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Memorias de un inocente en el infierno
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Libro electrónico312 páginas4 horas

Memorias de un inocente en el infierno

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Desde una oficina del infierno, un exreportero de espectáculos escribe las memorias de su vida señalada por la estrechez económica, las malas compañías y una desaforada e inútil cacería amorosa. Intoxicado de soledad y de resentimiento, un imprevisto pacto con el Diablo cumple puntualmente las fantasías del patán. Una epopeya sobre la soledad y la búsqueda del amor en nuestros tiempos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento9 nov 2017
ISBN9786075022079
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    Memorias de un inocente en el infierno - Greco Sotelo

    254

    1. Un empleado de Satanás

    Hace unos días cumplí cuarenta años, y tres de conocer al Diablo. Llegó a visitarme una noche fría de diciembre, bajo la apariencia de un viejo gesticulante que resultaba irresistiblemente simpático. Yo había alcanzado para entonces la condición de esos hombres atormentados que venderían su alma al demonio si fuese posible tal negocio, y no meramente la gastada metáfora de quienes han perdido toda esperanza. Para el momento en que el Diablo llegó a tocar la puerta de mi departamento en Coyoacán era yo un hombre vacío de ilusiones, truculento y contumaz, e ingenuo por lo visto.

    Decir que la visita de Satanás cambió mi vida sería un error; digamos mejor que la prolongó eternamente en el mismo sentido que ya tenía, poniéndomela en perspectiva para que dejara yo una constancia escrita de ella. Quizá no sean otra cosa la biografía y la historia: registros prescindibles de vidas finalmente inútiles. Hoy mi mano se mueve indecisa sobre el cuaderno, pero la historia que habrá de contar ya está escrita en el corazón que la gobierna. Nunca tuve una idea aproximada de mí mismo, estando vivo. Ahora la tengo. Me doy cuenta que el Diablo organizó burocráticamente la fiesta que faltaba a mi vida miserable, para hacerme clara esa vida de una vez por todas, aunque fuese en el Infierno. Aquella fiesta duró lo que dura un suspiro. La tristeza que le había precedido, toda una vida.

    Alguna noticia tendré que ofrecer acerca del Infierno, esta vaga y remota oficina. Hace un tiempo desfallecía a la deriva, en un desierto del norte de México. Mis ojos se cerraron de repente y me encontré en este galerón mal ventilado, sufriendo la compañía de hombres que ayer fueron desdichados cada cual a su manera, y que hoy comparten aburridos la misma deuda inacabable con el Diablo. Trabajamos el día entero y parte de la noche, y aun despreciamos algunas horas de sueño removiendo las fichas del dominó sobre las mesas, fumando mucho y ahogando en licor los pataleos de nuestros miserables corazones. ¿Para qué vivimos? Quiénes somos? ¿Qué podemos esperar? Uno se siente perplejo en el Infierno de que preguntas tales hayan podido alguna vez tener sentido. Pues cuando el desempleo es imposible y el misterio y la ansiedad desaparecen, de la vida sólo queda aburrimiento.

    En todo caso es fácil definirnos: somos empleados de Satanás. Pasamos el tiempo encerrados revisando expedientes frente a una computadora, aliviados tan sólo por la autorización de fumar, beber y asomarnos a una ventanita estrecha que mira hacia un parque atascado de basura. El número de los expedientes no es infinito, pero sí lo son sus mutaciones, cuya luz se refleja sobre los rostros de los escrutadores como un destello de relámpagos en la lejanía. Hay tantos expedientes como almas de hombres y mujeres vivos en el mundo, y sus cambios se registran en la pantalla minuto a minuto, sentimiento por sentimiento, pensamiento tras pensamiento. Cuando una cadena emotiva o volitiva llega a ser lo bastante consistente para modificar la vida de una persona, el expediente lo registra de manera mecánica y absolutamente objetiva. Aunque parezca increíble, a la felicidad o a la desdicha llegamos todos a través de una simple cadena de sumas y restas. Sólo la muerte física del sujeto paraliza el expediente –lo que llamamos, técnicamente, capitulación del registro.

