Danzando con la bipolaridad
Por Belinda Garza
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Sofía es una joven mujer que a sus escasos veintitrés años, con el nacimiento de su primer hijo, sufre la primera crisis de manía, y aunque de la mano de la danza se recupera, con el tiempo vuelve a caer en las garras de la bipolaridad.
Ella siente que el contacto con la realidad se le escapa de las manos, que n
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Comentarios para Danzando con la bipolaridad
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- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Es una narración que genera intriga, que muestra que las personas con tab son comunes y corrientes en su forma de llevar su vida, que con los cuidados médicos indicados se puede tener bienestar padeciendo bipolaridad.
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Danzando con la bipolaridad - Belinda Garza
DEDICATORIA
A mi familia, que con todas sus imperfecciones siempre ha estado ahí para mí; eso es ser una familia A mis hijos, sin los cuales no concibo la vida; ustedes son mi cimiento, mi ancla, mi polo a tierra. ¡Gracias por tanto!
A mis amigos, que son la familia que uno escoge y, en mi caso, una de las bendiciones de mi vida. A mis psiquiatras y psicólogos, porque han sido una mano tendida para salir del agua cuando siento que me ahogo.
A Rene González amigo del Alma y de trayecto de vida
A mi amiga Leticia Gorostieta por todo su cariño paciencia dedicación y apoyo en la realización de esta novela.
Quiero dedicar muy especialmente esta novela: A todas las personas que sufren de Trastorno Bipolar, para que encuentren un poco de apoyo en estas humildes palabras. Y para todas aquellas personas que quizá no sufran de Bipolaridad pero han caído en las garras de la depresión o de cualquier otro tipo de padecimiento, o simplemente se sienten solos en este mundo. Deseo que mis palabras de esperanza y aliento lleguen al alma de quienes en estos momentos están leyendo esta novela y sea un bálsamo para sus corazones.
Prólogo
Esta novela narra la vida de Sofía. Su historia podría ser la tuya, la mía la de una hermana, una vecina nuestra o un conocido, y ahí es donde reside su valor más grande. Sofía sufre de trastorno bipolar, así fue diagnosticada y transita por la vida tratando ansiosamente de encontrar la cura y, además, encontrar el amor de su vida. En cuanto al trastorno bipolar se refiere; la única manera que encuentra es a través de la danza y de las terapias que psicólogos y diferentes psiquiatras, cada uno con diferentes métodos, le ayudan a salir de las crisis de manía y depresión que sufre a lo largo de su vida. Y en cuanto al amor decide correr riesgos conociendo diferentes personas que le aportarán experiencias dulces y decepciones que harán vibrar al lector.
Sofía es el ejemplo perfecto de una mujer empoderada y moderna; se sobrepone a un divorcio, a un internamiento en un hospital psiquiátrico, y a varias recaídas en la afección mental que le fue diagnosticada. En este sentido, es una heroína de carne y hueso. Ojalá querido lector te permitas ver lo que aún no has visto.
Su autora Belinda Garza no tiene pretensiones de erudición, con la novela, por el contrario escribe con el lenguaje simple de quien le cuenta una historia a los amigos, sólo que esto no es una historia cualquiera. Danzando con la bipolaridad es una novela que se entreteje con hilos de dolor, amor, valor esperanza, alegrías y decepciones. Y pretende iluminar un poco el camino de quienes transitan por el mundo de la bipolaridad.
Dr. Alfonso Lozano
Primera Parte
Tocando fondo
A los quince días de haber dado a luz, en julio de 1983, empecé a perder el contacto con la realidad. Según los médicos, se trataba de una psicosis postparto: veía a mis sobrinas como si fuesen pollitos, y no exagero; a ratos me reía intempestivamente, luego lloraba sin motivo alguno; me dio la manía de lavar los biberones una y otra vez. Y por más que los lavara me seguía pareciendo que estaban insoportablemente sucios.
Mi familia empezó a notar estas actitudes extrañas y ajenas a mí. Un día, cuando estábamos juntos en un paseo familiar, me dio por reírme de un señor que traía un peluquín y de una señora que caminaba con un vestido de motas, que para mí era Minnie, la amiga de Mickey Mouse. Cuando pasamos por un edificio comencé a jurar con vehemencia que ahí había ocurrido un asesinato. Alucinaba. Estaba fuera de la realidad.
