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Viento sobre el mar
Viento sobre el mar
Viento sobre el mar
Libro electrónico786 páginas12 horas

Viento sobre el mar

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Lo tenía todo perdido, y su último recurso quizás fue aún peor.

Es la propia naturaleza del incentivo, donde el mayor hallazgo son las fisuras del ojo público y los apuntes de las cabezas hacia el infinito. Violencia de género y enfermedades de las más atroces, como el querer curar a alguien matándolo y no poder, en definitiva, yermas comunicaciones: «que no te dé miedo luchar por lo que deseas».

Ella es como una yegua joven, morena y hermosa como la que más; y él un funcionario decidiendo lo suyo. A la dama la cabeza le dice una cosa y el cuerpo otra. El dinero le encanta: fue meretriz y panadera, ya no se da a los quijotes falsos. Comparte esa sedación azul y carcelaria del otro; incluso, ese Paseo del Arte madrileño donde anidan sus paralelismos diciendo «aquí estoy yo».

Entonces, surgen dos interrogantes repletos de inquina:¿qué hacemos con los ancianos? ¿Qué es imperdonable? Dos preguntas del color de las rosas negras. La muchacha compartiría ese «A mí no me ha gustado nunca Dios», y se desnuda llenando de malos suspiros las almohadas.

Bodas de sangre. Pequeños gestos que cambian el mundo frente a un solo cadáver recuperado.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento2 oct 2017
ISBN9788491129615
Viento sobre el mar
Autor

Pebeltor

¿Acaso no vuelven los recuerdos? Todo comienza con la respiración y ese no pensar... Él es Pedro Belmonte Tortosa, alguien que pone la voz al origen, a las amenazas y a las reticencias. Es de los que no perciben los olores de la forma más tradicional. Tampoco, las estaciones de penitencia ni los acontecimientos de los días: justicia ciega y violada. La gente que le sigue sabe de sus reveses y derechos, molestias y entusiasmos que hacen que nos encontremos fuera de los monólogos y las exhibiciones, donde él dirige la mirada a lo trascendente: esas cotidianidades que nos enfrentan a nuestros techos. En sus repentes es amor herido. Es verdad que se confiesa y escucha. Habla de todo: del pan y de las caras, herencias, arcones y esas palabras que no existen. Y el viento corre adelante.

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    Viento sobre el mar - Pebeltor

    caligrama

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta obra son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados de manera ficticia.

    Viento sobre el mar

    Primera edición: octubre 2017

    ISBN: 9788491128380

    ISBN e-book: 9788491129615

    © del texto

    PEBELTOR

    www.pebeltor.com

    info@pebeltor.com

    © de esta edición

    , 2017

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Pedro Belmonte Tortosa.

    Dicen que algunas vidas están vinculadas en el tiempo;

    para todos los que sufrimos de tal esperanza.

    Prólogo

    Desde tiempos inmemoriales se ha soñado y se ha visto en otros esa vida que se ha perdido. Es la comunicación más fehaciente de ese regusto amargo de quienes nos bañamos en la culpa del superviviente, tanto como la idea del rostro como espejo del alma. Ahora bien, la capacidad de poder tallar otras particularidades ya no es tan común. La gente que va pasando, y todo cuanto se va dejando, es una de las mayores realidades. Todo es una mezcla de colores y pigmentos que hay que saber llevarlos, y casi siempre, como el color carne, lo va pidiendo la propia obra por la necesidad de compartir, siendo la línea básica del desarrollo… Cuales gigantes de piedra y agua, hay quienes pretenden darle una explicación a los sucesos, otros, sólo sentir esos espectáculos deliberadamente, asumiendo el riesgo voluntario de precipitarse a esa brecha interna por la desbandada de escribir cartas a su invidente más avezado; ese que refuerce su seguridad. Posiblemente, porque cuando no hay nada que demostrar, ¿cómo volver a la acción? ¿Se cuentan los secretos?, ¿se omiten?, ¿se miente? Y si el cuento no cambia mucho y el oficio es artesanal, ¿qué facetas se pueden transformar si el hecho diferencial siempre es el mismo? La pasión de darle algo más a lo contemporáneo, lo acentuado de la búsqueda de otros calores, y lo empático de los tormentos, no deja de ser un niño grande con un juguete, diferenciándose para hacerse visible. Es el fundamentalismo de todos los días, esos pitidos que no cesan y nos sacrifican; esa voz que nos dice lo que es entretenido o no; lo que se ha de hacer; lo que nos destruye; lo peyorativo de las percepciones; los discursos abiertos…

    Lo primitivo de todas las texturas y las numerosas conmemoraciones que se hacen a quienes se van de verdad son una exposición personal más fuerte que las cadenas de cualquier religión, gustándose de la arrogancia, la hipocresía, el odio y no saber dar y recibir los mejores cuidados. Todo viene de cuando los quijotes falsos ya no están empedernidamente enmascarados y la inconclusa búsqueda de la verdad. Unos buscan retos, algunos potencian figuras y otros tantos se dan al color carne. Hoy por hoy, tanto como ayer mañana y siempre, los mares se oyen cuando se quieren escuchar; lo mismo que el dinero, uno de los entretenimientos más populares e inexplicables, siendo la ruta de la pasión para muchos y representando muchos elementos, como esas vestiduras extrañamente rasgadas, figura clave de las historias más sencillas.

    En ese juego callejero, plenamente aceptado, la «humildad» es la palabra más importante, además de «crecer»; es la mentira mejor guardada de todas las bancas. Siguiendo ese fotograma, la apuesta mínima de todo lo aceptable es la cordialidad. Ese insigne aperitivo tiene hora de comienzo y de caducidad, por eso una persona tiene derecho a estar lanzando las monedas al aire tantas veces como quiera, algo tan simple como atractivo y extremadamente peligroso, consecuencia de no tener a nadie que le represente dignamente en la vida, creciendo más allá de los baños de sol, la torpeza de los prejuicios y los cultos. Son creaciones que no se pierden del todo, siempre están de fondo, al igual que los sonidos broncos de los tambores de guerra y los clarines destemplados cuando los pactos sellados cambian sus tratados. Esas luchas de los personajes secundarios son coetáneas, es la historia de las gentes que viven y sus logias, de esas que vuelven a ser noticia, convirtiendo todo en suspiros y muchos mañanas… De esos umbrales de reposo, molestia, dolor y crítica. La mente y el cuerpo se van escapando, fruto de la compulsión del comportamiento, y todos los detalles, errores incluidos, además de deseos. De un modo menos invasivo, los horizontes, por difíciles de ver, inundan con sus candelas de acceso libre a los soñadores, bajo el pretexto más elocuente, estafador, sencillo, costoso y corrupto, constituyendo un delito embriagador: «que no te dé miedo luchar por lo que deseas».

    El cuento de la bella mujer con ganas de ser empresaria, impregnada en olor a pan de pueblo y que, por unos meses, trabajó de prostituta. No cambió mucho tras dejar de ejercer, pero quiso zafarse de su pasado a toda costa. En cuanto al disciplinado funcionario, menos aún, ya que, persistiendo en su intento por gestionar un empresa propia, tanto como ella, no era capaz ni de darse al reposo más deseado, uniéndose o sabiéndose relajar estando solo, porque algo superior le hacía sombrearse a distancia, a destiempo, a contraluz… Por tanto, el uno seguía soñando:

    Esa noche su bolso era más grande de lo habitual, no era el que solía llevar cuando iba a trabajar, o cuando la veía haciendo la compra. Dentro portaba una muda, y se había cambiado de ropa, la misma que se pondría a la mañana siguiente, cuando fuera a ejercer. Sacó su cepillo de dientes, unas zapatillas para quedarse más cómoda y se acercó a mí, abrazándose a mi cuerpo… Entonces, noté algo distinto. Esa noche no tuvimos sexo como las demás veces, yo sentí la necesidad de suicidarme, pero ya era demasiado tarde; tuvo que decirlo... No lo dudé, me deshice de ella, de su cuerpo, y de los pocos gestos y huellas que aún permanecían en mi mente y mi piel, tras tanto mimo y su posterior ingratitud, queriéndolo todo y sin dar nada más que unos roces, un mísero beso y una tradicional petición de amor, vacía…

    Y la otra, con esos ojos extraños y la inutilidad del dinero de quien sirvió como puta, se merecía hacer cabriolas y seguir dándose porrazos por pertenecer a ese modelo de seres que, bajo los preceptos de la disciplina, el tiempo y la paciencia, sucumben porque se equivocan, como casi todos, al querer unirse desde el respeto y no atreverse a vivir experiencias, dado que ya sufrieron la pertenencia a alguien. Ese desprecio, habiendo limpiado a conciencia sus vidas, lo único que conmemora son extraños contrastes y todas esas señales que se han ido dejando tras de sí, como el pañuelo que tanto hizo de venda para el soñador, esas miradas cruzadas a todas las nubes de ambos y, por supuesto, la carta que ella dejó sobre una raíz de un jardincito repleto de plantas muy variadas y céntricas en la capital del reino.

