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Kushim: Parte 2
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Kushim: Parte 2
Libro electrónico318 páginas5 horas

Kushim: Parte 2

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¿Qué tienen en común: Leónidas de Esparta, Tales de Mileto, Sócrates, Alejandro Magno, Julio César, Adriano, los hermanos Björn y Hastein Ragnarsson, Gengis Khan y
Odorico de Ponderone?
Todos ellos aparecen en la segunda parte de Kushim. Y no serán los únicos...

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento31 ene 2023
ISBN9798215892862
Kushim: Parte 2
Autor

Cristian Romero de la Torre

Nacido en 1995, en Burjassot, Valencia.Pero es irrelevante, lo importante creo que es justificar porque escogerme a mí y no a otro de los tantos escritores de gran calidad que hay. Y no voy a tratar de convencer a nadie, pero si me preguntan cuál es el motivo por el que escribo, lo tengo claro. Me gusta provocar emociones, sea una sonrisa, un escalofrío o una lágrima. Esas reacciones que yo mismo he experimentado con la literatura y me han cautivado. En mis novelas cambio radicalmente de género y estilo, no se pueden encontrar dos iguales. Yo mismo no seria capaz de leer un solo tipo de novelas y aplico ese mismo principio sobre mis escritos. Espero que si depositas tu confianza en mis libros, recibas una experiencia diferente, entretenida, y quien sabe, incluso enriquecedora, si lo consigo, habré logrado el mejor de los objetivos.Como dijo el gran Edgar Allan Poe: 'durante la hora de lectura, el alma de lector esta sometida a la voluntad de escritor'.Cristian Romero de la Torre.

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    Kushim - Cristian Romero de la Torre

    KUSHIM

    Parte 2

    Cristian Romero de la Torre

    Mi más sentido agradecimiento a Carmen Romero, Cris García, Juanjo Soria, Andrés Navarro y Héctor González.

    Me conocéis desde hace mucho y seguís a mi lado, no se me ocurre mejor halago que ese: conocerme desde hace tanto, con mis virtudes y mis defectos, y seguir queriéndome.

    Gracias por tanto.

    Hostal.

    De nuevo me sentía desdichado, otra vez sentía el espíritu quebrado, una vez más no hallaba rédito en nada de lo que hacía. Inconsolable, amargado, consternado, solo y roto.

    Debía empezar de cero, pero parece una tarea imposible cuando cargas algo tan pesado. Tras tal cantidad de tiempo en este mundo, y después de perder a tantos seres queridos, debería haber atesorado una resiliencia inmensa, sin embargo, no era así, y cuánto más amaba más pesar sentía.

    Quería permanecer en Grecia, me agradaba su cultura y ya me había adaptado, además, no me veía capaz de marcharme. Pero tenía claro que no quería continuar en el Peloponeso, todo era demasiado reciente y los recuerdos de lo que había perdido me atormentaban.

    Pensé que lo mejor sería poner un mar de por medio. Tras dejar Esparta me desplacé hasta Corinto, y una vez estaba allí me enrolé en la tripulación de un navío, con ellos crucé el mar Egeo hasta la isla de Lesbos. No fue difícil encontrar marineros dispuestos a llevarme, parecía tan griego que me trataban como a uno más. De hecho, para pasar completamente por un foráneo griego, modifiqué mi nombre ante todo aquel que me encontraba, para quienes preguntasen, mi nombre era 'Kusicles' de Esparta.

    Una vez en Lesbos me dediqué íntegramente a la pesca. No lo hacía por sustentarme, no necesito comer, era básicamente mi forma de estar ocupado. La mayoría de veces pescaba más de lo que podía consumir y regalaba el excedente a quién lo quisiese o necesitase. La pesca no era más que otra manera de amenizar mis tediosas jornadas.

    Buscaba distracciones para evitar martirizarme con mis propias remembranzas, algo similar a lo que hizo mi hijo Athan en el pasado. La mejor forma de no pensar es estar entretenido, da igual con qué.

