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Dime que no es verdad
Dime que no es verdad
Dime que no es verdad
Libro electrónico623 páginas9 horas

Dime que no es verdad

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Una historia de vida, amor y familia ambientada en Madrid en plenos años ochenta.

Una joven profesora de instituto descubre casi por casualidad que su padre ha llevado una doble vida. Ella, que ha tenido siempre una imagen perfecta de él, se lleva una gran sorpresa. Descubrirá algún secreto que le afectará profundamente. Al mismo tiempo sufre los avatares de la vida en el Madrid de la movida de los ochenta donde el terrorismo, la droga y la delincuencia te hacían vivir con miedo.

No obstante, durante unas vacaciones en Santander, conocerá a un hombre con el que vivirá una historia de amor maravillosa, aunque no exenta de sinsabores.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento15 may 2015
ISBN9788416339952
Dime que no es verdad
Autor

José Retortillo

José Retortillo (Villaumbrales, Palencia, 1952) trabajó en su juventud para pagarse los estudios en diversos oficios, estudió bachillerato en la Universidad Laboral de Zamora y se licenció en Lenguas Románicas en la Universidad de Salamanca. Ejerció la docencia primero en varios centros de Madrid, para trasladarse luego a Cantabria. Dará clase en un instituto de Torrelavega y, finalmente, en otro de Santander, ciudad en la que actualmente reside. Esta es su segunda novela y es continuación de la primera, titulada: Dime que no es verdad. Si hay algún rasgo que pueda definirlas, bien podría decirse que ambas son un canto a la amistad, al amor, a la solidaridad y a las ganas de vivir.

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    Dime que no es verdad - José Retortillo

    Dime

    que no es

    Verdad

    José Retortillo

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    Título original: Dime que no es Verdad

    Primera edición: Mayo 2015

    © 2015, José Retortillo

    © 2015, megustaescribir

    Ctra. Nacional II, Km 599,7. 08780 Pallejà (Barcelona) España

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a Thinkstock, (http://www.thinkstock.com) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    CONTENTS

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Capítulo 12

    Capítulo 13

    Capítulo 14

    Capítulo 15

    Capítulo 16

    Capítulo 17

    Capítulo 18

    Capítulo 19

    Capítulo 20

    Capítulo 21

    Capítulo 22

    Capítulo 23

    Capítulo 24

    Capítulo 25

    Capítulo 26

    Capítulo 27

    Capítulo 28

    Capítulo 29

    Capítulo 30

    Capítulo 31

    Capítulo 32

    Capítulo 33

    Capitulo 34

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    CAPÍTULO 1

    C UANDO EL CONSERJE DEL INSTITUTO golpeó con los nudillos de su mano derecha dos veces en la puerta, la abrió y, sin llegar a entrar en el aula, dijo: ¿da su permiso, señorita?, se encontraba explicando el significado del poema de Quevedo, Amor más allá de la muerte. Trataba de hacer comprender a sus alumnos que el verdadero amor perdura a pesar de la desaparición de la persona. Que el amor, si es AMOR (con mayúsculas), transciende. Fijaos cuando dice nadar sabe mi llama el agua fría…

    - Sí, adelante. ¿Qué sucede? - preguntó al ver la cara del conserje aparecer tras abrir la puerta.

    - Que la llaman por teléfono - dijo el Sr. Ruiz con voz firme y grave. Voz que había aprendido a utilizar en sus años de número de la benemérita. No siempre había sido conserje de instituto, antes había sido guardia civil. Poco tiempo después de jubilarse, como la pensión apenas si le daba para ir tirando, solicitó una plaza de conserje. Era normal en aquella época que les concedieran a los retirados de la guardia civil un puesto de trabajo en institutos, colegios y otros lugares de la administración. Y a él, como no podía ser de otra manera, le concedieron la plaza de este instituto de la periferia.

    - No sabrá quién me llama - afirmó Paula más que preguntó.

    - Sí, es su hermano.

    - Voy – dijo con voz de enfadada por haberle interrumpido la explicación.

    Salió de clase detrás del conserje sin darse demasiada prisa. No pensaba que la llamada fuera importante. Hasta conserjería, que era donde se encontraba el teléfono desde el que había respondido a la llamada el Sr. Ruiz, había unos veinte metros. Desde que el conserje dejó el teléfono sobre la mesa y fue a avisar a Paula, hasta que esta contestó, no pasaron más de tres o cuatro minutos. Sin embargo, al hermano de Paula le parecieron horas.

    - Sí, dime.

    - Soy Diego.

    - Sí, ya me ha dicho el conserje. ¿Qué pasa? - Su tono de voz era frío, no denotaba ninguna emoción, porque no pensaba que pudiera suceder nada extraño.

    - Es papá. Le han ingresado en La Paz. Ha sufrido un infarto. Aparentemente está bien, pero nunca se sabe. A su edad cualquier cosa puede revestir gravedad. No hace falta que vengas enseguida pero he creído necesario que lo supieras. Ven cuando puedas.

    Paula miró su reloj y vio que eran las doce y media. Le quedaba una clase por dar. Así es que dijo:

    - Mi última clase finaliza a la una y veinte. En cuanto acabe, voy para allá.

    - Vale. Hasta luego entonces. Un beso.

    - Un beso.

    Colgó el teléfono y volvió al aula. Mientras iba por el pasillo, cabizbaja y pensativa, imaginándose a su padre sobre la cama del hospital, sonaba el timbre que indicaba el final de la clase anterior y el comienzo de la siguiente. Entró en el aula, recogió sus cosas, salió y se fue a dar su siguiente clase.

    De su mente no se iba la imagen de su padre. ¡Un infarto, se repetía, es un infarto! Esperemos que salga de esta. Dio la clase lo mejor que pudo (aunque no tenía el ánimo para ello), salió del aula y, sin decir nada a nadie y sin pasar por la sala de profesores, se dirigió al aparcamiento; entró en el coche, arrancó con cierta premura y a más velocidad de lo que estaba permitido, enfiló el Paseo de Extremadura, llegó a la M–30, y veinte minutos después estaba entrando en el aparcamiento del hospital La Paz. Preguntó en información por la habitación donde se encontraba su padre y subió para allá.

