Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Regate: Mutiny de Texas
Regate: Mutiny de Texas
Regate: Mutiny de Texas
Libro electrónico287 páginas4 horas

Regate: Mutiny de Texas

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Regate.

1. m. Dep. En fútbol y otros deportes, finta que hace un jugador para sortear a uno o varios contrarios y no dejarse arrebatar el balón.

Ejemplos: Daniel Zavaro y Quincy Watson.

Como la estrella emergente de Houston, Daniel ha saltado a la fama siendo el capitán del equipo de fútbol profesional y el soltero más codiciado de la ciudad. Daniel lo tiene todo, excepto a alguien especial a su lado, y eso le parece maravilloso. No quiere ni necesita complicaciones en la vida.

Quincy lleva sobre los hombros unas mochilas muy pesadas. Después de que un trágico accidente le ponga la vida patas arriba, se convierte en madre soltera para cuidar de un sobrino recién nacido y del que nunca supo nada. Entre la maternidad, el trabajo a jornada completa y el dolor asfixiante por la pérdida de su hermana, todos los días son una lucha.

Cuando inesperadamente empiezan a cruzarse sus caminos, florece una amistad inverosímil. Los sentimientos cambian. Los límites se difuminan. Lo que pasa a continuación los sorprende a ambos...

Antes de que se den cuenta, la vida les ha hecho un regate.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento21 jul 2021
ISBN9781667407678
Regate: Mutiny de Texas

Relacionado con Regate

Libros electrónicos relacionados

Ficción general para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Regate

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Regate - M.E. Carter

    CAPÍTULO 1

    QUINCY

    «Esto no puede estar pasando», pienso mientras corro por el aparcamiento del hospital. «A mi hermanita no. A Sarah no».

    Atravieso puertas automáticas y me acerco a toda velocidad al mostrador. Poco me importa interrumpir a quien está hablándole a la enfermera en recepción.

    —Estoy buscando a mi hermana Sarah. Sarah Watson. Me han llamado y me han dicho que había sufrido un accidente. Soy Quincy, su hermana.

    Noto lo abiertos que tengo los ojos y lo cerca que estoy de hiperventilar, pero no puedo calmarme. Hace siete meses que no me hablo con Sarah. Hace siete meses que nos peleamos porque abandonó la carrera universitaria.

    Ella quería asistir a las clases de Formación Profesional y conseguir trabajo como auxiliar administrativa. Yo le dije que era una locura despreciar una educación universitaria, que papá quería que tuviera un grado universitario y que no tirara a la basura los créditos que ya había aprobado. En ese entonces, ella tenía solo veinte años, así que me puse dura con ella. Intenté hacerla sentir culpable. Papá le había dejado ese dinero en el testamento para que se sacara una carrera, no un certificado de Formación Profesional. Ya tendría tiempo más adelante para sumarse a la población activa. Acabé colgándole el teléfono y me marché de casa hecha una furia aquel día. Como es costumbre en las mujeres Watson, ninguna de las dos se molestó en volver a llamar a la otra.

    Y aquí estoy ahora, desesperada por verla después del grave accidente en la carretera I-10.

    —Discúlpeme —le dice la enfermera a la persona a la que he apartado de mi camino. Me mira con amabilidad y me habla con tono tranquilo—. Respire profundo, la ayudaré a encontrarla. ¿Quién se ha puesto en contacto con usted?

    —Hum... No lo sé, no sé su nombre —digo, intentando recordar, pero soy incapaz de concentrarme—. Era un agente de policía. Me ha dicho que hubo un accidente y que la traían aquí.

    —¿Recuerda a qué hora ha ocurrido eso?

    —No han pasado más que unos pocos minutos. —Bajo la mirada hacia mi teléfono móvil—. Oh. Pues... ha pasado poco más de una hora.

    Me sonríe.

    —De acuerdo. ¿Cómo ha dicho que se llama su hermana? ¿Me da una breve descripción?

    Me paso un par de minutos respondiendo preguntas sobre Sarah mientras que la enfermera anota la información en su ordenador: un metro sesenta de estatura, trigueña, ojos azules, veinte años de edad.

    —¿Eres su familiar más cercano?

    Asiento con lágrimas en los ojos.

    —Nuestro padre falleció hace unos años. Soy la única familia que le queda.

    Me sonríe con la misma cara de lástima que he visto millones de veces cuando perdimos a papá. Normalmente me molesta, pero en este momento no. Ahora lo que necesito es saber que Sarah está bien.

