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Nana para despertar
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Libro electrónico326 páginas4 horas

Nana para despertar

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Cuando las letras gritan y las palabras callan.

Imaginar un mundo mejor me ha inspirado a crear esta obra.

Admirar la naturaleza y apreciar la vida dan forma a sus páginas.
Y sus letras buscan el respeto que anhelo.

Cada espacio semántico es un silencio provocado.
Cada emoción sugerida... solo una forma de aprendizaje.

Pero falta algo para cerrar este círculo.
Falta alguien con quien conversar.
Unos ojos que quieran escuchar.
Esos oídos... que desean observar.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento4 feb 2019
ISBN9788417587130
Nana para despertar

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    Nana para despertar - Pablo T. Yügen

    Nana-para-despertarcubiertav14.pdf_1400.jpg

    Nana para despertar

    Nana para despertar

    Primera edición: 2019

    ISBN: 9788417587628

    ISBN eBook: 9788417587130

    © del texto:

    Pablo T. Yūgen

    © de esta edición:

    CALIGRAMA, 2019

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Prólogo

    No creas ciegamente ninguna de mis palabras.

    Piensa y siente de manera libre y auténtica.

    Marca tu propio camino.

    Aprende de cada experiencia entre renglones.

    Aprecia el instante entre cada letra.

    Y saborea cada realidad lírica que leas.

    Convirtamos este libro en el inicio de una conversación

    por encima de títulos y etiquetas.

    Hagamos de esa conversación

    el origen de un mundo mejor.

    Esa es mi más sincera aspiración.

    Esta es mi más profunda reflexión.

    Es el sueño de esta obra.

    El recuerdo de las páginas.

    El silencio que se deja leer.

    Pablo T. Yūgen

    Preludio

    Nana para despertar está compuesta por diferentes historias y narra situaciones muy diferentes, queriendo suscitar en el lector una amalgama de emociones, sensaciones y reflexiones.

    Toda historia tiene su propio mensaje, y una forma particular de transmitirlo, generando una especie de viaje por multitud de situaciones, que incitan al lector a ponerse en la piel de personajes variopintos para poder percibir lo que ellos sienten tras la barrera del papel y la tinta.

    Cada texto tiene su tiempo de maduración, así como todas las historias y personajes tienen algo que decir y aportar a los oídos de quien lo lea. Una lectura lenta y pausada ayuda a convertir esas ideas plasmadas en el libro en experiencias personales para el lector.

    Hay textos y reflexiones muy diferentes, que invitan a que vivas en primera persona cada realidad descrita, y sugieren que te adentres en sus entrañas y detalles, dejando un tiempo para la reflexión y el reposo hasta el siguiente fragmento.

    Cada historia reflejada se convierte en un espejo de lo que somos.

    Esta obra es una invitación a la reflexión propia, con la idea de un planeta más cuidado, una especie más sabia y un futuro más acogedor.

    El sueño del pensador

    Se acercaban las fechas señaladas por la sociedad para reunir amablemente a la familia. Yo observaba el viejo balcón, mientras la lluvia lo mojaba con cierta fiereza. No tardarían en llegar esas personas que no veía desde hacía un año y que, sinceramente y con cierta tristeza, no me apetecía ver por un sencillo motivo, esa reunión familiar era un reflejo más de la doctrina social en la que nos educan.

    Mi madre siempre me decía que era un chico particular, extraño, que no entendía cómo, con veintisiete años, podía estar pensando y reflexionando sobre cosas tan poco... tangibles, llamémoslo así. Lo cierto es que lo tangible es lo que prima en el presente, pero a mí poco me importaban ese tipo de cuestiones superficiales, no me fijaba en si la modelo o actriz de turno llevaba un nuevo vestido, o si aquel cantante volvía a salir con la susodicha modelo.

    Pienso que esa caja de luces puede trastocar mucho la forma de ver el mundo, y creo que hay que tener cierto cuidado. Mi rebeldía no toma forma vengativa o iracunda; no quiero segregar más odio, todo lo contrario, me gustaría construir más afecto; quiero pensar que, con tu ayuda, es posible; quiero creer que podemos ser mucho mejor de lo que somos.