    Era la 215. Abrió la puerta y se encontró con su madre y con su hermano Diego. Miró directamente a la cama donde se suponía que debía estar su padre pero no había nadie reposando en ella.

    - A ver, contadme - dijo después de darles un beso -. ¿Dónde está papá? ¿Qué ha sucedido? ¿Cómo ha sido?

    - Pues nada, hija. Como suelen suceder estas cosas. Estaba en la librería como todos los días y de pronto se sintió mal. Creía que se moría: notó el típico dolor en el brazo izquierdo y una opresión en el pecho que apenas si le permitía respirar. Se lo dijo a Susana y esta, al ver el estado en que se encontraba, avisó a una ambulancia, que vino enseguida, todo hay que decirlo, y a continuación nos llamó a nosotros. Bueno, primero a Diego y él a mí.

    Miró de nuevo hacia la cama donde suponía que debería estar su padre y volvió a preguntar:

    - Y ¿dónde lo tienen?

    - Está en la UCI - respondió su hermano.

    - Pero ¿no me habías dicho que no era grave?

    - Sí, eso fue lo que te dije. Pero no es verdad. ¡Está grave! Más de lo que quisiéramos. El médico que nos ha atendido al llegar nos ha dicho que ya en la ambulancia ha estado a punto de morir. Que confían en que no se hayan producido lesiones graves en el corazón y que la parte necrosada sea mínima, o sea, que la cantidad de músculo cardíaco perdido sea muy pequeña. Un punto a favor es la rapidez con la que ha sido atendido. Hay que esperar entre doce y veinticuatro horas a ver cómo evoluciona.

    Paula dio dos pasos y se puso a mirar por la ventana pues no quería que la vieran llorar. Solo pensar que su padre podía morirse, le llenaba el alma de tristeza. ¡Lo quería tanto! Había pasado tan buenos momentos en sus brazos, sobre sus rodillas, jugando con él, oyéndole contar cuentos que se inventaba…

    ¡Cuantas veces volvía la mirada hacia su niñez, se veía en brazos de su padre riendo por las cosquillas que él le hacía cuando le rozaba con sus dedos el costado! Si se ponía a recordar su infancia, la cara se le iluminaba de felicidad. Era cierto, para ella al menos, como decía el poeta, que cualquier tiempo pasado fue mejor. Sentada en las piernas de su padre, mirándole fijamente a los ojos, cogidos de la mano (para que ella no se cayera), él la desplazaba hacia adelante y hacia atrás, mientras cantaba la canción aserrín, a serrar maderitos de san Juan y ella reía y reía con todas sus fuerzas hasta que, cansada por el esfuerzo que le suponían las carcajadas que terminaba dando, tenía que refugiarse pegándose fuertemente a su pecho, al mismo tiempo que él la abrazaba y cobijaba hasta sentir que se serenaba y entonces ella volvía a decir: otra vez, papá. Y él, después de repetir el juego dos o tres veces, le decía: Ya estoy cansado, hija, luego jugamos otro poco. Y la dejaba de pie en el suelo y se iba a hacer sus cosas.

    Se dio la vuelta y se encontró con la mirada de su hermano Diego. Y entonces cayó en la cuenta de que faltaba Pablo, el menor de los tres hermanos. Por eso preguntó:

    - ¿Pablo sabe algo?

    - No le hemos localizado - dijo Diego -. No ha dormido en casa, a saber dónde andará. Ya sabes cómo es.

    Pablo había llegado al mundo de los vivos cuando ya nadie le esperaba: un poco tarde y en un descuido, como solía decir su madre. Era el que menos apego mostraba por la familia. Hacía su vida. Estaba soltero y no parecía que tuviera ganas de casarse. No le duraba una relación más de dos o tres meses. Por otro lado, su vida era lo bastante bohemia como para que pocas mujeres estuvieran dispuestas a vivir a salto de mata como hacía él, que tan pronto estaba en una ciudad de un país europeo como transitaba por las montañas del Himalaya. No quería ataduras, por eso no tenía trabajo fijo. Si trabajaba durante un tiempo y ahorraba algo, enseguida encontraba destino donde ir a gastar el dinero. Le apasionaba conocer otros países, otras culturas, otras formas de pensar. En el fondo era envidiado por sus hermanos, aunque nunca lo reconocían en público, sobre todo Diego, que era el hijo formal y tradicional, que nunca dio un disgusto a sus padres, ni siquiera siendo un adolescente.

    Mientras su madre esperaba sentada en el sillón que estaba al lado de la cama destinado al acompañante del enfermo y Diego daba pequeños paseos saliendo y entrando de la habitación al pasillo, ella seguía mirando a través de la ventana, ahora apoyada en la pared, de medio lado y con los brazos cruzados. Su mente no paraba quieta y volaba por el firmamento recogiendo imágenes suyas junto a su padre.

    Estaba oscureciendo y se había puesto a llover intensamente. De pronto, comenzó a observar a las personas que veía deambular por la calle. Era algo que hacía con mucha frecuencia. Paula era una mujer soñadora. ¡Cuántas veces, en esas tardes oscuras y tristes del invierno en que llovía o el viento soplaba con fuerza y movía las hojas de los árboles, se sentaba en el sillón que tenía colocado frente a la ventana del salón de su casa y observaba a la gente que pasaba por la calle! Entonces, dejaba que su imaginación ideara una historia para cada uno de ellos.

    Y eso fue lo que comenzó a hacer en este instante. El hombre con gabardina que entraba con rapidez en la tienda de ultramarinos de la esquina y apenas si le daba tiempo a cerrar el paraguas antes de introducírselo por la nariz a la señora que salía en ese mismo instante, por no querer mojarse apenas, era un señor que había sido abandonado por su esposa, la cual se había ido con un joven rico y apuesto; y ahora debía preparar la cena a sus hijos y, como no tenía costumbre, se le había olvidado comprar lo necesario.