    —Señorita Watson, la acompañaré a la sala de espera para familiares. Le haré saber al doctor que está aquí.

    Asiento sin decir palabra y la sigo a la salita que se encuentra más allá de la sala de espera principal. Parece sucia en comparación con el blanco impoluto de todo lo que la rodea. Sillas beis, paredes beis, moqueta bereber beis que pide un cambio a gritos por haber soportado durante años los preocupados paseos de familiares.

    —Voy a llamar al doctor —dice, y cierra la puerta tras de sí.

    Yo me siento. Y espero. Tal vez durante unos segundos, tal vez durante unas horas. No lo sé a ciencia cierta. Cuando se espera para saber el destino de un ser querido, el tiempo parece romper sus propias reglas.

    Una fuerte llamada a la puerta interrumpe mi línea de pensamiento. O mi falta de línea de pensamiento. No lo sé.

    El doctor entra a la sala, yo me levanto. En realidad, deduzco que es el doctor porque lleva ropa quirúrgica. Es alto y rubio; el típico estudiante de fraternidad que se vuelve médico profesional. Se presenta como el doctor Ballard y va directo al grano.

    —Su hermana sufrió un accidente de tráfico muy grave. No sé lo que pasó, eso se lo tendrá que preguntar a los agentes de policía, pero sufrió traumatismos graves. Se le fracturó el cráneo y tuvo lesiones internas significativas. Los enfermeros de la ambulancia que llegó al lugar del accidente le realizaron la RCP y lograron mantenerla con vida durante el traslado hasta aquí, y después nos ocupamos nosotros.

    Contengo el aliento y se me cae el alma a los pies. Noto hacia dónde se dirige esta explicación, y no puedo hacer nada para detenerlo. Creía que era malo tener que esperar para recibir información, pero he cambiado de opinión. Preferiría esperar más. Me gusta esperar. «Váyase, por favor, me quedaré esperando aquí otro rato más».

    —Le hicimos tres transfusiones para compensar la pérdida de sangre —continúa— e intentamos estabilizarla lo suficiente como para operarla. Por desgracia, sus heridas eran tan graves que no pudimos hacer nada. Lo siento, señorita Watson: no ha sobrevivido.

    Me desmorono en la silla, sofocando un grito con la mano. Las lágrimas ruedan por mis mejillas, incontrolables.

    Mi hermana.

    Mi hermanita.

    La única familia que me quedaba está ahora... muerta, y lo último que le he dicho es que era una estúpida y una vaga.

    La culpa me carcome por dentro mientras trato de procesar lo que acaba de decirme el doctor.

    Sarah ha muerto. Mi hermanita preciosa y llena de vida, cuyo sueño era viajar y sumergirse en las culturas del mundo, ha muerto.

    El doctor se aclara la garganta y solo entonces recuerdo que sigue presente.

    —La buena noticia es que su sobrino está perfectamente. Tiene unos moretones por el cinturón de su sillita, pero podrá llevárselo a casa esta noche.

    «¿Cómo? ¿Qué ha dicho?».

    —No, yo no tengo sobrinos —digo, segura de que me ha confundido con otra persona. «¿Significa eso que ha confundido a Sarah con otra persona? ¿Es posible que ella siga con vida?».

    Siento que la esperanza me invade el pecho hasta que el doctor vuelve a hablar, mirándome con la cabeza ladeada.

    —¿Está segura? Han cogido su bolso del lugar del accidente y, dentro de él, se hallaba el certificado de nacimiento. Sarah Watson es su hermana, ¿correcto?

    Le digo que sí con la cabeza, cada vez más confundida.

    —¿Entiendo entonces que usted no sabía que Sarah tenía un hijo?

    Le digo que no con la cabeza.

    —No nos hablamos desde hace más de siete meses. Nos... peleamos —murmuro.

    —Ah —dice comprensivo—. En ese caso, supongo que debo felicitarla. Se llama Chance Michael Watson, y tiene poco más de dos meses de vida.

    Lo miro con cara de tonta. Ya estoy sintiendo el vértigo. ¿Sarah tiene un hijo de dos meses? Eso significa que debía de estar embarazada de unos cuatro meses la última vez que hablamos. «¿Por qué no me lo contó?».

    De repente, cobra sentido la última conversación que mantuvimos. Sarah no quería abandonar la carrera por vaga. Solo intentaba hacer lo correcto. Estaba embarazada, probablemente tenía miedo y de seguro la aterrorizaba contármelo. La aterrorizaba contármelo porque mamá cogió sus cosas y nos abandonó cuando Sarah tenía siete años, así que yo asumí el papel de madre de la casa. La aterrorizaba contármelo porque ella sabía que la habría juzgado y le habría dicho lo mucho que me había decepcionado.