    A diferencia de otras ocasiones, esta vez hacia todo lo posible por evitar las relaciones. No quería amistades, ni vínculos, ni afinidades. Sabía que sentir apego por cualquiera desembocaría en una inconmensurable desazón. Era y sigue siendo un argumento estúpido, a la par que cobarde, el ser humano de poco vale si no tiene con quién compartir las experiencias, no obstante, estaba tan saturado que implanté esa idea en lo más profundo de mi ser. Cuando alguien exhibía amabilidad o simpatía conmigo yo respondía con insolencia y petulancia. Cualquier desplante me parecía justificado con tal de apartar al resto de personas de mí, aunque por dentro la soledad fuera tan desgarradora como el filo de una espada cerniéndose en mi pescuezo.

    Tras más de una década en Lesbos decidí volver a mi planteamiento inicial, por cautela me trasladé, para evitar cualquier sospecha. Mi desplazamiento me llevó a la ciudad de Focea, dónde puedo decir con total seguridad que viví algunos de mis años más oscuros. Mi declive fue tremendo y comenzó al conocer a un comerciante cuyo nombre ni siquiera puedo recordar. Lo que sí sé de él, es que vendía el alcohol más fuerte de toda la Jonia.

    Sabía de sobremanera lo que las bebidas alcohólicas les hacen a las personas. Ya había padecido anteriormente los estragos, tanto en mí persona como a través de mis seres queridos. Pero así de contradictoria es la naturaleza humana, a veces realizamos acciones, aunque sabemos que son perjudiciales para nosotros.

    Mi único nexo con aquel comerciante era el intercambio, peces por ánforas, así de simple. Por las mañanas pescaba hasta tener una buena cantidad y al mediodía se lo portaba.

    Hubo una ocasión particular en que mi captura fueron tan cuantiosas como extraordinarias y terminé con un gran género. Al realizar el trueque me entregó tanta cerveza y licor que no pude cargarlo. Como no podía llevármelo comencé a beber cual cosaco. Cuando me desperté estaba sobre un montón inmenso de estiércol. No sé con certeza de que animal o animales podía proceder, de lo que estoy seguro es que era una cantidad exorbitante.

    Ver la armadura de Athan y la espada de Menea recubiertas de heces fue algo que realmente me perturbó. En ese momento tomé una decisión, la cual a día de hoy todavía celebro. Ese mismo día, tras asear mis pertenencias, me hice con una sólida caja de madera. Cargado con ella me alejé de la ciudad y enterré todos los objetos; la armadura, la espada y la daga. No tenía intención de dejar de beber y al no portar nada conmigo me aseguraba de no extraviarlo.

    Lo poco que puedo evocar esos años es la embriaguez constante, las jaquecas, las peleas y mi caña. Por si con eso no fuera suficiente, también acabé siendo adicto a las cápsulas de adormidera, más concretamente al líquido que se extrae del interior. Al salir era fluido y lechoso, pero al dejarlo secar se transformaba su color y su tesitura permutaba hasta convertirse en resina. Yo ingería esa resina de manera descontrolada, provocaba en mí una sensación de alivio que era tan adictiva como nociva.

    No sabría decir con exactitud el tiempo que desperdicié así... Y aunque puedo recordar algunas mañanas, no recuerdo ninguna noche.

    En Focea no conté nunca con la simpatía popular, solía meterme en peleas constantemente. Estar tan embriagado me convertía en un cretino agresivo, en un idiota ridículo.

    Me dedicaba a desafiar y hostigar a todo tipo de individuos, me esforzaba hasta desquiciarlos. Cuando no podían aguantar más mis estupideces me atacaban y combatíamos. No solía ganar, no porque estuviera borracho, sino porque apenas exhibía ningún denuedo. Me atrevería a decir que solo lo hacía para que me golpeasen, para experimentar algo, ya que me sentía mal conmigo mismo y era mi forma de flagelarme. Aunque también era consciente de que por mucho que me atizasen y machacasen no cambiaría nada.

