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El cáncer del alma: Una historia de amor y transformación
El cáncer del alma: Una historia de amor y transformación
El cáncer del alma: Una historia de amor y transformación
Libro electrónico234 páginas2 horas

El cáncer del alma: Una historia de amor y transformación

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Información de este libro electrónico

Cuando, en un día como cualquier otro, Juan está comenzando su rutina diaria, cae desmayado. Unas horas más tarde, despierta en la cama de un hospital, rodeado de doctores, familiares y su amigo de toda la vida. No logra salir de su confusión, hasta que escucha la palabra clave que lo hunde en las profundidades de la angustia: es hora de acudir a un oncólogo. 
Tras su diagnóstico de cáncer, Juan deberá hacer paz con la posibilidad de morir. En este difícil proceso, descubrirá verdades que antes se le escapaban. Su relación con sus seres queridos cambiará drásticamente y, gracias a su nueva perspectiva, aprenderá el valor del perdón, el apoyo incondicional, la empatía y la inocencia. 
Desde aquel momento en que recibió su diagnóstico, Juan aprenderá a vivir.
IdiomaEspañol
EditorialTercero en discordia
Fecha de lanzamiento27 sept 2024
ISBN9786316602848
El cáncer del alma: Una historia de amor y transformación

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    El cáncer del alma - Néstor Iván Abaca

    Capítulo 1

    Cinco minutos más

    Cuando todo está bien, nadie se da cuenta de que lo está.

    Carlos H. Abaca, paciente oncológico, 1951-∞

    Un jueves 19 de abril a las 7.10 a. m., el despertador me avisaba que tenía aproximadamente 25 minutos para salir de ahí antes de que Sofía, la hija menor de Victoria, se despertara y subiera a levantar a su madre para el desayuno.

    Victoria era una mujer que me volvía loco sin darse cuenta de que lo estaba haciendo. La conocí hacía unos meses, en un recital local de esos que llevan muy poca gente. La banda hacía covers de rock y era poco menos que conocida, los presentes parecían ni siquiera escucharla, era como un disco que sonaba de fondo. Pero ahí estaba ella, dos mesas por delante, con las manos arriba, moviéndose al ritmo del lento de la batería; sacudía su cabeza como si estuviera en medio de una multitud y cantaba el tema mordiéndose la boca. Lo sentía en su interior, era mi canción preferida, y hacía que valiera cada centavo del valor de la entrada y mucho más.

    Chaqueta de cuero, cabello lacio y negro hasta la cintura, una piel tan blanca, que, sin importar la distancia o la oscuridad del lugar, hacía resaltar sus prominentes labios color fresa, y estaba completamente cubierta de libertad.

    Sabía que era ella, debía ser ella. Por eso, esa noche se volvió inalcanzable.

    Pero el destino y un pueblo tan chico nos dieron la posibilidad de volvernos a ver en un lugar donde su encanto no tuviera la ventaja. Así pudimos entablar un diálogo que pronto se volvería un café, luego una cita, pronto un último y deseado primer beso.

    Le gustaba cantar, y a mí escucharla. Bailaba aun cuando no había melodía, era tan libre como el viento, quería sin dejar de quererse, y eso era lo que más me fascinaba de ella. Hacía tiempo que dormía más noches en su casa que en la mía, nos disfrutábamos como pocas veces he podido hacerlo con alguien.

    La noche había sido espectacular, la ropa había volado por todo el lugar. Ella durmió con el dulce sabor que les da la cerveza a mis labios en todo su cuerpo, ni siquiera escuchó el despertador. Quise irme antes de que abriera los ojos, pero, como ya sabía de mis huidas matutinas, escondió mi bóxer bajo su almohada, y, cuando me destinaba a partir sin mi ropa interior, escuché esa voz cansada chantajeándome.

    —¿Quieres esto? —dijo alzando el bóxer sin levantar la cara de la almohada —Solo ven cinco minutos más.

    —OK, si es lo que quieres… —Y me lancé sobre su espalda, con más ganas que tiempo.

    El bóxer paró en mi bolsillo, y fueron más de los minutos pactados. El tiempo suficiente para tener que salir corriendo cuando escuché que su hija entraba al tocador, mientras que de la cama podía oír su risa burlándose de mi torpe y fugaz escape.

    ¡Ya quería volver a verla!

    Capítulo 2

    El comienzo

    Nos hemos olvidado que curar el cáncer, comienza con prevenirlo.