    El chico que repartía paquetes y que, a pesar del chubasquero que le cubría, se le veía con el rostro y el cabello empapados por el agua, estaba tan enojado con su jefe que lo ahogaría allí mismo en el charco formado ante la puerta del comercio de ropa, llamado Pozas, donde debía entregar el paquete, y en el que había introducido los pies hasta los tobillos.

    La pareja de enamorados que iban juntitos, cobijados bajo el mismo paraguas y sonrientes a pesar del mal tiempo, iba sopesando si casarse por la iglesia o por el juzgado, teniendo en cuenta los gustos de las mamás respectivas.

    Los adolescentes, que pasaban corriendo sin miedo a mojarse porque ya estaban empapados, iban dando gritos porque llegaban tarde y por la emoción que les producía saber que se iban a encontrar con las chicas del instituto con las que habían quedado.

    Esta manera de entretenerse haciendo volar la imaginación era algo que había heredado de su padre. Cuando viajaban en el coche, siendo muy niña, por cada persona, casa o lugar que divisaban, el padre contaba una historia referente a cada uno de ellos. Ella al principio pensaba que su padre tenía poderes mágicos y era capaz de ver a través de los objetos. Pronto se dio cuenta de que lo que hacía era inventarse historias que por supuesto nada tenían que ver con la realidad. Pero a ella le encantaba escuchar a su padre. Era capaz de inventar sobre la marcha un cuento con tal de que comieran o cenaran. Y, aunque no siempre estaba en el momento de la comida, porque el trabajo no se lo permitía, no había noche, en que su padre estuviera en casa, que no les leyera un cuento antes de dormirse.

    Fue Diego el que sacó a Paula de su ensimismamiento cuando dijo:

    - Llevamos aquí más de tres horas y aún nadie ha venido a decirnos qué es lo que pasa con papá. Voy a bajar a recepción a preguntar.

    - Tranquilo. Si algo no fuera bien, ya nos lo habrían comunicado. Las malas noticias llegan volando - dijo Paula con cierta resignación -. Lo que deberíamos hacer es buscar a Pablo y avisarle de que papá está en el hospital.

    - Ya. Y ¿dónde le avisamos? ¿eh? - dijo Diego bastante enojado -. ¡A saber dónde andará el señorito!

    - Bueno, guárdate la mala uva para otro momento. No se trata de juzgar ahora la forma de vida de nuestro hermano. Sino de encontrarlo y decirle en qué situación se encuentra papá.

    - Haced el favor de no discutir en mi presencia y menos en momentos como este - dijo la madre bastante compungida -. Bajad al pasillo de entrada y llamad desde la cabina a casa de Laura. Es la chica con la que sale últimamente. Quizá ella sepa algo. Toma, - y le dio a Paula la agenda donde tenía el número de Laura apuntado - mira a ver cuál es el número, tú ves mejor que yo. Haz el favor.

    El tono de voz de la madre mostraba un gran cansancio. Quizá no físico pero sí emocional. Aunque ante sus hijos procuraba aparentar una gran entereza, el temor a que sucediera lo peor y la incertidumbre que le suponía desconocer la situación en que se encontraba su marido hacían que la desazón anidara e hiciera mella en su corazón.

    Ella, como hacía su hija, también recordaba los buenos momentos vividos con Germán. Se decía a sí misma que a pesar de llevar juntos casi cuarenta años, aún se mostraban cariño cada día. Los hijos se maravillaban de que a pesar de haber cumplido los sesenta años, todavía se sentían con fuerzas para salir a cenar o asistir a espectáculos, que a ambos les encantaban, como la música, el cine o el teatro.

    Él regentaba una librería desde los veintiséis años, después de invertir todo el dinero que ganó trabajando, primero de chico de los recados en una zapatería y de camarero después, desde los dieciséis años. Era una de las librerías más antiguas y de mayor prestigio de la zona centro. No había libro que solicitara un cliente que no estuviera ya registrado. Y si en alguna ocasión sucedía lo que para él era un desastre, que el libro aún no hubiera llegado, daba las órdenes oportunas para que se subsanara el error de inmediato. Tenía clientes muy antiguos. Y a todos los conocía por el nombre. Muchos pasaban por allí no para comprar sino simplemente para charlar un ratito con él. Y ella, aunque no trabajaba en la librería, los conocía de tanto como su marido le hablaba de ellos y también porque en alguna ocasión, casi siempre por casualidad, había coincidido con ellos en la librería.

    Fue una de las primeras librerías que puso en funcionamiento el pago a plazos. Y su marido se sentía orgulloso de ello, pues decía que era la única forma de que la cultura pudiera llegar a todo el mundo y sobre todo a los pobres. Podías abrir una cuenta pagando una cantidad fija al mes, cada uno según su situación económica, no menos de cien pesetas pero tampoco tenía que ser más, y te podías llevar a casa los libros que quisieras, siempre que no superaran el doble del valor que tenías contratado. Para la mayoría de sus clientes era algo extraordinario poder disfrutar de esa posibilidad.

    Mientras doña Rosario recordaba parte de sus andanzas con su marido, su hija Paula había bajado a la cabina de la entrada a llamar y ahora entraba por la puerta de la habitación con noticias del hermano pequeño. Antes de que la madre pudiera preguntarle, ante la mirada de inquietud que denotaba la expresión de su rostro, Paula dijo:

    - Ya lo encontré. Efectivamente estaba en casa de la tal Laura. Ya está viniendo para acá.

    - Menos mal - alcanzó a decir la madre con voz apenas audible.

    Paula se dio cuenta de lo débil que se encontraba su madre por lo que le propuso ir a buscarle un café. Pero ella le contestó que no quería nada.

