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Letras (A) doradas
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Libro electrónico415 páginas6 horas

Letras (A) doradas

Por Nené

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Información de este libro electrónico

Esta novela es una travesía dolorosa, donde una familia de clase media se tambalea ante una enfermedad inesperada que pretende truncar los sueños de un joven. Una lucha por cumplirlos con optimismo y un espíritu luminoso; el relato de una madre y el cordón indestructible del amor hacia su hijo; una denuncia de todos los molinos que hay que derribar en el sector de la salud, donde muchas veces la frialdad de los protocolos deja a los pacientes y familiares en un espacio de poca empatía. Letras (A)doradas es un homenaje a la entereza, hacia la huella que se deja y la herida que queda en el corazón, que no todos pueden resistir.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 ene 2024
ISBN9788411819954
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    Letras (A) doradas - Nené

    1500.jpg

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Nené

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1181-995-4

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    Dedicatoria:

    Por y para mis hijos, los cimientos de mi fuerza.

    Por y para tu memoria, amado Julito.

    Por y para todos quienes caminamos con un pedazo

    menos en el corazón.

    Por y para todos quienes me tendieron una mano y me

    escucharon una y otra vez con paciencia infinita.

    Estarán siempre presentes en mi historia.

    Prólogo del autor

    En mi juventud leyeron las líneas de mi mano casi como un juego. El presagio fue este: «Un poco más allá de la mitad de tu vida, algo sucederá; eso será tan importante que hará que el curso de tu vida se modifique completamente». Y así es exactamente como sucedió.

    ¿Manejamos nuestro destino o él nos maneja a nosotros?

    El destino se define como «una fuerza que está por encima de nosotros y nos empuja hacia una sucesión inevitable de acontecimientos, de circunstancias de las que no podemos escapar».

    Esta historia está atada a mi destino y al de mi familia. El camino ha sido tortuoso muchas veces, y en otros momentos, casi plano; con plano me refiero a la vida común que en general lleva la mayoría de la gente.

    Cumplí mi sueño más preciado: ser madre. La maternidad ha sido sin duda el mejor regalo de este, mi destino. Ese cordón umbilical invisible que me une a cada uno de mis hijos es mi mayor tesoro. El amor incondicional de madre a hijo es eterno.

    Dentro de mi destino aparece subrepticiamente el dolor, ese que te aplasta y aniquila, ese que pone a prueba tu total resistencia y fuerza. Esta sombra de tristeza y desesperanza que cubre mi mundo y el de mi familia me hizo dudar de mi fe, de mi permanencia en esta tierra y de mis actos pasados, inclusive.

    El dolor. ¿Seré capaz de dominarlo? ¿Cuánto de mí se llevará? Son las preguntas que surgen en silencio y dan vuelta en mis entrañas.

    Sin embargo, no todo es blanco y negro en esos tristes días. Es en esos momentos más oscuros que inicié la búsqueda, no sé si consciente o inconscientemente, de una luz que encendiera mi valor (creo que siempre tenemos una luz a nuestro lado, aunque a veces cueste hallarla). La encontré en el coraje de uno de mis seres más amado; aún ilumina y guía mis pasos; su templanza, valentía y amor son los protagonistas de esta historia.

    Una vez que la encontré, no la solté; la atesoré y me dio la fortaleza para continuar. No ha sido nada fácil, lo confieso, en absoluto.

    Pese a lo que estaba escrito para mí y los míos, permanezco agradecida de lo vivido, de cada minuto, de cada escena de este, mi destino.

    Capítulo I

    2009

    ―¿Mamá, tengo leucemia? ―me pregunta Julito, mi hijo mayor de tan solo diecisiete años. Sus palabras no demuestran miedo ni dolor y surgen como si fuese una interrogante tan simple como si me dijese «¿tengo gripe?».

    Está sentado en una cama de la Unidad de Cuidados Intermedios de la clínica. Su rostro refleja el cansancio de lo sucedido estos días; su piel pálida hace resaltar el negro de su cabello, que cae un poco sobre la frente. Las sombras oscuras bajo sus ojos revelan la falta de horas de descanso, pero su sonrisa está presente mientras conversa con Ivanna, su polola. Ella le acerca la mesita para ayudarle con la cena que acaban de servirle, troza la carne, le tiende la servilleta con mucho cuidado y lo mira con dulzura.