    Para decirlo de otro modo: el Bien y el Mal juegan al ajedrez eternamente sobre el tablero de la vida. Nuestro insípido trabajo consiste en atender sus insípidas jugadas. A veces gana Uno, a veces gana Otro, y nunca gana verdaderamente Nadie. Mientras trabajamos mirando absortos la superficie azulenca de las pantallas; mientras dormimos o bebemos o tratamos de ocupar afanosamente un lugar en la ventana, el curso errático de la humanidad se escucha en las galerías de este archivo como un canto sacro sin estigmas morales, un De Profundis imparcial que zigzaguea bostezando hacia un lado y hacia el otro, con cada beso de madre y cada puta asesinada en un zaguán, con cada acto cobarde y con cada generosidad.

    Al igual que algunos afortunados en la Tierra, mis compañeros y yo comemos tres veces al día (disponemos de media hora para el desayuno, una hora para la comida, y tiempo libre para cenar después de las diez de la noche); tenemos problemas con algunas goteras, con las navajas de afeitar que han perdido el filo, y recordamos bien las nimiedades de nuestra vida ordinaria antes del Gran Encuentro. Y tanto, que pareciera que nuestras vidas serían las mismas, de no ser por esta inextinguible condena. Conservamos nuestros nombres mundanos, envejecemos cada año frente al espejo, y algunos reproducen en esta inmensa oficina sus hábitos juveniles e infantiles, como pegar en las paredes cromos de rubias desnudas o dormir acompañados por gastados muñecos de felpa.

    Mi padre era un hombre sin imaginación, autoritario y rígido. Mi madre, según mi padre, era una golfa; aunque la palabra golfa denota un repudio que a decir verdad no siento. Nos abandonó muy pronto, aunque no lo suficiente para no haber mamado yo semejante vocación por los abismos. Lo sé en parte por mis recuerdos, pero sobre todo por sus expedientes digitales, el CP-347/00897, perteneciente a mi padre, y el RI-567/75437, de mi madre. El Inspector, en un acto solemne al final de la jornada, me los entregó después del pastel con gusto a cartoncillo que mis compañeros me obsequiaron el día de mi cumpleaños, y a cuya masa reseca pegaron cuarenta velitas, en medio de un regocijo adolescente.

    Algo bebidos hacia el final de aquella jornada, recibimos perplejos el arribo del Inspector, cuyos pasos resonaron desde el fondo sombrío del corredor central. Yo no sabía entonces que él estaba obligado a presidir el primer cumpleaños de cada nuevo miembro. Vestía un traje gris acerado, con galones verdirrojos. Su rostro afeitado emergió de la penumbra. Sostenía un par de carpetas empastadas con el metal ligero que se usa para archivar las capitulaciones. Luego dio un paso adelante, con gesto oficial, y me tendió los expedientes diciendo:

    —Coyote Bueno, Lucio. Régimen del MT02061. Capitulación del registro en TZ2512.

    —A sus órdenes, Inspector.

    —Como un reconocimiento del Oculto Nuestro Bienamado, por el día de su nacimiento hace ya cuarenta años –carraspeó, tosiendo sobre la mano–, me permito felicitarle en su Nombre dejándole el regalo que en estas circunstancias otorga.

    Lucio Coyote: tal era el nombre del desdichado hijoputa que fui yo en la vida. Mis compañeros aplaudieron; pero mostrando la espalda a ese lacónico reconocimiento, el Inspector hizo sonar sus pesadas botas, dio media vuelta y se perdió en el corredor como un fantasma.

    —¡Que descansen, señores!