    Analizándolo ahora con la perspectiva del tiempo me doy cuenta de que el detonante de mi situación fue la pérdida de mi familia. Otra vez lo había tenido todo y otra vez lo había perdido. Ni mi condición, ni mi inmortalidad me habían servido de nada; ni siendo excepcional había podido evitar la tragedia.

    Tardé mucho más de lo que pensaba, pero finalmente pude afrontar el duelo. La aceptación llegó cuando me vi a mí mismo como un ser patético. Despertar entre heces de animales no fue tan sobrecogedor como despertar entre las mías propias. Heces, vómito y barro, así fue mi último día en Focea. Al despertar me sentí un despojo y un imbécil, e incluso había perdido la caña de pescar con la que me sustentaba.

    Me alejé hasta el mar y me aseé. Ese día, entre el sonido de las olas, decidí cambiar el rumbo que había tomado mi vida.

    Desde ese momento dejé de beber y de consumir sustancias estupefacientes. Aunque todavía albergaba mucho dolor, reflexioné sobre lo que hubiesen querido ellos para mí.

    De todo ese periplo saqué una conclusión, algo que ya debía saber dada mi avanzada edad, pero que me costaba mucho aceptar; uno no puede aferrarse al pasado. No importa con cuánta fuerza se haga, ya no está aquí.

    Mi siguiente destino fue la ciudad de Éfeso. No tenía intención de quedarme, era una peregrinación fugaz. En la ciudad había un templo de renombre dedicado a Artemisa. No imaginé lo majestuoso que era hasta estar frente a su inmensa entrada.

    Era glorioso, tanto que recibía visitantes de todos los lugares y de todas las índoles; desde reyes a campesinos todos querían vanagloriarse de su magnificencia. Si por fuera era bello, lo que se hallaba tras pasar las abundantes y extensas columnas de su entrada lo era mucho más. Esculturas, grabados, el oro y el mármol unidos en una perfecta y armoniosa simbiosis. Y la figura de la diosa ocupando un enorme altar al final. Hay ocasiones en los que uno mira alrededor y sabe que está frente a algo único y especial, para mí aquel fue uno de esos momentos.

    Tras asistir al esplendoroso monumento fui a la ciudad. Era muy bulliciosa, a los ciudadanos había que sumar los comerciantes, marineros y peregrinos, entre todos convertían la ciudad un importante punto comercial.

    Mientras paseaba preste atención a cuánto se hablaba a mi alrededor y fue allí donde escuché por primera vez el nombre del que posiblemente sea uno de los mayores conquistadores de la historia, Ciro II 'el grande'. Según pude discernir los habitantes de Éfeso estaban inquietos, Ciro y su ejército avanzaban expeditivos, ya habían llegado a Anatolia y se aproximaban imparables e impasibles hasta la región de Capadocia. De Ciro se oían muchos rumores, decían que sus ansias de conquista no tenían límite y que su ambición era desmedida, pero también mencionaban que era un gobernante justo y respetado. Sus múltiples concesiones hacia los pueblos sometidos eran muchas, les permitía seguir con su culto particular e incluso a algunas tierras las dotaba de una liviana autonomía. La primera vez que lo oí nombrar lo sentí lejos y no pensé que fuera a influir en mi vida, no obstante, el futuro me deparaba otros planes.

    Tras mi breve paso por Éfeso me trasladé hasta la boyante Mileto. Muy probablemente era en aquellos tiempos la ciudad más ostentosa y opulenta de toda la Jonia. La distribución de su arquitectura era muy diferente a la que se desarrollaba en la península griega. Aunque no fui hasta allí por su estética, lo hice para visitar a un afamado filosofo. Se llamaba Tales y decían que era un verdadero sabio, yo sentía curiosidad y me preguntaba si realmente era tan inteligente como todos clamaban.

    Tras preguntar a algunas personas obtuve su lugar de residencia, y allí que acudí. Aguardé en su calle horas hasta que por fin le vi salir de su hogar. Era ya un anciano, y se podía apreciar a simple vista que ya no atesoraba el vigor que acompaña a la juventud, sin embargo, eso no le restaba capacidad, pues la inteligencia suele ir ligada a la experiencia y esta a su vez se consigue con la madurez.

