Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Bajo el cielo azul: Vol. 2
Bajo el cielo azul: Vol. 2
Bajo el cielo azul: Vol. 2
Libro electrónico322 páginas5 horas

Bajo el cielo azul: Vol. 2

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

En un futuro cercano y postmoderno, la industria de los cruceros enfrenta una crisis de reinvención para complacer a sus pasajeros con el capricho menos pensado, que revolucionará la industria.
Raquel es una hacker encubierta y disfuncional, que huye de un pasado conflictivo. Se embarca como housekeeping y, accidentalmente descubre un sistema secreto, Blue Sky, a borde de Dream Cruise Lines, que involucra muchas muertes sospechosas. Decide retomar sus habilidades informáticas y enfrentarse a ellos durante años, a costa de sus intereses personales, su salud mental, y hasta de su propia vida. Una aventura que traspasa fronteras y emociones profundas.

Engelly Filmart (Lima, Perú), es titulada en Ciencias Audiovisuales. Luego de pasar por talleres de cine y algunas experiencias haciendo cortos y escribiendo guiones, decide conocer el mundo trabajando como fotógrafa y editora de documentales en cruceros. Después, se anima a experimentar con la cocina en yates privados, otra expresión artística que le viene de familia, pero escribir es su favorita.
Se define como una mujer de mar, una atípica latina a la que le encanta el campari en las rocas, con solo una rodaja de naranja sumergida.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 oct 2018
ISBN9786124342516
Bajo el cielo azul: Vol. 2

Relacionado con Bajo el cielo azul

Libros electrónicos relacionados

Ciencia ficción para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Bajo el cielo azul

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Bajo el cielo azul - Engelly Filmart

    editorial.

    Segunda etapa solar

    Saliendo de la pesadilla

    Todo se había estropeado, no viajé. Desperté sola en un hospital, cuando vi todo blanco a mi alrededor, pensé que estaba camino a la otra vida, pero luego entendí que seguía en el mismo infierno. Sí, no podía morirme aún, sino no estaría contándoles todo esto. Lo siguiente que tuve que enfrentar fue el miedo a mover todo mi cuerpo. Primero, comencé por la cara, desde la frente hasta el cuello. Fue un alivio sentir que mis músculos y mis cinco sentidos estaban a salvo, al menos eso estaba descartado. Respiré profundamente antes de continuar. Comencé a mover los dedos de ambas manos hasta arriba, pero, a medio cuerpo, ya sentía un dolor creciente que se ubicó en el hombro izquierdo, pudo haber sido mi corazón. Lo más difícil era comenzar a mover los dedos de mis pies, me puse muy nerviosa. Respiré profundamente tres veces y, luego, entró la enfermera con el desayuno a darme los buenos días muy sonriente. Me quedé paralizada. Comenzó diciéndome que todo estaba bien y que me iría en un par de días máximo. La bala de mi hombro había sido removida y solo rozó el hueso. Recién pude moverme con más confianza, con una sonrisa de alivio. No veía las horas de irme de ahí, siempre le tuve pánico a los hospitales.

    Me dijo que no hable y respire, mientras me ayudaba a acomodarme en la cama para desayunar. Insistí y le pregunté por los demás. Su cara cambió y me dijo que ya venía el doctor a hablarme de eso, y se fue. Vino el médico y me contó que Jorge no pudo resistir tan fácilmente el trauma de las balas que le habían caído cerca al lóbulo derecho de la cabeza y en el pecho (lejos del corazón) y, por el momento, estaba en coma tipo 2, a un paso del 3. Me quebré en llanto y le pedí, con gestos, que se llevara mi bandeja, no podía ni hablar.

    En cuanto a Pablo, había recibido una bala en el estómago, tuvieron que sacarle el apéndice y se estaba recuperando bien. El médico decía que pudo ser peor, ya lo creo. El poste que nunca me gustó cerca de la entrada había desviado las balas, estábamos vivos, pero Jorge estaba prácticamente medio muerto. Tuvieron que inyectarme más suero porque no quería comer. Estaba en un shock nervioso, llena de impotencia.