    Así que tuvo a su bebé sin mí.

    El llamado de alguien a la puerta me saca de mi ensimismamiento. Se abre la puerta y entra una señora canosa que lleva en brazos un bebito envuelto en una manta. La señora y yo nos miramos a los ojos y me sonríe.

    —Hola, señorita Watson —dice, caminando hacia mí mientras acuna al bebé—. ¡Qué alegría que pudiera venir tan rápido! El pequeño Chance se ha quedado dormido, pero se sentirá más cómodo en brazos de alguien conocido.

    No me molesto en corregirla. Independientemente de la manera de enterarme, este niño sigue siendo mi sobrino.

    La señora me coloca al bebé en los brazos.

    —Yo soy Victoria, la asistente social del hospital. —Mi mente sigue sin procesar la información de estos últimos treinta minutos, pero intento con toda el alma concentrarme en lo que me está diciendo—. El doctor Ballard ya le habrá dicho que Chance se encuentra estupendamente.

    Asiento y bajo la mirada para ver al bebé. Es muy pequeño. Parece una miniversión de papá, un viejito bebé. Cierra los ojos con fuerza y frunce la boca, como si estuviera tratando de dormirse. La gente siempre dice que nota el parecido entre Sarah y yo. Me pregunto si el bebé me confundirá con ella.

    —Estará un poco quisquilloso hasta que se le curen esos moretones —continúa la señora, sin darse cuenta de que es la primera vez que veo a mi sobrino—. Le he puesto paracetamol en su bolso de bebé. Encontrará también las instrucciones para saber cuánto darle y con qué frecuencia, en caso de necesitarlo. Intente usarlo con moderación.

    Me está diciendo todo esto como si fuera a llevármelo a casa. «¿Es que creen que me lo llevaré conmigo?».

    —Dado que su sillita se ha visto afectada por el accidente, ha quedado inutilizable. Sin embargo, le hemos conseguido una. Si quiere, podemos ayudarle a instalarla antes de que os vayáis.

    Finalmente caigo en lo que me está diciendo.

    —¿Me lo llevo a casa?

    Me mira con cara de perplejidad.

    —Usted es Quincy Watson, ¿cierto?

    —Así es.

    —¿Y usted es su único familiar con vida? —Le respondo que sí con la cabeza—. Usted figuraba como la familiar más cercana en todo el papeleo hospitalario de su hermana en el momento del parto, y también aparecía como persona de contacto en caso de emergencia. Supuse que querría usted la custodia del bebé. Ya hemos empezado a trabajar en el papeleo, y debería estar todo listo dentro de una hora más o menos. Si no quiere, podríamos proceder a tramitar la custodia de otra manera...

    —¡No! —exclamo enseguida—. Lo siento, es que todo esto me abruma. Ni siquiera sabía que tenía un sobrino hasta... bueno, hasta antes de que usted viniera.

    —Santo cielo —dice con sorpresa—. Eso sí que complica las cosas, pero no le daremos al bebé y luego nos desentenderemos de vosotros. Le otorgaremos un tipo de custodia temporal que se llama acogimiento familiar, para que no tenga que ir a una casa de acogida con desconocidos. Una asistente social irá a su casa en un par de semanas para ver cómo van las cosas, y tendremos que presentarnos ante un juez para que la custodia sea permanente. Así es como se procede cuando nos encontramos en esta clase de circunstancias desafortunadas.

    Vuelvo a asentir. Siento que asentir, mirar a la nada y sentirme aturdida es lo único que he estado haciendo.

    Mi hermanita ha muerto, y ahora he de criar a su bebé. Un bebé al que acabo de conocer.

    ¿Qué voy a hacer?

    CAPÍTULO 2

    DANIEL

    Detesto ir a comprar el sábado por la noche. Por culpa de lo perezoso que soy durante mis días libres, no me molesté en abastecerme de comida antes del viaje con el equipo; así que ahora no me queda nada en casa, ni desodorante ni leche ni nada.

    Al menos ya es medianoche. Eso significa que hay pocas personas en el supermercado y muchas cajas tiradas por ahí mientras los empleados reponen los productos de las estanterías. Las cajas son útiles para ocultarse de los insensatos aficionados del fútbol.