    Mi padre, algo menos conservador que mi madre, siempre me llamaba el pequeño Sócrates, molesto como una mosca, sabio como un elefante e incomprendido en tiempo y espacio. No le puedo quitar gran parte de razón; me sentía en gran medida exento de la sociedad, como un ingrediente extra que estaba en la olla, pero no en la receta original, ¿me sigues? Supongo que, en cierta manera, hay gente que se siente también como una parte no natural de algo. Pero ¿y si ese algo no es natural? ¿Sería entonces más natural sentirse fuera?

    No quiero abrumarte con excesivas preguntas, querida persona al otro lado del papel, pero sí me gustaría que reflexionaras. Porque la sociedad actual del ser humano no llega a comprender que es un algo que forma parte de un todo, pero no somos el todo de nada.

    Sin embargo, actuamos como si tuviésemos poder y potestad sobre todo lo que nos rodea, y tendemos a destruir, para deshumanizarnos y así generar un mundo cada vez menos natural.

    No me encasilles como un naturalista amante del verde, que puedo serlo, pero ese no es el tema. Lo preocupante de lo que nos rodea es que nadie quiere llegar al destino hacia el que vamos inexorablemente, pero, a su vez, nos estamos dejando llevar por la corriente de la banalidad; no afrontamos las disyuntivas de la vida, porque, francamente, somos animales convertidos en mascotas.

    Domesticados por el sistema, por la comodidad, por los prejuicios, por fronteras y por poderes. Lo que atormenta mi cabeza es el salvajismo de nuestra domesticación, puesto que un animal domesticado suele ser más apaciguado y tranquilo, pero eso no concuerda con tu especie, ¿a qué no? El problema de todo esto es que nos han insensibilizado hacia una dirección y nos han hecho absolutamente despiadados en otra.

    Si todo lo que lees te parece algo absurdo, de un chaval que mirando la lluvia espera una cena familiar, pon la tele y analiza. Verás cómo se habla, en el informativo, de la triste noticia de la caída en bolsa de la empresa X, que ha perdido 37 millones de dólares. Oh, ¡qué pena!, ¿verdad? Sí, estoy siendo irónico, pero déjame terminar. La siguiente noticia es que un futbolista se ha roto una pierna jugando al fútbol. Vaya, no podrá jugar cuatro partidos, tendrán que cuidarle los mayordomos o quizá se quede dentro del Bentley, nada malo puede pasarle ahí. La nueva colonia de París arrasa en las tiendas de todo el mundo, sale el último modelo de calcetín isotérmico y la Navidad parece recaudar más que nunca.

    Pero ¿qué ha pasado? ¿Dónde nos están dirigiendo la sensibilidad? ¿No lo ves? Durante el rato que has mirado la tele, en el mundo «real» han habido más de mil violaciones a mujeres, han muerto unas dos mil personas por inanición, han sacrificado setenta y ocho caballos porque estaban lesionados y ya no podían servir a su ser humano y se han producido setecientos ochenta ataques a personas de color precisamente por eso, por su color. Pero, espera, que está saliendo el anuncio del nuevo móvil… ¡qué pasada! ¡Esto sí que importa!, ¿eh?

    Y no pretendo con mi prosa que nadie se embobe con mis palabras, porque detrás de esta crítica existe una expresión de alguien disconforme con lo externo y plural del ser humano, pero en consonancia y respeto con esa parte emocional, artística y singular de nuestra especie.

    No es odio, es reflexión. Te invito a reflexionar conmigo sobre todo esto que te he dicho.

    Porque somos capaces de lo mejor… y de lo peor, pero llevamos muchísimos años sacando lo malo, lo más triste y oscuro de nuestro ser. Y todo por no expresarnos con libertad, por estar siempre comparando y prejuzgando.

    Por mirar fachadas en vez de interiores, defender banderas en lugar de personas, conquistar ciudades en vez de corazones, aplastar flores en vez de poderes, contemplar pantallas digitales en lugar de puestas de sol.

