. Desgraciadamente, fue en ese momento, en el único momento que me parecía que tenía importancia en mi ya frágil existencia, cuando decidió desaparecer.

    Sufrí mucho con esa desaparición. Al principio, sin duda, porque su actitud me decepcionó. ¡Su presencia había sido siempre mágica y saludable y se iba volando en el momento más crítico! Pero, ayudado por mis reflexiones y por el paso del tiempo, poco a poco fue su ausencia de sí mismo lo que me desorientó y me causó dolor. Acababa de darme cuenta de que confiaba en él y de que era un aliado precioso. Una conexión vital y una fuente inagotable. Un relevo de mi conciencia.

    Entonces, me puse yo mismo en camino y lo busqué.

    Comenzó la gran búsqueda.

    Recorrí los mismos caminos que él, pasé por las mismas ciudades y corrí los mismos peligros. Lo seguí, lo adelanté, le pisé los talones y seguramente me lo encontré. Pero no lo vi ni una sola vez desde aquella gran partida a la que me acostumbró y que, quizás equivocadamente, yo considero como la última.

    Así, recorrí y volví a recorrer el mapa del mundo, redescubrí la geografía y la historia de los pueblos simplemente a partir de los pasos que él daba. El África de mi infancia se estaba convirtiendo en otro África cuando yo caminé por las arenas donde sus pasos habían marcado ya un camino. Los mares no tenían el mismo sabor que cuando yo los imaginé hasta que él no tomó un barco. A cada cara de mi vida, tras de él, descubrí el envés de otra realidad. Paso a paso, fui haciendo descubrimiento tras descubrimiento. Y entonces, de un descubrimiento a otro, me dejé caer en el dulce aprendizaje de las revelaciones. Descubrí el placer de abrirme al mundo gracias a su ausencia que, ahora, se había vuelto más preciosa para mí que su ya virtual existencia.

    Como si me hubiera convertido en un niño, volví a aprender los gestos, las emociones y los interrogantes de mis primeras experiencias. Y volví a aprender a crecer.

    Os he dicho que recorrí el mundo en su búsqueda. Y no lo encontré. Por lo menos, no lo encontré en carne y hueso. Porque, en el curso de mis viajes físicos y mentales, había estado cada vez más cerca, cada vez más presente, hasta que tuve la impresión de que bajo cada piedra, tras cada follaje, en cada taza de café o en la encrucijada de mis interrogantes mentales, una brizna de él- un soplo suyo- me interpelaba constantemente. ¡Y, de hecho, estaba allí! ¿Me había identificado con él o me había transmitido él, sin saberlo, una manera de existir?

    Aunque ya no fuera útil continuar buscándolo, pues conseguía hacerlo vivir sin que estuviera allí, mi conexión con su persona, paradójicamente, se hizo más fuerte, más exigente. Y necesitaba verlo de nuevo, al menos para decirle hasta qué punto su búsqueda había pasado a ser un viaje fantástico, que había comenzado como la búsqueda del Grial y había continuado como la conquista del vellocino de oro.

    No tuve esa suerte, porque, tras cinco años de camino a pie, de trenes, de rutas, de lanchas y de vuelos chárter, una dolorosa prueba me esperaba en lo más alto de la montaña más alta del paisaje mexicano: ¡un viejo pastor sin ovejas me contó que el viejo avaro había muerto!

    La noticia de su muerte me dejó primero estupefacto.

    Después, una vez pasado el momento de shock, intenté saber más. ¿Dónde, cuándo, cómo, por qué? Hice un sinfín de preguntas a mi anfitrión de las montañas.

    El anciano no me respondió enseguida. Dejó que el silencio se instalara entre nosotros, como si quisiera dejar que las palabras resonaran en mí y que su eco me respondiera. Llegué a creer reconocer en esa actitud lo que ya había visto en Piel de Oso.

    Y entonces, como si mis preguntas no tuvieran importancia, me respondió:

    -El hombre de muy lejos me ha dejado algo para usted.

