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ÁNGELES CAÍDOS
ÁNGELES CAÍDOS
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Libro electrónico429 páginas5 horas

ÁNGELES CAÍDOS

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Información de este libro electrónico

Un despiadado asesino serial está cazando políticos y figuras públicas amparado en las sombras de una sociedad fragmentada. La clase gobernante tiembla ante la oscura amenaza, mientras la población observa con beneplácito e indiferencia, ajena al peligro que acecha.

Una juez, un detective retirado y un agente de inteligencia serán los encargados de llevar adelante la investigación, sólo para descubrir que las victimas están siendo acechadas en un círculo cerrado de personas privilegiadas. No cualquiera es objetivo del asesino, y la línea entre víctimas y victimarios se desdibuja peligrosamente. ¿Es este personaje oscuro un villano despiadado o un justiciero encubierto?

En «Ángeles Caídos», la tercera novela de Lefvarch Christensen, las cloacas de la política revelan un tejido intrincado de conflictos y conspiraciones. Cada página agrega un giro inesperado, sumergiendo al lector en un mundo donde la verdad se esconde en las sombras y la sospecha se mezcla con la paranoia. La tensión aumenta, y el suspenso se convierte en el hilo conductor de esta intrigante historia, revelando el cambio de marea en curso en la sociedad. La trama no sólo presenta una reflexión sobre la corrupción y la intriga política, sino que también explora la complejidad moral de los protagonistas, quienes se ven enfrentados a dilemas éticos en su búsqueda de la verdad.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 mar 2024
ISBN9798224794140
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    ÁNGELES CAÍDOS - Lefvarch Christensen

    LEFVARCH CHRISTENSEN

    ÁNGELES CAÍDOS

    El Círculo de las Rosas

    Scolopendra

    INFORMACIÓN

    Lefvarch Christensen

    Ángeles Caídos: El Círculo de las Rosas, Scolopendra

    1a ed. - Buenos Aires, CABA

    Argentina: Digital Alexandria, 2024

    392 p.; 21x15 cm.

    1. Narrativa Argentina. 2. Novela

    CDD A863 969/

    © 2024 – Lefvarch Christensen

    Diseño de portada impresa:

    Arte de la tapa: Demether Blume.

    La Caída del Ángel de Gustave Doré. (1823-1883)

    Corrección: Winnie Morgan-Brown

    Los lectores que deseen intercambiar sus opiniones y vivencias o aportar datos de relevancia podrán enviar sus mensajes a la dirección de correo electrónico del autor: lefvarch.christensen@gmail.com

    © Digital Alexandria 2024

    Director: J.C. Falstaff

    juan.falstaff@gmail.com

    Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723

    Primera edición. Impreso en Argentina

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o por fotocopia, sin previa autorización del autor.

    A Linnea Kansager (Københavns engel)

    ¿Me has olvidado, entonces? Ahora, frente a tus ojos, parezco tan inmunda, cuando en el cielo me considerabas la más pura[1].(Pag 113)

    John Milton

    Luego, los ángeles hicieron que todos los hombres que estaban fuera, viejos y jóvenes, quedaran ciegos, para que así no pudieran encontrar la puerta.

    Génesis 19:11

    Advertencia:

    La historia relatada a continuación es un drama contemporáneo, cuyos personajes son ficticios. El lenguaje utilizado, sobre todo el soez, y las referencias a pueblos, razas y género de los protagonistas, así como las valoraciones sobre éstos, pertenecen al contexto propio de la trama que se describe y se encuadran en referencia estricta a los hechos relatados, los cuales no reflejan de ninguna manera las opiniones expresas del autor.

    Los personajes, eventos y situaciones retratados en esta novela son completamente ficticios. Cualquier parecido con personas reales, eventos pasados o presentes, o con otras obras literarias es pura coincidencia. Esta obra es el resultado de la imaginación del autor y no pretende reflejar de forma alguna la realidad. Además, se hace hincapié en que la narrativa no busca promover ni respaldar acciones similares a las descritas en estas páginas. Algunos nombres de instituciones han sido cambiados con el propósito de preservar la ficción y no tienen relación con entidades reales.