    Besando por presión social, echando cosas en cara por no mirarnos en un espejo, lapidando a la gente diferente al grueso del mundo, tachando la insubordinación, evadiendo el pensamiento propio, convenciéndonos de que somos lo más grande e importante del universo, atravesando cráneos con balas de última generación, pegando a mujeres por una cuestión de sexo, matando animales porque están ahí para eso, destrozando culturas para crear acuerdos, desfigurando pilares emocionales para construir raciocinio insustancial.

    Podría seguir durante horas, pero sería un coñazo, lo reconozco. ¿Qué clase de valores son estos? Pues esto es lo que rige nuestro mundo.

    Mi pregunta es: ¿Qué tal si lo cambiamos? Y no, no es una revolución externa, no es salir a la calle a romper nada, no se trata de que noten la furia.

    Recuerda que yo aquí no dicto ninguna voz ni camino.

    Acorde a lo que pienses, cambia tu interior, tu forma de contemplar el mundo, haz una revolución masiva interna, eso es lo que me gustaría ver, porque las cosas que cambiamos desde fuera acabarán cediendo, pero lo que nace desde nuestro interior es perenne, inmutable y totalmente sustancial.

    Y es ese el mundo en el que realmente quieres vivir, ¿no?

    Yo lo tengo muy claro, pero esta es mi declaración personal de intenciones al mundo entero, es la entropía equilibrada de lo que podemos llegar a ser y no somos por no evolucionar internamente.

    Esta es mi profunda invitación a que des el paso.

    ¿La aceptas?

    Belleza interrumpida

    Era una hermosa noche de verano, ligeramente cálida y escrupulosamente calmada. La luna llena iluminaba un maravilloso valle casi encantado. Y ahí estaba yo, sola, corriendo desesperada, perdida entre mis propias lágrimas y tiñendo de tristeza este bonito lienzo literario. Pero os contaré mi historia desde el inicio.

    Había programado con mi novio un fin de semana romántico en una cabaña a las afueras de mi ciudad natal. Siempre he sido una chica sensible, quizá, a veces, demasiado, pero al fin y al cabo no es un rasgo negativo, ¿verdad? Llegamos el viernes por la noche y todo iba genial. Algo de lluvia comenzó a acariciar las ventanas con una constante y relajante musicalidad.

    El cálido aroma de la madera que nos rodeaba no hacía más que potenciar mi sensación de felicidad y cariño hacia esa persona que tanto quería, hacia cada milímetro que me rodeaba.

    Sin embargo, algo sucedió.

    Estuvimos hablando durante horas de muchas cosas, de nuestro futuro, del presente y algo del pasado; de entre esas palabras cruzadas salió a la luz un nombre, un nombre que tiempo atrás resultaba importante para él y que ahora, en este momento, era demasiado importante para mí.

    Te estarás preguntando qué paso, ¿verdad? ¿Qué dijo para provocar que una chica saliera de la cabaña en plena noche llorando desconsolada. En realidad, no es tanto lo que se dijo, sino lo que sentí. Sentí vacío, impotencia y, por qué no decirlo, envidia. Y todo porque le vino a la mente un bonito recuerdo de su anterior relación y lo compartió conmigo.

    Estarás pensando que menuda cría, que eso es agua pasada, etc. etc. etc. Es fácil hablar con la razón, pero la emoción es algo más compleja, poética y difusa, así que intenta ponerte en mi lugar, ¿de acuerdo?

    No es que yo sea una persona irascible que a la mínima salga corriendo huyendo de las cosas, pero, ciertamente, como te mencioné antes, soy una chica sensible, y existen situaciones que, pese a no ser lógicas, hacen daño, y ese dolor chocaba con esa atmósfera tan bonita que habíamos creado. Así que decidí salir corriendo para huir de esa realidad de contrastes.

    Descalza, descendí un valle que, entre la lluvia y mis lágrimas, parecía el fin del mundo. Seguí corriendo un buen rato, sin mirar atrás, como si el dolor se hubiera quedado en aquella acogedora cabaña, pero no era así, el dolor lo llevaba yo.

