Historias del más acá
Por Daniel Burguet
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Las horas perdidas en eternas colas para cualquier gestión. Las terribles oficinas de trámites. El burocratismo neurálgico instaurado a todos los niveles. El maltrato en los servicios públicos. La incompetencia médica. La falta de educación social, formal. Todo eso se sobrelleva y minimiza con el filtro salvador del humor, tan necesario para los cubanos como lo puede ser la comida servida, al menos una vez al día, en cada mesa.
Y es tan surrealista la realidad que nos hace, a los cubanos, cuestionarnos si todo lo que nos sucede no es parte de un plan mayor. Si somos el reflejo de alguna realidad sobrenatural, llena de problemas, de trabas y leyes absurdas e inquebrantables.
La parca con planillas para organizarse el trabajo, ángeles que se cansan de servir en el cielo, demonios asustados por la brutalidad humana. Eso encontramos en “Historias del más acá”; un compendio de cuentos donde en clave de humor negro se lleva al límite el absurdo y se cuestiona, a través de personajes y situaciones, el día a día de muchos.
Daniel Burguet
Daniel Burguet (La Habana, 1989) es un escritor tremendamente talentoso con una capacidad innata para comunicar. Egresado del Centro de formación literaria “Onelio Jorge Cardoso”. Ha obtenido mención, durante tres años consecutivos, en el concurso “David”, convocado por la UNEAC (Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba). Premio “Oscar Hurtado”, y “César Galeano”, ambos en 2014. Participó en la XVIII Feria Internacional del libro de República Dominicana. Es miembro de la Asociación de Hermanos Saíz, organización que aúna a los jóvenes escritores y artistas cubanos. Con el presente volumen, “Historias del más acá”, obtuvo el premio Aquelarre 2016 al mejor libro de humor. Y ya se sabe que el humor en Cuba son palabras mayores.
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Historias del más acá - Daniel Burguet
octavo.
La abuela Concha
La abuela Concha estaba ya muy enferma. A sus ciento dieciséis años se desesperaba más por morir, que seguir mal disfrutando la vida. Un día empeoró su estado. Cayó en cama, no quería comer y se negaba a comentar de otro tema que no fuese el de su muerte.
Toda la familia fuimos a verla. Nos despedimos de ella, bromeamos alrededor de su lecho. Ella ni se inmutó. Abuela Concha era muy seria. Durante casi sesenta años fue dirigente del partido y, además, la encargada de sancionar a los militantes.
La enfermedad de abuela, a sus ciento dieciséis años, ya se hacía larga. Pasó una semana, luego otra... otra. Las semanas se sumaron.
Tres meses estuvo penando en su habitación, despidiéndose cada noche de los familiares que estábamos en la casa, como si no fuese a ver el próximo día. Nos preocupaba tanto que abuela Concha no muriese, que decidimos llamar al médico de la familia.
―Realmente no lo entiendo ―fue la conclusión del médico cuando la examinó―. Su abuela tiene todas las condiciones para morir, incluso tiene el ánimo; pero no muere.
Cuando un médico de la familia no te da la respuesta que quieres, o no lo entiendes, o lo entiendes demasiado y necesitas una segunda opinión, haces lo que nosotros hicimos: corrimos con abuela para el hospital.
Ella, tan deseosa de morir, se había negado a tomar agua y en eso llevaba ya cuatro días. Estaba tan deshidratada como almuerzo de astronauta. Tenían ustedes que verla.
Al llegar al hospital y ver los médicos su estado, corrieron con ella. Tuvimos que detenerlos antes de que se tomaran más trabajos. Yo fui el encargado de decirles que abuela quería morir; que llevaba ya tres meses agonizando y no acababa el proceso. Ya había sido revisada por un médico de familia que la declaró más muerta que viva, pero seguía con vida, y eso era lo que abuela, a sus ciento dieciséis años, no quería.
―¿Usted tiene ciento dieciséis años? ―preguntó un médico.
―Sí.
―¿Le gustaría unirse al Club de los Ciento Veinte Años que funciona en este lugar? Sería la anciana más longeva del club.
Mi abuela trató de reír.
―¡Yo lo que quiero es morirme!
―Y lleva ya tres meses y no lo logra ―la interrumpí, para ver si facilitaba las cosas.
A abuela la trasladaron para una sala con enfermos terminales. Le dieron su cama y el sillón del acompañante. Le desearon buena suerte esperando la muerte y diariamente venían a hacerle una revisión.
Una de esas noches, en la que me tocó ser el acompañante, me desperté a mitad de la madrugada. El enfermo que compartía la habitación con abuela no dejaba de toser. Se ahogaba, esputaba, volvía a quedar ahogado, volvía a toser. Estaba a punto de que le diera un paro.