    Recién cuando me dieron de alta pude entrar a la habitación de Jorge, fue demasiado impactante. Había muchos monitores alrededor suyo, con más de un sonido diferente de monitoreo, en su cabecera se conectaban varias máquinas, también había una especie de manguera azul a su lado derecho y muchos cables alrededor suyo conectados a sus venas y en su nariz-boca. Jorge estaba con la cabeza totalmente rapada y con los ojos cerrados, el doctor me seguía explicando sobre su condición. No reaccionaba ante estímulos, pero conservaba los reflejos cutáneos y profundos. Ya no tenía el reflejo de succión y tenía que lidiar con perturbaciones en la deglución. Dijo que en unos meses más podría evolucionar hacia el tipo 3 o, con suerte, retrocedería al tipo 1. Era un 50/50 de posibilidades.

    Me dejaron a solas con él. No me pude contener, me llegaba tener que irme de ahí sin él, después de lo mal que estábamos desde antes del accidente. Era la peor pesadilla después de aquel terremoto en el pasado que no pensé revivir tan pronto. Deseaba poder manipular todos esos monitores computarizados, como si de ellos dependiera que Jorge salga de ese estado. Tocar sus manos frías solo me hacía comprobar que era una pesadilla real. En cada lágrima que derramaba sobre su cama deseaba transmitirle algo de mi energía. No dejaba de mirarlo obsesivamente, esperando a que mueva algún musculo o haga cualquier señal que me haga sentir que me estaba escuchando. Me apoyé suavemente sobre su regazo, como cuando éramos niños y nos recostábamos en aquel sofá negro inmenso de la sala mientras veíamos televisión.

    Quería volver el tiempo atrás, quería hacer mil cosas. Ya no había coincidencias, la guerra estaba declarada. Maldito Blue Sky. Fui a ver a Pablo y también estaba dormido, con la parte baja del estómago vendada. Su madre estaba rezando sentada junto a él. Cuando vino su hermano Mateo, ambos comenzaron a hacerme mil preguntas, como si me estuvieran acusando de mala influencia para arriba. Preferí no dar mayor explicación. El doctor decía que le daría de alta en menos de dos semanas, dependiendo de su evolución. Mis nervios estaban a mil, tuve que pedirle al médico que me inyectara algo. Me sentía tan culpable por todo, prefería estar en el lugar de Jorge.

    Pagué unas cosas extras que no contemplaba nuestro seguro y los gastos de Pablo. Tomé un taxi y me fui de ahí, debía arreglar unos asuntos antes de volver al hospital a acompañar a Jorge, aunque el médico decía que no era necesario. Cuando entré al edificio, el encargado me miró como si fuera un alma en pena, habían pasado varios días desde el accidente. Todos se habían enterado de todo en todas las versiones posibles. Yo vestía el mismo jean, pero con un polo que me dieron en el hospital y el hombro bien vendado. Entré al departamento y vi mi equipaje cerca de la puerta. Metí la maleta y el carry on a mi cuarto sin desempacar. Me desvestí con cuidado y me metí a la ducha todo el tiempo necesario para no tocar la herida. Tuve que llamar de vuelta a doña Adelita, una señora que vivía cerca, ella era de baja estatura, cabello corto teñido de marrón y lentes ovalados. Me hacía bien su compañía, era paciente y tenía una voz muy maternal. Me ayudaba con mis vendajes, iba a comprar mis medicinas y cualquier otra cosa que haga falta. Continué con los calmantes para dejar de llorar, debía volver a la máquina, había mucho que hacer ahí. Así pasaron varias semanas, entre que iba al hospital y me seguían acosando los familiares de Pablo con la policía. De todos modos, ellos nunca iban a encontrar nada que me comprometa. Eso era algo fuera de sus ligas. Felizmente, Pablo se recuperó y calmó a sus familiares para que me dejen en paz. Continuó recuperándose en su casa, aunque tuvo que perder un semestre de clases.