    No quería importunarlo, pero disimular nunca ha sido uno de mis dones. Enérgicamente y para su sorpresa le abordé casi de inmediato. Al estar a su lado se detuvo y me preguntó quién era yo. Le dije que solo era un humilde pescador y provoqué su sonrisa. Mencionó que mi trabajo era encomiable, porque todo en la vida estaba ligado al agua. Su declaración me cautivó y le cuestioné la afirmación. Me lo explicó de una manera simplificada, me pregunto qué tenían en común todos los seres vivos del planeta. Me percaté de que tenía razón, todo está estrechamente relacionado con el agua.

    Tales demostró su gran perspicacia al alegar que nuestro encuentro no era casual y me preguntó si podía hacer algo por mí. Manifesté que solo quería conocerlo y conversar, él por su parte enunció que había salido a pasear y que sí quería podía acompañarle. Obviamente mi respuesta fue un sí, no pensaba desaprovechar semejante oferta.

    Es una lástima que hayan pasado tantos años y mis recuerdos de aquella amena tertulia casi se hayan desvanecido. Si puedo rememorar la tesis principal de nuestra plática, en la cual yo le pregunté si creía en los oráculos y en sus predicciones. Tales se mostró reacio a todo lo sobrenatural, en su opinión los oráculos no tenían ningún poder divino y solo eran una forma de obtener dinero gracias a los necios. Y, lógicamente, Tales tenía razón, al año siguiente el oráculo de Delfos le dijo a un enviado del rey de Creso de Lidia que si se desplazaba a combatir y traspasaban el río Halis destruiría un imperio. Predicción que se cumplió, sí, el rey Creso cayó ante Ciro y perdió todo su imperio, que incluía las ciudades griegas de la Jonia.

    Aparte de eso, lo poco que puedo rememorar es que me explicó el método que había utilizado décadas atrás para predecir un eclipse. También me transmitió algunas de sus teorías, aunque lo cierto es que cuando Tales comenzaba a hablar costaba seguir el hilo de sus argumentos, no en vano es considerado como uno de los 'siete sabios de Grecia'.

    Mis primeras semanas en Mileto viví de modo trashumante, estaba tan acostumbrado que casi no percibía la diferencia entre tener un techo sobre cabeza o no tenerlo. Al menos es así hasta que la climatología se vuelve extrema y exhibe su intransigencia.

    Después de dos días sufriendo una colosal tormenta necesitaba un lugar óptimo para cobijarme. En ese momento recordé una vivienda abandonada a las afueras de la ciudad. Estaba lejos y se encontraba en la miseria, pero se mantenía en pie; y con tanta lluvia no es que tuviese muchas opciones.

    Me desplacé hasta allí y me sorprendí al aproximarme, sus mayúsculas dimensiones no se apreciaban desde la distancia.

    Me adentré entre sus truncados muros y avancé hasta la edificación. Todo estaba lleno de resquicios y fisuras, la vegetación había traspasado las paredes y el agua fluía a través de casi todos los techos. Distaba mucho de la excelencia, pero tampoco me podía lamentar, mejor allí que a la intemperie.

    Estaba dentro, en una esquina, esperando a que mi vestimenta se secase cuándo escuché un misterioso quejido. La primera vez pensé que el ruido se producía por la tormenta, pero la segunda vez percibí que no era natural. Me levanté y seguí el sonido, fuese lo que fuese no tenía como defenderme, sin embargo, tampoco tenía nada que perder.

    Con cierto pavor fui recorriendo una por una todas las habitaciones, había muchísimas, parecía un laberinto, me llevó bastante llegar hasta la correcta, pero al hacerlo la vi.