    La habitación es pequeña, sin ventanas al exterior, solo con una vista al pasillo del Servicio de Intermedios a través de una persiana que hemos cerrado para tener privacidad. Hay una silla, que ahora ocupa Ivanna; un velador; y un pequeño mueble adosado a una de las paredes, sobre él está la jarra con agua.

    Me encuentro de espaldas a ellos mientras vierto agua en un vaso. Siento que mi corazón se detiene por un instante; permanezco en silencio unos segundos. Sabía que este momento llegaría, sin embargo, siempre confié en que el médico debía darle la noticia. Descarto por completo mentirle, es absurdo, pero me cuesta, me duele ser yo quien se lo diga. No me atrevo a mirarlo a los ojos, así que, sin voltearme, solamente respondo:

    ―Sí.

    Mi voz apenas sale, casi en un susurro; luego me mantengo sin hablar, más palabras resultan innecesarias. No hace más preguntas. Tengo la certeza de que, por lo que le han hecho, por lo que ha escuchado y nuestros rostros de padres preocupados, conocía la respuesta. Me acerco hacia ellos con el vaso en mi mano temblorosa, nuestras miradas se unen y me dice esbozando una leve sonrisa:

    ―No está tan mala esta comida.

    En este instante, lo vivido hace menos de tres días se ve demasiado lejano.

    Capítulo II

    Fue el inicio de días, meses, años de salas de urgencia, piezas de clínicas, tomas de exámenes, diagnósticos e indicaciones médicas, psicológicas y de todo tipo. Cuando menos lo esperábamos, para Julito y para nosotros, su familia, la vida dio un vuelco de ciento ochenta grados.

    Ese domingo de noviembre del año 2009, como era habitual, su padre Julio Ernesto y yo salíamos de casa para realizar las compras semanales en la feria, cuando sonó mi celular. Era mi hijo:

    ―Mamá, ven pronto que me duelen demasiado las piernas ―su voz sonaba cargada de angustia y miedo.

    Nos devolvimos de inmediato. Subí corriendo a su pieza en el segundo piso.

    ―No puedo pararme, es un dolor demasiado fuerte ―me decía sollozando desde su cama. Revisé sus piernas, pero a simple vista no detecté nada anormal.

    ―Puede ser gripe, hijito, pero mejor vamos a una clínica ―le dije, casi segura de que era únicamente eso.

    Dejamos a sus hermanos, Rodrigo, de catorce años, y Francisco, de doce, en casa, mientras acudíamos a una clínica en el centro de Santiago.

    La sala de urgencia estaba muy concurrida, por lo que tuvimos que esperar con paciencia a que lo ingresaran a un box. Me permitieron acompañarlo, pero su padre debió permanecer en la sala de espera.

    Luego de revisarlo, el médico decidió no solicitar exámenes de laboratorio, indicando que solo le administraran un calmante y antiinflamatorio endovenoso, diagnosticando un estado gripal. Mientras le suministraban el medicamento se sintió mejor, pidiéndome que le tomara una fotografía para enviarla a sus amigos. Todavía reíamos cuando, de pronto, el cuerpo de Julito comenzó a temblar y su mirada se perdió en el vacío. Sin saber qué ocurría, grité por ayuda hasta que por fin apareció un técnico paramédico; no obstante, los temblores ya habían desaparecido. Julito abrió sus ojos, sin recordar que había convulsionado. Le controlaron sus signos vitales y volvió a ser evaluado por el médico, quien decidió dejarlo en observación por una hora más. Como no volvió a mostrar problemas, fue enviado a casa con el mismo diagnóstico de gripe.

    Por la tarde, los dolores se volvieron a agudizar y se notaba decaído, por lo que agendé una hora médica para el día siguiente a primera hora.

    El lunes comenzó con la rutina habitual de los días de colegio; los padres levantándonos temprano para luego despertar a los niños.