    Sentados a la mesa revuelta con las fichas del dominó, bebimos tres botellas de cierto vino barato, que administramos usando los vasos de la leche. Casi no hablamos hacia el final de aquella jornada, día de mi cumpleaños. Inocente Amezcua vino hacia mí, me tendió los brazos en señal de saludo y despedida, y me guiñó compasivamente un ojo exhausto, como nuestro cielo infernal. Luego se paró don Francisco de Asís Barranco, quien había sido reputado ginecólogo, y a quien el Diablo capturó atizando en su mente debilidades similares a las mías.

    —Ánimo, camarada Coyote –dijo, palmoteando en mi espalda–. Acuérdese que precisamente porque todo está escrito, uno nunca sabe dónde va a parar.

    Felipe Savonarola y Ahmed Al-Fatawi se despidieron sin parábolas antes de ir a la cama, porque eran gente tan simple como lo habían sido sus crímenes. Felipe había muerto más de treinta años atrás, a manos del pueblo de San Miguel Tlaxtipac, cuando siendo un monaguillo corrió por el campanario disfrazado con la capa de San Miguel Arcángel, cuyas ropas había hurtado. Su caso fue ampliamente debatido en el Cielo, donde los miembros del Divino Congreso –divididos al principio– finalmente le echaron. Como empleado de Satán en el Departamento de Evaluación y Registros (DER), su conducta ha sido tan buena hasta la fecha, y su carácter tan dulce, que al menos acá abajo nunca dudamos de la injusticia de aquel fallo.

    El caso de Al-Fatawi es distinto, y me temo que habré de referirlo con algún detalle. En realidad, no quisiera especular sobre la manera en que la burocracia infernal atendió mi propio caso, y en este sentido la historia del palestino podrá servirme. Es una regla curiosa del Infierno el hecho de que pudiendo conocer en los archivos los detalles más íntimos de cualquier otra vida, esté uno impedido para informarse de la propia. ¿Han observado alguna vez, melancólicamente, el agua de lluvia caer sobre el cristal de una ventana? Somos como esas gotas de lluvia sobre el cristal, cayendo una hacia fuera y la otra hacia adentro, ésta resbalando rápidamente, la otra detenida en un ángulo, por la mera acción de un azar indestructible. Somos simples gotas de lluvia, resbalando caprichosamente sobre la superficie de la Historia. Y sin embargo, seremos juzgados. Pero paso a contar la historia del desdichado Al-Fatawi.

    2. Ahmed Al-Fatawi

    La clase de crimen cuyo castigo purga ahora el palestino es muy común en otros departamentos del Infierno, sobre todo entre los miembros del Cuerpo de Agentes Callejeros, ocupados en intervenir teléfonos, revisar correspondencia y fisgonear la conducta de sujetos al borde de la desesperación.

    Se trata de personas convictas de crímenes religiosos y raciales. El celo de fundamentalistas de todo tipo en la observación de la conducta irregular ha sido bien aprovechado por el Magnífico, a través de Agentes Callejeros. Envenenados por la religión pueden verse en este reparto del Infierno a grupos de musulmanes barbados apostados en puertas y zaguanes, desde donde gritan a cientos de pálidos católicos medievales, que suelen cruzar las calles en filas de a dos en fondo, con sus hábitos negros y la mirada puesta en el piso. Yo personalmente he visto a unos y a otros lavar los muros del Gran Colegio de Tentadores, donde hombres facundos y mujeres de increíble belleza afinan sus dotes para remover del Bien a los más empecinados discípulos del Enemigo. Dicho con absoluta imparcialidad: casi siempre lo logran.

    El 17 de octubre del año pasado, un joven palestino de nombre Ahmed Al-Fatawi hizo explotar el tercer piso de un centro de convenciones en Tel Aviv, al cual había llegado disfrazado de rabino para escuchar a un congreso de talmudistas. Cuando le vimos entrar por la recepción no tenía cinco segundos de haber gritado mueran los infieles. Guardaba aún la expresión alarmada de quien está buscando su cuerpo en las paredes. Dadas las circunstancias de su muerte, de no haber sido un beato estaría Al-Fatawi ahora mismo enjabonando las piedras del Colegio de Tentadores. Pero la vida de nuestro amigo había sido más que ejemplar, excepto en el último tramo. Los reportes del monitor de Iván Evangelista –quien seguía su ecuación con asombro creciente en la Quinta Sección de Escrutinio– llenaron de júbilo a nuestros contrarios, causando una enorme desazón al Maestro.