    Y me tendió una mano, en el centro de la cual adiviné una de las llaves del viejo avaro. La llave no era de madera ni de metal, sino de hojas muertas trenzadas que un tratamiento especial había debido solidificar para impedir que se convirtieran en polvo.

    En ese momento, sentí una emoción particular que todavía hoy no llego a describir bien por completo. Fue una mezcla de felicidad y ataque intestinal. Me hacía sentirme bien y mal al mismo tiempo. Y, más que mi cabeza, mi cuerpo fue el primero en sentirla. En cualquier caso, era un regalo maravilloso.

    -El hombre decía extrañas palabras que parecían ir dirigidas a usted- prosiguió el anciano.

    Reflexionó, como si quisiera reunir los pedazos que podrían estar esparcidos por su mente, cogió su bastón y se puso a dibujar en el suelo un conjunto de trazos y curvas.

    -Me dijo que la curiosidad le llevaría a usted hasta él... más exactamente me dijo: Vendrá allá donde yo acabe mi camino.- Y entonces hizo como yo, grabó unas rutas en la arena y añadió: - Tendrá que ir hasta el fondo de las doce noches que le separan de aquí a la frontera oriental.

    En ese preciso momento, mi alma se vio inundada de preguntas. Me pareció que me estaba precipitando ya hacia un mundo de cuento de hadas, un mundo dentro de mi cerebro, donde los valores humanos y las reglas morales no tenían ya validez.

    ¿De qué poder hacía gala, pues, Piel de Oso para poder ser capaz hasta ese punto de hacerme creer de repente que existía otra vida, una vida llena de tesoros por descubrir o de planetas por explorar?

    Estaba ahí, en una montaña en México, aceptando el delirio de tres locos: el viejo avaro, el anciano pastor y yo mismo. Como no era hombre que quisiera aferrarse de forma obstinada a las realidades del mundo, planté cara a los deseos del anciano desaparecido. Estaba listo para caminar una y otra vez hasta el punto que me había indicado Piel de Oso. Había hecho que me dijeran que fuera hacia el este, pues iría hacia el este. Había hecho que me previnieran de que el camino duraría doce noches, pues caminaría de noche hasta el duodécimo amanecer.

    Los ojos del viejo pastor centellearon cuando comprendió que había aceptado el desafío. Los años que había pasado en las montañas le habían hecho olvidar las apuestas de los humanos y los extraños manejos de los que se valen a veces los hombres de allá abajo para darse a sí mismos razones para vivir. Aquí había aprendido a apreciar la quietud y el silencio, y no compartía con sus animales otra cosa que una larga caricia, muda y respetuosa. No conservaba de los juegos humanos más que un vago recuerdo, el de la manera que tenía de mirar a los adultos hace ya medio siglo.

    Pero ya se estremecía de placer al pensar en el pequeño hombrecito que era yo y que iba a partir en busca de una quimera.

    Me ayudó a preparar mi viaje, me entregó una piel de cordero para las noches más frescas y un saco entero de víveres, cada uno más especiado que el siguiente. Decía que era una argucia para que las ideas no ocuparan el lugar del estómago.

    Me deseó buena suerte y me hizo prometer que iría a visitarle algún día.

    ––––––––

    ..............

    ––––––––

    Así comenzó, pues, mi viaje.

    Los primeros días de mi largo camino fueron tan secos y ardientes como glaciales lo fueron las noches. Atravesé, una a una, las fronteras que separaban la noche del día. Atravesé bosques, desiertos, pueblos, montañas y ríos, y me puse a contar el tiempo por el número de mis pasos.

    El contraste entre la noche y el día generaba en mí pensamientos que lo convertían en delicioso. En efecto, aprendí a distinguir las sombras de la noche, a ponerles nombre y hasta a dialogar entre ellas. La noche se convirtió en mi cómplice absoluta y todo mi ser cambió cuando entré en contacto con ella. En comparación, los días me parecían fútiles y carentes de todo mensaje esencial. No fueron sino etapas inmóviles, simples trampolines que me servían para atiborrarme ávidamente de las noches que esperaba con impaciencia. Cada crepúsculo era para mí una nueva puerta que no tardaría mucho en abrir. Mi espíritu percibía entonces sensaciones y emociones que los días eran incapaces de producir.