    Julio Ernesto, vestido como siempre con jeans y camisa, luego de beber su café, salió a encender el automóvil mientras fumaba el primer cigarrillo de los muchos que consumía a diario. Me preocupaba mucho eso, además de su exceso de peso, pero él parecía ignorar el riesgo y mis advertencias. Mientras yo permanecía en la cocina bebiendo una taza de té y preparando el almuerzo que los niños llevarían al colegio, escuché las conversaciones que venían del segundo piso:

    ―Mamá, no encuentro mi polera —gritó Francisco, el más pequeño de la familia, desde su pieza. Cuando caminaba para ayudar en la búsqueda, escuché a Rodrigo, retándolo.

    ―Panchi, ¡mira bien! Acá está… ¡Mamá, ya la encontré! ―Ahora el grito se dirigió a mí.

    Me devolví a la cocina para finalizar mi tarea.

    Luego bajaron corriendo y riendo de sus ocurrencias. Entraron a prisa a la cocina. «Qué diferentes son», pensé. Rodrigo, más conocido como Rorro, es moreno, delgado, risueño, pero se enoja con facilidad. En cambio, Pancho desde pequeño tuvo sobrepeso, adora comer, de ojos grandes y expresivos. Se lleva bien en general con Rodrigo, porque con paciencia soporta su carácter. Julito, por su parte, lo defiende y lo acoge siempre.

    ―¿Todo listo, niños? ¿Llevas la toalla y la polera de recambio, Pancho? Rodrigo, ¿terminaste el libro? ―les pregunté mientras les entregaba sus termos y colaciones. Ellos asintieron sonriendo.

    ―Vamos, niños, que no me puedo atrasar ―los apuró Julio Ernesto, que hablaba por su celular desde la entrada de la casa.

    Nos despedimos.

    La diferencia en nuestra acostumbrada rutina fue el hecho de que Julito permaneció acostado, ya que la hora médica era a media mañana. Aproveché para consentirlo sirviéndole el desayuno en la cama, dejando que descansara un poco más. Al acercarme a darle los buenos días fue imposible no observar que su rostro demostraba que el dolor de sus piernas se mantenía.

    Se vistió lentamente y esperamos tranquilos hasta que su padre nos pasó a buscar.

    El médico, luego de examinarlo detenidamente, solicitó un conjunto de exámenes de sangre, aunque sin atreverse a emitir un diagnóstico.

    ―Deben tomarle ahora las muestras, es prioritario. Esperemos los resultados y lo evalúo mañana en la mañana ―nos indicó—. Es importante que los exámenes se los tomen enseguida —repitió mirando insistentemente el rostro de Julito.

    Esta primera toma de muestras fue la que dio inicio a la tragedia. Julito, aún adolorido y con expresión de cansancio, regresó a casa con su padre. Por mi parte, los tuve que dejar para dirigirme al centro médico ubicado en el centro de Santiago, donde empecé a trabajar desde hacía algunos meses en calidad de enfermera clínica y administrativa, ya que mi turno de tarde estaba próximo a comenzar.

    Pasadas algunas horas, recibí una llamada de mi marido para comunicarme que se encontraba en el servicio de urgencias con nuestro niño, porque el médico lo había contactado para ordenarle que fuera llevado de inmediato a la clínica. Aunque el diagnóstico todavía era incierto, los resultados de los exámenes no eran favorables.

    Me paralicé, sentí que mi cuerpo no me respondía y que mi mente se había bloqueado sin saber qué hacer. En forma automática, casi por instinto, busqué a mi colega y amiga, Patricia, a la que, entre lágrimas, traté de explicar lo que ocurría y mi urgencia de ir a la clínica, porque necesitaba estar junto a mi hijo. Me acogió, intentó calmarme y luego me acompañó a hablar con la enfermera coordinadora del centro médico, quien, sin dudarlo, me autorizó para retirarme de inmediato.

    Tomé un taxi en dirección a la clínica pidiéndole varias veces al chofer que fuera lo más rápido posible; el viaje se me hizo interminable. «¿Qué le pasará a mi pequeño? ¡Dios mío, que no sea nada grave!», supliqué.

    Mi mente regresa al pasado en un instante, siento su pequeña manita que agarraba fuerte mis dedos; era la única forma en que se quedaba dormido cuando apenas tenía días de nacido. Si trataba de separar mi mano, despertaba enseguida, ritual que duró sus primeros dos años de vida. «Voy en camino, hijito», susurré para mí.