    Cuando las aguas se calmaron, Pablo vino a verme para conversar mejor sobre lo sucedido. Estaba muy preocupado, la gente estaba hablando de más. Era demasiada coincidencia que, en menos de un mes, haya habido dos atentados y con la misma modalidad de pistola con silenciador, no era un simple delincuente. Eso no pasaba con tanta frecuencia. Además, ni siquiera había estado en un banco, sino en plena calle y en hora punta.

    Solo pude atinar a decirle a Pablo que los delincuentes ya se pasaron la voz de que yo vengo de trabajar del extranjero con plata y que no tardarían en extorsionarme con llamadas telefónicas, pero que arreglaría todo muy pronto con la policía. Pablo me creyó como víctima, y sí lo era, solo que por razones distintas y con verdugo distinto también. Le pedí que estemos más unidos que nunca y que lo ayudaría en todo lo necesario para que no se vean afectados sus estudios. No crean que me hizo gracia mentirle, hubiera preferido no hacerlo, pero me hacía más falta que nunca, como aliado y como amigo.

    Lo de Fabi no había sido casualidad, no pensé que fueran a llegar tan lejos. Yo era el objetivo, quisieron matarme dos veces, ellos no querían renovarme el contrato para seguir arriesgándose a tenerme cerca. Quizá hasta me habían investigado, en fin, aunque hayan descubierto mi currículo con falsa experiencia en hoteles o mis estudios de sistemas, eso no significaba que supieran que podía crackearlos. Además, hacía tiempo había pagado para que borren mis antecedentes policiales y tampoco podían saber mucho de mí en Internet porque no usaba redes y mis correos estaban protegidos.

    Me sentía muy sola, hasta mis vecinos ya querían que me vaya de viaje otra vez lo antes posible. Durante el primer año, después del accidente, comencé a consumir ketadim y semacol otra vez. No sé qué tenía esa cosa, pero me daba roche preguntarle a Pablo, en fin, lo fui dejando progresivamente, estaba bajo control. Me hacía sentir bien cuando la necesitaba y no sentía efectos severos en contra. Jason las consumía con mayor frecuencia durante años y no se veía mal, además, yo no tenía los problemas con el alcohol que él tenía.

    Reinventándome en Alaska

    Habían pasado casi dos años desde el accidente y Jorge seguía igual. Una vez más, lo iba a visitar sin resultados, había intentado mil cosas recomendadas por los médicos y lo que había encontrado en Internet, pero nada. Había gastado demasiado dinero en todo ese tiempo, además, debía actualizar mis equipos por otros nuevos. Algo que hacía disciplinadamente.

    Me dolió mucho dejar a Jorge a merced del hospital. Pero tenía que ser así. Acepté la propuesta para el crucero Victory, que salía desde Seattle el 19 de setiembre hacia Juneau (capital de Alaska). Hasta el 25 de setiembre sería el último crucero por Alaska, antes de cambiar itinerario hacia San Diego, ahí comenzaríamos la temporada de Hawái por varios meses más. No fue necesario empacar, mis maletas estaban listas desde aquel día. Le dejé una copia de las llaves a Pablo para que chequee la casa dos veces al mes. Él me mantendría al tanto de la evolución de Jorge, ya era como mi hermano.

    A nuestra app le estaba yendo bien, fue el único dinero que entró durante mis vacaciones, junto con algún certamen de videojuego en el que participé para distraerme un poco. También me distrajo aspirar, de vez en cuando, ketse, así le llamaba a ese mix de ketadim y semacol que ya había aprendido a fabricar con las porciones correctas para mí. Esa vez, llevé suficiente para mi siguiente viaje. Según el itinerario, era casi improbable que las pueda conseguir legalmente. Mi herida en el hombro cicatrizó mejor de lo que esperaba, pero no la deje así, fue motivo para un nuevo tatuaje. Era un rayo de fuego que la cubría. Era como un escape de fuga de los malos recuerdos…

