Relatos de una vida imperfecta.
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Este libro captura momentos impactantes, explorando las imperfecciones que dan forma a nuestra existencia. La pérdida, el dolor, el pasado, el tiempo, los derechos, y la aceptación...
Adéntrate en un universo de experiencias únicas. Desde los ecos del pasado, hasta los misterios del presente, cada relato pinta un lienzo narrativo propio.
Atrévete a sumergirte en estas historias independientes que te harán reflexionar sobre la belleza de lo imperfecto y la inigualable maravilla de vivir.
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Relatos de una vida imperfecta. - Crtwriter
En memoria de Raúl de la Torre Galindo.
Hermano, esposo, padre y un tío magnífico.
Copyright © Cristian Romero de la Torre 2023
Nadie muere del todo.
No me imaginaba lo que iba a encontrar al entrar en aquella habitación de hospital.
Todavía era de noche y el cielo apenas había comenzado a clarear.
Al acceder al interior me encontré las dos camas ocupadas, una por un desconocido y otra por un familiar.
A los pies de la cama del desconocido no había nadie, en la otra estaba la mujer del enfermo, recostada en un asiento reclinable, cubierta por un escueta sábana.
Los minutos se sucedieron, el sol comenzó a filtrarse por la ventana, fue entonces cuando una enfermera pasó a la habitación. Su incursión fue lo que alertó a todos de mi presencia.
La mujer de blanco encendió la luz y entonces lo vi. Debido a la oscuridad, no me había percatado hasta ese mismo momento.
Mi familiar, un hombre elocuente y resiliente, estaba amarillo, de un tono intenso, de un amarillo inquietante, jamás había visto un amarillo tan desapacible.
Buenos días, susurré hacía su esposa.
‘Hola’, respondió con pesar, con ese abrumador abatimiento que se puede ver en el cónyuge de un enfermo grave.
Esperé a que se despertase completamente, no había motivo ni necesidad de atosigar.
Ante ella mostré entereza, tuve que hacer acopio de todas mis fuerzas, pues lo cierto es que la imagen de su marido me había sobrecogido.
Comenzamos a hablar, al principio me explicó lo sucedido. Mi familiar tenía cáncer, eso era algo que yo sabía, algo que había tenido presente desde que me enteré de la noticia. Había superado un cáncer de colón gracias a una operación y a la quimioterapia, pero ahora, para colmo de desdichas, tenía cáncer en el hígado, un tumor considerable.
Me explicó que le habían puesto una prótesis en el hígado, ya que el órgano no funcionaba debidamente, ya no filtraba la bilirrubina, lo cual era la causa de su espeluznante color de piel.
Mientras conversábamos mi familiar se despertó, aunque lo cierto es que no llegaba a dormir, padecía una severa duermevela por los dolores.
El malestar que padecía era más que patente, emitía unos leves quejidos, acompañados de gruñidos, le temblequeaba el cuerpo, sobre todo las piernas.
Ella se acercó de inmediato y le preguntó qué quería. Aún en una situación tan agónica y funesta, mi familiar fue capaz de hacer un chascarrillo al saber que yo estaba ahí.
‘Su coraje es increíble’, pensé para mí.
Aquello fue un pequeño atisbo de la verbosidad que tuvo en vida, pues aunque era tremendamente imperfecto, siempre había sido racional y su particular sentido del humor había sido un bálsamo para todos.
‘Agua’, respondió, ‘fría’, agregó.
Al escucharle me levanté de mi asiento, ‘voy yo’, comenté sin pensarlo dos veces.
Salí de la habitación y recorrí el pasillo hasta las máquinas expendedoras, aquello me ayudó a reunir las fuerzas necesarias. Fue solo un instante, breve y fugaz, pero me ayudó mucho a recobrar la compostura.
Con la botella en la mano, y con el corazón encogido, regresé a la habitación 223.
Le entregué el agua a su esposa, y con una delicadeza encomiable y un mimo notable, le sirvió un poco.
Con la luz del día pude ver mejor al compañero de habitación. El desconocido era un hombre muy viejo, con una calvicie pronunciada y un cuerpo maltrecho. No hablaba, sus ojos eran cascarones vacíos, indiferentes y lastimeros.
No pude evitar pensar en lo injusta que es la vida, ese hombre tan anciano e inerte seguía ahí a pesar de ser un ente hueco, mientras mi familiar sollozaba por el dolor.
Ella lo auxiliaba, y yo sólo podía mirar aterrado y pensar en lo singular de la existencia. ‘Sólo tiene cuarenta y siete años’, me decía, ‘es muy joven todavía’.
Cuando hablaba con él, que solía ser cada pocas semanas, le preguntaba cómo estaba, pero nunca ahondaba en su enfermedad. No quería que su dolencia fuese el centro de su mundo, y yo optaba por simular ante él, quería brindarle intimidad y normalidad.
En ese momento, al verle de ese color mustio, con su cuerpo vulnerable y el tembleque, pensé en su hijo. ‘Solo tiene once años...’, es terrible. ‘Tiene que resistir más’, reflexioné.
Su esposa se volvió hacía mi después de atenderle y recuperó su asiento.
Continuamos charlando. Ha sido todo repentino confirmó, veníamos para una revisión, pero ha pasado esto, me comentó.
Le pregunté que habían dicho sus médicos, entonces me contó lo que menos quería oír, la situación era muy perniciosa.
Le pregunté cómo lo llevaba él, y me dijo que habían evitado mencionarle los detalles, que creían que era mejor así.
No supe que