Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

La victoria del esmalte de uñas rojo
La victoria del esmalte de uñas rojo
La victoria del esmalte de uñas rojo
Libro electrónico242 páginas3 horas

La victoria del esmalte de uñas rojo

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

¿Quién se va primero: el esmalte o el cáncer...?

Una historia real cargada de humor negro, donde el único tapujo es un tapabocas recetado.

Un relato en el que las entrañas le dictan al teclado, se desahogan para no ahogarse en las penas ni en las culpas ni en todo eso que trae el cáncer; esa «C» que viene cargada de quimios, radiaciones, olvidos, aprehensiones, altibajos, temores, esperanzas, encuentros eróticos (prohibidos), confusiones, entenderes, veintes, perdones, debilidades, guerreros, reconciliaciones, amores fríos y blanqueamientos de mente.

La autora viaja en una especie de montaña rusa, donde en cada bajada rasca las emociones más profundas para traerlas a la superficie y jugar con ellas, mientras se juega la vida.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento19 mar 2020
ISBN9788418018800
La victoria del esmalte de uñas rojo
Autor

Amaya Blas

Amaya Blas es una actriz, escritora y productora mexicana nacida en Sonora. Ha escrito teatro, cine, relatos eróticos y haikus. La victoria del esmalte de uñas rojo es su primera novela autobiográfica.

Relacionado con La victoria del esmalte de uñas rojo

Libros electrónicos relacionados

Biografías y memorias para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para La victoria del esmalte de uñas rojo

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    La victoria del esmalte de uñas rojo - Amaya Blas

    Octubre 2015

    20 De octubre

    10:39 p. m.

    El 31 de julio del 2015, a las tres de la tarde, terminaba de arreglarme. Estaba feliz de ir a encontrarme con mi hermana, mi cuñado y una amiga de antaño. Me entusiasmaba la idea de ver la exposición de Miguel Ángel y Da Vinci en el Palacio de Bellas Artes. Cuando estaba por salir de casa, sentí algo raro en el cuello, una ligera inflamación. No le di mucha importancia: seguro que era algún ganglio que se me inflamó por el estrés, algo pasajero. La exposición estuvo buena, pero no tanto como esperaba. Me gustó aprender sobre los estudios de Da Vinci relacionados con su fijación por encontrar una manera de volar para el ser humano. Esas ganas del ser humano de volar para sentirse libre o evadirse. Dependerá del caso, supongo; aunque yo las siento como primas hermanas. Sería bonito sentirnos libres, aunque presos de la gravedad. Una contradicción. En fin, ¡qué ganas de volar en estos momentos!

    El 19 de agosto supe que esos ganglios solo se desinflamarían con quimioterapia. Una sesión cada quince días, por los próximos seis meses. Después, radioterapia.

    Hoy las ganas de volar siguen, pero ahora soy presa de otro tipo de gravedad: esa que me tiene dando vueltas al hospital cada dos por tres, esa que se presenta en forma de olor a químico y me provoca náuseas, esa que tiene dudando a mi cuerpo aunque mi mente luche por tener certeza.

    21 De octubre

    2:30 p. m.

    Hoy me siento feliz. Hace un rato me dijeron que no tengo trombosis en el brazo derecho. Solo fue una confusión y resulta que lo que tengo es más bien flebitis.

    A eso se ha reducido mi vida en estos momentos: a lo esencial, la salud. Estos son los pequeños detalles que ahora me ponen contenta. Ni tan pequeños, pensándolo bien.

    Mi roomie se ríe porque comer lentejas me hace feliz. Detrás de ese hecho, que podría ser insignificante, pero no lo es, pienso: «Voy a comer algo que me haga sentir placer. Si como, significa que estoy fortaleciendo mi sistema inmunológico para que luche con todas sus fuerzas; si tengo hambre, significa que estoy lo suficientemente bien como para tener hambre. ¡Voy a sentir placer!, aunque sea en alguna de sus versiones más elementales».