    Dejé todo bajo control y proseguí con mi viaje, aunque, esta vez, me dolía mucho más tener que irme. La primera parada fue un hotel en Seattle cerca al aeropuerto de Tacoma, ahí pasé la noche antes de embarcarme. Dejaba el frío de Lima por más frío en el norte, ya no importaba, mi corazón se había enfriado lo suficiente. Aquel día, me la pasé fuera del hotel, ni bien llegué, quería irme a la ciudad para distraerme con sus museos y la música de sus calles, su onda artística era como un ala protectora. Finalmente, tomé un taxi hacia el parque Seahurst. Ahí estaba, bien abrigada y sentada en una banca frente al mar. No quería ir hasta el Space Needle, habría demasiada gente. Quería estar en un lugar de energía dispersa y positiva, sería como mi yoga mental antes de subir a escena en el Victory, al día siguiente, porque, esta vez, sería más duro que la última.

    La hora azul se estaba poniendo. En el horizonte, se lucía el cielo azul más puro y, progresivamente, era invadido por misiles aterciopelados de fuego y una que otra bomba púrpura que parecían, caprichosamente, querer sabotear la belleza más iluminada. Si aquellos colores tan inspirados guardaran mensajes igual de bellos, me encantaría poder descifrarlos, ojalá pudiera… Había una batalla en el cielo que volví a disfrutar y me embelesó hasta que la noche cayó con todo su peso. No importa qué tan bello sea el show de luces que luzca el cielo, la noche enigmática siempre iba a ganar una y otra vez… Ya estaba lista para mi siguiente batalla.

    Me di un baño de agua fría a las seis de la mañana, prefería aprovechar el tamaño normal de una ducha decente antes de tener que acostumbrarme a los tamaños ridículos de un trasatlántico. Ya estaba bien despierta después de eso. Me animaba un nuevo itinerario, después de todo, iba a conocer Alaska, aunque sea por unos días, y, con suerte, vería alguna aurora boreal que no pude ver en Noruega. Camino al puerto, me despedí del Space Needle a lo lejos y pensaba que mi hermano nunca pudo viajar. Estaba atrapado en otro tiempo y espacio donde no podía acompañarlo, pero ya cambiarían las cosas. Tenían que cambiar.

    Era un día soleado, con cielo azul de campo, pero con mucho viento. Llegué al puerto, pasé los controles y fui hasta el barco, donde éramos nueve crew esperando ser embarcados por una puerta alternativa. Los pasajeros siempre embarcaban por la puerta principal, con alfombra y foto de bienvenida. El Victory era un barco de categoría freedom, menos grande que el Wonderland. Era un barco con la mitad pintado de azul marino y el resto de blanco con los life boats color anaranjado. Tenía un look clásico. Entramos todos después de que verificaran nuestros pasaportes. Un argentino y yo éramos los únicos latinos. Los demás parecían asiáticos.

    La parte más tensa fue cuando mi equipaje pasó el control de rayos X. El encargado de seguridad me pidió abrir mi carry on, por más que le sonreí, insistió en que lo haga. Así lo hice y encontró una botella de pisco rectangular, me la quitó. Quiso revisar más, pero tomé su mano y, con una sensualidad desesperada (no sé de dónde), le dije que ya estaban los demás esperando demasiado. Una vez más, volvía a esa nave espacial internacional, contra viento y marea. Volví a despedirme de mi pasaporte, recoger mi uniforme, tomarme la foto para el ID, etc. Una vez más, debía pasar por el suplicio de los training de dos semanas.

    Uno de los asistentes del crew office me escoltó hacia mi nueva cabina personal del deck 5, era prácticamente igual a la anterior, solo que el alfombrado era un jaspeado de azul, rojo y verde. Como siempre, disfruté tener la ventana circular (aunque sea pequeña) cerca de mi cama. Desempaqué rápidamente, comí, me puse el uniforme y me enganché el radio a la cintura para el boat drill de los pasajeros, esa vez, no me escapé. Era un lindo barco, con 4417 pasajeros y 1394 crew. El anuncio de partida me tomó por sorpresa, el segundo round estaba oficialmente en proceso.