Me levanté del sillón para buscar a un médico. No quería gritar a esas horas de la noche y despertar a medio hospital. Cuando me dirigía hacia la puerta, un hombre entró en la habitación. Vestía pantalón caqui y una camisa a cuadros en azul y negro. Espejuelos bifocales, el cabello peinado a un lado, en la mano derecha un maletín con el cierre abierto y varias hojas sobresaliendo.
Me hizo un apurado gesto con la mano de que me tranquilizara. No sé por qué le obedecí y regresé al sillón.
Se acercó al enfermo. Sacó de su maletín una hoja y comenzó a hablar.
―¿Usted es Eugenio Martínez Sosa?
El enfermo asintió. Estaba tan ahogado que ni hablar podía.
―Natural de Ciego de Ávila.
Volvió a asentir.
―Sus padres fueron Adalberto Martínez y Gloria Sosa, que en la gloria esté.
Asintió.
El hombre sacó un libro y anotó algo. Luego otro y volvió a anotar.
―¿Podría firmar aquí?
El enfermo, haciendo un esfuerzo sobrehumano, garabateó en el libro.
―Acompáñeme ―dijo y tomó al paciente por la mano.
El enfermo, ahora totalmente recuperado, se puso en pie y salió caminando con el hombre.
Yo, sin entender aquello, volví a dormir.
Al otro día en la mañana tal fue mi sorpresa al ver que el paciente que compartía cuarto con mi abuela estaba muerto.
Los médicos lo examinaron. Dijeron que había sido un paro respiratorio. Lola, la jefa de servicios médicos, me preguntó si yo había visto o sentido algo. Le hice el cuento del hombre a mitad de la noche y no me creyó nada.
Abuela seguía mal. Muy mal. Deseaba morir a cualquier precio. Y yo estaba dispuesto a complacerla a cualquier precio también. Incluso estuve tentado a hablar con los médicos para que la durmieran
, como hacen con los perritos con rabia.
Yo tengo el sueño muy ligero y otra de esas noches en la que me tocó guardia, pasó frente a mi puerta el hombre con el pantalón caqui, la camisa a cuadros y el maletín. Llevaba paso apurado y mientras caminaba iba revisando unos papeles que traía en la mano.
Me puse en pie activado por un resorte invisible. Sin pensarlo le seguí, me tenía que explicar lo sucedido noches atrás.
El hombre entró dos puertas más allá de la habitación de mi abuela. Quedé esperándolo en el pasillo, para no interrumpir. Luego de unos minutos salió con una anciana de la mano. La llevaba deprisa y la vieja se sofocaba.
―Aguanta ahí, socio ―dije sin saber realmente lo que debía decir.
El hombre se detuvo. Me miró serio.
―¿A dónde lleva usted a esa ancianita?
―Yo no la llevo a ningún lado ―respondió―. Entra al cuarto y la vas a ver durmiendo, porque esto es un sueño.
Caminé hacia el cuarto del que había salido el hombre, asomé la cabeza y, ciertamente, la ancianita reposaba en su cama. Al salir, el hombre ya no estaba. Regresé a mi sillón y volví a dormirme.
A la mañana siguiente, frente a mi puerta, pasó la camilla con el cadáver de la vieja que había visto la noche anterior. Esto se me estaba poniendo raro.
Corrí donde Lola, la jefa de servicios médicos, y le hice el cuento del hombre a mitad de la noche que había venido a buscar a la ancianita. Tampoco me hizo caso esta vez.
―¿Por qué no habré sido yo la que se murió? ―dijo abuela Concha cuando se enteró de la vieja que había muerto.
Me dio una lástima no poder ayudarla. Su muerte se escapaba de mis manos. La pude haber matado, pero luego la conciencia no me iba a dejar tranquilo. El hombre del maletín. Ese sí que podía ayudarla. Por donde él pasaba había muerte. Solo tenía que lograr que se llevara a abuela.
Fui hasta donde Lola y le pregunté por un paciente que se hallase en fase terminal. Me dijo de uno a cuatro cuartos del de mi abuela.
Hice guardia frente al cuarto del tipo por cinco días antes de que estirara la pata. Pero no pasó en medio de la noche. Que va. Fue a pleno día, sobre las diez de la mañana. El hombre del maletín se apareció frente a todos.
Caminó entre los doctores y familiares que había en la sala y se paró junto al enfermo. Al parecer solo lo veíamos el paciente y yo.
Me apresuré hasta el hombre del maletín y lo toqué por el hombro.
―Disculpe ―dije bajito―. Necesito hablar con usted.
La cara del hombre cambió por completo.
―¿Me acompaña, por favor?
El hombre del maletín