    De dos bandoleros de los días, sin imposturas consigo mismo y con el disimulo ante los demás, se va tejiendo un capítulo tras otro, dándose a la alternancia y asimilando cada cual sus cargas de trabajo, sus corsés, y las fiestas paganas en las que se involucran. Buscan su salvación y temen establecer nuevas relaciones de dependencia, pero necesitan esa libertad de estar a la sombra de alguien, tanto como aceptarse del todo y ser felices por sí mismos. Ella es como una yegua joven, morena y hermosa como la que más; y él, un tontorrón que reposa siendo mirado igualmente. Ninguno juega al amor de los simios ni hace teatro con las sensaciones, todo es absolutamente real, como la vida de los pobres y de los ricos, estando condenados a tener que seguir trabajando y dilucidando en vida antes que ir al inframundo… Lo que se ve en ellos es la vida de tantos otros, sin embrujos. Saben lo que quieren, no cómo dar con ello, porque sus emplazamientos, así como sus necesidades, por más cercanos y reales que puedan parecer, no son fáciles de sustentar. A estas alturas, ninguno vende lo que no tiene, por más que quieran tener las dos mitades de un todo. Sus enemigos también son su mejor capital. La línea sinuosa de los mutuos desacuerdos constata lo insustancial de sus días sin ese otro yo, o sin fundamentar del todo sus ideas de negocio llevándolas a la práctica. Es menester, que entre ellos haya un diálogo abierto buscando su redención, aunque se les vuelva una maldición. Ellos son el cisma en sus familias, que ni encuentran la paz fuera ni son los grandes olvidados. Importan y mucho, pero no dan más que contratiempos, haciéndolo, además, en posición diferente al resto, y con un ojo puesto en algo que les supera y embriaga por igual, porque les es innegociable volcarse exclusivamente a fortalecerse sin más, sufriendo de ensimismamiento.

    Ellos, unos y otros, inundan las calles de la ciudad, los campos y los cielos. Otra muestra más del respiro y de los compromisos de todos, virtudes aparte.

    Viven la actualidad, la padecen y la asienten. Sus palabras no detienen a sus enemigos cuando blanden sus espadas, lo más que pueden hacer es unirse a su pequeña babel de emociones y soportes vitales, luchando tal y como lo sienten, confrontando datos a la espera de no desperdiciar más virtudes, hallando esas señales que han ido estrechando. No obstante, superar esa mendicidad viene a ser como esclavizarse en las historias de todos nosotros, porque todo lo que se comparte, aunque sea en distancias cortas, es problemático.

    Hay algo extraño en esas purezas, algo inédito, que tanto hombres sin mujeres como mujeres sin hombres pronuncian, de cuando en cuando, en sus diarios noctámbulos, exacerbando las lujurias, la sensualidad o las crisis y abriendo más abismos, donde el mayor hallazgo son las fisuras del ojo público y los apuntes de las cabezas hacia el infinito. Ese embellecimiento, burlón, alegre y de una sensibilidad exquisita, subyuga la realidad adentrándote en las tinieblas de las intimidades de esos que podrían ser cualesquiera, pareciendo indefensos ante tanto compromiso incierto, enjuiciando sus pretextos y sus acontecimientos a la orilla de sus laberintos, donde todo pudiera ser un destino por robar, seres responsables, los ansiados éxitos y un puñado de turbulentas resistencias críticas; en esencia, es el liderazgo equívoco lo que ciega todo, más allá de las capacidades, imprimiendo su sello, sus propósitos, su claridad, su impacto…, su desdén y su desconcierto.

    El viento y el mar se cuelan en los lugares más privados, persuadiendo con sus trucos al derecho a la intimidad y a la propia imagen, en una intromisión ilegítima, fotografiando subrepticiamente todos los silencios. Hablar de la ciencia sin hablar de la economía no sería de hombres, por ello, hay quienes se dan a otros derechos y callan, adoptando esa otra forma de irse o de quedarse, según se mire. En cualquier caso, «pretender no dar problemas» también es emprender nuevas etapas, buenas o malas, en las que la economicidad de la vida nos obliga a aceptarlas y rechazarlas, guste o no. Y eso que por extraño que parezca, hay espacios a los que uno no puede llegar, por más necesaria que sea la propia naturaleza del incentivo.

    Ladrones de fuego

    Le resultaba irónico pensar que los demás tenían la duda y no se atrevían a preguntarle abiertamente. Durante la semana de pasión, les fue persuadiendo con trucos, a unos y otros, atiborrándolos de los dulces típicos y su juventud, maniobrando para no desestabilizar más a esa familia. Faltaban cuatro minutos para terminar ese Domingo de Resurrección en el que había tenido que hacer de ahijada y de madrina por partida doble, elaborando y ofreciéndose su folar, según la tradición lusa y la que sus antepasados instauraron en su gaditano pueblo, copiándosela al vecino Portugal. Ese pastel dulce y seco relleno de huevos duros, simbolizando la reconciliación, la unión y la amistad, como mejor manjar de la Pascua, se le estaba atravesando a Silvia. La hermosa morena, bajo el sol de la noche, masticaba sus complejos persecutorios y el peso del corazón, por la crónica de tantos desamores. Su padre seguía sin hablarle, su madre le insistía en que la economía no era todo, y que debía vivir el presente con ellos, y el adefesio de su querida tía, de haber estado en sus cabales, le hubiera dicho: «nada es, quien nada ama». Si bien sabía que todo dependía de ella, se podía ir o quedar, decir toda la verdad o seguir ocultándoles cosas, incluso ejecutar a otro si se le antojase; hombres íntegros ya no quedaban, pensó, timorata, faltándole todo cuanto no se podía ver ni oler, a los pies de tantas antorchas mutiladas.

    La irresistible tentación de hacer nuevamente su maleta y marcharse sin apenas despedirse le rondaba la cabecita. No tenía nada que lamentar. Su decencia, su bondad y otras muchas cosas las tenía en entredicho, e hiciera lo que hiciera, sus progenitores no entenderían cómo pasó de ser una niña a ejercer de prostituta. Necesitaban de precisión, sacrificio y una enorme dosis de cariño para no verla como una convicta, perdida e insanamente fortalecida por esa experiencia insensata que los había puesto más en el candelero, a tenor de la golfería de su hermano, que por suerte parecía estar rehabilitado gracias a esa otra dama de la noche, que por lo menos dimitió, cuando menos a los ojos de esos que le daban techo y labor. Para esa andaluza señalada y vilipendiada, haber dejado Madrid para explicar a sus familiares lo que había pasado con lo de los morosos, no era más que unas vacaciones en el infierno. Su sensación era de incredulidad, y se le estaba quedando una cara de triste muy larga, además de sumar muchas incógnitas a algunas que ya tenía, como esa rápida integración de Paula, la novia de su hermano, que hasta le ayudó a limpiar a conciencia la casa de toda la vida, dando la bienvenida de verdad a la estación primaveral, con sus insectos, esos aires tan cambiantes y la alternancia de sol y nubes sin apenas caer ni gota. Por más que pensase en hacer lo correcto, no daba con ello. Ese remanso de paz que ideó, protegida en el porche interior, viendo el apartadero de las gallinas de su padre en el corral, formando las mismas en milicia, unas incubando y otras guarecidas por lo que pudiera pasar, era de lo poco creíble que tenían esos últimos días. Le era irónico seguir persiguiendo sus objetivos, cuando por más que lo intentaba se alejaba de todos ellos, dudando hasta de su propia identidad. De familia católica, quería ser judía. Lo pensó horas antes, cuando, mientras unos celebraban la Vigilia del Sábado Santo, el pueblo hebreo conmemoraba la Pèsaj, recordando el fin de la esclavitud y el éxodo del Egipto faraónico. Lo de abstenerse de comer pan y productos leudados durante una semana era lo de menos para esa mujer, lo inusual de maniobrar de tal modo se circunscribía al hecho de hacer algo en lo que creyese, satisfaciendo una necesidad propia y ajena, no guiada únicamente por la supervivencia de seguir la estirpe de sus padres con el obrador artesanal de pan, constatando la poca fe de ellos en que fuera una gran empresaria, amén de una madre de familia y buena esposa.