    Y esto último lo digo porque me tienen en abstinencia. No soy el tipo de persona que se acuesta con todo aquel que se le ponga enfrente o encima, pero me gusta tener sexo. Me gusta sentir placer. Me gusta sentirme viva, vulnerable, sensible, poderosa, sensual y todo eso que te da el tener buen sexo y, sobre todo, el hacer el amor cuando hay amor.

    La doctora me tiene dicho que debo llevar cubrebocas siempre que esté fuera de mi casa para evitar gérmenes, lo cual significa que tampoco puedo besar a alguien. Mi contacto se reduce a un «¡Hola!» con la manita agitada. Esta es una enfermedad tan contradictoria. Lo más importante es la actitud, el estado anímico, el sentirse querida, que mis endorfinas estén altas; eso sí, siempre y cuando no bese a nadie, no haga el amor con nadie, no sienta placer con nadie…

    El viernes tuve un encuentro del cuasi tercer tipo en mi cita de ultrasonido.

    Ya vestida de bata azul, entré al consultorio y me sorprendió ver a un radiólogo: hombre-SEXO MASCULINO. Por alguna extraña razón, di por hecho que sería una doctora la que me haría el ultrasonido en ambos lados del cuello. Hubo un instante, un microsegundo, en el que pensé: «Será medio incómodo ahora que me descubra un poco la bata hacia abajo», pero respiré hondo y enseguida me relajé.

    Cabe aclarar que, a pesar de que me gustan los hombres morenos, no sentí ni una pizca de atracción por más que observaba a este. Era moreno, ojos cafés, llevaba una corbata y una camisa de cuadros debajo de su bata de doctor y su cabello, que había sido rapado de ambos lados de la cabeza, sobresalía en pequeños picos hacia arriba; el gel se encargaba de afilarlos como pequeños cuchillos.

    El doctor me advirtió que el gel estaba frío y me pidió que girara la cabeza al lado contrario; yo no opuse resistencia. Comenzó el procedimiento, dolía un poco cuando presionaba el aparato contra el cuello. Cerré los ojos; su brazo rozaba mi bata fría, que apenas me cubría el pecho. Mi primera reacción fue moverme un poco para evitar el roce, pero enseguida cambié de opinión. ¡Era mi oportunidad! Respiré hondo, me relajé y pensé: «¡Qué rico!», y seguí disfrutando de la torpeza de su brazo mientras él veía tan atento el monitor, buscando rastros de ganglios afectados y venas inflamadas, hasta que la estúpida máquina le dio todo lo que quería.

    Y… tan, tan. Eso es lo más cercano que he tenido a un encuentro sexual, últimamente.

    22 De octubre

    9:26 p.m.

    Aquí estoy, vestida de Sharon Tate, esperando a dar mi tercera función de la noche. Anoche me fui a la cama feliz después de haber escuchado a mi doctora, de viva voz, decirme que el tumor se redujo más del cincuenta por ciento con la primera quimio.

    Dios me está dando una segunda oportunidad, no hay otra manera de tomarlo. Se lo tengo que agradecer infinitamente a la vida, al universo. Solo espero aprender todo lo que tengo que aprender de esta experiencia y lograr vivir sin tantos miedos y tapujos. SOLTAR. FLUIR. PERDONAR. VIVIR.

    9:55 p. m.

    Acabo de pasar un coraje porque el novio de una amiga mía vino a verme al teatro. Mi amiga, que está lejos, quería verme, así que decidieron tener encendida la videollamada mientras yo actuaba en un foro de tres metros cuadrados. Durante la primera mitad del monólogo, escuché la voz de mi amiga a través del teléfono. ¡Quería parar la función! ¡Matar a ese hombre, a mi amiga, hacer pedacitos el teléfono! Es una gran falta de respeto para un actor que intenta estar concentrado.