    Bajé del auto rápidamente y atravesé corriendo la entrada de la clínica mientras mi corazón latía a toda prisa. Crucé por la recepción del servicio de urgencias preguntado dónde tenían a Julito; una funcionaria me indicó una puerta lateral. Luego de avanzar por un pasillo encontré a mi pequeño, pálido, ojeroso y débil, tendido sobre una fría camilla en uno de los boxes. No tenía ánimo de hablar, estaba cansado porque le habían puncionado sus brazos varias veces para tomar diversas muestras de exámenes y le habían instalado en el dorso de su mano una vía venosa para hidratarlo. Fue una imagen que me atravesó el corazón; mi amado hijo yacía ahí enfermo. Me pareció por un segundo volver a verlo como si tuviera tres años, así de frágil y dependiente.

    Julio Ernesto, nervioso, me miró solamente. El médico de turno entró al box, y nos informó que Julito sería trasladado inmediatamente a la unidad de Cuidados Intermedios, ya que su estado era de alto riesgo. Todo esto había sucedido en pocas horas, todo de prisa, sin que yo alcanzara a procesar lo que estaba ocurriendo. Se había empezado a romper de a poco ese esquema de vida en el cual era fácil estar en lo predecible y seguro.

    Mi marido y yo esperábamos en la sala de visitas del servicio de Cuidados Intermedios, nerviosos y preocupados ante la incertidumbre de lo que sucedía con nuestro hijo. El silencio casi permanente de la habitación se vio interrumpido por el sonido de mi teléfono, proveniente de un número desconocido; me levanté desplazándome a un rincón de la sala. Al contestar reconocí la voz del médico que había evaluado a Julito en su consulta. Me preguntó si ya lo habíamos llevado a Urgencias con una voz que denotaba impaciencia y aprehensión. Al responderle que estaba siendo ingresado en el servicio de Cuidados Intermedios, percibí que daba un respiro profundo y en su voz una suerte de alivio, mientras continuaba explicando que era lo adecuado porque el hemograma había resultado muy alterado. Esas palabras, «hemograma alterado», se grabaron en forma indeleble en mi mente. En ese instante lo supe: ¡era leucemia!

    Colgué la llamada y sentí que mi corazón dejó de latir. Miré a mi esposo, que continuaba sentado, agobiado y nervioso, con la mirada fija en el piso. No fui capaz de decirle lo que pensaba, porque sabía que no me creería, ni tampoco podía asustarlo sin tener el diagnóstico definitivo. ¡Yo tampoco quería que fuese real! Necesitaba hablar con alguien, gritar, llorar. Salí por un momento de ahí para tomar aire y escapar de mis pensamientos. Sentada en una grada de la escalera de entrada de la clínica, le envié un mensaje a mi amiga Ana Luisa, quien me llamó de inmediato. Le conté llorando lo que sucedía.

    No recuerdo cuánto tiempo tuvimos que esperar hasta que el médico de turno se acercó para conversar con nosotros.

    ―El diagnóstico definitivo se lo entregará el médico especialista, un hematólogo, una vez que tengamos los resultados de ciertos exámenes específicos ―hablaba en forma pausada. Pensé que ocultaba la verdad.

    ― ¿Un hematólogo? ¿De qué enfermedad están sospechando? ―pregunté, aunque temiendo escuchar la respuesta

    ―Lamentablemente, es altamente probable que sea leucemia, pero debemos esperar el resultado de ciertos exámenes para poder dar el diagnóstico definitivo. Por ahora, su hijo está estabilizado y bajo monitoreo constante. ―Sus ojos miraron el suelo por un momento; sin duda, no era grato para él dar esta noticia.

    ―Gracias, doctor ―apenas se escucharon las palabras de Julio Ernesto. Sus ojos húmedos intentaban retener las lágrimas y sus piernas temblaban por la noticia. Yo lloré, sin poder decir nada, mientras él tomaba mi mano como una manera de sostenernos en el dolor.

    Nos permitieron entrar para despedirnos de Julito, cansado por la larga espera en la camilla en Urgencias, por fin acogido por una cama. Sus dolores habían disminuido gracias a los medicamentos.

    ―Debemos irnos, hijito ―le dije mientras acariciaba su cabello y él acomodaba su cabeza en la almohada.