    En algunos casos puntuales, el autor se ha tomado algunas libertades y vuelos creativos. Tenga a bien el ávido lector disculpar esas divergencias en la continuidad temporal.

    Agradecimientos:

    A Winnie Morgan y Demi Blume por su invaluable aporte a la idiosincrasia femenina de las protagonistas

    Nota del Autor:

    Los personajes de esta novela están inspirados en personas reales, aunque los hechos y causas judiciales relatadas son producto de mi febril imaginación. La mayoría de los diálogos son transcripciones casi textuales de conversaciones reales escuchadas por mí en otras causas y en contextos diferentes, los cuales he recolectado a lo largo de mi vida y que, por su riqueza, creí necesario rescatar para esta obra.

    Esta novela se escribió entre marzo del 2021 y agosto de 2023. La acción transcurre en un pasado o futuro cercano probable, por lo que tomé la figura del Juez de Instrucción como representación clave, aunque la estructura judicial al momento de la escritura o lectura de esta novela ya no exista o tenga una función distinta a la descripta.

    Para mis queridos lectores de España y Latinoamérica, incluí e incluso abusé de las notas al pie para hacer entendibles algunos modismos de Argentina.

    Charlottenlund, Dinamarca, 15 de septiembre de 2023

    Prólogo

    ¿Cuánto daño causamos a los demás? Una mirada sin interés, un mensaje no respondido a tiempo o simplemente que «ella no se volteara antes de que el velero cruzara el faro». Algunas de esas acciones pueden quebrar el alma de una persona y condicionarla a una subsistencia incompleta, sumida en una desazón que muchas veces trasciende más allá de la vida natural.

    Pero no todos; algunos ni lo sienten, otros ni se enteran, pero muchos perduran en su paso por este mundo para destrozar cuanta alma predispuesta encuentran en su camino. Quizás, de todos estos, los indiferentes, aquellos a los que no les importa nada, sean los que más nos molestan. No por estas pequeñas intrascendencias que a algunos nos afectan tanto, sino por su apatía ante la vida, al incólumes, consentir las más alevosas iniquidades sin permitirse el más ligero responso.

    ¿Cuánto estrago puede causar, entonces, un monstruo? Una mente retorcida que no se conforma con segar la vida de sus víctimas para libar de ese sufrimiento interminable; sobre todo cuando los destinatarios de ese mal son los más vulnerables, los inocentes, aquellos que apenas están dando sus primeros pasos en el trayecto de una vida. ¿Cuántas de estas almas impuras, manchadas y enmarañadas en su red, están condenadas al purgatorio de revivir una y otra vez las mismas penurias antes de elevarse desde los infiernos hacia su paraíso perdido?

    Algunos hemos tenido la fortuna de que ninguno de estos seres oscuros haya cruzado nuestro camino. Pero para otros, esas almas bellas portadoras de luz, auténticas criaturas celestiales, padecen en silencio entre nosotros, simples mortales. Siempre anónimas e intrascendentes, pero allí presentes, en alguna parte.

    —¿Por qué tan azul? —se preguntó al dirigir una última mirada al cielo y tomar conciencia de su propia muerte. Una enorme y aterradora sonrisa ocupó todo lo ancho de su rostro al rememorar su vida en un instante, mientras balbuceaba, a tientas, sus últimas palabras.

    —Quizás nunca te habías fijado; el color siempre estuvo allí.

    —¿Habrá un infierno? —se dirigió a la joven que, con el rostro lleno de lágrimas, intentaba con sus manos contener la sangre que brotaba de la enorme herida en su vientre. La tierra retumbaba a su alrededor, mientras la grava desparramada por el suelo bullía en una danza frenética antes de llegar al éxtasis y desaparecer en un torbellino de polvo. De pronto todo se detuvo. Sus ojos se entrelazaron en una etérea comunión, mientras ella, con su largo cabello arremolinado como marco, protegía del sol y del viento sus últimos instantes. Sobre ambos, como suspendidas en el tiempo, las aspas perennes de un helicóptero en busca de dónde aterrizar fungían como parca elegíaca a la situación.