Lo más peligroso: de vez en cuando veía a mi hijito como si fuera un hermoso bolillo, un pan que se movía. Estaba volando, y no podía aterrizar.
Recuerdo que en aquellos días dormía en la misma cama con mi hermana María Elena y su esposo Pedro: me había devuelto en el tiempo, era una niña y me daba pánico estar sola. Malena, como le decimos todos, fue comprensiva igual que su esposo Pedro.
Ahí empezó mi tragedia a los 23 años, por sugerencia de mis hermanas fui internada en un hospital psiquiátrico, pues mi padre no estaba enterado; después de dos años de viudez por fin se había casado y en esa época estaba de viaje por lo que no alcanzó a enterarse de lo que pasaba, su vida era viajar con su esposa Margarita. Era un mal sueño en el que yo caía a un vacío sin fondo, y la peor pesadilla es aquella que no desaparece cuando despertamos en la mañana. Mi ingreso a ese lugar ha sido una de mis vivencias más dolorosas; sobre todo porque lo viví cuando estaba pasando por una trastorno maniaco-depresivo como se le nombraba a la bipolaridad en los ochentas me encontraba en completo estado alterado de conciencia, por lo que no quisiera que se mal interpretara las cosas que a continuación describiré tuve la oportunidad de visitar a un amigo que actualmente se encuentra en el hospital psiquiátrico en el que yo estuve y me pude percatar que ahora las instalaciones son muy modernas de lo mejor las enfermeras son amables y profesionales. También me he dado cuenta de los avances en el tipo de medicamentos que se utilizan en la actualidad, y la forma de tratar a los pacientes ha cambiado radicalmente.
En mi caso aún hoy me da escalofrío recordarlo. Por fuera las paredes del psiquiátrico eran altas y blancas; por dentro, de color rosa. Las ventanas, enrejadas. Todo para mí era frío y cruel.
El psiquiatra que me atendió, Javier Soler, diagnosticó que padecía un trastorno maniaco-depresivo. Los medicamentos que me recetó, en lugar de calmar mis obsesiones, engendraban en mí una ola de malestares y dudas. Algunos psiquiatras por momentos ven a los pacientes como simples objetos sin alma.
Me sentía presa.
Dentro del hospital no existían divisiones, en el mismo espacio conmigo convivían esquizofrénicos, otros con trastornos limítrofes, suicidas frustrados. ¿Qué hago aquí?, me preguntaba al verlos tan cerca y tan lejanos al mismo tiempo.
Las enfermeras eran iguales a los personajes de las películas de hospitales psiquiátricos: tenebrosas, insensibles. Quizá en la realidad nunca se reían, pero en mi situación sus risas estentóreas me atormentaban. La comida era nauseabunda: menjurjes, mendrugos, pedazos de las frutas del infierno, trozos de las pezuñas del diablo; todo me revolvía el estómago. Todo lo veía volteado, repugnante.
Mi etiqueta: maníaca-depresiva. Quizás el diagnóstico era el correcto, pero las medicinas que me dieron eran avasalladoras. Mi cuerpo y mi mente no podían soportar ese abuso. Se supone que los medicamentos están hechos para curar, no para enloquecerte. No podía entenderlo. Con los primeros que ingerí mis ojos inmediatamente se voltearon a ver el cielo. No podía bajar los párpados. Apenas podía moverme. No obstante, mi instinto de supervivencia siempre ha sido una cosa seria, y aun estando así, lenta, con los ojos volteados, sintiéndome en otro cuerpo, busqué platicar con los otros pacientes. Si me quedaba sola conversando conmigo misma podía perder la batalla. Me hice amiga entonces de una mujer que tenía en su haber varios intentos de suicidio, se llamaba Yaneth. Nos conocimos por eso: porque no había podido cumplir su objetivo de quitarse la vida. Al parecer, sufría de esquizofrenia. Un dueto singular: una maníaca-depresiva y una esquizofrénica. Definitivamente, la amistad no sabe de etiquetas ni de diagnósticos.
Las voces que escucho en mi mente no me dejan en paz, me decía Yaneth. Ya no quiero seguir viviendo, me confesaba. Hay que tener esperanza, todo pasa, seguro en otra parte hay un mundo mejor, le decía yo desde mi pensamiento adormecido y lenguaje lento.