    Primero, descubrí que, a pesar de lo que dicen los libros de las escuelas, el negro es un color. Es un color, porque brilla y la noche nunca está muda.

    Después descubrí que el paso del día a la noche era un cambio de tiempo, que, como las sensaciones y los pensamientos, los relieves no son ni inmóviles ni fijos, sino que pertenecen, como ellas, a la sombra o a la luz dependiendo del momento.

    La misma luna, que aquí esculpía la penumbra de sus brillos, desaparecía allá y me dejaba dialogar con otras formas, otras sensaciones, otros brillos. El negro nunca fue completo, pues encendía en mi interior velas mentales.

    Ese momento, sin duda, no fue más que otra experiencia que sumar a mi existencia. Pero hasta entonces no había prestado mucha atención a mi manera de caminar por la vida e incorporar sus enseñanzas. Mi descubrimiento del contraste, de los días y las noches, llegó mucho más lejos de lo que llegaría un simple viaje de un puesto de observación a otro.

    A cada murmullo, a cada ligero movimiento, oía los pequeños vientos que vivían en el seno de la noche y que me soplaban palabras, como si un alma secreta que se paseara conmigo me soplara también una pista, un misterio que resolver, una interrogación que plantear, una respuesta que inventar.

    Estos pequeños vientos, discretos e invisibles, jugaban con la piel de mi yo, como diría el psicoanalista Didier Anzieu, pegándola a la noche y a la aventura como si estuviera envuelta en una dependencia simbiótica que la llevara hacia una posesión completa de mis pasos futuros. Un velo impreso, una filigrana del futuro...

    Y así pasaron mis doce noches, sin que hubiera contado en verdad los kilómetros que me separaban ahora del viejo pastor. Ya estaba lejos, y me lo imaginé al lado de sus corderos, seguramente tocando la flauta o degustando un almuerzo de jamón perfumado y vino de la campiña.

    Al amanecer del tercer día, sentí en mi interior que una profunda esperanza se apoderaba de mí: iba a encontrarme con Piel de Oso en la entrevista que me había prometido.

    El sol se levantaba majestuosamente, besando la hierba y los pequeños árboles con su multitud de rayos. El horizonte parecía en calma, acunado apenas por un ligero viento que parecía silbar una melodía. No era un espectáculo extraordinario: ya había visto a menudo amaneceres tan bellos como ese, y hasta había llegado a ver algunos que habían quedado impresos de forma indeleble en mi memoria.

    Aun así, del paisaje que tenía ante mis ojos se desprendía un ambiente particular. Los colores de las hojas de los árboles no eran ni los de los robles, los abedules o los nogales que había conocido en los jardines de mi infancia. Algunos árboles eran amarillos, otros eran azules o rojos, y había otros que eran multicolores.

    Esperé allí muchas horas y me pareció que nada se movía. Y entonces oí una música ligera que se elevaba en el aire y, casi enseguida, una voz femenina que le servía de eco:

    -Hoo-la-ooh-hoo-la-ooh...

    2. Las cuatro hermanas

    Al mismo tiempo, me di cuenta de que algo cobraba vida a mi alrededor. Como guiados por la música y por aquella voz extraña, primero aparecieron pájaros, y después pequeños animales de todas clases: conejos, ratones de campo, ardillas, comadrejas y muchos otros que no conocía tan bien. Parecían salidos de los dibujos animados de Walt Disney.

    Todo aquel movimiento desapareció en el momento en que la voz dejó de cantar. Los pájaros se posaron en las ramas de los árboles cercanos mientras que los otros animales se sentaban en el suelo. Se instaló entre ellos un

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