    Después de zarpar, fui hacia mi nueva estación del exclusive team que quedaba en el deck 7. Esta vez, solo fuimos un equipo de seis chicas con cinco suites a cargo cada una. Ahí estaba yo, con el uniforme de siempre, la falda, la blusa blanca (que tapaba mi nuevo tatuaje) y el pañuelo al cuello; esa vez, sí usaríamos el saco azul cuando estemos en Alaska. Las otras cuatro chicas se veían muy serias, pero, para mi sorpresa, mi amiga Isabel, del último contrato, estaba ahí (disimulamos). Cada una tendría una jefa directa, la mía era Dana, una mujer entrada en los cuarentas, de Republica Checa, que parecía tener el ceño fruncido tatuado, como si hubiera nacido con él. Era tan blanca que el contraste de sus ojos azules, el tinte negro en el cabello y las cejas eran demasiado grotescas, no necesitaba hablar.

    La bienvenida fue como de cuartel general. Me dieron las indicaciones de rigor, seguidas de un tour por el área. Una de las mayores diferencias de la estación, o la sala donde nos reuníamos, con la anterior, era solo el tamaño porque seguía el estilo del «todo blanco» en los muebles, paredes y techos. Solo el piso era alfombrado de color gris y el galley era todo metálico. El galley era una habitación entera, con los cinco chefs trabajando adentro sin parar. Nosotras solo podíamos acercarnos con los famosos guantes a la barra para retirar los platillos, sobre todo porque en Alaska las medidas sanitarias eran extremas. Dos chefs eran italianos, dos canadienses y uno portugués, ese era el chef con el que trabajaría seguido. Me dieron el manual del reglamento para refrescar la memoria y luego me reuní con Dana para que me leyera la evaluación con la que terminé en mi barco anterior, solo para que me recuerde que ellos saben cómo terminé en Wonderland y que mantenga la discreción al máximo.

    En la cena, busqué a Isa para sentarnos juntas en el bufet del open deck que, en este caso, quedaba en el deck 12. Nos sentamos alejadas del resto en una esquina y fui al grano con ella. Por las reglas de BS, sería mejor que no nos vean juntas tan seguido en público y que mejor nos reunamos para estar más relajadas en la cabina de ella, también le dije que no crea nada de lo que se decía de mí y que no quería hacerle daño a nadie ahí.

    Isa me dijo que, sospechosamente, unos días después de que me fui, mi ex jefa Kate y otras dos colegas suyas tuvieron una fuerte infección estomacal y fueron enviadas a casa, hice como que lo sentía, no pregunté más y seguí comiendo como si nada. Entonces, tenía sentido que hayan quitado ese maldito tazón con los supuestos antidepresivos, en fin, al menos mi atrevimiento sirvió de algo. Isa era una buena chica, pero prefería no confiar en nadie. Había demasiado en juego.

    Amanecí, después de una mala noche, con la isla de Vancouver frente a mí, el resto sería puro Alaska porque vendrían Ketchikan, un paseo por Tracy Arm, Juneau, sea day, Anchorage, Homer, Kodiak, Glaciar Hubbard, Sitka, sea day, Victoria (Canadá) y Seattle para desembarcar. Lamentablemente, no pude conocer Canadá ese día, por el trabajo, tendría que esperar hasta Victoria. El itinerario era lo único que me hacía ilusión, los demás se veían hartos y aliviados de que sea el último crucero para allá. En Alaska comenzaba el día más temprano que en cualquier otro itinerario porque ahí amanecía alrededor de las 5 de la mañana. Habían sido meses de extra estrés por los estándares sanitarios que impone Alaska. Ahí, la producción de desechos radiactivos es una broma, ahí no hay espacio para el uranio que, mayormente, es importado de Australia.

    Los primeros días me los pasé en el bar luego de horas de estrés limpiando como si tuviera algún trastorno obsesivo compulsivo. Ni siquiera contemplar el Tracy Arm (aunque parecía más bien un antebrazo) me alivió lo suficiente. Tendría que esperar al próximo crucero para ocuparme mejor de mis asuntos ahí. Aquel crew bar azulado paraba lleno como siempre, ahí siempre se tomaba duro. No había espacio para los solitarios, pero yo me hacía uno, me costaba socializar con borrachines que balbuceaban groserías o con chiquillas huecas que solo hablaban de maquillaje, ropa y fiestas. Prefería hablar con el barman de vez en cuando.