    Apenas media hora después, llegó Pablo. Llevaba el pelo largo y vestía de manera informal; pantalón vaquero y camisa a cuadros rojos y negros, demasiado informal para el gusto de la madre. Vistiendo es un desastre, ¡pero es tan cariñoso! - solía decir.

    - Hola, mamá - dijo a su madre al mismo tiempo que le daba un beso. ¿Cómo está papá?

    - ¿Dónde andas?, hijo, que no sabemos nada de ti. Hace que no vas por casa ni me acuerdo los días. - Como no le contestaba, la madre continuó: pues… ¿cómo va a estar?, pues mal. ¿Es que no sabes lo que significa sufrir un infarto? - y el tono era de enfado y hasta de reproche, pero al mismo tiempo mezclado con un poso de dulzura y de cariño que no pasó desapercibido para Diego.

    Pablo no contestó a su madre, fue hacia la ventana donde se hallaba Paula y le dio un beso, mientras que saludó con un hola a Diego.

    Visto desde fuera, se diría que no parecían tener muy buena sintonía los dos hermanos. Y era cierto. Diego, que siempre había sido el hijo perfecto, no veía con buenos ojos a su hermano Pablo, el pasota, el moderno, el que hacía lo que le daba la gana y nadie le reprochaba nada. Como era un artista. Y es que a cualquier cosa en su casa llamaban artista. ¡Porque había asistido durante algunos años a clase de guitarra en el conservatorio de música! - solía decir con frecuencia -. No me jodas, menudo artista; lo que pasa es que es un caradura y se aprovecha de las circunstancias. Y estaba seguro de que todo se debía a que era el menor, a que había llegado a esta familia cuando ya nadie le esperaba y sobre todo, a que era el niño bonito de su madre.

    A él, en cambio, nunca le pasaron ni una. Si alguna vez trajo alguna nota menor de un notable, fue reprendido como si hubiera suspendido. A su hermano, (Paula sacaba buenas notas también) nunca le reñían aunque suspendiera cuatro o más asignaturas. Ya las sacará, decía la madre, aún es muy niño. Y así le ha ido, que a los veinticinco años aún no ha terminado una carrera de risa como es psicología.

    Pablo se sentó a los pies de la cama y todos se miraron unos segundos, como esperando que alguien rompiera el silencio que empezaba a ser un poco desagradable. Pero no hizo falta, pues en esos mismos instantes entró en la habitación una enfermera para avisarles de que podían marcharse a casa, pues el enfermo permanecería en la UCI hasta mañana por lo menos. No se había producido ninguna novedad y seguía estable dentro de la gravedad.

    - ¿No le podríamos ver, aunque fuera un momento? - pidió la madre casi con tono de súplica.

    - Ahora no es posible, señora. Lo siento. Mañana por la mañana, de once a doce, si los médicos lo permiten, podrán pasar de uno en uno a ver al enfermo - dijo casi con cierta pena de que las normas fueran así.

    - Nos vamos, entonces, dijo Diego, dirigiéndose a todos - que por algo era el hermano mayor -. Vamos, mamá, volvemos a casa. Aquí ya no hacemos nada.

    - Y en casa ¿qué voy a hacer? - contestó enfadada -. Yo quiero estar al lado de tu padre.

    - Ya has oído a la enfermera. Hasta mañana no podremos verle. ¿Para qué quieres quedarte aquí? Si pudieras ayudar en algo… Haces lo mismo en casa que si permanecieras aquí.

    - Está bien, vamos - dijo resignada.

    Los cuatro salieron de la habitación precedidos de la enfermera, que se despidió amablemente. Paula le dijo a Pablo si quería que le acercara a algún sitio. Ella iba a su casa pero, no tenía prisa, podía llevarle donde dijera.

    - De acuerdo - dijo-. Llévame a casa de Laura.

    Ya dentro del coche, Pablo preguntó a su hermana si era grave la cosa.

    - Bueno, el médico que ha hablado con mamá y con Diego ha dicho que hay que esperar a ver cuánta cantidad de músculo cardíaco ha sufrido daño. Las próximas horas son fundamentales: si no empeora, es posible que salga con bien y con mínimas secuelas.

    Como Pablo no hablaba, Paula volvió la mirada hacia su hermano y pudo ver con cierto estupor que estaba llorando.

    - ¿Qué pasa, Pablo? - le dijo con cariño, al mismo tiempo que posaba su mano sobre su hombro -. Tranquilo, que papá no va a morir. Es fuerte y saldrá de esta, ya lo verás.

    Miró hacia el frente, atenta a la conducción, durante unos instantes, justo los que necesitó para enjugarse también las lágrimas que habían acudido a sus ojos al ver a su hermano llorar. Repuesta, dijo:

    - Y yo que siempre he pensado que eras insensible… Y resulta que el niño tiene corazoncito… - y se puso a reír.

    Paula no se esperaba la reacción de su hermano, pues lo dijo casi en tono de broma. Pero a él no le gustó nada oírle decir que no era sensible.

    - ¿Qué sabes tú de mí? ¿Alguna vez te has preocupado por mí? ¡Cómo vas a saber lo que siento o dejo de sentir! Mira, Paula, durante todos estos años, he deambulado por la casa sin que nadie pareciera verme. Si tropezabais conmigo, como podíais hacer con un mueble o cualquier objeto, me dabais un empujón para que no molestara. Nunca fui tenido en cuenta. Sí, ya sé que soy el menor de los tres, que hay una cierta diferencia de edad, pero eso era antes, ahora ya no hay tanta, estoy a punto de cumplir veinticinco años, pero seguís sin tenerme en consideración, para vosotros sigo siendo un mueble. Me acuerdo de que en una ocasión, siendo ya mayor de edad, desaparecí tres días y nadie notó mi ausencia. Bueno, mamá fue la única que me echó en falta. O aquella otra vez, cuando estaba en 3º de BUP y me fui de viaje de fin de estudios durante una semana, cuando regresé, ninguno de los dos, ni tú ni Diego, me preguntasteis qué tal lo había pasado. Ni os habíais enterado de que había estado fuera una semana. ¡Increíble!

