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Cuando tus ojos me miran
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Cuando tus ojos me miran
Libro electrónico313 páginas4 horas

Cuando tus ojos me miran

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El pasado es solo pasado, pero en el caso de Michael Donovan, encarna una radiografía de sí. Es problemático, vive al límite y acaba obligado a irse lejos, hasta que nueve años más tarde regresa convertido en un hombre diferente que no tardará en quedar en entredicho. El amor, un sentimiento que desconoce, tocará su corazón obligándole a hacer cosas absurdas; propias de su yo del pasado.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 sept 2019
ISBN9788418035081
Cuando tus ojos me miran
Autor

Mery Rangel

Mery Rangel reside en Cataluña. Estudió filosofía y trabajó como profesora universitaria; pero al cabo de un tiempo, su pasión por escribir le impulsó a dejar las aulas, abandonar su país, lanzarse en la búsqueda de eso que confiesa ser lo que mejor sabe hacer y hacerla feliz.

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    Cuando tus ojos me miran - Mery Rangel

    abuela.

    Capítulo 1

    Una nube de polvo se levantó en la lejanía y en su interior dos potentes motores luchaban por hacerse con la delantera. El conductor del Jeep Unlimited Rubicon rojo aceleró, la enorme nube de polvo se hizo más densa y tras de sí, el Jeep Cherokee negro que luchaba contra el unlimited acabó reduciendo la velocidad.

    Al aproximarse a la casa los perros salieron en bandada uno tras otro y empezaron a ladrar. Primero fue Bravo, el pastor alemán que hacía honor a su nombre y que llevaba la voz cantante entre la manada. Luego fue Canela, la mestiza con heterocromía y pelaje pardo.

    Precisamente fueron los ladridos de aquella los que alertaron al propietario del rancho. El hombre podía haber estado dentro de una fosa o a kilómetros de distancia pero habría reconocido aquellas cacofonías.

    En su día le habían ayudado a encontrar a una persona y por esa razón las tenía guardadas en su memoria como la voz de una heroína.

    Puede que por ello no dudara en salir de la casa, mirar el mercurio que había en la pared del porche y se plantara en la parte superior de las escaleras.

    Desde allí podía divisar la densa nube de polvo que se erguía en la distancia y que a pesar de parecerle un terrible desastre natural ante el que debía huir, el caso fue que le hizo sonreír.

    No lo hizo porque le resultara gracioso sino porque sabía de qué se trataba. Eran sus hijos que regresaban a casa y a juzgar por la estampa lo hacían en medio de una furiosa carrera.

    El primero en llegar y bajar eufórico del Wrangler fue Peter. Tenía 19 años y su fama de pisar el acelerador con decisión era más que conocida.

    Sus amigos le llamaban el corre caminos y a él aquel mote le gustaba, aunque prefería que le dijeran Fernando Alonso.

    Se autodefinía como el mayor admirador del piloto, le consideraba el mejor del mundo, y además presumía sin descanso de que su madre y su héroe compartían nacionalidad.

    El siguiente en bajar y abandonar el Cherokee fue Michael. Era el mayor de los tres hijos del matrimonio Donovan y siempre había hecho lo mismo delante de su contrincante, perder a posta.

    Lo hacía desde que Peter era sólo un crio y ambos jugaban a las carreras sobre unos Buggy que Michael jamás imaginó que alimentarían las ganas de su hermano por los coches y la velocidad.

    —¡No me ganarías ni aunque fueras en un proyectiiiiil! —le señaló Peter con el dedo—. ¡Eres una tortugaaaaa!

    El señor Donovan contuvo las ganas de reír.

    Siempre lo hacía delante del muchacho para no darle alas ni incitarle de ninguna manera, aunque no era un secreto que estaba orgulloso de aquel.

    Al igual que Michael guardaba un estrecho parecido con su progenitor y ello enorgullecía a éste último, al punto de presumir y molestar jocosamente a Cecilia, su mujer.

    Eran altos, fuertes, elegantes, rubios, de ojos azules y con la sonrisa perfecta, propia de un comercial de dentífrico. De hecho se parecían tanto que de ir vestidos de la misma manera, distinguirles habría sido complicado.

    Para conseguirlo al menos debías esperar a tenerles cerca, verles a la cara u oírles hablar. El tono de Peter era juvenil y tierno, el de su padre fuerte y autoritario, y el de Michael profundo y seductor.