    Supongo que también influye la memoria emocional: toda mi vida ha habido personas que se han burlado de mi sueño de ser actriz. Entre ellos, uno que otro integrante de mi familia. Eso duele. Así que supongo que el coraje fue mayor, pues el pobre novio de mi amiga cargó con su culpa y la de todos los anteriores que me han faltado al respeto.

    Es curioso, ahora me resulta raro decir la expresión «¡Lo quería matar!». Acaba de tomar otro significado para mí; cobró algo de seriedad, supongo. Y eso que me gusta el humor negro.

    23 De octubre

    3:28 a. m.

    Voy llegando a mi casa; tuve que ir a atención inmediata a la 1:30 a. m., a pesar de la inmensa flojera que me daba pisar el hospital a esas horas. Es raro tener que ir a urgencias solo por una pequeña úlcera en la boca y una inflamación leve, pero la doctora Ríos me dijo que es importante.

    Cuando llegaba, tuve esta sensación extraña de adrenalina de «la primera vez». Pensé que estaría lleno de gente quejándose de dolor extremo, pero solo me encontré con una sala de espera vacía y tres enfermeras dormidas, con sus cabezas recostadas sobre el escritorio de recepción. A la doctora de turno también la desperté. Nunca he entendido por qué los doctores deben hacer guardias de tantas horas. No creo que sea bueno ni para ellos ni para el paciente, que está siendo atendido por un zombi.

    Todo salió bien. Nada de qué preocuparse.

    10:38 a. m.

    Aquí estoy, esperando a entrar a la sala de quimio. Hoy me vine mejor preparada; no es algo que duela, pero sí hay que esperar siete horas y media a que el medicamento pase por mi vena.

    No podré escribir porque hoy toca el brazo izquierdo y soy una ambidiestra un poco curiosa. La letra pequeña solo la escribo con la izquierda; para escribir en una pizarra en grande, tiene que ser con la derecha.

    La Dra. Ríos —mi doctora— es un poco despistada. Es la segunda vez que se le olvida darme la hoja de indicaciones para la quimio, así que toca esperar más. Dos de dos. En fin, el despiste lo compensa con su sabiduría y simpatía.

    26 De octubre

    8:30 p. m.

    Acabo de regresar a casa. Solo bajé a comprar algo a la tienda de al lado, después de estar casi todo el día en pijama sin hacer nada productivo. Esta vez me sentí un poco menos culpable por solo relajarme.

    Cuando estaba a punto de pagar la lata de piña, escuché la voz del televisor que anunciaba gravemente Lo que callamos las mujeres. Me giré a ver el televisor cuando oí al «doctor» de la serie que hablaba sobre el Hospital General Juárez de México. No podía dejar de observar la pantalla; la cajera habrá pensado que era muy fan del programa. No podía dejar de pensar en lo absurdo, en lo increíble de la coincidencia. Dos días antes de que me saliera un bulto al lado del cuello, dos días antes de que comenzara todo este viaje surrealista, estaba leyendo y subrayando los guiones de esta serie: mi personaje era el de la maestra-consejera de los niños del Hospital Juárez que estaban en tratamiento de quimioterapia, un personaje muy bonito. Quise esperar un poco más, pues sentí mucha curiosidad por saber quién estaba ahora haciendo ese personaje, pero empecé a sentir una especie de angustia, confusión, no sé bien describirlo. Necesitaba salir de la tienda y volver a mi casa, a mi refugio, donde no estoy obligada a llevar un cubrebocas y me siento como una persona sana, normal.

    Ahora estoy llorando mientras escribo esto. ¿Por qué? Ni siquiera lo sé. No lloré el viernes cuando me dieron mi segunda quimio, todo lo contrario, estuve relajada y hasta lo pasé bien. Supongo que la serie me recuerda que, en este momento, no puedo hacer mi vida normal por más que intento no perder eso. Intento no convertirme en esa niña fantasma que veía cuando era chica, en mi prima enferma que pasaba desapercibida y que —ahora estoy segura— se sentía invisible para muchos.