    A su modo, esgrimía su propio eclipse, como el que se había producido un par de noches antes, justo antes del amanecer en esa España de la que ella formaba parte, consecuencia de la alineación perfecta del sol, la Tierra y la luna en el espacio, deslizándose esta última a través de la profunda sombra de la Tierra, hecho que no observó salvo en las noticias, y que de haberlo visto, tampoco lo hubiera entendido. Sus hitos no tenían tanta solemnidad, lo más inmediato era controlar la ansiedad precompetitiva, porque no quería volverse a la capital de mal modo, dejándolos casi peor de cómo se los había encontrado… A eso se daba esa noche, a borrar sus huellas en el firmamento, dispersando su corazón salvaje de la huida, al saber que los tenía a todos un paso por detrás de ella, espiándola y haciéndose todo tipo de cábalas.

    La que no profesaba ninguna religión, solo tenía algo muy claro esa nochecita: no darse a la crueldad de darles esperanza para luego quitársela. Estar viendo a su padre a lo largo de todos esos días trabajando como un animal de carga, y sintiéndose en arenas movedizas cada vez que salía del obrador y se quitaba el atuendo de panadero, le partía el alma. Le notaba en demasía que le faltaba algo, y no eran solo sus almendros, que sus paseos por ellos se dio a escondidas, tras haberlos tenido que vender improvisadamente para saldar una deuda de juego del hermanito, sino que, putero o no, añoraba echarse a la mar con su hija, esa a la que no hablaba. Un buen capitán le hubiera dicho que se pusiese a izar las velas a esa grumete, y ni la había mirado a los ojos, salvo para preguntarle nada más llegar si eran ciertos o no esos rumores… La negativa de Silvia a responderle hizo el resto, sumiéndolo en prejuicios sin ninguna cura, dejándolo hecho un carcamal durante toda esa Semana Santa tan fúnebre, pervirtiendo más la actualidad, si cabe, con su oscurantismo social. La joven soñadora sabía perfectamente que abolir ese enfado manifiesto y el desagravio no estaba a su alcance, necesitaba aliadas, y su madre bastante tenía con cuidar de su hermana y ser persona como para mediar entre el enojado padre, así como olvidado esposo, y su hijita la lectora de poesía, que la dejó sola meses atrás atenazada por la sospecha y las lágrimas del sol, teniendo encima que albergar en su casa a la conquista burlesca de su hijo. Menos mal, que la francesita de Yvoire estaba respondiendo como cualquier oriunda, dando el callo disciplinadamente y callando cuando debía hacerlo. La singular paradoja de todo ese tormento, ni el más ducho dibujante lo hubiera podido garabatear con tanto atino. Cruel y zalamera, ella solita, arriostrada frente a su voluntad suprema, como pudo fue tejiendo su acercamiento, con acuerdo o sin ello, usando los cielos a modo de carta de una invidente…

    —¡Qué haces! —la interrumpió su madre, mirando por su hija, afectada.

    —Trataba de imaginarme este día a día —respondió ella sin osadía, adiestrándose.

    La madre, estupefacta, acometió su labor de educadora sentándose junto a ella, casi juntas, pero muy distanciadas. Sin escandalizarse, no quiso ponerse a la tremenda, solo la atendió:

    —Si mañana pudiera elegir, volvería a parirte —celebró tenerla a su lado.

    —Ayer me dijiste que soy una desagradecida —le recordó ella su otro punto de vista, sin vítores.

    —¡Hija! Nos has mostrado una realidad que nunca pensamos que pudiera existir —se justificó su madre.

    —¡Ya! —exclamó, y permaneció muda en ese sufrimiento, por el simple hecho de ser su hija.

    —En lo sustancial, no ha habido cambios estas semanas —añadió su madre.

    A partir de ahí hubo una natural confluencia, alguna que otra confrontación, muy poco entusiasmo y casi nada de intelectualidad, únicamente escucharon sus contrastes, cada cual con su cuota de poder, estabilizándose.

    —Deberías tener mucho cuidado —le advirtió la mayor—. El exceso de confianza también hace daño —apostilló.

    —¡A mí me lo vas a decir!, ¿cómo te crees que me decidí a abrirme de piernas? —chocó Silvia rotundamente.

    —¡Ten cuidado como me hablas! —le corrigió su progenitora sin querer entrar en esas apreciaciones.

    —¡Sí!, se paró en seco la niña. No hay problemas si no se quieren escuchar. ¡Ante todo no llamar la atención!, es la máxima de esta familia —criticó con sorna la mujercita.

    Evidentemente, la reacción crispó, más si cabe, a su madre, que puso el acento en la humillación:

    —Ni sé ni quiero saber de eso. Aquí, conmigo tu nombre está más que limpio. Y te recuerdo que no se vende lo que no se tiene —le reprochó con fortaleza su dispar manera de ver su estancia madrileña.

    —Por respeto, no voy a decir nada de mi hermano ni de mi padre, pero suena a estafa eso que dices. ¡Tú misma eres la primera que deberías haber puesto el grito en el cielo hace mucho! —la acusó reconociendo que no era la primera en darse a esas probaturas, sintiendo rabia, furia y frustración.

    —¡Mira!, ¡lo que hayas hecho, hecho está! Ahora hay que trabajar por la unidad de la familia y del negocio —le transmitió ese mensaje de confianza y esperanza, guardándose la hostilidad.

    Silvia se desvaneció un poco. Se le acababan las opciones. Mal que le pesase, la otra se aupó en sus suspiros:

    —Esto es lo que somos, panaderos de pueblo. ¡Acéptalo, Silvia!, no seas una cabeza loca…, apoya a tu padre y tu hermano.

    Esa representación la discutió su hija:

    —¡No te entiendo, mamá!... ¡Pégame! ¡Discúteme! ¡Grítame! No es normal que te diga el por qué estuvieron días atrás la empresa de morosos dando la nota frente al obrador, poniéndonos a caldo, y tú hagas como si nada —le reprochó, incrédula, sin terminar de creérselo.

    —Tú no eres una puta, eres mi hija —se negó a enfrentarse la madre, mostrándolo sin virulencia.

    —¿Qué está pasando? —insistió la menor.

    —¿Qué quieres?, ¿qué te diga que te vayas?, ¿eso quieres? —se trastabilló la hembra que la parió.

    El cuerpo del delito abrió su muro de observación. Desde su percepción, sintió un fuerte meneo. Calló sin acusar. No obstante, la otra ya venía lanzada:

    —Perfecto, vete, ¡huye como en el verano!

    Silvia no participó de ese rescate, no lo concebía.

    —Palpo la tristeza en ti cada vez que hablamos, en casa o por teléfono. Y tú lo sabes, porque me rehúyes. No existen los nuevos conceptos de ocio ni los negocios tan lucrativos como para verlo todo tan rápido sin arriesgar nada. Tengo mis años, pero no soy tonta —le dijo con miedo de tenerla y de perderla, dejándole el acceso libre.