    Había una mujer de avanzada edad recostada en el suelo, tiritaba por el frío. Me sentí desolado al verla. Al hablarle se sobresaltó por mi presencia. Se apartó lentamente y me dijo que no tenía nada, que no le hiciese daño. Rápidamente le garanticé que no quería hacerle nada, que había venido a cobijarme porque pensaba que el lugar estaba abandonado. Le dije que me marcharía, pero ella afirmó que no era necesario, que si quería podía quedarme.

    Resulta que aquella mujer era la dueña del lugar y que la construcción fue antaño un fabuloso hotel para viajeros, un punto se referencia para los turistas que visitaban Mileto o sus aledaños. El nombre de la mujer era Elodie, y aunque no estuvimos mucho tiempo juntos se convirtió en alguien muy importante para mí.

    Permanecí con ella los siguientes dos días, hasta que la tormenta cesó y las nubes se disiparon.

    No tuvo reparos en contarme su historia; resulta que declive comenzó con la muerte de su marido y sus hijos años atrás. Conservó la posada e intentó que siguiese, no obstante, al no tener ningún tipo de ayuda, pronto aparecieron las adversidades. Clientes que no pagaban la estancia, paredes y elementos que se estropeaban y no se arreglaban, saqueadores que asaltaban la residencia. Su negocio quebró y ella terminó rindiéndose ante las desdichas.

    Tras su alegato comencé a cavilar una idea, un planteamiento que se instauró en mi mente. Y, sin ningún pudor, le mencioné el planteamiento a Elodie. Me ofrecí a reparar todos los desperfectos, a quedarme con ella y procurar el renacer del hostal. A cambio, me lo quedaría cuando ella falleciese. Elodie no pareció demasiado ufana, pero aceptó mi propuesta.

    Desde ese día me puse manos a la obra. Lo primero fue visitar Mileto y conseguir financiación. En aquella época no abundaban los prestamistas, sin embargo, si sabías buscar o tenías buenas recomendaciones podías encontrar uno.

    La negociación fue sumamente disputada, pero tras una gran deliberación acabamos llegando a un acuerdo. El pacto incluía al hijo bastardo del usurero, Xanthus, el cuál pasaba a trabajar para mí. Tuve que aceptar forzosamente, sin embargo, acabó siendo un gran subalterno y mejor amigo.

    Entre Xanthus y yo restauramos toda la construcción. Lo más difícil no fueron las reparaciones, fue encargarnos de la vegetación que se propagaba libremente tanto en el interior como en el exterior.

    A medida que el saneamiento avanzaba Elodie estaba más y más contenta. Ella también colaboraba, era una excelente cocinera y siempre tenía sabrosas recetas preparadas para cuando Xanthus y yo terminábamos la jornada.

    Para cuando concluimos la obra parecía un lugar nuevo. En cuanto terminamos los preparativos abrimos al público y comenzamos a recibir visitantes de todos los lugares. Xanthus los atendía y acomodaba, Elodie se ocupaba de la manutención y los cobros. Yo hacía un poco de todo, desde limpiar y reparar, hasta cazar. Con las presas que cazaba nos alimentábamos nosotros y a nuestros huéspedes.

    Al principio el negocio tuvo dificultades, pero poco a poco fue despegando hasta adquirir reconocimiento en la región. Tales influyó en nuestro auge, nos recomendó a quienes le preguntaban e inclusive nos visitó en diversas ocasiones.

    Poco después de la reapertura, ese mismo año, fue la conquista de Anatolia por partes de los aqueménides de Ciro II. Tras la caída del rey Creso todo el territorio pasó a ser una satrapía del imperio de aqueménide. Las satrapías no eran otra cosa que provincias, y todas debían sumisión y tributos a sus gobernantes persas. El cambio no fue súbito, pero sí se podía percibir un ambiente cargado de incertidumbre e histerismo.

    Y no fue lo único funesto que aconteció, al año siguiente Tales dejó atrás el mundo de los vivos. Al menos, aún después de su muerte, su legado y sus enseñanzas perduraron gracias a sus discípulos.

    A mí, personalmente, no me importaba quien nos gobernase, toda mi energía estaba enfocada y dedicada a nuestra empresa.