    David Agus, médico, oncólogo e investigador

    Como era costumbre, desde el auto llamaba a Gabriel, mi socio y amigo, para avisarle que estaba a cinco cuadras de su casa, tiempo necesario para que preparara el café que siempre me hacía doler el estómago a media mañana, pero que no podía negar cada vez que me lo ofrecía. Esos pequeños detalles de masoquismo vivían en mí.

    A unos 20 kilómetros del pueblo donde debíamos descargar las encomiendas, había una estación de servicio. No era lujosa, ni la más transitada; su dueño era amable, y su ubicación nos era bastante cómoda, por lo cual acostumbrábamos a parar de pasada.

    Gabriel aprovechaba para encender su pucho de media mañana y mirar de reojo el periódico y sus malas nuevas. También se las ingeniaba para robar la última página del diario, donde salían los crucigramas que luego haríamos en el camino.

    Mientras, yo utilizaba la cabina para hablar con mis hijos: Celeste, de once años, y Perseo, de siete. Les preguntaba si habían ido a clase, sobre sus tareas, si me extrañaban, a veces sobre su madre, entre otras cosas. Los entusiasmaba avisando que pronto volvería del viaje y los iría a buscar si no estaba muy cansado, al menos por un par de besos y helado.

    Siempre era la misma cantaleta. Después, el café empezaba a hacer sus estragos, y debía encerrarme en el baño. Pero esta vez, la revolución de mi estómago se sintió diferente a la de todas las mañanas, era más intensa y prolongada. Empecé a sentir cómo mi temperatura aumentaba, comencé a sudar hasta sentir el fuego en mi interior. Atiné a abrazar mi barriga antes de que la vista se nublara y todo a mi alrededor empezara a girar en cámara lenta, hasta terminar enfocando el techo de aquella letrina testigo de toda la escena que antecedió a mi desmayo.

    Casi un día fue lo que me costó volver en mí, desperté en una habitación tan blanca como la fría nieve, y ahí estaban todos.

    El graduado, con su bata inmaculada, levantaba con ambas manos mis resultados a la luz y a la vista de mis padres, mis hijos, Eli (su madre) y, desde luego, Gabriel, quien me había traído a ese hospital.

    Tenía la garganta totalmente seca. Sentí un enorme desconcierto al despertar y darme cuenta de que estaba en una sala de hospital sin saber los motivos que me habían llevado ahí, sin mis últimas memorias. Esto ahorcaba mis cuerdas vocales y me impedía hablar; la incertidumbre de no saber lo que estaba pasando era lo que hacía que no importara cuánta gente me acompañaba en esa situación: estaba solo.

    Es un momento en el que todos los miedos que nunca tuviste aparecen. Cuando ves a todas las personas que estimas en el mismo lugar, pendientes de un diagnóstico tuyo, pero que no depende de ti y al respecto del cual no puedes hacer nada, esos pensamientos que invaden la mente te aíslan del resto, se vuelven soledad porque piensas que nada de lo que digas o hagas puede describir lo que sientes ante esa vulnerabilidad que te deja totalmente ajeno a tu propia vida. Fue precisamente eso lo que no me dejó decirles que ya había despertado. Perseo fue quien corrió a mí cuando vio mis ojos abiertos. Después, las reacciones típicas de la ocasión: agradecimientos al cielo, preguntas, besos y abrazos. Hasta que se sintió la tensión en el aire, llegó el momento del doctor.

    Los niños debían salir al pasillo, Gabriel fue a buscarme algo para tomar, y vi las lágrimas en los ojos de mi madre y a mi padre abrazándola, algo que hacía tiempo ya no era frecuente. Y, desde luego, la mirada piadosa de Eli, que últimamente no estaba siendo muy comprensiva conmigo.

    Gracias, doctor, por esa voz que, tan segura, irrumpió esa escena de mierda que seguramente me costaría borrar de mi conciencia.

    —Juan, debemos hablar de lo que está sucediendo, ¿quieres que alguien se quede a acompañarte?

    —No, prefiero estar solo ahora —respondí, casi como una invitación a los demás a retirarse.

    —Por favor, solo será un momento, luego podrán pasar a despedirse —dijo el doctor señalando la puerta.

    Ya solos en la habitación, comenzó:

    —¿Cómo te sientes? ¿Sabes qué pasó o cómo terminaste aquí? —preguntó mirándome a los ojos e intentando no ser demasiado directo.

    Lo siguiente en el cuestionario eran unos datos personales y clínicos ya suministrados por mis padres, solo quería corroborar si estaba consciente. Tantos protocolos para un diagnóstico indicaban que no debería ser algo bueno, mi mente empezó a divagar ante las distintas posibilidades, incluso mucho antes de que la información llegara.