    Paula decidió esperar unos segundos antes de reanudar la conversación.

    - Así que ya vas a cumplir veinticinco años. Pronto me alcanzarás, si sigues cumpliendo. Yo aún tengo treinta y dos - y sonreía mientras le miraba de reojo sin dejar de prestar atención a la conducción.

    - A veces las apariencias engañan, o mejor dicho, a veces hay que aparentar algo que no se es, sobre todo cuando sientes que eres poca cosa para los demás. Como te ves desplazado, haces como que no te importa nadie nada, aunque todo es una pose producto del aislamiento en el que te encuentras.

    - No digas eso, Pablo, por dios. Tú sabes que te queremos muchísimo. Lo que pasa es que es cierto que muchas veces no somos conscientes del daño que hacemos. Es decir, que no nos damos cuenta de que el no aprecio es peor que el desprecio, que dice el refrán. - Hubo otro silencio hasta que Paula dijo: ¡lo siento si te he hecho daño!

    - Bueno, no te preocupes. Quizá me he puesto un poco melodramático. Tampoco ha sido para tanto. La situación es propicia para el lamento, ¡eso es todo!

    - A todo esto, no me has dicho dónde tengo que llevarte. ¿Dónde vive la tal Laura?

    - Ya te has pasado. Tenías que haber tomado la salida de Ramón y Cajal. Sal en Parque de las Avenidas y nos vamos a un pub que conozco a tomarnos una cerveza.

    - Estando papá en la UCI… No te parece un poco…

    - Un poco… ¿desconsiderado, quieres decir? ¿Tú crees que le disgustaría saber que nos vamos a beber unas cervezas a su salud con lo que le gusta a él la cerveza?

    - No, seguro que no le molestaría. Bueno, lo que le gustaría es poder tomársela con nosotros. Pero nos bebemos una rápida que no quiero llegar muy tarde a casa, que mañana tengo clase a primera hora.

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    CAPÍTULO 2

    D IEGO DEJÓ A SU MADRE en casa, recomendó a Cecilia, la señora que llevaba más de treinta años en la casa, y que ya era considerada una más de la familia, que le preparara algo de cenar a su madre y que luego se acostara y se fue a buscar a Susana a la librería. Estaba ya recogiendo y preparada para cerrar cuando llegó.

    - ¿Cómo está tu padre?

    - Bien, dentro de la gravedad. Aunque tampoco es que nos hayan dicho gran cosa. Ya sabes cómo funciona esto. Hasta mañana hay que esperar a ve cómo evoluciona. Yo siempre pienso cuando oigo decir esto, que así es médico cualquiera. Nos ha jodido. Hay que esperar a ver cómo evoluciona, o sea, hay que esperar a ver si se muere o no. Si sigue viviendo estupendo y si no, pues mala suerte.

    - ¿Qué van a decir los médicos? Los médicos dicen lo que tienen que decir, ni más ni menos. O es que te crees que son adivinos. Hay enfermedades, como es el caso, en que no hay previsiones que hacer porque no depende de que el cirujano sea diestro en el manejo del bisturí, por ejemplo, sino que es el propio organismo el que decidirá cuál va a ser el resultado final. Ellos lo más que pueden hacer es mantener al enfermo estabilizado, vigilado o sedado… En definitiva: cuidado, pero nada más. ¿Por qué crees que se llama unidad de cuidados intensivos?

    - Hablas como si fueras médico y tuvieras que defenderte - respondió Diego bastante enfadado por lo que consideraba una actitud ofensiva por parte de su mujer.

    - No digas tonterías. No hace falta ser médico para opinar como lo hago yo. Cualquier persona de cultura media sabe que la medicina llega hasta donde llega y nada más. Un médico sutura una herida, receta un antibiótico pero nada puede hacer en los primeros momentos del infarto (salvo administrar oxígeno o algún medicamento si hay fuerte dolor) y hay que esperar a ver cuál es el daño producido para decidir realizar un bypass o cualquier otra intervención coronaria. De ahí que te hayan dicho que es necesario esperar a mañana.

    Diego no respondió pues sabía que su mujer tenía razón. Así que salieron de la librería. Susana cerró la puerta y montaron en el coche camino de casa. Ella iba pensando en qué sucedería en el caso de que a su suegro le pasara algo. ¿Sería la que dirigiría la librería o quizá el vago de Pablo pasaría a controlar el negocio? Sin darse tiempo a contestarse a sí misma, preguntó a su marido:

    - ¿Quién llevará la librería en caso de que a tu padre le suceda algo?

    Diego se quedó callado pues la pregunta le pilló de sorpresa. Pensó un momento en la situación de sus hermanos y en la suya propia y dijo:

    - Supongo que al principio serías tú la que continuaría con el negocio. Paula es profesora de literatura en un instituto, yo trabajo en el banco y no creo que Pablo tenga muchas ganas de encerrarse entre las paredes y estanterías de la librería; conociendo cuál es su filosofía de la vida, estoy seguro de que estará encantado de que seas tú la que continúe con el negocio.

    - ¿Qué quieres decir con al principio?

    - Pues que mientras mi madre no decida otra cosa, la librería seguiría funcionando como siempre ha hecho a lo largo de los últimos treinta y tantos años. Hombre, supongo que habría que contratar a una persona para que te ayudara. Tú sola no puedes con todo el trabajo. Pero será mi madre la que decida si continúa o no con ella.

    - Bueno, ya está Cecilia que viene a ayudar tres tardes a la semana.

    - Ya, pero aun así, necesitarás a otra persona que venga todos los días. Cecilia ahora tendría que dedicarle más tiempo a mi madre.

    Hubo un pequeño silencio pues a Diego no le estaba gustando nada el que hablaran como si su padre ya hubiera muerto. Por eso le peguntó a su mujer:

    - Pero ¿por qué te preocupa tanto lo que va a pasar con la librería?