    Por desgracia cuando alcanzamos el punto álgido fue cuando Elodie falleció. La soterramos en la entrada de la construcción y planté una higuera para conmemorarla. Me decanté por ese árbol porque el higo siempre fue su fruta favorita.

    Tras su defunción, Xanthus y yo estábamos sobrepasados y por ello tuvimos que buscar a otra asalariada. Así es como dimos con Gredel, una mujer joven y muy capaz. Era madre soltera, así que su hijo también se trasladó con nosotros, su nombre era Zenos. Su situación antes de conocernos era delicada y por ello Gredel siempre nos trató con una desmedida cortesía. Ella ocupó el puesto de Elodie como cocinera y todo volvió a la normalidad.

    Éramos un conjunto pintoresco, pero nuestros lazos eran tan puros como rudos. Fueron décadas en las que experimenté una enorme conciliación. Me gustó poder formar parte de la vida de Zenos, era un crío muy despierto y jaranero. Nunca te aburrías.

    Con los años la relación entre Xanthus y Gredel fue a más y se convirtieron en pareja. No me resultó inesperado, se atraían más que los imanes, y pasar tanto tiempo juntos les hizo establecer un estrecho vínculo.

    Nuestro negocio prosperó mucho, más de lo que jamás imaginamos, la cantidad de monedas y bienes materiales que acumulamos era exorbitante.

    Parte de aquel capital lo invertimos en mejoras para el territorio. Compramos ganado: gallinas, cabras y caballos; además plantamos árboles frutales y plantas herbáceas. Aunque lo más destacado fue cuando encargamos una segunda vivienda para doblar nuestra capacidad.

    Vivíamos tiempos fastuosos, y como es costumbre, nuestro éxito despertó el desagrado y la animadversión de algunas personas de la comunidad. Aún sin un motivo, envidiaban nuestra bonanza y nos deseaban la desdicha. Los siguientes meses empezamos a recibir a salteadores y delincuentes de toda índole. Algunos nos robaban ganado y comida, otros se adentraban en nuestra residencia en busca de nuestro patrimonio.

    El altercado más grave lo padeció la buena de Gredel. Un día mientras alimentábamos al ganado la escuchamos gritar. Al presentarnos encontramos a tres asaltantes que la tenían rodeada. Xanthus, Zenos y yo nos defendimos y peleamos contra aquellos rufianes, que no tardaron en huir despavoridos.

    Después del incidente decidimos armarnos, compramos espadas, arcos, escudos y lanzas. De todos nosotros yo era el único que tenía nociones bélicas, no obstante, tener aquellas herramientas tranquilizaban el ánimo de Gredel. Para evitar que pudieran robarnos, Xanthus y yo nos llevamos gran parte de nuestros bienes y lo escondimos en un lugar seguro.

    A pesar de que fueron años convulsos también fueron apacibles. Xanthus y Gredel se casaron, la ceremonia y el festejo fueron en el hotel; familiares, invitados y huéspedes nos acompañaron durante la celebración. Y fruto de ese matrimonio nació una preciosa niña, Gaia. Verlos tan enamorados y felices me hacía evocar mis vivencias en Esparta. Lo hacía con nostalgia, el dolor de antaño se había tornado glorificación.

    El paso de los años acabó por descubrirme ante mis agregados, como suele ser habitual, mi condición siempre me termina delatando irremediablemente. Cuando conocí a Zenos tenía cinco años, y ahora físicamente parecía más mayor que yo. Gaia había pasado de ser un bebé llorón a una adulta en un abrir y cerrar de ojos. Me había acomodado tanto que apenas me percataba de lo rápido que acontecía todo a mi alrededor.

    El primero en atreverse a preguntarme por mi aspecto fue Zenos. No entendía como era posible que no hubiera envejecido. Bromeé y le dije que se debía a mi alimentación, aunque en casa todos comíamos lo mismo.

    Xanthus y Gredel habían envejecido y ya no poseían ni la misma vitalidad ni la misma resistencia. Es por ello que sus hijos acabaron por sustituirlos en sus labores y quehaceres diarios. Fue una transición paulatina que se desarrolló lentamente.