    Ese correctivo le alegró a su hijita. Porque le cogió de la mano, con ese análisis monográfico.

    —Ser diferente no es malo —adujo la matriarca.

    —No soy diferente —se defendió su niña.

    —¡Y tanta poesía! A eso dedicas lo que le quedan a los días, lo raro es que ahora no estés con ello. ¿Qué puertas te abre? ¡Y cuando no!, te fijas solo en los números —la acusó duramente, porque eso sí que le dolía a la señorita.

    —Eso es cosa mía. No me arrebates mi ilusión. Quizás, sea la única bien formada de esta casan —se ciñó a no darse a ese vía crucis de flagelarse o darse al descalabro de variar su personalidad.

    Con cariño, y sin desgaritar, alabó ese buen derecho de la ilustrada:

    —Lo sé. Con estas manos te hemos pagado los estudios. No quiero que te crucifiques por ello, sí que administres el negocio y nos vayas dando el relevo —tejió su maniobra de despiste la austera mujer, con cara de necesidad.

    —Sabes que eso no es así. No se puede gestionar nada con mi padre como guardaespaldas. Él no suelta las riendas ni lo hará, ya lo hemos hablado mucho —sostuvo su hija, sin darse a otros hechos más estrafalarios.

    —¿Entonces, qué? —insinuó la madre sin decir nada acerca de su otra ocupación.

    —Aunque no os lo creáis, tengo una empresa de asesoramiento, puedo hacerme con clientes. Madrid es el sitio ideal para aprender y despegar.

    —Madrid es caro y tú lo sabes. Al menos, vete al piso de la tía, ¡si ella ya ni podrá volver por allí! ¿No te da pena? —aprovechó para meterle la pullita.

    —¡Cómo sois! —exclamó la joven, habiéndose soltado un poco antes.

    La gaditana se sintió acorralada en esa casa de buen pan, y al tiempo, hacienda de los horrores. Para sí pensó que todos estaban cortados por el mismo patrón, siendo imposible predecir otros comportamientos que no fueran la petición de su vuelta; y sin embargo, ella lo entendía como un juego macabro, ahora que todos la señalaban como lo más alejado a una monja confinada. Sin nombrar a otros, y sin piedad, quiso causarle cierta impresión a su madre, en otro sentido:

    —Aún sigo esperando que me valoréis, parezco invisible.

    De primeras, su madre no entendió tal indicación. Después, no la dejó presumir de nada.

    —A mí tampoco me miran ni me escuchan. Y no tengo tu elocuencia al mantener una conversación con cualquiera, se me nota mucho que no he viajado. Y no sabes cuánto llevo sin que me den una palmada de ánimo en mi espalda, pero a decir verdad, eres la única que me hace regalos. Y esa brújula que me has traído, o lo del intento de llevarnos a Venecia en Navidad, me llegó al alma. Ni la alianza ni este colgante me lo quitaré nunca: ni muerta —le indicó su madrecita, sentenciando.

    A pesar de las dificultades, y de lo tarde que era en esa casa de artesanos madrugadores, ambas siguieron con sus sinsentidos.

    —Precisamente, ahora no es el mejor momento para quedarme aquí. Me inclino más por irme a Madrid e intentar sacar adelante esa empresa y hacer autocrítica, me queda algo de dinero y tengo el despacho y el apartamento pagado por unos meses.

    —¿Pagas por adelantado? —se sorprendió su jefa.

    —Es un decir, el dinero lo tengo apartado, ya sabes que hago mis previsiones, mamá —evitó guardar silencio, aferrándose a esa segunda oportunidad de triunfar.

    Casi noqueada, la que cada día veía menos real tener a su hija al lado, moderadamente apuntó algo más:

    —Todavía no me has preguntado qué me pasa. Ni a tu padre tampoco.

    La joven andaluza matizó esa acusación:

    —Sí lo hice —expresó decidida. Y con un tono modélico, subrayó—, el primer día que vine os pregunté, uno por uno, antes de deciros lo de la empresa de recobros.

    —Nunca hubo un mes de marzo así en mi vida —se justificó la mayor, descontenta por tantos achaques.

    La iniciativa le decía a la hija que abrazase a su madre, si bien, se contuvo. Tampoco estaba ella en su mejor momento. No quería dejarlo todo para otro día, necesitaba saber:

    —Sé que no todo es prometedor por aquí. Me hice cargo de lo de mi hermano, papá también —sacó el tema del burdel y el juego, pendiente y juntas—. Y gracias a esa unidad, ese frente está cerrado. Desde luego, no me creo del todo eso de Paula y mi hermano, pero si son felices…, por lo menos han tenido la valentía y el coraje de dar un paso. El tiempo irá soltando ese lastre incondicional de su pasado. ¿Es eso lo que te preocupa? —manifestó su voluntad al diálogo.

    Sobre la base de esa noche, la madre puso por encima otros intereses, inestable:

    —Tu tía se muere —afirmó.

    —Lo sé y lo sabíamos —argumentó duramente la sobrina, sin pestañear.

    Se quedaron frente a frente. Silvia insistió:

    —¿Dime qué es? —evitó enmudecer esa orquestación, interrogándola.

    El dúo se convirtió en trío. Porque esa anciana no se mordió la lengua:

    —A mí tampoco me habla —mostró ese elemento común, sin represalias.

    La precariedad de la noche fue a peor. Aquel lugar, particularmente expuesto, las cercó a la madre y la hija.

    —¿Por qué?, ¿es que me defendiste? —le preguntó la menor.

    Con los ojos, y una voz de bajos efectos, le indicó su evangelio:

    —¿Tú que crees?, mi prioridad eres tú, no hacer pan.

    —¿No te habrá pegado? —le cuestionó sin apenas pensárselo.

    La inercia llevó a la mayor a negarlo con la cabeza.

    —Ya me parecía muy raro eso de irse a otro dormitorio —soltó Silvia, extrema, dejándose de dudas—. ¡Y que le dolía la espalda! —asintió hastiada.

    Una vez más, le pidió directamente a la madre que le dijese lo que sucedía:

    —Mamá, dime si te ha puesto la mano encima, y no me cuentes nada más —planteó con una nobleza enorme.

    —No seas tan exigente —se quiso zafar la señora.

    —¡Yo mato al gilipollas ese! —expresó rabiosa la joven, haciéndose daño al apretar sus puños, con duras palabras, y sin perderle ojo a esos tres muertos que ya llevaba a sus espaldas, de lo poco que les omitió a sus gentes en esos días.

    —¡Tranquila! —la cazó la mayor, poniéndole la mano para que aguardase sentada—. ¡No! —la fijó, resolviendo ese puzle.

    Esa alma joven no se lo creyó del todo. En un principio, tuvo otra impresión, ahora bien, midió su criterio sin ni querer volver a nombrarlo. Sencillamente, la abrazó, y su duda le dolió, pero su atenta madre quiso hacerla más precavida:

    —No seas tan exigente, todas necesitamos a alguien.

    —No digas eso, hay cosas que no se pueden permitir, mamá. —Le regaló un beso, dinámica, rápida y queriendo ganársela, sin perder demasiado tiempo llorando.

    La otra la volvió a frenar, al notarla que se le iba.

    —Tu padre te adora —anotó.

    —¡Pues bonita forma de demostrarlo! —expresó sin felicidad alguna la hija. Y advirtió a la panadera—: nadie tiene un poder ilimitado.

    Las dos se callaron, fundidas y cariacontecidas. Y la que había visto algo de mundo, preguntó en alto:

    —¿Esto no ha pasado en un fin de semana, verdad?

    Ciega de tal mortalidad, su madre no supo cómo ayudarse, cerró filas en torno a sus hijos.

    —Me duele lo ocurrido tanto como a vosotros.

    En ese momento, el tacto fue lo de menos para la señorita y se dejó de tapujos, apenas conteniendo el aliento:

    —¡Yo no soy de piedra!, ¡él también lo sabe! —acusó su responsabilidad—. ¿Y yo?