    Así que, tras un rato corriendo, paré cerca de un lago que había en la parte baja del valle; no sé si él me siguió, aunque supongo que el shock de la situación me había dado cierta ventaja de tiempo hasta que él se pusiera en marcha.

    Yo seguía llorando, manchando mi vestido favorito; uno blanco con volantes y pliegues telúricos que siempre esbozaban una sonrisa en cualquier espejo que se dignara a mirarme, y cuando lo llevaba puesto parecía una chica salida de un cuento mágico. En medio de la noche, me acerqué a la orilla de aquel lago que parecía tener algo que contar, hinqué las rodillas en el suelo y me observé reflejada. ¿Y sabes qué vi?

    Nada.

    Nada, porque mis lágrimas chocaban con tal fuerza contra el agua que deformaban mi reflejo hasta tal punto de no ver nada que se pareciese a mí y, en ese preciso instante, me di cuenta de una cosa que me serviría para el resto de mi vida.

    Era yo misma quien impedía ese reflejo, mis lágrimas servían de velo para la realidad, pues aquella noche era una manifestación única de belleza absoluta y mi rostro, según se fueron secando poco a poco esas lágrimas, fue cogiendo la misma tesitura, la calma y el orden empezaron a reinar en ese reflejo que no podía dejar de mirar y la deformación del agua estaba desapareciendo, mi hermoso rostro se veía ahora en el lago, con una expresión de estar aprendiendo una lección de vida, de conocimiento atemporal.

    Me quedé contemplando la escena del reflejo de la realidad durante un buen rato, maravillándome de todos y cada uno de esos elementos que formaban esa melodía para mis sentidos, la luna, el lago, mi vestido, mi rostro… todo era equilibrio, todo era paz.

    Y en ese momento, en el que comprendí que mi alteración emocional me impedía sentir la realidad de aquel emotivo instante, lo vi a él; llegaba cansado de correr por el valle, siguiéndome. Ni siquiera me giré, no hizo falta, miré su reflejo y vi su expresión de comprensión y empatía, y yo le devolví el gesto.

    En esa cálida noche de verano, comprendí que las personas a las que tenemos cerca, o hemos tenido, debemos contemplarlas y recordar con ternura sus mejores momentos y vivencias. Y que todas nuestras experiencias nos tienen que aportar algo bueno y no dejar que se deformen ni diluyan.

    A la mañana siguiente todo había clareado y yo me encontraba muy reflexiva. Abrí las ventanas y observé algo que me confundió muchísimo: no había ningún lago, las vistas eran extensas y la noche anterior no me había alejado tanto como para no verlo.

    Entonces, ¿qué pasó? ¿Qué era ese lago? Todo pasó dentro de mi cabeza, quizá, o derramé tantas lagrimas que generé un pequeño charco y allí vi todo aquello; estaba muy confusa, nada parecía tener sentido, pero, a la vez, sentía indiferencia, pues la lección que aprendí fue tan productiva que el resto dejó de tener importancia.

    Así que ahora que sabes mi pequeña historia, ¿crees que merece la pena empapar en lágrimas un vestido tan bonito?

    La elección es tuya.

    ¿Cuál es tu legado?

    Os voy a contar la historia del día en que mi adolescencia cambió completamente y me aportó, en cierta medida, la capacidad de entender mejor nuestro mundo y a las personas que habitamos en él.

    Era mi decimotercer cumpleaños, la nieve encapotaba los techos de los coches y adornaba las cornisas de los edificios. Hacía un frío tremendo, el blanco predominaba sobre todos los colores y, desde mi doble cristal, podía observar cómo mucha gente temblaba por el temporal.

    Yo no tenía frio, al menos en este momento de la historia; iba en el asiento trasero del lujoso coche de mi padre. Íbamos de camino a visitar a mis tíos, para que me dieran mis regalos y así, de paso, pasar un bonito día en su avanzada y nada humilde urbanización de máximo lujo. Siempre me ha gustado aquel sitio, cada detalle estaba cuidado al milímetro y no había nada fuera de lugar, todo estaba según lo que un ser humano de gran envergadura económica pudiera desear.