    Llevaba muchas décadas en Mileto, aun así, no me planteé marcharme, aunque admito que el hotel influyó en mi decisión, ya que era una buena forma de enmascarar mi existencia. Las personas que usualmente nos frecuentaban solían ser viajeros que estaban de paso y yo rara vez me exponía cara al público. Allí pasaba desapercibido y nadie advertía mi presencia. No obstante, debía informar a la familia, lo compartíamos todo los unos con los otros, y mi intuición me decía que podía confiar en ellos. Así lo hice y así fue. Como vaticiné, ninguno de ellos me cuestionó y ninguno lo reveló.

    Todo era idílico. Lo chicos cuidaban el hotel mientras que sus padres disfrutaban de una merecida jubilación. Xanthus y Gredel ya casi no se implicaban. El mandato de Zenos y Gaia era igualitario y gracias a ambos experimentamos otro gran apogeo. Sus ideas e innovaciones elevaron todavía más la calidad del establecimiento. Había tal volumen de trabajo que tuvieron que contratar a terceros.

    Es muy particular... En algunas ocasiones no valoro lo bien que va todo hasta que la asolación hace acto de presencia. Me pregunto el origen de esa particularidad. Quizá no valoramos lo bien que va todo hasta que llega la adversidad. Y en esta ocasión la contrariedad nos golpeó con una inusitada y desmedida crueldad.

    Todo comenzó con una revuelta. Al principio eran rumores, luego se convirtieron en debates, después en grupos reducidos de ciudadanos, y finalmente todo concluyó con la unión de los insurrectos en toda la Jonia.

    En nuestra casa ignorábamos aquellos acontecimientos, sus alianzas, sus revoluciones, sus batallas. A nosotros nos parecía algo ajeno y no queríamos participar ni tener relación de ninguna manera. Para nuestra desgracia, a veces son las decisiones de otros son las que determinan nuestro sino.

    Aristágoras, el tirano de Mileto, pidió ayuda a las ciudades griegas más pujantes, y algunas acudieron a su llamada. Sus acciones llevaron a la destrucción de Sardes, la asoló con la colaboración de las tropas atenienses. Sardes hasta aquel momento era una ciudad muy relevante y capital de la satrapía, por eso fue atacada. Pero aquel agravio no hizo más que enfurecer al emperador Darío I, que era descendiente directo de Ciro.

    Entre esos acontecimientos y nuestro tajante declive pasaron dos años, un breve e ilusorio período de calma antes de la tempestad.

    Nos enteramos de las intenciones de Darío gracias a las aseveraciones de los viajantes que pasaban por nuestros lares. Parte del ejército persa estaba de camino a Mileto y tenían la orden de masácranos. No quería conquistar, solo ambicionaba venganza.

    Tras una gran deliberación convencí a Zenos y Gaia para que huyesen. A Xanthus y Gredel fue imposible persuadirles; pero no fue únicamente por testarudez, se debió a su avanzada edad. Xanthus apenas podía andar, tenía las articulaciones del tren inferior muy deterioradas. Gredel no estaba mucho mejor, tenía achaques y en ocasiones dudábamos de su sensatez. Ninguno temía a la muerte y no querían marcharse, habían residido casi toda la vida en el hostal; aquí se habían conocido, habían criado a sus hijos y vivido sus mejores días, ambos declararon que, si tenían que perecer, era en el hostal dónde querían hacerlo.

    Es bastante probable que sus hijos también se hubieran quedado de no ser por mí. No solo los persuadí, también les garanticé que protegería a sus progenitores. Y eso intenté hacer cuando llegó el momento.

    Nuestro hogar estaba muy próximo a Mileto, tanto que se podía llegar fácilmente caminando. La senda que lo conectaba era una de las más resguardadas y conocidas, en parte por nuestra pensión. Eso debió propiciar que los persas la utilizasen en su asalto terrestre a Mileto.

    Supimos que estaban de camino con

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