    —No al infierno, pero una estadía en el purgatorio seguro —le respondió gritando, aunque en ese momento, en el que sus sentidos se desconectaban, las palabras de la mujer sonaban como un susurro. Poco a poco ajustó una tira de tela a su vientre, lo que le produjo un profundo dolor que le llevó a tomar con fuerza su mano para que dejara de hacerlo. Sin embargo, ella continuó un poco más; de tanto leer informes forenses se había vuelto experta, por lo que supo de su destino inmediato e inevitable.

    —¡Resiste un poco más! Voy a pedir que te lleven antes de que hagan nada —le suplicó mientras se ponía de pie y miraba hacia el horizonte en busca de algún vestigio de actividad. Luego volvió su cabeza hacia el helicóptero que no terminaba de aterrizar detrás de un terraplén amparado por el viento, quizás demasiado lejos de allí. Fue cuando escuchó a sus espaldas que él la llamaba para que se acercara, ya que no podía levantar más la voz.

    —Ya no te van a arrestar, estás a salvo, y te aseguro que nunca se van a olvidar de vos… de mí, no lo sé —le susurró apenas. Luego, con pesadumbre, mientras vomitaba sangre para aclarar su garganta, le dijo—: Nadie se va a poner a hurgar en tu mierda después de esto. ¿Sabés una cosa?

    —¿Qué?

    —Parecés un ángel.

    —¿Yo? ¡Por Dios! ¿Con estas fachas? —Sonrió desolada al ver cómo su hálito se extinguía, luego le suplicó una vez más con los ojos colmados de lágrimas—. Resiste por favor, ya llegan.

    —No quiero que lleguen, hace años que he muerto.

    —Pensá en el velero surcando mares calmos, en esas tardes mientras el sol…

    Su risa se convirtió en un espasmo de sangre antes de sentenciar:

    —Eso nunca hubiera podido pasar, a todo eso me lo quitaron antes de conocerte. Siempre supe que me iba a convertir en esto, un ser carente de amor, solitario, un espíritu lleno de amargura dentro de un cascarón seco.

    —Un poco más, por favor, sé que puedes.

    —No dejes que hagan de mí un circo. Sé que después de todo esto, nadie te va a reclamar nada —le suplicó—. Por favor.

    PARTE I

    EL CÍRCULO DE LAS ROSAS

    Capítulo 1

    —Otro dedo.

    —¿Mismo lugar?

    —No, ahora en un supermercado en la zona norte. Dedo índice masculino de una persona de entre cuarenta y cincuenta años.

    —Va subiendo uno cada vez. ¿Nadie lo reclama?

    Nope —respondió la secretaria sin moverse de su posición.

    —¿La lista de personas desaparecidas?

    —Sobre tu escritorio, pero tenemos algo más.

    —¿Más que esto?

    —Los directivos de los medios de comunicación quieren una reunión urgente para ver cómo lo manejan. Parece que se está filtrando en las redes y no quieren que quede librado al azar; necesitan una palabra autorizada.

    —No quieren perder la exclusiva. Estos hijos de puta huelen la carroña como buitres.

    —De Presidencia mandaron gente de Inteligencia. Se van a reunir con vos a las 18 horas en el piso 13 para ver el tema de los medios y el sorteo de la causa. No quieren que caiga en cualquier Juzgado.

    —¿Cómo? ¿Así sin preguntarme si puedo?

    —Que si podés ir, que vayas, y si no podés, que se van a reunir igual… Qué les chupa un huevo[2] si podés ir o no.

    —Cuando esta gente quiere ser clara, es clara —agregó al correr el cabello de los ojos para leer el informe. 

    Bertone se quitó el saco para que sus axilas dejaran de empapar su camisa. Aunque todavía era invierno y la calefacción del edificio llevaba años descompuesta, en lugar de colgarlo del perchero, lo arrojó sobre una pila de cajas. Todas las luces de su teléfono interno se prendían y apagaban en desorden. Ni siquiera les prestó atención; sólo silenció el timbre y se dispuso a hacerse cargo del papeleo urgente. Pero casi no pudo sentarse; su secretaria lo interrumpió nuevamente.