    - ¡Anda, este! Porque es parte de mi vida. ¡O es que no sabes que llevo casi diez años trabajando en ella! Y porque no podemos permitirnos el lujo de prescindir de otro sueldo.

    Diego notó un cierto reproche en las últimas palabras de su mujer. De ahí que su repuesta fuera más un ataque que otra cosa.

    - Sí, cierto. Llevas trabajando desde que te casaste conmigo - respondió Diego sin poder ocultar el desdén -. Y por suerte o desgracia el próximo mes se cumplirá el undécimo aniversario de tal evento.

    - ¿Me vas a echar en cara ahora que trabajo en la librería porque soy tu mujer? Que sepas que tu padre está encantado conmigo.

    -Sí, es cierto. Lo cual no significa que le seas de gran ayuda. Al menos eso dice mi padre cuando tú no estás. Vamos que, si no fueras quien eres, te habría despedido hace ya bastante tiempo. Aunque pensándolo bien, lo que me resulta un tanto misterioso es saber por qué está mi padre encantado contigo.

    - Vete a la mierda. No sé como puedo llevar tanto tiempo aguantándote. Eres un creído y un chulo asqueroso. Te crees alguien porque trabajas en un banco y lo que eres es un fracasado y un resentido. No soportas que tus padres quieran más a tus hermanos que a ti. Y aunque has hecho siempre lo que ellos han querido, porque creías que así te ibas a ganar sus favores, has comprobado que son Paula y Pablo los que se llevan lo mejor del cariño de tus padres y tú solo las migajas, y a veces ni eso. Paula es la preferida de tu padre y el niño es el ojito derecho de tu madre. Y ¿tú? ¿Quién eres tú? El alumno formal, el hijo buenecito, el adolescente callado, el que hace lo que le mandas, el que no te contradice nunca, el idiota que no sabe llamar a las cosas por su nombre. ¡Eso es lo que eres tú! Tanta carrera superior, tanta licenciatura en económicas para terminar trabajando en un banco como cualquier auxiliar.

    Diego paró el coche en medio de la calle. Echó el freno de mano con tanta violencia que a punto estuvo de romperlo y mirando a su mujer con ojos encendidos en sangre le espetó:

    - No vuelvas a hablarme así o te arrepentirás. ¿Me oyes? ¡Nunca! ¡Nunca vuelvas a decirme algo semejante! Bastante injusto es que haya hecho a lo largo de toda mi vida lo que me mandaban hacer o lo que se suponía que debía hacer un niño formal y estudioso; un joven sensato y trabajador; un hombre maduro y con un gran futuro y no haya tenido ninguna recompensa, para que encima tú vengas a ridiculizar todo por lo que he luchado y ha sido el motor de mi existencia. No desprecies mi forma de ser, si no te gusto, búscate a otro. Pero no te olvides de que siempre he hecho lo que consideraba que era mi deber. No he tenido que fingir como otros. Yo siempre he actuado con arreglo a una escala de valores, expresión que tú no sabes ni lo que significa, porque tu única escala de valores es la de tener el armario ropero lleno de trapos que ponerte y la cuenta bancaria con saldo suficiente para gastar sin tino.

    - Eres repugnante. ¿Me estás acusando de venderme? ¿Es que te crees que soy una fulana? ¿Acaso te crees que no tuve pretendientes mejores que tú? ¿Es que el hecho de trabajar con tu padre quiere decir que me he vendido al mejor postor? ¿No fue algo que decidimos ambos dos, cuando nació el niño, para así tener mayor disponibilidad horaria y ganar al mismo tiempo algo de dinero que no nos venía mal, ya que tú no es que ganaras un gran sueldo que digamos en el banco?

    - ¡Sí, así es! – reconoció Diego -. Pero, dime, si no trabajaras en la librería, ¿dónde lo harías?, ¿eh?, ¿dónde?

    - Pues en el mismo sitio donde trabajaba cuando te conocí a ti, que ¡maldita la hora!; ¡en el supermercado de mi barrio! Y ahora posiblemente sería la encargada y puede que mi trabajo fuera algo más reconocido que en la librería.

    - Mira, vamos a dejarlo. No tengo ganas de seguir discutiendo contigo. Estoy cansado, ha sido un día con demasiadas emociones.

    - Sí, eso. Vamos a dejarlo porque no dices más que tonterías.

    La miró con cierto desdén cercano al desprecio, arrancó de nuevo el coche y continuaron camino a casa.

    Paula dejó a su hermano en casa de su novia y continuó viaje hasta la suya. Eran más de las once de la noche cuando introdujo la llave en la cerradura de la puerta de entrada. Con las cervezas que había bebido apenas si tenía hambre, así que se tomó un vaso de leche caliente y se acostó. Se puso el cojín sobre la almohada para estar más cómoda y se dispuso a leer un rato antes de dormir como hacía todos los días.

    Le costó cerciorarse de que el sonido que escuchaban sus oídos era real y no un sueño. Por eso, cuando fue consciente de que era su teléfono el que sonaba, se sobresaltó sobremanera. Sabía perfectamente de dónde procedía la llamada. Cuando descolgó el auricular, intuía que era su madre o su hermano Diego quien llamaba. ¿Quién, si no, podía hacerlo a esas horas?

    Era Diego y de un modo lacónico dijo:

    - Han llamado del hospital. Papá está grave. Debemos ir para allá.

    - No me jodas, Diego. Pero ¿por qué? Si dicen que está grave, seguro que ya se ha muerto.

    - No digas estupideces y vístete rápido. Se ha producido un empeoramiento simplemente. Cuando lleguemos, sabremos con exactitud el estado real de papá.