    ―Mañana temprano vendremos. Debes permanecer acá hasta saber bien qué pasa y para que puedas estar bien de nuevo ―le dijo su padre suavemente.

    ―Bueno, ahora me dormiré. ¡Hasta mañana! ―respondió Julito entrecerrando sus ojos

    Besamos su frente y salimos, dejando por primera vez a nuestro pequeño en una cama de hospital. Desde este momento nada sería igual en nuestras vidas, lo intuíamos, lo sentíamos como si una llovizna casi congelada nos rajara la piel de dolor.

    Capítulo III

    Ante un diagnóstico demoledor como ese, me cuestioné todo lo que había hecho como madre. Uno de mis sueños más sentidos en la vida era ser mamá. En mi mente, a veces negativa y temerosa, rondó el temor de no poder tener hijos, como le había ocurrido a mi tía materna. Cuando nos casamos, mi anhelo era quedar embarazada lo más pronto posible. Transcurridos seis meses de matrimonio sin lograrlo, decidí consultar a un especialista en fertilidad. Como era de esperar, me dijo que era muy pronto y que debía esperar un año antes de iniciar exámenes para un diagnóstico seguro. Inmediatamente cumplido el plazo, regresé con el especialista y comenzaron los exámenes, algunos de ellos muy incómodos y hasta dolorosos, incluso una laparoscopia para evaluar si existía alguna lesión física. Ese examen arrojó solo una mínima endometriosis, que significa la presencia de tejido endometrial fuera del útero, por fortuna, enteramente tratable. Luego le correspondió a mi esposo el turno de hacerse exámenes; aunque para nada agradables, los asumió con buena disposición. El resultado fue que no existía nada anormal que justificara la imposibilidad de concebir.

    El médico nos sugirió la posibilidad de utilizar una técnica llamada GIFT, consistente en estimular la ovulación mediante inyecciones de hormonas y determinar mediante ecografías la fecha de ovulación, día en que se introducirían espermas directamente dentro del útero. Puesto en práctica, fue un proceso estresante, ya que me aplicaba las inyecciones por mí misma, bastante dolorosas, por cierto. Cada día, antes de entrar a mi turno, debía asistir al centro médico para realizarme una ecografía, hasta confirmar el día de la ovulación. La primera vez que realizamos el proceso, lamentablemente no dio resultado. Fue muy decepcionante para mí la noticia del fracaso, además pesaba el costo importante que había implicado.

    Sin embargo, no me di por vencida: volvimos a intentarlo una vez más y, en esa oportunidad, ¡sí tuvimos éxito! Ese día, sin sospechar un resultado positivo, me dirigí sola a la consulta. Apenas el médico confirmó el embarazo, inmediatamente le comuniqué la feliz noticia a Julio Ernesto y a la familia. Por seguridad, me prescribieron reposo en cama durante los tres primeros meses de gestación.

    Mi querido suegro, que cursaba ya por los setenta años, calvo, de intensos ojos celestes, siempre alegre y de quien la familia ha heredado el nombre Julio, me acompañó todos los días mientras permanecí en reposo en casa. Con habilidad culinaria y mucho afecto, me preparaba y servía el almuerzo, preocupándose siempre de que yo no dejara de comer. Su sueño era tener nietos y, como lo separaban varios años de la edad de mi suegra, temía no llegar a disfrutar de ellos. Por eso, fue uno de los más felices con la noticia.

    El embarazo transcurrió sin problemas y pude volver al trabajo los meses siguientes, viviendo feliz el día a día. Sin aviso, a mediados de febrero se hincharon mis pies y tobillos. En el control médico solo detectaron una leve alza de presión y me indicaron el regreso al reposo en cama en casa con controles más frecuentes de la presión arterial. El día 24 de febrero el edema empezó a aumentar gradualmente, al día siguiente mis piernas y manos ya eran irreconocibles, y la presión arterial aumentaba progresivamente. Ante el mayor compromiso de las piernas, llamé al obstetra, quien me recomendó que acudiera a la clínica en forma urgente.

    En la madrugada del 26 de febrero de 1992 nació, mediante cesárea, nuestro pequeño. La naturaleza había sido sabia: Julito estaba sufriendo retraso en su crecimiento intrauterino debido al deterioro de la placenta. En caso de haberse producido una mayor tardanza, probablemente no habría sobrevivido, ya que al nacer pesó menos de dos kilos. Por ello, debió permanecer varios días en incubadora y luego un mes sin salir de casa, amamantado a libre demanda para que subiera de peso.