    Oriundo de la pobrísima ciudad de Ramalah, en Palestina; hijo de un pastor ciego cuya mujer expiró al expulsarlo de su vientre, Al-Fatawi nació con los ojos abiertos, señalando hacia el Monte de los Bastardos con un dedo ensangrentado. Caminó cumplido el mes de vida; habló fluidamente a los dos; y escapando al monte entre los tiros de la guardia israelita su barrio arrasado lo vio llegar de nuevo, acompañado de hombres exhaustos y hampones andrajosos, y asesinos desdentados y violadores vulgares con sonrisas de hienas. La pantalla de Iván Evangelista proyectó así la historia de un hombre sin mácula, vencedor sin esfuerzo de todo vicio y de toda pesadumbre, cuya silueta se desplegaba bailando en el proscenio del mundo, cual si bailase ensimismado el Amor consigo mismo.

    Un grupo de ángeles féericos (mensajeros entre el Cielo y el Infierno, presuntamente imparciales pero con frecuencia seducidos por el Oculto) nos relataron en un banquete las expresiones de júbilo que Al-Fatawi suscitaba entre los bienaventurados. No podía dejar de creérseles, vista la evolución de aquella alma insólita en la pantalla de Iván Evangelista. Para quien ha aprendido a leer los hechos grandes y pequeños de la vida de los hombres; para quien ha adiestrado su vista en la percepción instantánea de sus motivaciones ocultas y sus más insignificantes mezquindades, la secuencia matemática que dejaba tras de sí la existencia de Fatawi no era simplemente increíble: era monstruosa. Me ocurrió entonces lo que a muy pocos sucede, incluso en el Infierno: haber visto al Diablo en persona. No puedo decir cómo era, por supuesto; baste decir que las cosas son diferentes cuando no se les disimula. Iba y venía de un lado a otro de la Quinta Sección de Escrutinio, mirando a veces la pantalla sobre el hombro de Iván Evangelista.

    —No puede ser –repetía–. Tiene que haber un error.

    —No lo hay –contestaba Evangelista, moviendo los dedos sobre el teclado–. Todos los códigos y lecturas confirman su itinerario. Es irreprochable.

    Yo veía sufrir al Diablo, quien lo dijera. Había saltado de la cama impulsado por la visión de un descuartizamiento examinado horas antes, y vagando por los pasillos débilmente iluminados reconocí la voz de Aquel que torció mi vida. Entonces, oculto detrás de un enorme archivero, supe que también Él tenía problemas.

    —¡Detenga a este hijo de puta, Evangelista! –gritó, alzando los brazos–. ¡Ofrézcale mujeres de nuestros Colegios! ¡Embriáguelo con los mejores vinos! ¡Hágale ganar la lotería o la presidencia de Estados Unidos!

    —No me competen labores tales, Maestro –respondió Evangelista, bostezando–. Yo sólo soy un simple Escrutador.

    —¡Humanidad! –gritó el Diablo– ¡No te mereces un hombre bueno!

    —No cede –apuntó Evangelista–. Su ánimo es firme como un tronco. Libre y bueno como un riachuelo en las alturas.

    —¡Raza de autófagos hipócritas!

    —Ahora mismo se hincha su corazón de bondad piadosa –dijo Evangelista, poniendo el dedo sobre la cola de una ecuación en la pantalla–. Ha corrido llorando detrás de esa anciana que sube la escalera cargando el agua. Incluso una lectura exigente bajo el Esquema de Saulo le da un cero absoluto.

    El Diablo pegó un manotazo al computador y giró sobre los tobillos resecos.