    No es que haya muchos en esta ciudad, si los comparamos con los aficionados al fútbol americano; pero los seguidores del fútbol están locos. Muy locos. El fútbol es el único deporte en que los aficionados se traen sus bombos y silbatos al estadio, y los tocan durante el partido entero. La locura por el videojuego FIFA habla por sí misma.

    Como delantero y capitán del equipo, suelen tratarme con dureza cuando me reconocen por la calle. De ahí la necesidad de esconderme detrás de las cajas.

    Además, se me están atragantando los saques de esquina, y eso me pone de un humor de perros. Que Dios ayude al aficionado que intente hablar del tema.

    Oigo el llanto de un bebé justo cuando voy a coger un pack de botellas de agua. «¿Quién diablos saca a un bebé de casa a estas horas de la noche?».

    En el pasillo de los preservativos cojo una caja de la marca en la que confío. De normal utilizo la caja entera cuando nos vamos a jugar de visitante. Sí, la afición está loca, pero este trabajo tiene sus ventajas...

    Juego para el Texas Mutiny desde hace seis años. Casi desde que salí de la universidad. Me encanta. No solo hago el deporte que adoro para ganarme la vida, sino que juego para la gran ciudad de Houston. Siempre hay movimiento aquí, ya sea un festival o un concierto. Claro que hace calor en verano, mucho calor, pero eso es preferible a las ventiscas en invierno.

    Al doblar la esquina, paso por delante del pasillo dedicado a los bebés. Ese condenado niño no para de llorar. Por el rabillo del ojo, observo a la persona tan tonta como para traer a su hijo al supermercado Walmart después de la medianoche.

    Una rubia alta está examinando las diferentes marcas de leche maternizada mientras resbalan lágrimas por su cara y mece al bebé lloroso. Lleva el pelo recogido en un moño despeinado, pero viste como oficinista.

    Algo me dice que necesita ayuda. Solo que no sé de qué clase.

    Retrocedo con mi carro de la compra y voy sin prisa hacia la mujer.

    —¿Está bien? —le pregunto al acercarme—. Tiene cara de angustia.

    Ella levanta la vista y mira a otro lado rápidamente para tratar de esconder el hecho de que se está enjugando las lágrimas con la manta del bebé mientras el niño sigue llorando. No debe de tener más de un par de meses de edad, y reconozco esa clase de llanto: tiene hambre.

    —Hum... sí. No —dice, negando con la cabeza. Parece incapaz de ordenar sus ideas, así que hago lo que mi madre me enseñó desde pequeño: ofrecer mi ayuda.

    —¿Ha olvidado la billetera en casa? Estaría encantado de comprarle un bote.

    —No —dice a toda prisa, y entonces se muerde el labio al tiempo que a todas luces intenta reordenar sus pensamientos—. Puedo permitírmelo, pero no sé cuál necesita... y hay muchísimas clases.

    Nuevas lágrimas se deslizan por sus mejillas. La observo con más detenimiento. Lleva bolso, pero no es de maternidad y dentro no hay pañales ni biberón.

    —¿Cuáles ha probado?

    —No lo sé. Hum... No me lo ha dicho.

    —¿Quién no se lo ha dicho?

    Sé que estoy preguntando demasiado, pero antes de ayudarla quiero asegurarme de que no me estoy metiendo en un secuestro o algo de eso. Houston es una ciudad grande. Hay muchos desequilibrados ahí fuera.

    —La asistente social del hospital. —Asiento. Ya me siento mejor por entrometerme, pero ahora su historia me pica la curiosidad—. Mi hermanita... sufrió un accidente de coche y... —Se muerde el labio y se aguanta el llanto—. No voy a hablar de eso ahora. Él es mi sobrino, y tengo que llevármelo a casa, pero no sé qué leche necesita —dice, y se le escapa un sollozo.

    Camino un poco pasillo abajo, les echo un rápido vistazo a las opciones, cojo un biberón con el tamaño 1 de tetina y lo saco del envoltorio. Vuelvo a mi carro de la compra a buscar una botella de agua, cojo un bote de leche maternizada anunciada para estómagos delicados. Abro la botella y le preparo un biberón.

    —¿Qué está haciendo? —me pregunta mirando a nuestro alrededor, obviamente temerosa de que nos pillen—. Yo no he pagado nada de eso.

    —Pero va a pagar, ¿no? —Me dice que sí con la cabeza—. Estamos en un supermercado Walmart. A nadie le importa. El guardia de seguridad se asegurará de que uno de los dos pague esto antes de salir. —Me observa como si estuviera memorizando cada movimiento que hago—. Lo que les ocurre a los bebés es que no saben cuándo van a tener hambre, así que se alteran mucho al sentir las punzadas del hambre. ¿Me permite? —pregunto, y me estiro para coger al bebé.