    Yo no me puedo quejar. Mis padres, que iban en los asientos delanteros del coche acompañando a su único y querido hijo, tenían trabajos muy buenos y a mí no me faltaba de nada; nuestra casa tenía hasta su propia zona para los mayordomos y sirvientas, no te digo más. Nos habíamos ganado claramente una vida así de cómoda y no voy a ser yo quien me queje de que no todo el mundo tiene lo mismo. En aquel momento pensaba que la gente tenía lo que se merecía, pero no podía estar más equivocado. En fin, continúo la historia.

    Unos 5 kilómetros antes de llegar a la citada urbanización, había que atravesar una zona pobre y angustiosa. No entendía cómo habían puesto un enclave tan elitista en un lugar donde cerca había gente moribunda y sin hogar, caprichos del destino quizá, o eso pensaba.

    Siempre que pasábamos por esa zona, mi padre cerraba los seguros; nuestras comodidades eran jugosos caramelos para esa gente, decía el, con doble sentido, y además se mofaba de que esa gente no tuviera lo que él sí tiene, ganado con su esfuerzo defendiendo la ley como abogado. Siempre he tenido curiosidad acerca del porqué de esa pobreza, pero siempre desde detrás de mi climatizado cristal social de seguridad, por supuesto.

    Como un adolescente de temprana edad, es lógico que preguntara constantemente, ya que, para mí, ese mundo, esa realidad, no existía, todo mi mundo estaba acolchado con el cuero de la mejor calidad y mimado hasta la saciedad, incluso mis ojos se negaban a aceptar que algo así pudiese existir.

    —Papá, con el frío que hace, ¿por qué esa gente está con una pequeña llama para doce personas?

    —Cada persona recoge el fruto de su esfuerzo, hijo, recuérdalo siempre —decía mi padre con voz honorable.

    —Cielo, tú no mires las cosas malas del mundo. ¿Por qué no conectas el iPad y te entretienes? —Mi madre siempre evitaba mirar las cosas de frente.

    —¿Y por qué no trabajan y ganan dinero como vosotros? ¿Es porque no quieren?

    —¿Acaso crees que tu padre tiene lo que tiene porque le ha caído del cielo? Escucha atentamente, vive tu vida y tu mundo, nunca mires atrás y camina hacia delante; haya lo que haya en el camino, tú sigue hacia delante. —Siempre parecía un capítulo de alguna serie de abogados, entonación sabia para palabras…

    —Claro, mi vida, tu padre y yo luchamos por la justicia y la libertad de la gente, yo en mi trabajo ayudo constantemente a los demás; aunque no trabajemos en el mismo sitio, nos dedicamos a lo mismo, ya lo sabes.

    —Ya, mamá, pero qué me queréis decir, ¿que esta gente merece pasar ese frío? No digo que tengan una casa como la nuestra, pero ¿tanta diferencia?

    —Hijo, ellos no son como nosotros, están frente a una minúscula hoguera porque tomaron decisiones incorrectas y se abandonaron a sí mismos. —Mi padre hablaba de esto con frialdad, mientras se ladeaba ligeramente el flequillo.

    —Cariño, esa gente han hecho cosas malas, son malas personas y por eso... por eso ahora pasan frío, ¿lo entiendes? —Mi madre no parecía creer ni sus propias palabras.

    —Está bien —asentí, algo resentido al ver que aquello no iba a llegar a nada.

    Seguíamos en la amplia zona pobre. Ya me había cansado de la conversación; parecía que mis padres solo sabían mirar por ellos mismos y sus respectivos logros. Me pareció incongruente la solemnidad con la que, a la vez que hablaban de la justicia y la igualdad, giraban la mirada ante el minúsculo y apreciado calor de esa extraña gente.

    Estábamos llegando a lo que mi padre denominaba la zona residuo, la zona más turbia antes de alcanzar el maravilloso paraíso del color del dólar.