    —El ministro Marinaro quiere hablar con vos.

    Alterado por las circunstancias, dirigió su mirada al interno que se encontraba sobre su escritorio antes de preguntar:

    —¿En qué línea?

    —Ninguna, por el trucho[3] —le aclaró al extender el teléfono móvil simple, sin conexión a internet que utilizaba para esos menesteres. Con el aparato en modo vibrar en la mano, caminó a lo largo del pasillo para que cualquier intento de localizarlo lo ubicara fuera de su oficina. Después de atender, un corto y nervioso intercambio de saludos dio paso a la charla en sí.

    —Estamos en año electoral; tenemos que taparlo de alguna manera. Estos hijos de puta nos están queriendo tirar un muerto.

    —Varios muertos, si se comprueba.

    —¿Vos estás seguro?

    —Como que me llamo Jorge. ¿Ya tenés los estudios de ADN?

    —Estamos por mandarlos al laboratorio en el transcurso de la mañana.

    —Acordate que están de paro hasta el miércoles.

    —¡La puta madre! Cierto. Bueno, dejáme ver cómo hago. No faltes a la reunión. No podemos dejar que esto caiga en cualquier Juzgado o que salga por cualquier medio de comunicación. Tenemos que coordinar eso.

    »Si esto cae después del miércoles, ya no puedo hacer nada. Puede terminar en cualquier parte, incluso en manos de Spinotti, con la consecuente gran cagada que eso sería.

    —Spinotti no; no, no, no. Tiene demasiado prestigio para que lo pueda operar.

    —Dejáme ver qué hago. Mandamos los hisopos a otra provincia o al FBI o a donde sea.

    —No te duermas[4].

    —Vos ajustale las riendas[5] a Reale; que se larga a hablar por su cuenta y nos mete en problemas. ¿Te la seguís garchando[6]?

    —Nunca dije que eso haya sucedido.

    —No te dejes envolver por esa araña. Es lo único que te pido.

    —Sabés que eso no va a pasar.

    —Sabés que esas minas no dan puntada sin hilo. No garchan con cualquiera y menos con un gordo desagradable como vos.

    —Ni como vos.

    —Yo pago. Lo mío es una transacción comercial estándar de mercado, y sé lo que voy a recibir a cambio. No hay sentimentalismos pelotudos[7] de por medio, ni siquiera los tengo para con mi mujer, que técnicamente es la prostituta más cara que me he garchado en mi vida. La pisaría con el auto si no fuera por los chicos. Pero vos, que te juntás con esa gente de mierda de la farándula, falsa y mentirosa, te creés un bon vivant y no sos más que un simple putito llorón.

    Capítulo 2

    —Soy el agente Bosch. Creo que al agente Astorga ya lo conocen. Quiero dejarles en claro que somos sólo enlaces para que las cosas salgan bien, es decir, que nos importa tres mierdas lo que hagan Uds., que son los que tienen que investigar conforme a derecho, que para eso están. ¿No? Una vez aclarado esto, vamos a lo nuestro: —Estas son las cámaras de seguridad de donde se han encontrado los dedos.

    —¿Hay orden judicial para tener esa información?

    —No —le respondió Bosch a Bertone—. Todavía no, pero no podemos esperar. Estas cosas se auto-borran o pueden caer en manos no deseadas. Para cuando haya un Juzgado a cargo, no vamos a tener nada. De todos modos, no vamos a acusar a nadie todavía.

    La grabación comenzó a proyectarse en una pantalla con contrastes para que la calidad del vídeo fuera lo suficientemente clara.

    —Como verán, la imagen es una mierda, pero acá tenemos a uno de los principales sospechosos.

    Una mujer con unos ampulosos lentes oscuros y cabello sobre el rostro caminaba por el pasillo entre otras varias personas; tomó una lata de una de las góndolas, miró hacia los costados de manera disimulada y sacó un sobre de su cartera que puso detrás de la lata. La siguiente imagen la mostraba al salir de la tienda y la siguiente caminando por la calle hasta que se la vio desaparecer en la esquina.