    Me examina con la mirada unos momentos y me tiende al niño. Yo lo acomodo en la sangradura del brazo y, suavemente, le froto la boca con la tetina. Con ese gesto para de llorar casi de inmediato. Abre grande la boca y se prende. Succiona como si le fuera la vida en ello, y así es en cierto modo.

    —¿Cómo sé si le estoy dando la correcta? —pregunta.

    —Básicamente es un ensayo y error —le explico mientras me balanceo al ritmo de una música inexistente—. Sobre todo, si no sabe si le produce reflujo o si es alérgico a algún ingrediente. Como no lo sabemos, he optado por empezar con una diseñada para estómagos delicados. Esta parece que le gusta.

    Dirige la mirada a las estanterías, sin decir una palabra, como perdida en sus pensamientos. No sabe de leches maternizadas, pero sospecho que hay muchas cosas de las que no sabe nada.

    —¿Qué tipo de pañales debería comprarle?

    Le sonrío. Me alegra sacarle provecho al conocimiento que he ido absorbiendo con tantas sobrinas y sobrinos como tengo.

    —Los pañales son todos más bien iguales hasta que empiezan a moverse por sí solos. ¿Cuánto pesa?

    Rebusca en su bolso.

    —¡Aquí tengo la documentación del alta del hospital! —Saca los papeles y lee en silencio—. Aquí está: dice que pesa cinco kilos trescientos.

    —Yo cogería el tamaño dos. Le quedarán algo grandes aún, pero mi hermana siempre dice que prefiere ponerles pañales grandes a tener un montón de pañales que ya no le quedan; dice que es como mirar un montón de dinero que tiene prohibido gastar.

    —De acuerdo. ¿Le importa si pongo mi compra en su carro? —pregunta con un dejo de vergüenza—. Le prometo que voy a pagarlo todo yo. Estaba tan concentrada en el asunto de la leche para él que me he olvidado de coger uno al entrar.

    Le dedico una sonrisa al bebé, que me está mirando, más bien inspeccionando, con sus grandes ojos azules mientras come.

    —Claro que sí. Lo separaremos después de que coja todo lo necesario.

    Me agradece, y pasamos los siguientes minutos subiendo y bajando por los pasillos dedicados a bebés. Me pide mi opinión sobre varios productos que pudiera necesitar. Para cuando ha escogido todo lo básico, el bebé ya se ha terminado su biberón y es hora de hacerlo eructar, así que tomamos asiento en un banco al lado de la farmacia, que está cerrada.

    —¿Y cuántos hijos tiene? —pregunta, y me deja estupefacto.

    Supongo que no debería sorprenderme. Sé más que la mayoría de hombres sobre el tema.

    —Yo no tengo hijos —le digo mientras siento al bebé en mi regazo. Le sujeto el mentón y las mejillas con una mano y le doy golpecitos en la espalda con la otra. Se me escapa una sonrisa al verle la cara. Me resultan graciosas las expresiones que hacen los bebés al encontrarse en esta posición.

    Ella pone cara de confundida.

    —¿Entonces cómo sabe tanto sobre bebés?

    —Vengo de una familia bastante numerosa —digo y me río por lo bajo—. Tres hermanas y dos hermanos. Además, desde adolescente he ayudado a criar a mis sobrinas y sobrinos.

    —¿Cuántos tiene?

    Levanto la vista al techo mientras intento recordarlos a todos por orden.

    —Veamos... Erika tiene cuatro hijos; Marlene, dos; Eduardo, cuatro; Blanca, tres; Geovany no tiene ninguno aún. Así que... tengo trece sobrinos en total.

    —Vaya. —Suena triste—. Debe de ser agradable.

    —¿Y usted? —pregunto para hablar de algo mientras esperamos a que el hombrecito eructe—. ¿Tiene solo una hermana?

    Respira hondo antes de responderme.

    —Ella es mi única hermana; mi única familia, en realidad. Pero... no... hum... no ha sobrevivido al accidente de tráfico.

    Me quedo quieto y asimilo lo que me está contando. Le tiembla un poco el mentón, y noto que intenta no llorar otra vez.

    De repente, su confusión e histeria cobran sentido. No cuida de su sobrino mientras que su hermana esté ingresada en el hospital, sino que lo cuidará de forma permanente. Mi preocupación sobre los

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1