    Vetada, y reconociendo su problema, la mayor gestó esa negatividad:

    —¡Hija!, ¡él estaba aquí!, ¡tú no! —le dijo, necesitándola.

    En apariencia impertérrita y ofendida, con razones para quejarse consigo misma y con su madre, se sintió responsable de todo sin especial ilusión por nada. Ese cara a cara no duró mucho más.

    —¿Dónde vas? —le preguntó su madre—. ¡Quieta! —le ordenó al verla marchar.

    Representando al demonio, Silvia, cabreada y con razón, dejó caer al aire, apuntito de entrar en la casa:

    —Hay órdenes que no cumplo.

    Y al poco de superar ese reto, se dio de bruces con su progenitor.

    —¡Sé valiente! ¡Enfréntate a lo que tienes delante! —le retó este, perdido e igualmente enojado.

    La joven, sin cordialidad, en esa cocina tan alejada de los paraísos, de forma muy natural, le cuestionó:

    —Vuelve a tocarla y te mato. Y, si no lo hago ahora, es porque no eres el primero y eso no tiene solución —lo amenazó, mirándolo enfurecida, en su oronda soledad, analizando todo cuanto pasaba en ese miserable hogar, mirando por el rabillo del ojo esperando alguna que otra aparición.

    —Me lo dices tú, esa que se abre de piernas con desconocidos —la despreció de inmediato el padre, sin pactos, acuerdos ni otras consideraciones.

    A ella, eso le cogió desprevenida.

    —Si eres puta, tu palabra no vale nada— se reafirmó el panadero, destrozado, pareciendo borracho—. ¡Menuda potrilla me ha salido! —añadió asqueado.

    —Yo no soy una posesión, a mí no me cubre nadie —se deshizo de esa malsana visión la niña, mirando al cajón de los cuchillos, por si hubiera de echar mano de uno de tantos.

    Esa tercera en discordia intervino, reafirmándose, sin desdecirse, pero entrando firme, como un gendarme al rescate:

    —¡Lo hecho, hecho está! —gritó—. ¡Papá tiene un problema, ha vuelto a beber! —encarnó la fatalidad, metiéndose entre medias.

    —¡No hay excusa que valga, mamá! Un mal esposo lo es siempre, ¡siempre! —argumentó la hija, muy rápida, sin darle facilidades a su madre.

    Sin pociones mágicas ni delicia alguna, contra viento y marea, la más capaz en esa historia negra, sostuvo:

    —Mientras yo viva aquí, nadie mata a nadie.

    —¿No me dejas que haga nada por ti? —se adelantó impaciente y rehundida la joven, en su división interna.

    —Calma, hemos pedido ayuda —le dio muestras de ese acuerdo incierto la otra gaditana, pidiéndole coherencia.

    Silvia, en esa mala situación, demostró algo de cordura:

    —¿Eso qué significa? —cambió la tendencia.

    —Hemos ido al médico, lo están viendo —le dijo el mal menor, y esa otra opción, la otra que respondía.

    Llamada a la pobreza, devaluada como hija, paulatinamente, recobró el aliento. Y, al poco, le planteó a su madre:

    —Vente conmigo a Madrid.

    Percibiendo mucho cariño e interés, puso fin a esa precaución, abanderando la rebelión a su modo:

    —No, no puedo —evitó darle esperanzas.

    —Nos llevamos también a la tía, no pasa nada, ya nos apañaremos —quiso allanarle el camino de inmediato la hija, alejándose de la crítica.

    —No insistas, esta es mi casa, de aquí no me muevo. Mantengo mi compromiso —compartió su idea.

    —No entiendo, mamá —la abordó con urgencia la niña, acercándose a ella, cogiéndole las manos.

    El otro no pintaba nada, ninguna le hacía caso en primera persona.

    —Lo urgente es tratarnos, no exponernos más —añadió la sustentadora de ese hogar.

    Gradualmente, la fijeza de Silvia en el problema acumuló todas las crisis. Ella sola consideró que el temor venía de lejos:

    —No es la primera vez —apuntó regresivamente.

    —Todo tiene consecuencias —protegió a todos la madre, y sin pretenderlo, también los acusó.

    —En mi mundo las cosas no son así, ya no existe la violencia sexista —no consintió Silvia dejarlo todo en una insignificancia.

    En ese momento, el padre se dirigió a ella, creando una inversión:

    —Tenías el respeto de tu familia y no era suficiente, ¿verdad?

    Alucinando por esas atribuciones a su persona, no dudó la cría en mantenerse firme:

    —A mí no me hables, cabrón, ahora soy yo quien no te va dirigir la palabra.

    Preocupada, la madre pidió respeto:

    —¡Por favor! —gritó.

    Y ello no revirtió nada, la joven se centró en su madre, omitiendo la figura del otro, sacando pecho pretendidamente, cautelosa por las reacción del otro y decidida:

    —No he cambiado, soy la misma de siempre. Estaba necesitada de alguien de verdad, y te aseguro que sin perversiones; aquello fue un error; jugué a ganar y perdí. Pero, por otra parte, pese a todo, no soy un aprendiz. Si permites eso, me haces daño.

    Ese discurso de la desconfiada niña, muy alejado de las cifras y los versos, en tan complicado momento, fue asentido por la madre con cabeza. Pese a ello, lejos de polémicas, en clave de todo, expuso sin metáforas, con los otros dos bien parados, a la expectativa:

    —Si me fuera, la sensación aún sería peor. Aquí tengo a tu tía, que cada vez está más incapacitada; a tu hermano, que parece otro con esa novia, ¡quién lo diría!; y a tu padre, que te guste o no, lo es y seguirá siéndolo. Él me prometió que no se volverá a repetir, era algo que ya había casi olvidado. Cosas de pobres se decía antes —y suspiró profundamente. Acto seguido, continuó fundamentando su parecer—. Quizás, ahora sí, lo mejor es que te vayas y cumplas esa promesa que me hiciste, cuando nos dimos esos cuatro meses de prueba para que te rehicieras en Madrid. Casi que lo prefiero —dudó de tenerla cerca, temiendo por ella y los demás, responsable de todo.

    Desgranar todo eso para la señorita, con el maquillaje encubierto que contenía tantas verdades, mentiras y desigualdades, precisó de alguna que otra explicación:

    —¿Qué estás tramando, mamá?

    —Nada, solo arreglar todo esto. Ya te dije por teléfono, que ni tu padre ni yo estábamos bien. Tú pensaste que era por lo de la demencia, pero no, estoy muy cuerda —terminó de compartir sus miedos, valientemente.

    Molesta, Silvia le planteó directamente, a pocos centímetros:

    —¿Pero cómo me voy a ir ahora?

    —Porque te lo pido yo —la combinó a obedecerla, en esa etapa de cambio.

    En ese momento, ella entrometió al otro mercadeando con su consanguinidad, marcando todas las líneas rojas—. ¿Qué opina mi hermano?

    Con responsabilidad, la madre y panadera ejerció de tal:

    —A él le pedí que se centrase en el negocio, con la idea de que tú vuelvas algún día. Paula le ayuda. La situación no permite otras cosas, es lo más efectivo.

    —¡Pero tú no estás bien!, ¿cómo te voy a abandonar? —se accionó implacable Silvia, por lo que pudiera pasar.

    —¡Bueno!, de hecho yo quería decírtelo, pero teníamos que tratarlo cara a cara. Y ya está, a mí esto me da estabilidad. Estoy con él por vosotros, porque sois mis hijos y porque sé que en el fondo no quiso hacerme daño —se ofreció a no mentirse más.

    —Mamá, me recuerdas a los anuncios, no quieres reconocer el problema. ¡Tú no puedes vivir así! —la embistió con tacto, intentando pactar con ella.

    No obstante, la gobernabilidad de todas esas singularidades ya estaba más que decidida. Con carisma, esa matriarca, en su descontento, mostró su carácter y su forma de hacer pareja:

    —La libertad nace del valor, no de dar rodeos. Los matrimonios tienen muchos huecos y todos hay que llenarlos. Esto es el resultado de muchas cosas, todo lo que no se controla acaba explotando.