    —Esto mismo sucedió acá —señaló al mostrar la siguiente grabación—, y acá, y acá. Las tres veces el mismo modus operandi, las tres veces desaparece de las cámaras y no vuelve a aparecer. Tenemos que controlar los taxis y autos que pasaron por estos puntos —explicó al mostrar las siguientes grabaciones—, pero eso les toca a Uds.

    El agente Astorga tomó la posta:

    —Las grabaciones son de sistemas de seguridad viejos, de poca calidad. Con el agente Bosch, creemos que sabía de esto y por eso eligió estos locales, además de saber dónde había cámaras en la calle y donde no. Por eso sospechamos que tiene información o es alguien que se le ha pagado para hacer eso.

    —¿Mano de obra profesional? —preguntó Bertone.

    —Creemos que sí.

    —¿Con alguna intencionalidad política?

    —Posiblemente —respondió Bosch—, aunque no lo podemos asegurar.

    Astorga ingresó al sistema operativo en busca de un archivo en especial, algo que todos pudieron ver en la pantalla, sumergido entre otros con nombres enigmáticos.

    —Con una AI[8] logramos mejorar bastante una de las grabaciones, la que estaba más cerca de la cámara.

    Ahora la proyección era mucho más clara. Se podía ver a una mujer con bastante maquillaje, de rasgos fuertes y con movimientos algo exagerados, aunque muy femeninos.

    —El análisis forense nos indica que el perpetrador es con seguridad un hombre, por lo cual esta persona es su cómplice; algo que nos deja en claro que hay algún tipo de organización detrás de esto —explicó Astorga al mirar a los allí reunidos.

    »A la altura de ese cartel podemos apreciar que mide entre 1.70 y 1.78, alta para los estándares locales, lo que nos achica bastante el rango de búsqueda.

    —¿Nadie recuerda haberla visto? —preguntó ahora el ministro Otto Marinaro.

    —Entran cientos de personas a esos locales, claro que nadie se acuerda, pero eso lo van a tener que averiguar Uds. cuando se active la investigación.

    —Lleva una peluca —les informó la jefe de fiscales— y de las buenas, pelo de ser humano, noventa y nueve por ciento esclavo de algún lugar de extremo oriente o indoamérica por lo lacio.

    —¿Cómo sabés?

    —Porque soy mujer, las mujeres sabemos todo de pelos y esas pelotudeces[9]. Y además yo tengo una parecida.

    —¿Para qué?

    —A veces no tengo tiempo de ir a la peluquería, y viste cómo son los de la prensa, los suelo tener parados en la vereda[10] de mi edificio.

    Ricimero Riganti, el delegado de seguridad de presidencia, interrumpió la conversación con una dura mirada.

    —Sí dejamos de hablar huevadas y nos concentramos en lo nuestro, esto puede ser una gran cagada.

    —En unos minutos vamos a presenciar el sorteo de la causa. —Astorga buscó la mirada de Bosch; cuando la encontró, asintió formalmente.

    —¿Lo tenemos ya?

    —Sí, ya estamos dentro del sistema —respondió al girar la laptop.

    —En cinco horas entra Spinotti en el sorteo, lo tenemos que hacer ya. Nos quedan cuatro jueces maleables, Ortiz de Zárate, Gaamond, Barros Almagro y Cherasco. Cualquiera que salga nos conviene, pero a Cherasco lo tenemos bien agarrado de las pelotas y va a hacer lo que le pidamos.

    —Cherasco está demasiado complicado, no sé si lo vamos a poder limpiar en los medios —comentó Bertone.

    —¿Qué tan complicado? —preguntó esta vez el ministro Marinaro.

    —Está saliendo con una pendeja[11] medio zurda, fue delegada del centro de estudiantes de la Facultad de Derecho cuando era alumna.

    —¿Y eso qué poronga[12] tiene que ver?

    —Los últimos fallos que ha emitido fueron erráticos, a veces se quiere hacer el Robin Hood y otras el protector del proletariado y defensor de los humildes.