    Recién en Juneau, el centro de Alaska, me animé a bajar. Era un día muy soleado (a través de las lunas), pero, al salir del barco, hacía frío y mucho viento. Seguí adelante en solitario, semi-abrigada, con mis audífonos, lentes de sol y un chullo que era de Jorge. Durante esa única semana lo único que quería era encontrar un refugio seguro, donde no encontrara ningún ápice de desconfianza y pueda posar mis pensamientos más profundos. Alaska era el rincón ideal, tenía la belleza que le faltaba a la gran ciudad estadounidense de mil disfraces desfasados, ahogados en su propio vómito neoliberal sin control. Acá no hacía falta aparentar nada, su belleza derretía a cualquier open mind.

    Necesitaba liberar tensiones. Caminaba sin rumbo y de subida por una colina lejos de las tiendas de suvenires y lugares que ofrecían todo tipo de preparación a base de salmón, incluyendo hamburguesas. Las montañas eran imponentes, una parecía ser el eco de la otra sucesivamente. Me perdí entre recovecos hasta llegar a un bar atendido por una pareja con canas encima y la experiencia en el habla. Había dos hombres tomando cerveza en la barra y tres mesas ocupadas con poca gente. Era un lugar que parecía una gran cabaña de tamaño regular, que tenía todo de madera cortada muy rústica y unas cabezas empotradas (falsas) de los animales más representativos de la zona, como el águila, el oso, el reno, etc. No había televisión, otra razón más para quedarme ahí.

    Me senté en un rincón y la señora se me acercó a tomarme la orden, obvio que pedí salmón (el verdadero) a la plancha con una ensalada caliente de vegetales de la zona y una cerveza local también. El lugar estaba tan plagado de madera, que el olor acariciaba mis sentidos. Saqué un block con un lápiz y comencé a dibujar como antes, había escuchado por ahí que era un ejercicio infalible para la relajación. La música era mainstream en bajo volumen. Alaska era especial, nunca había visto días tan largos en mi vida. Recién a las 9 y 30 de la noche comenzaba a oscurecer, era una hora azul larga y particular porque era muy pasiva en sus colores.

    Disfruté mi almuerzo con mucha calma, algo que no tenía en el barco. De eso se trataba, de poder tener un momento donde detuviera el tiempo a mi antojo, donde no me preocupara de ser vigilada, donde no me conozca nadie y pueda comer algo relativamente saludable, al menos más que en el barco. Era un lugar tranquilo, la mayoría de los habitantes tenían un promedio de 50 años y, si no fuera porque estábamos en primavera-verano, la ciudad parecería un pueblo fantasma.

    Mi supervisora me tenía en la mira todo el tiempo, le costaba disimular. Yo visitaba mis cinco suites puntualmente, no les iba a dar pretextos para que me jodan. Lo que no sabían era que estaba muy al pendiente de quién suministraba las pastillas y cuál era la dinámica. No iba a desaprovechar la más mínima oportunidad de saber dónde guardaban las pastillas y cómo conseguir una muestra de cada una. También me cuidaba de no ser vista con Isa seguido, tenía que aparentar ser lo más inofensiva posible.

    Fui a cenar al staff mess, arriba, el bufet estaba en hora punta. Una vez más, el olor brumoso, grasiento y el molesto ruido de los cubiertos rayando el plato invadía mis sentidos. Me senté en el único asiento libre lejos de la barra de comida, estaba al frente de la televisión. Al menos estaban pasando las noticias, en vez de algún reality fingido, aunque la verdad es que uno era menos peor que el otro.