    —¿Me estás culpando? —le preguntó su hija sin soberbia ni triunfalismos, mostrando la preferencia por seguir acompañándola, más allá de lo coloquial.

    Esa cuestión fue un incentivo para que el otro se fuera, saliendo de allí como si nada, sin la vista puesta en nadie. A su modo, algo dijo con ese distanciamiento. Lo que obligó, a que ese desastre tuviera su defensa:

    —¡Tú eres única mi vida!, no me debes nada, ¡nada! Esto no es culpa tuya, hija. —Le faltó tiempo a su madre para remarcar la estrategia.

    Ese objetivo que le puso la madre, se hizo muy alto y muy lejano para la niña, sumamente negativo. No supo muy bien cómo gestionar todo eso. Simplemente, se sentaron, junto a su realista pesimismo. Ambas prescindieron de seguir con ese aluvión tan poco heterogéneo. Optaron unánimemente por hacerse unas infusiones, necesitaban un cambio.

    Horas más tarde, apartada de la visibilidad tras haber acompañado a su madre al dormitorio conyugal y sentir su vacío y su alivio, con serenidad y aplomo secuenció esos y otros hechos en su habitación, oculta tras toda esa densidad emocional, sin poder hallar forma alguna de explicar lo inexplicable. Hasta ella misma se sintió vilipendiada, traicionada y retratada en un constante estado de crisis. Esa fue la explicación de su madre para hacerle bueno, sin poder cambiar los hechos, a modo de suma y sigue, como cualquier libro de contabilidad; ahora bien, para Silvia, hacer por hacer no era plan. Por más refugiada que estuviera bajo sus sábanas preferidas, se sentía al raso, insolvente, desdichada y enfrentada a muchos estigmas sociales, propios y ajenos. Previendo el mal sino de todo, considerando cada paso como un indicio de delito, quiso razonar con su hermano, al cual buscó, asegurándose, previamente, de que su padre estaba en el obrador, al cual lo escuchó trasladarse sin violencia. Pero ella, decidida a interponer una denuncia, consideró oportuno no limitarse a esos dolorosos, tristes y largos momentos de convivencia conyugal de los que su madre le había informado, defendiendo a su esposo y, por encima de todo, a la unidad familiar. Sin gritar ni ganas de pelear, fue muy superior al hombre, venciendo toda esa desigualdad, tomando las riendas:

    —Ven a mi habitación, tenemos que hablar —le dijo nada más adentrarse, evitando meter de por medio a su cuñada.

    —Quédate, Silvia, salgo yo —se ofreció Paula, muy educada a dejarlos a solas.

    —No —interrumpió el grandullón, como rara vez—. Cierra, nadie se tiene que ir, podemos hablar los tres de esto —adujo, poniéndose una camiseta por encima de su torso.

    No por miedo a represalias, sino por no dar más vueltas, la incrédula hija aceptó ser algo más que la hermana desconocida en ese otro cuarto de su mismo ambiente. Perspicaz, frecuentó la ventana buscando esa luz que venía de abajo, y sin ir más lejos, puso especial énfasis en los datos que le había proporcionado su madre:

    —Yo no sabía nada de esto hasta hace unas horas. Si tú sabías algo, no tiene justificación que no me dijeras nada, solo te voy a resaltar lo más importante: malos tratos es cualquier tipo de violencia.

    —Perdona, fue algo ocasional, y están en fase de conciliación, todo volverá a la normalidad —se expresó el hombre como un niño.

    —¿Eso quién te lo ha dicho?— le interrumpió Silvia casi perdiendo el control.

    Sintiéndose agobiado, el mal estudiante, heredero e hijo, incidió en su verdad:

    —Papá no es un maltratador, no da ese perfil.

    —¡Cómo se nota que tú no eres la víctima! —protestó ella, sin apenas dejarlo terminar, y sin temer por enfrentarse a él.

    —Espera, por favor —intentó calmarla, acercándose a ella—. Ni es prepotente, ni es alguien que manipule y sea inmaduro. Ha cometido errores, pero, al menos, da la cara, no se camufla —fue añadiendo hasta que, nuevamente, su hermana se le encaró.

    —¡Por favor!, ¡si me ha dicho mamá que, cuando éramos niños, ya tuvieron sus más y sus menos!

    —¿Y quién no? —se enzarzó él con intención de pararla, estando la otra a medio salir de la cama, atenta, pero en un segundo plano.

    Teniendo a su hermana bien cerca, sin ser posesivo, se puso justamente frente a ella y se dirigió en los siguientes términos:

    —Escúchame, Silvia —rebajó su tono—, lo de antes no sé, pero ahora es por estrés, se puso nervioso y la empujó en el baño sin querer dañarla, fue Paula quien la atendió. Y yo estuve hablando con el médico, nosotros la llevamos cuando llegué de repartir. Y el doctor y la enfermera la examinaron y, tras el chequeo, le plantearon bien clarito dar aviso a los servicios sociales, por si no quería volver a casa; ella rechazó esa opción en un primer momento, luego se lo pensó mejor, y aceptó hablar con los servicios sociales.

    Cayéndole unos lagrimones descomunales, ella no pudo reprimirse, no dejándole finalizar.

    —¿Y nadie me dijo nada?, ¿cómo es que no me avisó nadie?

    —Nos dijeron que no era conveniente. Tu hermano quiso avisarte y los especialistas consideraron que no era lo más conveniente, coincidió con lo del cartel y la empresa de morosos a las puertas de la panadería. El pueblo entero se encendió —salió al quite la novia.

    Se la llevaban los demonios a la hija, no le permitieron ni desvivirse, pensó.

    —Papá asumió la responsabilidad, fue al consultorio y explicó todo. No disimuló, desde el primer momento, lo admitió. Se sintió culpable.

    —¿Y qué le hicieron? —cuestionó Silvia.

    —Hablaron mucho con él y con mamá, solos y acompañados. Y yo estuve también. Ella se quedó con la tía —le informó su hermano, apoyándose en su pareja.

    —¿Pero qué dijeron?— insistió ella sin demorarse ni un segundo.

    Encogido de brazos, con cierta pasividad y humillación, consciente de su interés y su escasa pero directa participación, fue suave:

    —Culpabilidad, fracaso, ansiedad, dependencia total de la pareja, impotencia…, de todo eso hablaron.

    —¿Pero abusó de ella?, ¿le pegó más?, ¿la encerró?, ¿qué dijeron los demás? —se atropelló a hacerse una escena propia.

    —Siéntate —la quiso calmar Paula, al notarla muy alterada, cambiándole el sitio, y ayudándola a frenarse en todas esas manifestaciones.

    —Todo es muy difícil de medir, lo percibieron depresivo, con baja autoestima, cansado. Él admitió su conducta inadecuada, incluso pidió ayuda profesional, por eso van a terapia. Acumuló mucha tensión y se precipitó no controlando las fuerzas, estaba rabioso de todo lo que se decía —comentó su hermano, permitiéndose opinar.

    —¿De qué vale que se arrepienta cuando el daño ya está hecho? —lo corrigió ella, atenta a cualquier restricción, tronándole tanta turbiedad a la vez que se sentía sucia, culpable y remarcada.

    Emocionado y dependiente de la calidad de la relación que mantuviera con su hermana, quiso hablarle poniéndose a su altura, no estando por encima:

    —Si nosotros nos enfadamos, las cosas irán a peor, eso es un atraso, por extraño que te parezca, yo también voy a terapia.

    —¿Hay alguien que no vaya al loquero en esta familia? —Se echó ella las manos a la cabeza.

    —La tía —observó prudentemente Paula, mediando los sentimientos de culpa.

    —¡Joder!, y eso que es la única que está demente, ¡vaya mierda! ¡Tú también!— la señaló la princesita de la casa.

    —Acompaño a tu hermano, intentamos solucionar su adicción al juego— apostilló.