    —Acá no hay humildes, son todos hijos de puta, del primero al último.

    —Igual, puede salir con alguna boludez[13] y hacerse el ajustado a derecho y escondernos info’.

    —¿A ver la pendeja?

    Riganti extrajo del maletín un sobre de papel madera y se lo extendió a Bertone. La muchacha era joven, de unos 23 o 24 años, con un cuerpo voluptuoso debajo de un cabello teñido de rubio platinado.

    —¡Qué viejo pelotudo…! —Hizo una pausa, luego continuó—. Saltaron unas fotos en los medios, pero no se ve nada, sólo a él de espalda.

    —Acá lo tenés de frente —añadió Bertone.

    La foto mostraba al Juez Cherasco desnudo con un fondo tropical, donde se podía ver con claridad su calamitoso estado físico.

    —A nosotras no nos dejan andar en tetas por la vida —intervino la procuradora—, no sé por qué los dejan a Uds. Después de cierta edad deberían tener, al mínimo, cierto recato.

    —Hablando de desnudez, fijate si tu amante lo puede apretar[14] un poco, pero que no se vaya muy de boca[15] —le solicitó el ministro de seguridad.

    —Creo que con evitar que ese miembro fláccido y decadente llegue a los medios va a ser suficiente, y un aporte a la humanidad… y a la estética —sentenció finalmente Magdalena Silva.

    En el piso 13, todas las ventanas estaban cerradas. El personal no jerárquico había sido dispensado por el resto de la tarde, por lo que, en una gran pantalla, los presentes podían ver la transmisión oficial del sorteo de la causa sin testigos. En una computadora muy potente se podía ver el trasfondo digital del proceso; no era necesario modificar nada, sólo querían cerciorarse de que el diablo no metiera la cola, pero sobre todo que un humano no metiera sus manos. Cualquiera de los cuatro jueces a los que les cayera la causa, estaban dispuestos a colaborar o estaban lo suficientemente sucios como para hacerlo. Los apellidos Ortiz de Zarate, Gaamond, Barros Almagro y Cherasco titilaban en la pantalla.

    El ambiente era calmo, hasta jovial. Los cuatro hombres de la nomenclatura en aquella sala sabían la vida y la obra de cada uno de los magistrados mostrados en la pantalla, incluso hacían bromas sobre ellos; mientras que la única mujer se comunicaba con alguien por medio de su teléfono celular, casi sin levantar su cabeza.

    El reloj del sistema estaba a sólo dos segundos de ejecutar el sorteo cuando el nombre de uno de los magistrados se desvaneció en la pantalla, para hacer que todos en la sala dejaran de bromear y quedaran en silencio. El nombre de Gaamond, uno de los menos probables, cambió al de Benítez.

    —Qué mierda fue eso —gritó el jefe político del Servicio de Inteligencia.

    De inmediato los nombres de los jueces desaparecieron como era lo esperado. Un anticuado reloj de arena indicaba que el proceso random se había iniciado, mientras una serie de códigos se desplegaban a toda velocidad en el monitor de la computadora en el margen derecho de la pantalla.

    —Protocolo 278 – dijo en voz alta el analista informático, busquen qué es el protocolo 278.

    Algunos fueron a sus laptops, pero la mayoría se lo solicitó a alguno de sus asistentes. Todo fue una confusión hasta que uno de ellos dijo en voz alta al levantar la cabeza por sobre los demás:

    —Equidad de género.

    —¿Quién aprobó esa mierda? —preguntó Marinaro con furia.

    —Ud. Señor, hace tres años, durante un discurso en el que dio por terminado el accionar del patriarcado en la Justicia.

    —¡Me cago en Dios! ¡Qué país de mierda este! Así todo se va a ir al carajo.

    —Diste el discurso en lenguaje inclusivo —señaló Maggie Silva—, no se te entendió una mierda y parecías idiota.

    El resultado del sorteo quedó a la vista: de los cuatro nombres, tres se desvanecieron, para quedar sólo el de Benítez titilando en la pantalla.