    Estoy llorando, pero eso no me va a impedir salir adelante. Yo sé que soy fuerte y no me voy a dar por vencida. Estoy segura de que en unos meses estaré leyendo esto con una gran sonrisa en la cara por haber salido victoriosa, una sonrisa visible al mundo, que ya no va a estar opacada por un cubrebocas temeroso de encontrarse con los gérmenes que hay allá afuera, en el bendito exterior.

    27 De octubre

    Siento odio. Siento mucho coraje. Necesito descargar todo esto que traigo cargando. Ya es muy pesado. Necesito expresar toda la rabia que traigo dentro. En este momento, lo único que hago es pensar y repensar en todo el mal que me han hecho algunas personas; desde mi familia hasta ciertos amigos, o por lo menos eso es lo que pretendían ser. Ya me cansé de querer entender, de querer justificar, de querer jugar a la psicóloga con los demás solo por sentir que tengo la capacidad de comprenderlos. ¡Hoy, no! ¡Hoy no quiero! Hoy quiero decirles que me han hecho daño, que no era necesario que lo hicieran. ¿Qué tienen en la cabeza? Tan fácil que es ser una persona medianamente buena… No quiero ser una víctima. Llevo toda mi vida luchando contra eso, pero hoy sí necesito decir «¡Ya basta! ¡Ya estoy harta!». Me encabrona que no se den cuenta, aunque, en realidad, no los puedo culpar por no ser conscientes del daño que me han hecho, porque, seguro, yo he hecho mucho daño de la misma manera. Pero, aun así, duele, duele mucho. Y duele más cuando una no tiene los ovarios para decirlo. Soy capaz de hablar de la manera más directa con cualquiera que me importe, pero soy una cobarde cuando tengo que hablar con las personas más importantes en mi vida. Con mi familia. Es tan difícil…, es mucho más fácil fingir que todo está bien. Al final, nos queremos y, en teoría, eso hace que podamos seguir adelante fingiendo que todo está bien, que ya no hay rencores; pero, de repente, un día te das cuenta de que lo has estado guardando todo este tiempo, que no eres capaz de soltar y de fluir, que no eres capaz de perdonar, como pensabas. Que no soy capaz de perdonar, como pensaba; que, a lo mejor, no soy tan buena persona como creía, que soy rencorosa. Que todo este rencor me está comiendo hasta el punto de haber desarrollado un cáncer. Que por más que he luchado contra esto, en el fondo tomé el papel que tanto aborrezco de víctima. Que debería ser capaz de soltar todo esto y salir adelante. Que extraño tanto vivir lejos de México, lejos de mi familia. En España, la vida era más fácil por más difícil que aparentara ser algunas veces, por lo menos no tenía que enfrentarme a todo esto, a todo el pasado que llevo arrastrando durante años. Allá mis preocupaciones eran otras. Allá todo me hacía sentir libre, valiente.

    Estoy llorando. Otro día más. Otro día sintiéndome culpable por no ser lo suficientemente libre, independiente, productiva. ¿Será posible que aun teniendo cáncer, con la consigna de que debo escuchar las necesidades de mi cuerpo, me torture con esta estupidez de no ser lo suficientemente productiva? Necesito dejar la culpa. Parece que estuviera enganchada a este sentimiento. Es lo peor que me ha pasado en la vida. Es lo más estúpido que puede existir. Odio sentirme culpable. Maldigo el momento en el que absorbí toda esta culpa que no me tocaba. Dicen que uno elige a su familia desde antes de llegar. Aún no entiendo la razón por la que elegí vivir en un ambiente donde tomé culpa tras culpa. Ni siquiera me atrevo a escribir lo que pasó, como si las páginas fueran a hacer algún juicio; yo puedo criticar a los míos, pero que nadie me los critique. En fin, me puse de pechito, dirían por ahí. Por algo elegí estar aquí. Supongo que este tiempo, esta experiencia que estoy viviendo ahora, me ayudará por fin a entenderlo y dejar este papel de víctima y

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1