    En las noticias seguían dándole vueltas a la tecnología del hidrógeno como reemplazo al petróleo para que las emisiones de dióxido de carbono se reduzcan, cuando esa tecnología aún es muy cara y poco viable, además, la progresiva escasez de agua era lo que más seguía acaparando la inversión. Esas noticias llamativas solo buscaban generar zozobra en el consumidor para que consuman más agua o donen dinero para alguna ONG ambientalista que, en el fondo, usaba los fondos para algo más. Pero, como siempre, todos quieren creer lo que más les convenga. El mundo, de por sí, ya era bastante complicado, y vivir con los ojos cerrados lo hacía más llevadero.

    Había noches en las que tenía sueños en cadena, en los que pasaba de un sueño a otro, y del que apenas recordaba colores difuminados y un sentimiento de dejar ir, de cambiar, de desfogar para sentirme ligera. Era raro que yo recuerde mis sueños, pero cuando lo hacía podía recordar haberlos tenido mayormente en colores. En fin, me sentía confundida, eran sueños nada más. Ya me estaba afectando la monotonía robótica de ese sistema.

    Amanecí cansada, faltaba poco para que termine el primer crucero. Todo se me pasó cuando vi por mi ventana el glaciar Hubbard, o lo que quedaba de él. El barco se había detenido para que todos tomen las fotos respectivas, no sé si la distancia del barco al glacial fuera la más apropiada por el bien del glacial, pero ahí estábamos. Al mediodía llegamos a Sitka y ahí me despedía de Alaska hasta no sé cuándo. Dejé todo bajo control y esquivé el almuerzo a bordo, quería contemplar Alaska hasta mimetizarme con ella.

    Era una ciudad pesquera muy pacífica y relajada, como si la mayoría de sus habitantes fueran retirados. Todos parecían conocerse entre ellos, yo caminaba sin audífonos y abrigada con una chompa larga andina tipo vestido que llamaba la atención por todos lados, una chalina celeste pastel y una cartera de tela impermeable. Caminé hacia el puente más llamativo de la zona y en la subida comenzó a llover, me oculté en un tejado y me puse un poncho de plástico descartable para continuar. Me refugié en un café, no era el más alejado de todos, aunque, ahí, todavía era invierno. Lo último que quería era enfermarme por el cambio de clima de Lima, aunque, ahí, todavía era invierno.

    La lluvia hacía que los locales se llenen, sobre todo a la hora del almuerzo. Había varios restaurantes de comida filipina y tiendas de suvenires con elementos rusos hechos ahí, también había lugares para comer caviar. Tuve suerte de encontrar una mesa en un café y quitarme ese plástico incómodo que llevaba encima. Esta vez no pude escoger, pero disfruté el momento. Era un local mediano, me senté en una mesa por el medio del local. El olor a café y buena comida impregnaban el lugar haciéndome sentir como en casa. Salmón y camarones de río serían perfectos con un café para balancear temperaturas.

    Había algo en la lluvia que me encantaba, creo que era esa manera tan suya de amplificar la naturaleza. Cuando llovía, sentía el olor de la tierra más intenso, las plantas, el olor de los pinos majestuosos y la humedad del aire, que parecía atravesar la nostalgia y hacerme más reflexiva. Y el sonido de la lluvia en el techo, en el suelo o en todo lo que toque me susurraba mil cosas, me perdía en entrelíneas. La lluvia era el pretexto ideal para sentirte cobijado y acompañado sin más explicaciones, no importaba cómo ni dónde. La naturaleza manda. No importaba que no esté tan abrigada (aunque lo estaba), cada sorbo de café y la cantidad de gente alrededor (la mitad eran de Las Filipinas) creaban el calor familiar ideal.

    Cuando el sonido se detuvo progresivamente, la gente comenzó a migrar. Había leído que había un museo de la ciudad y fui para allá. Las casitas de madera color pastel con ventanas y puertas de filo blanco con techo triangular de color oscuro parecían repetirse con mínimas variaciones entre ellas. Aquel modelo conservador parecía delatar la edad de la mayoría de sus habitantes. Pasé por una iglesia ortodoxa muy bella, me asomé como turista apreciando su arquitectura y vi a dos de mis supervisoras desde la puerta entreabierta, estaban rezando adentro. Me alejé.

    En el museo había muy poca gente, como es usual. Había mucho material sobre la historia

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1