    —¿Quién es Benítez? —preguntaron varias voces al mismo tiempo.

    —¡Mierda! —exclamó Marinaro.

    Luego de una corta búsqueda en los archivos llegó el dosier completo.

    —María Isabel Benítez —comentó al imprimir el archivo en el que la foto de una joven con mirada firme salía de la impresora. La nombraron hace dos años en reemplazo de Sánchez Burton. No está firme, pero está limpia. Tiene un sumario pendiente de cuando era fiscal por una falta de conducta, pero no creo que sea suficiente para removerla; tiene mucha banca, es hija de dos jueces: Argentino Benítez Barrotaveña y Malena Ostegaard.

    —¿Vive el Mono Benítez todavía?

    —Parece que sí.

    —Yo trabajé con él cuando empecé. Tengamos cuidado, no le decíamos Papá mono[16] por nada; no había forma de engañarlo. Era muy despierto[17] y estaba atento a todo. Si la hija es igual estamos cagados —les informó el ministro Marinaro—. De todos modos, busquen algo, siempre hay un muertito en algún ropero por ahí.

    Capítulo 3

    —¡Isabel! —le gritaron golpeando el vidrio de su oficina—, tu canción.

    Isabel Benítez buscó sus zapatos debajo del escritorio y dejó todo lo que estaba haciendo para salir al salón poco ventilado donde se amontonaban los empleados de menor jerarquía entre cajas, carpetas y ficheros, a la espera de una próxima mudanza.

    Uno de los becarios sacó de un cajón un micrófono de juguete y se lo entregó, mientras que otro subía el volumen de la radio. La canción ya tenía sus años. Ella no podía creer que alguien hubiera escrito esa letra, aunque la melodía era de por sí pegadiza. Las notas iban in crescendo a medida que caminaba entre los puestos de trabajo hasta encontrarse con Verónica Anzoátegui, la secretaria del Juzgado que salía de su oficina con un expediente enrollado en forma de micrófono para ponerse espalda a espalda con Isabel e ir agachándose, para, con su mano libre, recorrer de manera muy sensual su cuerpo al cantar el estribillo.

    La lúgubre puerta del Juzgado se abrió pesadamente de par en par para dejar pasar a un hombre mayor, de unos 70 años, junto a su escolta. Isabel lo identificó de inmediato, por lo que tiró el micrófono de juguete y se acomodó la falda del vestido que se había subido por encima de sus rodillas.

    —¡La puta madre! —exclamó al mismo tiempo que golpeaba con su palma el trasero de la secretaria para que cesara con lo que estaba haciendo.

    —Uno de los acompañantes se aclaró la garganta y preguntó en voz alta:

    —¿La Dra. Benítez?

    —Soy yo —respondió avergonzada al intentar no sonrojarse, algo que no pudo evitar.

    —¿Ud. es la Dra. Benítez a cargo del Juzgado de Instrucción Nº7?

    —Sí, soy yo.

    —La Dra. Fernández de Reinhardt desea verla.

    —¿Cuándo?

    —Ahora mismo.

    —Voy para allá —dijo preocupada al tratar de acomodar los bucles de su cabellera.

    —La Dra. Fernández se encuentra acá.

    —¡Acá! —exclamó la joven, sorprendida.

    —Del otro lado de la puerta.

    —Dígale que pase a mi despacho.

    Isabel le pidió con gestos a uno de sus subalternos que entrara antes y acomodara su caótico escritorio, mientras se dirigía a la puerta para recibir a la titular del Tribunal Supremo de Justicia, con la firme convicción de que algo malo estaba por pasar, ya que jamás la presidente y miembro más antiguo de la Corte se dirigiría a la oficina de una «vulgar y común» juez de tribunal de primera instancia; siempre la llamaban para que ella fuera a la suya, previo hacerla esperar una hora y media a lo sumo.

    Nélida Beatriz Fernández de Reinhardt supo ser una mujer muy bonita en su juventud y aún lo era a sus casi 80 años. Según Isabel, era quien tenía «sus huevos» en sus manos desde hacía casi un lustro. Se habían reunido formalmente en sólo una ocasión e informalmente unas cinco veces más; en esas ocasiones, siempre le pedía que se dirigiera a ella por su apodo.