    El tiempo pasaba sin darme cuenta y las palabras se ramificaban más allá de la compresión que podía tener en ese momento de shock.

    Lo único que quedaba dando vueltas en mi cabeza fue la palabra oncólogo... on-có-lo-go, una y otra vez, como una campana o un eco que no dejaba de retumbar en las paredes de mi interior. No importaba cuántas oraciones armadas escuchara, ni lo que respondiera, vagamente recuerdo hablar de un tumor, de apoyo, de posible, de No nos adelantemos, exámenes y demás.

    Cuando el doctor comenzó a profundizar sobre las posibles causas de mis dolores de estómago, que cada vez eran más recurrentes e intensos, se refirió, nuevamente, a la necesidad de consultar con un oncólogo. Lo interrumpí:

    —Doctor, ignoro tantos temas de medicina y protocolos como conozco, pero la vida, las personas y la calle me enseñaron de miradas… de miradas que no se pueden disimular, como la de usted ahora, es una de esas que cargan noticias que nunca les gustan dar. Le agradezco la charla, su franqueza y solidaridad conmigo, su compromiso, su deber y oficio, pero en este momento solo quiero descansar un rato más. No sé si es el peso de la información, mi salud, cansancio, pero quiero recostarme en soledad. Si puede decirle a mi familia eso, le agradecería —dije casi con los ojos cerrados y me desplomé, no sé por cuánto tiempo más.

    Capítulo 3

    Rayo de sol

    El cáncer es una enfermedad donde el paciente puede contribuir en gran medida para ayudarse a sí mismo, si puede mantener su esperanza y su moral.

    George Carman, paciente oncológico, 1929-∞

    22 de abril, 10 a. m.

    Ya no hacía frío, aunque aún podía sentirlo. La enfermera me decía que ya podía irme a casa, mientras me arrimaba una silla de ruedas hasta esa cama compañera de todas mis nuevas inquietudes.

    El sol entraba por la puerta del hospital, me sentía fuerte, me sentía normal, mientras más me acercaba a ella, más sabía que iba a salir de ahí como si nada estuviera pasando. Pero no fue así, cuando el sol empezó a posarse en mi rostro, se sentía diferente, cálido, casi como un abrazo. Fue ese segundo tan agradable el que me dijo que ya nada sería igual.

    Empecé a caminar, solo quería andar, sentir ese sol que mi yo sano no había sentido antes, por lo menos no conscientemente. Y se vino a mi mente los primeros pasos fuera de la clínica de la maternidad, cuando comenzaba la primavera y nos daban el alta, luego del nacimiento de Celeste, y entre mis brazos la sacaba al mundo. Ese día, un rayo de sol logró filtrarse entre mis dedos que intentaban ocultarla de ellos y se reflejó en su pequeño rostro. Recuerdo cómo cambió su expresión, la sorpresa en sus ojos. Decidí abrir un poco más el margen de mis dedos y jugar con ellos para que el sol hiciera pequeños destellos en toda su cara, y su frente se desarrugó al instante, y sonrió como si el sol le estuviera haciendo pequeñas cosquillas. Así llenó de vida cualquier miedo que hubiese traído su llegada… Quizás hoy ese mismo rayo de sol vino por los míos, pensé.

    ***

    Dejé caer mi bolso entre los pasos que daba en el verde césped e involuntariamente giré las palmas de ambas manos hacia arriba para sentir toda su plenitud en la mía. Escuchaba los silbidos que venían del viento, las risas del parque y los sonidos de los pájaros. Era un momento mágico, como los cinco minutos finales de una hermosa película. Pero los momentos, por más simples y hermosos que sean, solo son eso, momentos, lapsos pequeños de tiempo… y el mío estaba por terminar al cruzar la calle. Mis padres venían a recogerme, y la magia desaparecería.

    Mi madre corrió hacia mí y me tomó del brazo como si no pudiera valerme por mí mismo. Mi padre bajó del carro y corrió a buscar mi bolso, me preguntaron tantas veces si estaba bien, que ya no sabía qué debía contestarles, qué querían escuchar.

    Me llevaron en el asiento de atrás con mi bolso a cuestas. Por unos minutos, me retrotraía a mi infancia, cuando, del mismo asiento trasero, los miraba hablar como si yo no estuviera ahí sentado con mi mochila de las Tortugas Ninja, fue nostálgico y a la vez ridículo. Me llevaron a su casa, pero les dije que por favor me dejaran en la mía; a cambio me hicieron prometerles que les abriría la puerta cada vez que ellos fueran

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