    Sentí mucha angustia y frecuentemente lloraba al ver a Julito tan pequeño, delgado e indefenso. Se acostumbró cada noche a dormir tomado de mi mano, despertando cada vez que yo soltaba su manita. Afortunadamente, conté con la ayuda casi diaria de sus dos abuelas, que lo amaron desde el primer día. Mi estado anímico mejoró con el apoyo de un medicamento y dejé atrás mi temor. Durante su infancia fue un niño sano, excepto por las enfermedades infantiles típicas, como por ejemplo el sarampión.

    Luego del nefasto diagnóstico y durante los días inmediatos me preguntaba si habría sido el tratamiento de la infertilidad una posible causa de la enfermedad actual. O el retardo en su crecimiento. ¿Acaso había cometido un error al querer apurar a la naturaleza? ¿Durante su niñez habría hecho algo equivocado?

    Pensaba en esos y otros motivos que pudieran justificar que mi hijo estuviese pasando ese calvario con una enfermedad que lo podía llevar a la muerte, una muerte prematura e injusta.

    Capítulo IV

    Desde el día en que supimos que era leucemia, la sala de espera de la clínica se mantuvo permanentemente ocupada por nuestra familia, sus amigos y los padres de ellos. El horario de visitas era muy restringido, pero dejando de lado temporalmente nuestro sentimiento de pesar y angustia, intentamos hacer rendir el tiempo disponible de modo de que todos pudieran turnarse y estar con él.

    Por aquellas cosas del azar, el enfermero jefe de la Unidad de Cuidados Intermedios resultó ser un excompañero mío de la universidad. El reencuentro resultó ser muy valioso para nosotros. Inmediatamente se puso a nuestra disposición, ayudándonos además para que Julio Ernesto y yo pudiéramos permanecer con Julito un poco más tiempo que el habitual. Una luz dentro de la tiniebla, sin duda alguna.

    Entre las visitas, todos los días estaban presentes Bárbara y Mari Fran, las compañeras y amigas incondicionales de Julito desde que ingresó a séptimo básico del colegio Alcántara. En mi memoria está grabado el día en que las conocí. Una tarde, creo que fue jueves, mientras esperaba fuera de uno de los salones para asistir a una presentación del grupo de teatro en la que Julito realizaría un monólogo de un payaso, de pronto se me acercaron estas dos jovencitas tomadas del brazo, vestidas con sus uniformes de gimnasia, y me dijeron al unísono:

    ― ¿Usted es la mamá de Julio? Nosotras somos sus más fieles admiradoras ―sonreían orgullosas de autoproclamarse como tales.

    ―Claro, yo soy ―les respondí, sorprendida por su fan club. Me dieron sus nombres y se despidieron. Luego se integraron al resto del público para aplaudir a su admirado amigo.

    Julito soportó en forma estoica esos dos días de múltiples exámenes, expectante a todo lo que ocurría a su alrededor; sus ojos observaban cada paso y procedimiento que realizaron los profesionales que lo visitaban. Su mente la imagino como una cajonera en donde estaba archivando cada hecho, cada palabra que escuchaba o intuía, aunque simulando a veces desinterés. Siempre había sentido que era un adulto en un cuerpo de niño frente a las responsabilidades de la vida, pero a la vez manteniendo la infinita capacidad de sorprenderse y disfrutar cada momento.

    El tiempo favorito del día era cuando podía departir con sus visitas y relajarse con ellas. Pero aún faltaba tener claridad sobre el diagnóstico, conocer qué tipo de leucemia lo atacaba y así determinar el tratamiento que requería.

    Entonces llegó el momento de la conversación con el médico hematólogo. Un señor mayor, muy empático y cordial, nos indicó con su mano un rincón del pasillo y ahí de pie, los tres casi tocándonos por la cercanía de nuestros cuerpos, nos dijo:

    ―Papás de Julio, tengo el resultado de los exámenes. El diagnóstico es leucemia linfoblástica del tipo específico Philladelphia positivo ―su tono de voz fue suave y cálido.