    —¿Intentamos? —se preguntó Silvia, buscándola.

    —Sí, somos pareja en todo —concluyó esa francesita, rauda.

    Pero ese proceso no se quedó ahí, la madrugada estaba siendo muy poco aburrida. Cual sombra despierta, su madre los tuteló, abriendo la puerta:

    —¿Qué hacéis?, ¿qué jaleo os traéis? —interrumpió.

    —Hablamos, ¿te suena? —la atendió de inmediato su hija, molesta.

    Sin sensiblerías ni terminar de entrar, la provocó, apoyándose en ese momento tan difícil, dirigiéndose al varón:

    —Pues dile todo, hijo, ¡todo! Ya es el momento, no hay más excusas que valgan, que se lo lleve todo y decida por su bien y el nuestro.

    Mientras la mayor cerró la puerta, Silvia frunció el ceño. Le faltaba un manual clínico y social para entender a su gente.

    —¿Hay más? —preguntó atontada y resuelta.

    La novia, cual árbitro extranjero sugirió irse:

    —Yo os dejo que habléis tranquilos.

    —¡No!, ¡no!, ¡quédate! —evitó liberarla la hija pródiga, echándole el brazo.

    Con extraños vuelos, ese hermanito hubo de dar un paso legal al frente, estando la otra con cara de viuda:

    —Nos queremos casar —afirmó.

    —¿Qué? —dio un respingo la joven, humillada hasta más no poder.

    La manera de contener la respiración de Silvia fue algo inusual, ni el último lobo en la faz de la tierra, completamente acorralado, la hubiera podido imitar del ímpetu con el que contuvo su malestar.

    —¡No hace tanto que casi mato a tu padre, así que dime que estás bromeando!— le amenazó la señorita.

    —Tranquila, vamos despacio —se entrometió la otra.

    —¡Que hable mi hermano!, ¡cállate, si no quieres que te tire por la ventana, zorra! —se la quitó de encima haciendo hincapié en su malestar.

    —Ya te dije que no se lo tomaría bien —bromeó el hombre, acobardado, queriendo buscar refuerzo.

    —¡Me entero de que a mamá le pega mi padre y tú dices que te casas! ¡Gilipollas!, ¿por qué no eres más estúpido?, ¿se lo has dicho a tu psicóloga? —le gritó, enfurecida.

    Para no ser más pernicioso, evitó comentar lo que se le pasó por la cabeza, eso de los celos y lo demás. Sencillamente, usó lo que cualquier profesional sanitario diría en ese caso:

    —Necesitas tiempo, es normal, tómate tu tiempo.

    —¡Eso se lo dices a tú psicólogo! —impactó de lleno con él la mujercita, encarándose fuertemente—. ¡A mí lo que ahora me importa es mamá! —añadió—, y la tía —se corrigió de inmediato—. Me da igual la mierda del obrador, tú felicidad y esas cosas, no seas mequetrefe, ¡madura joder! —la emprendió con él, terminando por empujarle.

    Mosqueado, él no quiso responderla del mismo modo. Dejó pasar unos segundos y permitirle dar unos pasos atrás.

    —Eso mismo que acabas de hacer, ¡hermanita!, está tipificado como violencia, y sé que no querías —le dijo con retintín—. Todos tenemos malos momentos, todos. Lo que hay que hacer es saber sobrellevarlos —la apuntilló.

    Le buscó y la encontró.

    —No compares o te cruzo la cara de verdad hasta que espabiles, ¡hermanito!... El sufrimiento de escuchar que su hija es una zorra no justifica que pegue a mi madre. Y eso es solo lo de ahora, ¿años atrás qué excusa pondría? —No dio tregua alguna a su asunto, obviando lo otro.

    A punto de ser destituido como hermano, tiró de sus recursos, interviniendo con fuerza pero con mesura, bien mirado por su querida, y odiado por su hermana:

    —Deberías venirte conmigo, Silvia, vamos a hablar con el médico antes de nada. Usó palabras que sería bueno que oyeses de su boca: rehabilitación, reinserción, cronicidad, alta sensibilidad al estrés, incapacidad de larga duración, soledad.

    Ello le generó una mayor ansiedad a la joven gaditana, ahora bien, el toque de distinción era notorio, dejó el paisaje congelado y a esas dos bellezas heladas, echando en falta mucho más que la bata de invierno. Esa dama de oro aceptó el envite, bajo su calentura, levemente esquizoide, pretendiendo acabar con todo a tenor de la incapacidad de asimilar todos esos avatares.

    Ni el mejor de todos los remedios caseros hubiera servido de pegamento. Abordar todo eso fue redundar en una lucha sin tregua. La pregunta que ella se hacía era: «¿Por qué?, ¿cómo se le fue la cosa de las manos?». Y no le puso ninguna venda a esa victoria agridulce de ir sabiendo la tremendísima noticia. Conforme fue sabiendo más del tema, se fue encontrando consigo misma, amén de esas muchas escenas vergonzosas, habiendo exigido a su madre a acompañarlos al consultorio médico. Implementar todas esas emociones en su sentir fue alejarse de tierra firme, desposarse junto al galán más austero y arder en el silencio en un remanso de obediencia, testamento de esa problemática. Básicamente, el doctor intentó garantizar la búsqueda de la normalidad, no mencionando al hombre que destruyó toda la niñez de esa delicada mujer, apenada y asomada a los sinsabores de los maltratos, encarnándolos en su madre, lo cual le hizo sentirse como una piedra rota, dado que, en determinados momentos, la catarsis pudo más que lo arrogante y mordaz de esos susurros tan feos, dejando vacías todas las confidencias:

    —Sigo sin entenderlo, doctor —interrumpió Silvia—. ¿De qué estamos hablando?, ¡no hay tantas circunstancias que analizar!, ¿y qué más da que estemos en un medio rural? —le espetó.

    El ínclito médico atendió la queja con toda su mejor cultura, uniendo esos días y la única noche en la que había dormido la señorita que tan mal le estaba calando, procurando no humillar a nadie ni consentir el desequilibrio como orden:

    —La idea es poner soluciones aclarando los hechos, respetando el derecho a decir y evitando el desequilibrio como orden. No soy yo quien tiene que decidir dónde vive o no tu madre, y si ella me dice que asume el empeño de su marido en adoptar otras decisiones al respecto que no sea abandonar el domicilio conyugal, yo he de respetarlo. De momento, lo están llevando correctamente, han asumido el problema y están previniendo nuevos brotes.

    —¿Brotes? —lo cercó de nuevo.

    —¡Espera, por favor! Déjame terminar —abortó su poca claridad el jefe del consultorio médico.

    —Por el motivo que sea, han tenido problemas de convivencia. Eso es muy difícil. Y la psicóloga y la trabajadora social no lo ven como delito, sino como maltrato, al entender que él no pretendía hacerle daño.

    —¿Técnicamente? —volvió a interrumpirle ella, sin escapársele ningún detalle.

    Y dio un nuevo paso el doctor, consecuente con ese arranque de la que se manejaba en el peor de los espacios, pero leal y profundamente reaccionaria en su libertad de hija y mujer.

    —Hemos de respetar los lazos, sus señas de identidad.

    —¿Pero esto ya no vale? —no le dejó seguir hablando ella, irritadísima.

    —¡Silvia!, ¡déjalo terminar, por favor!— le regañó su madre, dando un paso más en la protesta de su hija, sumándose a la iniciativa del médico.

    La joven se retorció por dentro y por fuera, extrañadísima. No obstante, trató de cambiar y dejarle terminar al especialista.

    —No pretendo justificar nada, ni esperar a que haya de huesos en el jardín para intervenir de otro modo —se postuló con un tono más rotundo, sacando a flote su conciencia… Mirándola atentamente, valeroso, aprovechó esos segundos de colaboración—. Lo que sí que digo, es que se puede no agravar más la historia si se saben encontrar de nuevo, sin que, por ello, se etiquete a nadie de nada —le dio el turno.

    —¿Con qué condiciones? —Dispuso Silvia de su turno, sin ninguna sonrisa.