    —No hay asomo de vanidad en su conducta, ni de expiación culposa, porque este hombre no conoce la culpa hasta el momento –concluyó el Escrutador–: la estela matemática que deja su vida de hecho no corresponde a ningún otro caso conocido. ¿Era así la estela del maestro Jesús, señor mío?

    —¡Cállese!

    Golpeado por aquella voz volqué una pila de papeles puestos sobre una mesa lateral, y me encontré con su terrible mirada. Sería inútil describir lo que vi en ella. Que la cólera del Oculto no me afecte más que el farfulleo de un nonagenario es al parecer una cuestión de tiempo, si he de tomar como ejemplo a Iván Evangelista; a tanto llega el inverosímil poder de la costumbre. Aquella noche –no obstante– vi cómo un brazo horrendamente largo salía desde su cuerpo, impulsado como un látigo que estallase en mi frente, y volé como arrojado hacia la tiniebla de mi propia inconsciencia. Debo decir que no todo fue malo: amanecí espatarrado la mañana siguiente sobre el catre, después de dormir durante algunas horas que a mi cuerpo maltrecho parecieron siglos.

    El asunto Al-Fatawi trajo en vilo al Infierno durante algunas semanas. Vi empleados correr por los pasillos a todas horas, incluso por la madrugada, ajustándose nerviosamente el cintillo de las batas. El repicar de teléfonos terminó por causar en nosotros una festiva sensación de alarma, distinta del hastío al cual estábamos acostumbrados. Supimos que mujeres de inaudita belleza salieron de los claustros del Colegio de Tentadores rumbo al mundo, envueltas de pies a cabeza en ropa oscura, pues debía evitarse su aguijón entre los penitentes de esta ergástula. Poder y fama, dinero, sexo y todo cuanto en el mundo estimula la ambición de los hombres fue puesto por el Diablo a disposición del palestino, cuya risa perpleja –al negarse– puso al Infierno al borde de un colapso.

    Ese día me tocó presenciar la cosa más rara que ha sucedido aquí en diez mil años: la compasión de Al-Fatawi por el Diablo, quien dio alcance al palestino cuando caminaba bajo el Puente de Los Arrepentidos. Todo fue inusitadamente rápido y confuso: como que el Diablo tenía mucho tiempo sin vérselas con semejante enemigo entre los mortales. Y aunque algunos escrutadores pedantes afirman haber estado al tanto de lo acontecido, lo cierto es que la lectura de los sutiles gestos, insinuaciones y descalabros que allí tuvieron lugar, debieron ser traducidos por los Escrutadores Mayores, que se apostaron junto a Evangelista y dieron fe del terrible, escandaloso suceso.

    Mis ojos no fueron capaces de aprehender sino los rasgos más gruesos de la insólita ecuación surgida del breve encuentro entre Al-Fatawi y el Maestro. No soy todavía –y me faltan centurias para serlo– un escrutador aceptable, y mi destreza para descifrar los asuntos humanos alcanza solamente el trato entre personas lerdas. Pero paso al relato de lo acontecido. El Terrible Nuestro Señor salió cojeando al encuentro de Al-Fatawi, cuando éste rodeaba el hato de cabras de Jassim Al-Mulah. El Diablo, inusualmente nervioso, se postró ante él, vestido como un mendigo. Le besó los pies descalzos, cuidando de no mirarle a los ojos, y cuando Al-Fatawi trató de levantarlo del suelo sus mentes se conectaron en un plano de superior inteligencia, prácticamente inaccesible a nuestra lectura ordinaria.