    De repente, comenzó a llover fuertemente, el leve sonido sobre el techo panorámico era hasta agradable teniendo en cuenta que el agua parecía enfurecida y enfadada con el suelo, pues caía con una demencia descomunal.

    Desde mi pequeña burbuja veía cómo esa gente buscaba refugio en cualquier lugar, entre metales oxidados y maderas desquebrajadas. Me llamaron poderosamente la atención un hombre y la que debía de su mujer; se acercaron a la carretera y el hombre se colocó en medio obligando a mi padre a frenar en seco.

    —No hagáis nada —sentenció mi padre.

    —¡Por favor! ¡Mi mujer está embarazada! ¡Necesitamos ayuda, por favor! Solo quiero que me acerque a la ciudad. ¡Le duele mucho! —El hombre parecía tremendamente preocupado y desesperado.

    —¡Papá, ayúdale! ¡No va tan mal vestido, papá! ¡Siempre dices que la gente bien vestida es de fiar!

    —¡Calla, hijo! ¡Tu padre sabe que hay que hacer! Mira, lo sentimos, pero nos están esperando en la urbanización.

    —Lo sé, señor, lo suponía por su coche, que no vendría a visitar esta zona. Yo antes vivía allí. Se lo ruego, caballero, ayúdeme, está de siete meses.

    —Papá, estamos a solo 3 kilómetros de la ciudad y a 4 de la urbanización, no nos cuesta nada. Está claro que no está mintiendo, ¡mira a la mujer!

    La mujer yacía en el suelo, con las rodillas sobre un charco lleno de barro debido a que el dolor la impedía moverse más. Y el agua no paraba.

    —¡Señor, por favor! Si le pasa algo a ella, no sé qué será de mí, es lo único que tengo. Quizá no me entienda o no me crea, pero, de verdad, es lo único que tengo y lo que más quiero, no la puedo perder, ya he perdido demasiadas cosas últimamente. Es un día de locos.

    —¡Llamad a una ambulancia! —gritó mi madre, mientras mi padre parecía impasible ante la situación; simplemente se volvió a ladear el flequillo.

    —Señora, ya hemos llamado, pero dicen que tardaran unos veinte minutos en llegar debido al temporal y temo que mi mujer no aguante. Sé que sois ajenos a nuestra vida, al menos la que están viendo ahora mismo, y puede que nos veáis como gente extraña completamente opuesta o diferente a su realidad, pero somos seres humanos y yo quiero a mi mujer igual que su marido la quiere a usted.

    De repente y sin previo aviso, nuestro coche se empezó a mover y solo pude ver como aquel rostro triste y despojado de toda esperanza se difuminaba en el cristal trasero dibujando lentamente la terrible hermeticidad de la sociedad. No dije nada más el resto del viaje, no quería hablar con ellos, quería ayudar a ese hombre, pero yo no podía hacer nada, solo desear que la ambulancia llegara a tiempo.

    Por fin llegamos a casa de mis tíos, los saludé brevemente y subí a la zona recreativa de la tercera planta, llena de actividades ociosas como un proyector gigante, un futbolín y hasta una mesa de pimpón. ¿Era justo que yo estuviera rodeado de tantas cosas y esa pareja, de tan poco?

    —¡Eh, colega! ¿Va todo bien? ¡Feliz cumpleaños! —Mi tío intentaba animarme, sin éxito.

    —Hola, tío Frank.

    —Ya me han contado tus padres lo del tipo aquel. No le des más vueltas, seguro que solo quería pillar algo de droga y ella llevaría algún cojín en la tripa; tranquilo, suelen hacerlo mucho.

    —¿Ah sí? ¿Alguna vez ayudaste a alguno para saber si era verdad?

    —Pues, técnicamente no, pero…

    —Técnicamente no, claro.

    —Oye, ¡hemos comprado una tarta enorme solo para ti! El pastelero dice que es para doce personas, ¿qué te parece? ¡Qué suerte tienes, colega! Te espero abajo, ¿vale?

    —…

    Un niño de trece años recién cumplidos comiendo él solo una tarta para doce personas. Y doce personas postrándose

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