    —Quizás ya estás al tanto, algo se ha filtrado, pero prefiero decírtelo yo en persona.

    —¿La causa de los dedos?

    —Sí.

    —Todavía no la he visto, estoy con un millón de cosas, la tiene Juan —dijo al presionar la tecla más desgastada de su teléfono interno—. Cuando recibí el Juzgado estaba tapado de expedientes. He logrado ponerme al día, pero todavía estoy prendida fuego.

    —Por ahora, dedicate a esto, querida. Te voy a mandar gente para que te ayude con las otras causas. Sabés que yo en esta no me puedo meter.

    Juan Mussio ingresó a la oficina, un eterno prosecretario de Juzgado que jamás ascendería a juez; nadie en su sano juicio aprobaría su pliego.

    —Hola Nequi, ¿Cómo estás? —se presentó al agacharse para besar su mejilla, a la vez que dejaba el no muy voluminoso expediente sobre el escritorio.

    —Juancho querido, ¿Cómo están Bernardette y los chicos?

    —Lo mejor que se puede, que no es poco.

    —En estos tiempos sí —le respondió la magistrada—, mandale un beso de mi parte.

    El sumario Prades-Di Doménico no era de importancia, ya que el legajo de Isabel Benítez lucía impecable, salvo ese tema en específico. Era un «incidente» de conducta en el que estaba involucrada como «partícipe necesario» cuando todavía era fiscal de distrito, ya que sin la anuencia y presencia de ella jamás se hubiera podido realizar.

    María Emilia Prades era la secretaria administrativa en esa fiscalía, una mujer algo mojigata y en extremo prejuiciosa, que de manera constante, acechaba a sus compañeros; en una época, la misma Isabel había sido objeto de su insidia, ya que además fue su principal rival para ocupar ese cargo. La acusaba, y con razón, de ser quien le había endilgado el apodo que ella odiaba «la Bioquímica», porque se pasaba analizando las cagadas ajenas.

    Jorge Di Doménico, un empleado de maestranza que poseía un miembro viril desproporcionadamente grande, fingió descomponerse con tremendos dolores de estómago, por lo que lo colocaron sobre la mesa del comedor de la sala de empleados.

    Verónica Anzoátegui, la siempre mano derecha de Isabel, le pidió, casi le exigió a Prades que tomara por el brazo al empleado que fingía convulsiones. Fue en ese momento cuando el enorme miembro de Di Doménico se irguió desde el ombligo a través de su guardapolvo, portando unos lentes de juguete similares a los de ET; una vez en posición, desde una cánula adherida con cinta, esparció un líquido viscoso directo en el rostro de María Emilia Prades. Al recordar lo que ella vertió en el expediente, Isabel aprovechó la oportunidad para aclarar su situación:

    —Mire Nequi, era yogurt, nadie recolectó semen en horario de trabajo, se lo juro.

    —Sólo vine por lo anterior, despreocupáte, nena, por ese tema. Ni siquiera me hubiera tomado el trabajo de venir hasta acá. Los ministros varones de la corte todavía se ríen cuando revisan el caso, incluso Berges de Moura que es francamente homosexual. Voy a hacerte una confidencia, querida: creo que aprobaron tu pliego por este sumario, no por tu desempeño. Pero bueno, vamos a lo que nos aqueja —dijo para dar un giro completo al tema de conversación.

    —Mi marido es un boludo, un pajero terminal. Nunca pudo mantener el pito[18] dentro de sus pantalones y no ha dejado de meterse y, de meterme, en problemas. Me da una vergüenza supina admitirlo, pero es uno de los secuestrados: es el dedo que te falta.

    »Ponce —llamó a su custodio—, me alcanza el maletín.

    —Señora —respondió al ponerlo en sus manos.

    —La investigación está en papel, y te doy un consejo, nena: manejá todo en papel, imprimí una sola copia y no en cualquier impresora ni lo imprimas desde cualquier

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