    Fue aquel un abrazo supremo. El Diablo introdujo en la sangre del pastor atisbos de goces inefables, enlazando el placer del tacto con la fiesta del oído, y el solaz de la mente en calma con la violenta explosión de los sentidos. Vimos a una ninfa desnuda paseando a lomos de un ganso negro, que cantaba en una lengua incomprensible con la voz de un tenor apocalíptico. Vimos a una mujer sorbiendo sus ojos en una palangana de marfil, y a un jinete rompiendo el cielo con el golpe de una cimitarra. Sentimos el tacto de jóvenes rosas rojas, acariciadas por la brisa a través de un pobre postigo en Turquía, en cuyo interior moría una vieja reclinada sobre su labor. Todo ello y más le ofreció al santo Nuestro Amo, desproveyendo al placer de su caducidad odiosa, y entregándoselo por toda la eternidad. Pero Al-Fatawi contestó simplemente: No soy yo a quien tú buscas.

    Satanás se transformó de inmediato en su madre muerta, y tocándole la cara con un dedo, dijo: ¿Es que no quieres acompañarme?. Una lágrima corrió sobre el rostro de Ahmed: Habría desconsuelo y soledad en tu victoria, madre. ¡Haced lo que ordena tu Padre!, dijo el Diablo, irguiéndose como una montaña sobre el pastor ensombrecido: Sea pues. Avergonzados irán mis pies detrás de ti, como amarrados al carro de injusto enemigo. Sobre la pantalla de Evangelista, los signos cruzaban como relámpagos, mientras los Escrutadores Mayores se levantaban y sentaban, alarmados. En ese momento ocurrió lo imposible. Nuestro Maestro, el mismo Satanás, tuvo un levísimo, casi imperceptible abatimiento. Sobre su desaliento, la monstruosa bondad del pastor se reclinó pesarosamente. El Bien, en un suspiro del Tiempo Eterno, tuvo piedad del Mal y se identificó –paradójicamente– con su Fracaso. Fue el final de la sesión. Los computadores en toda la sección central enloquecieron, y en el recuento que se hizo poco después se encontraron perdidos cientos de registros, la mayoría de ellos banales.

    El triunfo de nuestro amigo Al-Fatawi fue sin embargo efímero. Se vivía un clima de perpleja incertidumbre en el Departamento de Evaluación de Registros cuando –algunos días más tarde– escuché un grito espantoso al otro lado de la sala. Llegué antes que nadie, resbalando sobre las suelas, y encontré a Iván Evangelista tirado en el suelo, con los ojos desorbitados. La mitad de un frío sándwich yacía volcada entre los cables del computador. Evangelista parecía incapaz de explicar lo que había sucedido. Señalaba hacia la pantalla agitando repetidamente la mano, como un cura que salpica con el hisopo.

    —¡Se quebró! –dijo al fin.

    —Se quebró, ¿quién?

    —La línea del Hombre –regurgitó Evangelista. Algo vio.

    El par de Escrutadores Maestros confirmó el inesperado suceso. Sin que mediara ninguna diabólica treta o maligna solicitud, algunos signos aislados dejaron ver que una mujer había jalado la hebra del deseo en el alma del palestino. Equipos especiales llegaron a trabajar por turnos acompañando a aquel viejo herrumbroso, cuyos gritos completaban el tormento de un verano que caía a plomo sobre los plafones de asbesto. ¡Ajá! –gritaba Evangelista: ¡Se los dije yo!, ¿o no? Al-Fatawi es uno cualquiera. Un lépero mugroso, fariseo de Alá, y nada más.

    La investigación reveló que la mujer en cuestión era Yetta Rothstein, una judía portuguesa que se había cruzado con el santo en un mercado de Luanda, a donde éste había llegado en plan de oración con un grupo de huérfanos. Ella acababa de cumplir veintiséis, su fe judaica era mucho menos estricta que la coránica de Ahmed, y sus debilidades aparecían registradas oficialmente en los archivos del demonio: el sexo duro con machos negros –especialmente somalíes–; el pastel de chocolate, los discos de Britney Spears y la ilusión de vivir en París, donde solía soñarse bailando sobre las baldosas mojadas de Champs Elysées. ¡Qué sueños tan bobos los de Yetta Rothstein, si me es permitido expresar una opinión! Pero, ¿quién de nosotros no paga aquí, interminablemente, el precio de estúpidas conquistas?