    —Los cambios radicales no son buenos, por supuesto que no se admite ningún tipo de violencia, y ya te digo que eso de grabar las reacciones tampoco es seguro, porque no previene, sino que intimida, es decir coarta a las buenas y malas personas. Se trata de evolucionar como individuos y como pareja dentro de lo que cabe... ¡Y, sí!, el entorno afecta y mucho —lo dejó ahí, esperando a que la persona más necesitada diera su impresión, obviando en todo momento el alcohol.

    La señora, sin disimular, menos avergonzada que su hija, no supo qué hacer. Y en su defensa salió el hijo como supuesto liberador, planteando esos límites:

    —No se volverán a faltar el respeto y no vale la excusa del trabajo. Tampoco lo que creerían que deberíamos ser. Bebió por pena.

    —¿Eso va por mí? —se le parapetó su hermana desde la otra silla, reflejando su propio agobio, impotente.

    —Aquí todos tenemos nuestra parte de culpa —comentó el hermano sin mirarla.

    —¡No me lo puedo creer! ¡Estás de su parte! —exclamó.

    —¡Tranquila! —se atrevió el de la bata a mediar entre las partes, haciendo de sus estudios algo más que singular, dándole patadas a los recetarios y los vademécum, y evitando desencajarse o irse al bar, en un test de bondad y dignidad por el empuje de las enfermedades de la calle.

    —A tu padre le duele la espalda —afirmó la madre, queriendo contener el ímpetu de su hija, necesitada de la intervención de los demás, echando mano del médico, escenificando su unidad.

    —No ves, mamá —intentó hacerla ver, como terapeuta e hija agradecida, insólita—. No entiendes nada —añadió afeada por la historia de amor a contracorriente.

    Y ello tuvo su devolución, pero sin herejías. La madre le contestó:

    —Me acuerdo de tus ojos cada vez que cierro los míos. Y no soy la única, sabíamos que la tentación estaba ahí…, sabíamos que algún día te podrías ir fuera y nos encontramos un día con ese cartelito enfrente de casa y esos dos ladronzuelos montando alboroto, con billetes falsos de quinientos euros y tildándote de ladrona y echándote fama de mala mujer… Eso no tiene nombre.

    El calor y el frío abordaron a la hija, así como los muchos besos al aire que en su huida echó estando en la oscuridad de su periplo madrileño, pero no le dijo nada, calló sus vertederos de amor.

    Fue el otro de la familia quien hizo de esa consulta un lugar más que sagrado, yendo directamente al fondo:

    —Quieren intentarlo, eso es lo que importa ahora.

    —¿Y las otras veces, mamá? ¿Tú crees que no hay comportamiento de riesgo?, ¿es que no te basta?, te está utilizando, esto es cosa suya, ¿verdad? —constató su malestar, deseosa de una respuesta, recurriendo a hostigarla directamente.

    En ese momento, el médico paró esa moción, tomando el teléfono:

    —Preferiría no hacerlo, pero hemos de reunirnos por separado, confío en que así me escuchéis mejor, os estáis haciendo daño y eso no lo admito —expuso con disciplina militar.

    Veterano y duro, de inmediato, marcó a una compañera, llamándola a filas, movido por un profundo sentimiento de culpabilidad, al reconocer que eso se le estaba yendo de las manos por un exceso de confianza, al conocerlos a todos ellos desde hace muchos años, esclavizado igualmente por ello.

    —No me queda más remedio que avisar a una colega para que esto no sea tan personal —les informó, evitando ser un principiante, como mejor solución a corto plazo.

    —¿Y mi padre? —planteó la hija.

    —Que se venga también, pero recordad, no quiero numeritos en la sala de espera, no os adelantéis a deciros cosas porque sí, hay momentos en los que es mejor reflexionar —puntualizó, poderosamente.

    A esto que un auxiliar apareció entre tantos impedimentos y les abrió la puerta.

    De hecho, el aire que se insufló nada más abrir la puerta les vino bien a todos.

    —Las desigualdades son como la fiebre, puede llevar mucho tiempo esperando y ser una lacra o ni aparecer —le habló a Silvia, acompañándola en su comedido diagnóstico, para destacar a posteriori—: a mí, lo que me preocupa, tanto como a ti, es que esto vaya a más y no es populismo.

    Sin sátira ni ser patética, ella se hizo una pregunta en alto, en su bucle:

    —Póngase en mi lugar —expresó con ternura, rotunda y de mirada hechizante, intentándolo convencer.

    Reducidos a hacerse muchas preguntas, sin obtener respuestas, esas personas bajo el mandato de merecerse confianza y superar su realidad, lamentablemente, se fueron reconcomiendo, sin tener nada claro. Excepcionalmente hicieron un ruedo en su profunda crisis, y con cierto bajón, el hermano llamó a su novia para que avisase al panadero, evitando dejar a solas a esas ciudadanas honradas, no viendo a su hermana políticamente neutral, más bien al borde de un ataque de nervios… No tuvo más que ser un contorsionista, al pretender hacerle entender a su chica la necesidad de quedarse al cuidado de la tía y vigilar la dispensa, cancelando el trabajo de obrador, consciente de su promesa: no fallarle a nadie, por la historia de su pasado.

    Sorprendida y apercibida de esa llamada, en su vacío, pensó en su negocio, demasiado perfecta:

    —¡Ay! Vaya panorama —dijo con cara de madre mía.

    —Mamá, admite que no estás bien —evitó Silvia seguirle el apego a su madre, presidiendo ese momento.

    La pericia del hijo hizo que se dirigiera a su hermana para cambiarle el paso, poniendo otras inquietudes, confesándose:

    —¿Cómo era eso que dijo Pablo Neruda cuando no hay manera de entenderse?

    Ella le caló pronto y jugó con ese acercamiento, y con un estilo tosco y en nada poético, le degolló verbalmente:

    El fuero para el gran ladrón, la cárcel para el que roba un pan —mencionó a colación de ese rescate que hubo de procurarle, considerándolo mimado, regodeándose al sentirse superior e incomprendida, ganándose otras migas.

    Él, tímidamente, se puso colorado por ese aquelarre, si bien, no se lanzó a esa disyuntiva. Adelgazó su voluntad yendo a por unas bebidas, consciente de su fragilidad.

    —Os traeré un poco de agua —les dijo, vigilante, antes de ser un transeúnte de cuidado en los pasillos, como un médico residente o un atento y vulgar celador, marchando torcido.

    Las otras dos, preocupadas, se limitaron a trabajarse la ley de la gravedad. Sus cuerpos se pudrían sin frases…, hasta que la menor no se aguantó su malestar, mirándola como si fuera de otro planeta:

    —¿Cómo no te diste cuenta antes?

    En ese momento, la desposada puso nuevamente su atención en la joven:

    —Si estuvieras casada, lo entenderías. Llevo muchos años dedicados a vosotros, además, no eres quién para acusarme de nada —la riñó.

    La incomprensión sobre ese asunto de quien la concibió casi hace llorar a la niña, a lo cual, su triste verdad, cruel y peligrosa, desarmó ese viaje triunfal que pretendió hacer con la misma a Venecia, meses atrás. Simplemente, se instaló en ese ático, entre dos mundos, el real y el imaginado, evitando alimentar ese ahogo…

    —¿No me tienes nada que decir? —prosiguió con la caballería la madre, defensora de todas las causas.

    Imperfecta, Silvia protocolizó lo que le pidió el doctor justo antes de salir.

    Esa pausa no le gustó a la anciana y, buena o mala, no pudo estar silenciada:

    —Tienes que cambiar, has de aceptarte a ti misma. Tu marca de nacimiento es muy clara, todos saben que somos panaderos —le hizo saber, acusándola con su permiso, al no competir.

    Fiel a su madre, delante de ese cuerpo extraño, la pretendió recordar de otro modo, no desencadenando esas otras caras del tiempo.

    Y al unísono, se acusaron sin escucharse, perdidas e irritadas:

    —Si te digo que eres todo para mí— sonó a dúo.

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