    Nosotros permanecimos callados, atentos a cada palabra, tratando de procesar la información.

    ―Este tipo de leucemia es compleja, desafortunadamente de difícil tratamiento y sin un muy buen pronóstico, pero ―continuó de prisa intentando minimizar el impacto que estaban causado sus palabras― tenemos a nuestro favor la juventud de su hijo y la pesquisa oportuna ―finalizó tratando ser optimista.

    Sentí una punzada en el pecho. El diagnóstico no era alentador, por lo que oculté mi desazón a mi esposo; sus ojos estaban clavados en el médico, como esperando que nos regalara palabras esperanzadoras.

    ―Sí, eso es muy importante, su edad ―dijo Julio Ernesto―. Gracias, doctor.

    ―Derivaré al joven con un especialista, un hematooncólogo. Su Isapre debe designar quién será el tratante ―terminó el médico.

    Nos despedimos, agradecidos de su franqueza y también de la forma cordial de su trato. Esbozamos ambos una especie de sonrisa al estrechar su mano.

    Una vez a solas, Julio Ernesto declamó casi como un rezo:

    ―Es joven, es un niño, ya verás que sanará ―repitió varias veces con energía y determinación. Era como un mantra para calmar su temor.

    Por mi parte, un bloqueo se apoderó de mi mente, decidiendo no pensar más hasta que el hematooncólogo nos entregara la ruta a seguir.

    Ese mismo día en la tarde acudió el especialista enviado por la Isapre para evaluar a Julito. Luego de revisar su ficha y los exámenes, nos convocó para conversar. Nos encaminamos nerviosos con Julio Ernesto a la reunión con el doctor Roca; la cita fue en una pequeña sala de reuniones ubicada en el mismo piso del Servicio de Intermedios, donde solo había una mesa redonda y algunas sillas. Percibí la sala como demasiado sombría, tal vez debido a la razón por la que nos encontrábamos ahí. Nos sentamos los tres en silencio; el médico comenzó a hablar, dirigiéndose casi siempre a la mesa en vez de a nosotros, con un discurso que sentí carente de sentimientos y de empatía. Sus palabras parecían aprendidas para sonar cordiales, pero él estaba completamente ajeno a nuestro dolor. Luego nos lanzó, sin más, con un tono de voz monótono:

    ―Siento informarles que la enfermedad de su hijo tiene solamente un final: la muerte. No existen posibilidades de sobrevida. Ninguna ―remató con su voz fría como una piedra.

    Quedé perpleja, sintiéndome incapaz de continuar soportando su letanía repleta de noticias fatales, mientras una voz en mi cabeza repetía: « ¡Él miente, él miente! Dios, esto no puede estar sucediendo». Me levanté en un acto reflejo, saliendo rápidamente de la habitación en dirección a la sala de espera, donde, a pesar de lo tarde que era, aún permanecían algunos amigos. Sentados, apartados y en silencio frente al sofá sobre el que me derrumbé, divisé a Rodrigo y Francisco.

    ― ¡Si Julito se muere, yo también! ―repetí en voz alta, tal vez gritando, no lo sé, una y otra vez. Entonces sentí que alguien me abrazaba mientras me rodeaban nuestros conocidos. No pude explicarles nada, de mi boca solo salía la misma frase. El dolor consumía mis sentidos y mis fuerzas.

    Al grupo se acercó de prisa Julio Ernesto, llegando una vez terminada la reunión con el médico. Me miró a los ojos, exclamando:

    ―Por favor, María Inés, detente. No olvides a nuestros otros hijos, están aquí escuchando todo. ―En su voz había angustia, miedo y un poco de molestia. «Tiene razón», pensé, «debo contenerme». Así que, tras un gran esfuerzo, detuve mis palabras, pero continué llorando en silencio.

    Después de observar al grupo por un momento, Julio Ernesto comenzó a relatar lo sucedido en la reunión, tratando de reproducir lo mejor posible las palabras que dictaron la sentencia de muerte de nuestro pequeño. Su cara estaba enrojecida y sus gestos delataban la ira que se había apoderado de él. Su mayor deseo era enfrentarse con ese hombre que no nos había dado ni la más mínima esperanza, al contrario, nos estaba hundiendo en la desesperación. Los presentes empatizaron con el sentimiento de furia de sus palabras.