    3. La cacería de un hombre bueno

    El Diablo hizo lo que quiso con Yetta Rothstein, una vez ubicada como antídoto contra la bondad del palestino. De un día para otro amaneció enamorada del santo, y en sueños el Oculto le informó de sus insípidas rutinas, de sus gustos frugales y de su agenda devota. Yetta Rothstein le encontró meditando sobre una piedra grande a la salida de Luanda, y Ahmed Al-Fa-tawi despidió su vida de oración con sólo verla. La poseyó allí mismo, a la orilla de un camino polvoso, ante dos macilentos bueyes como testigos sacrílegos. Contaron después los féericos que su largo gemido de placer, al penetrar la carne de Yetta Rothstein, retumbó en el Paraíso como si el Cielo mismo se cayera a pedazos.

    Al día siguiente, Nuestro Señor visitó en sueños a la judía rendida en la faena del amor. Ella amaneció indiferente al héroe de Palestina. Para que su dolor fuese más agudo no le rechazó de inmediato, sino a través de los pequeños gestos y mínimos desdenes por los cuales las mujeres transmutan a sus amantes, de hombres dichosos, en monos de paja volando por las ventanas incendiadas del teatro de la dicha. El expediente se hizo ordinario en ese punto. El mismo Diablo se desentendió del asunto y mandó a un agente común a Mogadiscio, buscando a un joven cualquiera. Lo encontró en Hassan Salah, maratonista y vendedor de granos en un establecimiento del Estado, quien habría ganado una medalla olímpica si Satanás no hubiera dispuesto darle el Cielo como premio de consolación. Hassan Salah se sintió sorpresivamente agotado después de cenar. Se recostó sobre el suelo frente a la choza familiar, y despertó veinte horas después, convencido de que lo único que quería en la vida era poner una pastelería en Luanda.

    Sorprendió a todos con su nuevo propósito. Su padre le desheredó frente a la choza alzándole el bastón en la cara, pero la pérdida de un tostador y de una cabra vieja no fueron bastante para disuadirle. Su madre le recordó los votos debidos a la familia y a los dioses penates, e invocó la medalla olímpica rompiendo en llanto. Él trató de explicarle confusamente los claros designios del Ángel Malo. Sólo quería poner un negocio de pasteles en Luanda, sentir el aroma del pan caliente saliendo del horno, asegurar el llamativo letrero frente a una calle colmada de curiosos. Porque no hay capricho ni locura como se cree comúnmente, sino la mera incapacidad de cualquiera para resistir el impulso del demonio.

    Había preparado la maleta cuando se percató de que no tenía dinero para el viaje; entonces comenzó a gritar y atacó las paredes de la choza por no encontrarse ya en el camino de Angola. Con la ayuda de tres vecinos su padre le ató desnudo contra un árbol y le azotó con el látigo. La mente de Hassan se extravió entonces, visitada por un ángel. Vomitaba una sopa espesa y maldecía el Cielo con palabras que sólo los brujos más viejos conocían. Con esa sabiduría barbárica que nos ha abandonado, no encontraron otro remedio que golpearle hasta morir o hasta curarle.

    Imprevistamente se recuperó de heridas fatales al día siguiente. Los brujos de Mogadiscio aclamaron el milagro sin saber que se trataba de medicina ordinaria del Infierno. Olvidó así Hassan el asunto de la pastelería, y se le vio nuevamente por los campos de entrenamiento, simples llanuras de tierra apisonada frecuentadas por niños hambrientos y algún europeo cazador de talentos. Trotando cerca de Ras Kambony avistó un hombre blanco, que corría colina abajo seguido por un grupo de jóvenes armados con palos. Traía colgado a la espalda un saco de tela, y aunque avanzaba fatigosamente la distancia entre él y sus perseguidores crecía y crecía.

    Casi por divertirse pensó en

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