    Colgó el teléfono y se puso a buscar la ropa más adecuada para el momento. Apenas si los nervios le dejaban elegir. Dudaba entre ponerse pantalones o falda. Entre color claro u oscuro. Al mismo tiempo que rebuscaba en el armario, se le iban llenando los ojos de lágrimas al pensar que su padre se estaba muriendo si no lo había hecho ya. Era demasiado pronto, se decía, para irse así tan de repente. Por fin decidió que lo mejor era ponerse un pantalón gris y una blusa azul claro, encima de la cual se colocó una chaqueta azul marino que le gustaba mucho a su padre y que siempre le decía que estaba muy guapa con ella. Se duchó lo más rápido que pudo, se vistió y salió disparada hacia el garaje en busca de su coche. Cuando llegó al hospital, ya estaba allí su madre y su hermano Diego. Lo primero que hizo fue preguntar si les habían dicho algo ya. Respondieron que sí, que les habían comentado que el motivo de llamarles era porque efectivamente se encontraba peor, había sufrido una angina, pero que habían logrado estabilizarlo y en estos momentos se encontraba mejor.

    Repuestos del sofoco inicial y algo más tranquilos ya, Paula preguntó si Pablo sabía algo. Como le dijeron que no lo habían avisado, volvió a bajar a la cabina del pasillo de entrada al hospital y lo llamó a casa de Laura. Pareció no dar crédito a sus palabras, aunque terminó por aceptar la realidad tal cual era.

    - No fastidies, pero si anoche estaba bien… Vale, voy para allá.

    - ¿Cómo vas a venir, si ahora no hay metro?

    - No creo que a Laura le importe llevarme. Y si no, tomaré un taxi.

    -Vale, de acuerdo. Date prisa.

    Volvió a la habitación con su madre y con su hermano. Su madre le preguntó:

    - ¿Has hablado con Pablo?

    - Sí, mamá. Ya está de camino.

    Doña Rosario era más bien pequeña, aunque de carácter fuerte. Como todas las mujeres de su generación, no se arredraba ante las dificultades. Había luchado codo con codo con su marido para mantener a sus tres hijos, a los que habían dado estudios, incluso en épocas en las que la librería no vendía ni una resma de papel de carta. Ella solo trabajaba en casa pero en más de una ocasión había tenido que ir a ayudar a su marido, sobre todo en las fiestas de navidad o en el comienzo del curso escolar. Y hasta que pudieron contratar a una persona que se encargaba de limpiar el local, era ella la que todos los domingos se encargaba de adecentarlo.

    Se sentía orgullosa de su marido y de ella misma. Le venía a la mente ahora aquellos años en los que no podían vender ciertos libros que estaban censurados, y cómo Germán llegaba a casa tan contento porque había conseguido de París, Londres o de Buenos Aires, a través de algún amigo que había viajado hacia allí, tal o cual libro. Una noche llegó eufórico porque había conseguido varios ejemplares de la Antología Rota del poeta León Felipe. No digamos ya si le habían traído algún libro de los catalogados como marxistas. Disfrutaba cuando algún joven melenudo y con barba, vestidos con aquellas trencas de pana tan horribles y con la bolsa de lona donde guardaban sus cosas, colgada del hombro, le pedía con voz apenas audible: ¿tiene Los conceptos elementales del materialismo histórico de Marta Harnecker? O cuando solicitaban El manifiesto del partido comunista de Carlos Marx. Tenía a gala saber que su librería era una de las pocas que se atrevía a hacer frente a la censura del régimen vendiendo libros que estaban prohibidos en España. Sólo con cultura se puede vencer a las dictaduras - solía decir cuando alguien le preguntaba que por qué se arriesgaba a que le cerraran la librería si un día le pillaban vendiendo esos libros prohibidos.

    En estas estaba, cuando apareció su hijo Pablo.

    - ¿Cómo has venido, hijo?

    - Me ha traído Laura.

    - ¿No ha querido entrar?

    - Es un poco tímida. Aún no os conoce. Con el tiempo…

    - Sí, claro, hijo. No pasa nada. Es natural que no desee aún tener relación con nosotros. Ya llegará el momento. ¿Cuánto tiempo lleváis saliendo?

    - Poco. Unos meses… tres o cuatro… No sé… Pero, qué más da, mamá. A qué viene ahora este interrogatorio.

    - Por nada. Por matar el tiempo. Estoy cansada de estar en este hospital sin poder ver a tu padre. No tienen consideración con la gente. Te meten en una habitación y ahí te pudras. No te dicen si la cosa va bien o mal. Tantas horas sin saber nada a mí me crispa los nervios. Diego, vete a ver si te dicen algo. Porque, como vaya yo, la voy a liar; ¡ya me estoy hartando!

    - Tranquila, mamá. Iré yo. Tampoco hace tanto tiempo que nos dieron noticias de cómo estaba.

    - Llevamos más de tres horas aquí sentados como pasmarotes.

    El enfado de la madre iba en aumento. Y el caso es que se daba cuenta de que no tenía razón para ponerse así. Sin embargo, cada vez se encontraba más irritada. Paula viendo el estado en que se hallaba su madre, quiso tranquilizarla.

    - Aún no se han cumplido las veinticuatro horas desde que le dio el infarto, mamá. Quizá es por eso por lo que no se atreven a decirnos nada concreto. Piensa que, si aguanta bien las primeras horas, tiene más posibilidades de seguir viviendo.

    La madre se la quedó mirando sin emitir palabra pero con cara de no creerse lo que le decía. Algo en su interior le estaba susurrando que no iban bien las cosas. Movía la cabeza de un lado para otro mientras miraba al suelo y dibujaba en su rostro un gesto de preocupación.

    Llevaban unos minutos en absoluto silencio, cada uno rumiando sus propios pensamientos, cuando una enfermera apareció en la puerta de la habitación.

    - Les llama el doctor Cebrián. Que hagan el favor de pasar a su despacho. Vengan conmigo, por favor.

    - ¿Pasa algo, señorita? - preguntó la madre preocupada.

    - No le puedo decir, señora. Solo sé que tengo que llevarles al despacho del doctor Cebrián, como les he dicho.

    Al llegar, les abrió la puerta y les invitó a entrar. Sentado detrás de la mesa se encontraba un médico, con aspecto de ser muy joven. Les señaló las sillas que había delante de su mesa para que se sentaran - cosa que solo hicieron la madre y Paula, los hermanos prefirieron permanecer de pie.