Platicábamos días enteros. Compartíamos nuestras historias de dolor. No hay nada más reconfortante que sentirse acompañada, aun cuando esa compañía venga de alguien que no quiere estar vivo. En sus palabras encontraba sinceridad, y eso yo lo apreciaba; escucharla me hacía sentir, por algunos segundos, que estaba para alguien. Adoraba cuando me comentaba de cada uno de los pacientes. Éramos como un par de doctoras que llevaban a cabo su reunión clínica mensual.
—El de la esquina que ves allá, con esa cara triste, sufre de depresión profunda y no sale adelante. Esta otra que está allí, que se llama María, sufre de arranques de irritabilidad. También sufre de depresión y ataques de pánico. Este otro, que se llama Juan, es maníaco-depresivo, igual que tú.
Esas conversaciones me hacían bien, así que la siguiente vez que nos vimos le conté que había escrito un poema.
—Muéstramelo, me dijo Yaneth.
Le pasé un papel arrugado que ella desdobló y leyó en voz alta:
Internamiento
¿Cómo vas a enjaular a un colibrí?
¿Cómo arrancar sus alas,
Cómo desplumarle el cuerpo?
Aunque en su delirio todos coincidan
Con fuerza late su corazón
Para poder emprender el vuelo
—Me miró fijamente y solo acató a decir:
Me gustó mucho tu poema, así me siento yo también —y no se habló más del asunto.
Estaba lenta, ida, sin embargo, me negaba a que mi vida se paralizara. Me daba miedo despertar y que ya no pudiese hacer nada. O peor, me daba miedo que cada día fuese el último. Tenía mucho por hacer y no dejaba de pensar en ello. Me daba por torturarme con la idea recurrente de que en cualquier momento podían amarrarme en la cama por siempre, y fue por todo eso que se me ocurrió una idea para escaparme. No me refiero a que pensara saltar las paredes blancas, no; sabía que eso era imposible. La idea tenía que ver con la panacea de mi vida: la danza.
En la próxima reunión clínica se lo planté a Yaneth, mi colega.
—Se me ocurrió una idea —le dije.
—¿Estrangular a las enfermeras? —saltó a decir mi colega —sin duda lo había pensado—.
—¡No! —me asusté.
—Qué malo, porque sería una buena idea.
—Esa no… —intenté retomar el objetivo de la reunión.
—¿A poco no te gustaría agarrar a una de ellas por el cuello?
—No.
—Soy solo yo entonces.
Su cara de decepción me hizo sentir un poco de compasión. Por un momento, como pasa en otras reuniones, me permití el desvío. No quise alentarla en su idea —comprensible —de hacerle daño a una de las mujeres que nos atendía, pero tampoco quise que se sintiera sola, y ahí fue cuando le dije algo que sí había imaginado:
—Me gustaría darles mis medicamentos para que se pusieran lentas.
—¡Sí! Me las imagino lentas, ya no serían tan valentonas.
La reanimé, y me alegró; me gustaba verla reír.
Y volví al punto inicial.
—Ahora sí te voy a decir mi idea.
—Tu idea, sí.
—Puedo hacer algo para todos, algo que a mí me ha ayudado mucho.
—¿Qué?
—Bailar. Puedo enseñarles a moverse al ritmo de la música.
—Yo no sé bailar.
—¿Quieres aprender?
—Sí.
—Entonces ayúdame a invitarlos a todos a que tomen una clase de baile conmigo. Ah, pero antes, mira que escribí otro poema, pero esta vez lo leeré yo.
Y procedí a leer:
Mundo de cristal
Camino por paredes de cristal cortado
Entre sus filos me sangro
Y aprendo a mantenerme en pie
Mis muslos me sostienen
En un mundo que se quiebra.
—Te gusta mucho la poesía ¿verdad?
—Sí. Así es.
En honor a la verdad debo decir ahora que no sabía qué le estaba diciendo ese día a Yaneth. Lo único que yo pensaba era que necesitaba moverme para salir de ese mundo de cristal. Precisaba hacer algo que estaba segura de que sí podía ejecutar. ¿Para qué? Para poder