    De pronto, de manera completamente inesperada, mi marido se dirigió a toda prisa hacia las salas de hospitalizados. Todos quedamos sorprendidos, mientras un amigo decidió seguirlo. Escuchamos voces en tonos airados, casi a gritos por momentos, distinguiéndose la de Julio Ernesto y otra voz que me pareció ser del doctor Roca. Preocupados, permanecimos a la espera de saber qué sucedía.

    Transcurridos unos minutos, regresaron Julio Ernesto y su amigo Eugenio. Mi esposo, muy alterado, nos relató que cuando vio pasar al médico le fue imposible contenerse; necesitaba encararlo en ese momento. Entre otras cosas, le dijo que no merecía ser el médico tratante de Julito, que no teníamos absolutamente ninguna confianza en él después de lo que nos había informado y que exigíamos el derecho de cambiar de profesional. El doctor, sintiéndose envuelto en esa tensa situación y casi acorralado por los dos hombres, respondió que a partir de la mañana siguiente nuestro hijo tendría un nuevo médico.

    Logramos tranquilizarnos gracias al apoyo que nos brindaron quienes nos acompañaban. Tratando de ocultar el estado de ánimo, nos dirigimos a la pieza de nuestro niño amado para despedirnos. No mencionamos la conversación que acabábamos de tener con el funesto médico y decidimos que Julito jamás se enteraría de sus ominosas palabras.

    Camino a casa en el automóvil, solo se sentía el ruido del tráfico que nos rodeaba. Rodrigo y Francisco, sentados cada uno en un extremo del asiento, miraban por la ventana cabizbajos. Mi esposo y yo íbamos absortos en nuestros pensamientos.

    En casa los niños subieron rápidamente a su cuarto buscando, creo, refugio entre sus cosas. Junto a su padre preparamos la cena. La comida se inició en silencio hasta que su padre tomó la palabra:

    ―Su hermano está bien cuidado en la clínica, no tengan miedo, se va a recuperar ―dijo dando énfasis en la futura sanación de Julito.

    Nuestros hijos asintieron con sus cabezas

    ―El problema que tuvimos con el médico ya pasó. Mañana enviarán a otro, por fortuna ―les comenté para disminuir la angustia por lo que presenciaron.

    ―Qué bueno ―dice Rodrigo

    ―Ahora cuéntenos de cómo están para estas últimas semanas de colegio ―trató de cambiar de tema su padre.

    Al escucharlos hablar de eso, pensé en que ojalá Julito también pudiera terminar su último año, porque eso iba a ser un impulso para mirar todo con un poco más de esperanza. Había que pensar a corto plazo, paso a paso.

    Capítulo V

    Al siguiente día, conocimos al doctor Pablo Rodríguez Monarca, de mediana edad, sencillo, cordial y franco; una persona muy distinta a su predecesor.

    En su primer encuentro con Julito y nosotros, revisó en silencio los exámenes y los antecedentes en la ficha clínica. Luego examinó acuciosamente a nuestro hijo al mismo tiempo que le preguntaba cosas de su vida diaria. Finalmente, dirigiéndose a Julito directamente, le fue explicando el tratamiento:

    ―El camino será arduo; recibirás ocho ciclos de quimioterapia y te haremos exámenes periódicos para ir evaluando el estado de remisión, que ojalá ocurra en corto plazo. Sin embargo, la única solución para tu mejoría es el trasplante de médula. ¿Comprendes, Julio? ―le preguntó haciendo una pausa, mirándolo a los ojos con una calma que daba confianza.

    ―Sí, doctor ―contestó Julito, sentado en la cama, atento a cada palabra o gesto del médico―. Solo tengo una pregunta.

    ―Hazme todas las que quieras, es importante que no te guardes las dudas ―le dijo cordialmente el doctor.

    ―¿Duelen las quimioterapias?

    ―No, Julio, no son dolorosas. Lo que sí ocurre es que habitualmente producen efectos desagradables, pero te daremos medicamentos y una dieta especial para disminuirlos. Además, cualquier molestia la atacaremos para hacerte sentir mejor. Cuéntame ¿cómo te va en los estudios?

    Los estudios, uno de sus

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