    Sin más preámbulos comenzó a hablar.

    - Les he mandado llamar porque es mi deber comunicarles que el enfermo no se encuentra bien. Hemos hecho todo lo que se puede hacer en estos casos pero no hemos obtenido éxito y no hay mejoría. Tememos que en no mucho tiempo se produzca un fatal desenlace.

    Paula miró a su madre y vio que estaba a punto de ponerse a llorar, así que se abrazó a ella sin decir una palabra, pues también ella estaba llorando.

    En ese momento llamó a la puerta un enfermero y simplemente con la mirada y el movimiento negativo de cabeza le vino a decir que el fatal desenlace ya se había producido. No hizo falta que el médico añadiera nada más. Todos los allí presentes comprendieron el mensaje que el enfermero había transmitido sin emitir palabra alguna.

    Pablo fue el primero en salir del despacho del doctor después de dar un puñetazo en la pared y soltar una maldición. Diego observaba a su madre y hermana con la mirada perdida sin saber muy bien qué es lo que debía hacer. Vio que se levantaban de la silla y salían, así que él las acompañó hasta el pasillo. Pablo estaba mirando hacia la calle a través de un gran ventanal, cuando sintió la presencia de su hermano detrás de él. Se volvió y preguntó:

    - ¿Os han dicho cuándo se podrá ver a papá?

    Diego no respondió, miró alrededor para ver si había alguna enfermera a quien pedir ayuda. Entonces vio al enfermero que les había dado la mala noticia y se dirigió a él.

    - Perdone. ¿Cuándo podremos ver a mi padre?

    - En cuanto esté todo dispuesto, será llevado a una sala del tanatorio.

    - Gracias - respondió. Y dirigiéndose a su madre:

    - Madre, ¿qué vamos a hacer ahora?

    Ella no estaba para solucionar asuntos de protocolo, así que le encargó a él que dispusiera todo lo necesario para que el funeral fuera sencillo pero digno de su padre. Le previno, eso sí, que deseaba un funeral en el que hubiera un acto religioso.

    Aunque sabía que su marido no era partidario de tales actos, y así se lo había manifestado más de una vez, ella consideraba que era preferible no significarse ante los demás. Eso sí, pero sin misa.

    Cualquiera de los asistentes al funeral pudo darse cuenta de que la entereza con que la familia se había enfrentado a un hecho tan doloroso como es la muerte de un esposo o padre había sido extraordinaria y fuera de lo común. El funeral fue muy sencillo, como quería Rosario. La iglesia estaba llena. Paula sabía que su padre era conocido en el barrio y que tenía muchos amigos pero aquello sobrepasaba lo que se entiende por una asistencia normal a un evento de este tipo.

    El cura, siguiendo las pautas de la familia, dijo unas palabras de alabanza del muerto, rezó un responso y después el monaguillo leyó la lectura más apropiada al momento: la muerte de Lázaro y su resurrección posterior. El acto finalizó con la lectura por parte de Paula del poema de amor que más le gustaba y que estaba explicando en clase el día en que su hermano le avisó de que su padre había sufrido el infarto. Con este poema de Quevedo quiso expresar el amor que esposa e hijos le tenían. Con los primeros versos Cerrar podrá mis ojos la postrera sombra que me llevare el blanco día y podrá desatar esta alma mía hora a su afán ansioso lisonjera, todos los presentes sintieron la emoción crecer dentro de su corazón. A medida que Paula iba recitando el resto del poema, iba también creciendo en ella la emoción y eso le provocaba un temblor de voz que presagiaba la inminencia del llanto. Temió por un momento no poder acabar de leer todo el soneto sin que las lágrimas anegaran sus ojos. Mas se repuso con los versos nadar sabe mi llama el agua fría y perder el respeto a la ley severa. Sin embargo, la madre no pudo contener las lágrimas cuando escuchó a Paula recitar los últimos versos del poema: medulas que han gloriosamente ardido; su cuerpo dejará, no su cuidado; serán ceniza, mas tendrá sentido; polvo serán, mas polvo enamorado.

    El silencio que siguió a las palabras de Paula fue roto cuando todos los asistentes prorrumpieron en un fuerte aplauso como muestra de respeto y de cariño hacia Germán.

    En el cementerio no se reunió una gran cantidad de gente. Aunque a Paula le llamó poderosamente la atención la presencia de un grupo de hombres de una edad similar a la de su padre, todos vestidos de oscuro y que en el momento de darle sepultura, se habían acercado uno a uno al borde de la tumba y habían depositado dentro de la misma una rosa roja. Se sintió orgullosa de su padre como tantas veces lo había estado en vida, pues consideraba que había sido un buen padre pero sobre todo una buena persona. Por eso, se dijo, ha venido tanta gente al funeral. El que no asistió fue su ex marido. Claro que tampoco le había llamado para decírselo, aunque seguro que se podía haber enterado por la prensa. Su hermano Diego había encargado publicar la esquela en varios periódicos de la ciudad. No habrá podido o no habrá querido. ¡Qué más da!

    Aquella noche Paula decidió quedarse a dormir en casa de su madre. Pensaba que podría necesitar de sus servicios. En estas ocasiones, dicen los psicólogos, es bueno que las personas directamente implicadas en la pérdida de un ser querido sientan la protección de gente que se desenvuelve a su alrededor. Conviene que no les dejen a solas con sus pensamientos. A la madre le pareció bien, aunque le dijo que con la compañía de Cecilia era suficiente. No obstante, aceptó con gusto sentir la presencia de su hija cerca.

    De nuevo en la que había sido su habitación durante tantos años y en la que había sido tan feliz. Claro, que también recordó los días en que la felicidad no era compañera de viaje y también había dormido en su cama, como cuando decidió separarse de Jorge.

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    CAPÍTULO 3

    S U INFANCIA Y JUVENTUD HABÍAN sido las etapas más felices de su vida. Pero pronto

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