    La única persona que no necesitaba pericias para diferenciar a los hombres de su clan era la señora Donovan. Llevaba más de treinta años casada con uno de ellos y a los otros dos los había parido.

    No obstante, la mujer conocía un secreto, estaba a la vista de todos, pero nadie parecía haberlo descubierto. Tenían los pies distintos. Mucho. Una barbaridad. Su marido era una talla media, Peter era el pie grande y Michael el de los pies perfectos.

    Usaba un 44, nada fuera de lo común para un chico de metro noventa, pero también vestía con trajes, corbatas, tirantes y zapatos lustrosos.

    Sólo en ocasiones se le veía en ropa casual o indumentaria deportiva, pero ésta última única y exclusivamente por las mañanas.

    Le gustaba la actividad física y correr a primera hora del día era una especie de religión para él. Una que por cierto habría hecho despertar la fe de cualquier ateo, ya que dejaba al descubierto un fiel que se cuidaba en la alimentación y machacaba con ahínco en el gimnasio.

    De ahí que estuviera tan fuerte, que su abdomen reflejara la famosa imagen de la tableta de chocolate y que en general su cuerpo fuera un guiño a estar, bueno no, buenísimo.

    Durante su juventud había sido fiel devoto de las camisetas, los jeans y las chaquetas de piel pero aquello había quedado en el pasado.

    Ahora era uno de los responsables de la empresa familiar y vestir de mezclilla o con un aire motero no era apropiado.

    En su trabajo se reunía con ejecutivos y personas importantes, de manera que aquel estilacho de enfadado con el mundo no le habría favorecido. Tenía treinta años y necesitaba ser y parecer un hombre en quien se podía confiar.

    Ya en el pasado había sido objeto de desconfianza, así como señalado por su alta irresponsabilidad, pero de ello habían transcurrido muchos años y se había prometido que jamás volvería a pasar por algo similar.

    —¡Por todos los cielos! —espetó Cecilia, su madre, al salir de la casa y ver la polvareda suspendida en el horizonte—. ¿Pero qué ha pasado?

    El señor Donovan miró a ambos muchachos.

    Peter a Michael.

    Intentaba inculpar a su hermano antes que verse obligado a confesar que había estado compitiendo nuevamente de camino a casa pero sabía que nadie le creería.

    El polvorín a lo lejos hablaba por sí sólo, el chico tenía las mejillas coloradas y sudaba como una lata de refresco recién sacada del refrigerador en un día caluroso.

    —¡Peter Donovan! —resopló con el semblante serio la mujer—. ¡Pregunté que qué ha sucedido!

    El joven tragó.

    La adrenalina fluía por todo su cuerpo como veneno en la sangre y sentirse así le daba fuerza para todo, salvo para confesar que se había estado jugando nuevamente el pellejo en el asfalto.

    —Todo ha sido mi culpa ­—salió Michael en su defensa—. Le propuse una carrera hasta casa y le insistí tanto que…

    —No te atrevas a encubrirle —dijo su padre—. Sabemos que fue idea suya. Es un irresponsable y aunque su madre y yo le digamos que no nos gusta que corra, él eso se lo pasa por las pelotas.

    —Pero esta vez no ha sido así —intentó salvarse nuevamente el muchacho—. Yo…

    —No insistas —le señaló muy serio su progenitor—. Sabemos que fuiste tú quien propuso correr. Puede que Michael sea culpable de haber aceptado el reto pero tú madre y yo sabemos que ha sido cosa tuya. Eres un yonqui de la velocidad y eso es tan cierto como que Canela tiene un ojo negro y el otro azul.

    El chico bajó la cabeza.

    Michael en cambio miró a la perra, la cual inteligentemente parecía comprender que hablaban de sí por lo que no dudó en ladrarle.

    —Pero ha sido su culpa también —volvió a justificarse—. Michael llegó presumiendo que se ha comprado un Ferrari y yo sólo le pedí que me demostrara que era digno de un coche como ese.

    La señora Donovan abrió la boca.

    Odiaba pensar que sus hijos se excitaban ante la velocidad y de hecho, saber que Michael poseía un Ferrari le molestaba muchísimo.

    Creía que aquella adquisición era innecesaria y que con ella Michael había firmado su propia acta de defunción.

    Sabía por Peter, quien no paraba de hablar de ello, que un Ferrari corría a más de 350 kilómetros por hora y aquello le impedía concebir el sueño.

    En el pasado ya había perdido a un hijo en un accidente y no quería volver a experimentar aquella sensación de sobrevivir a su prole.

    Que una madre perdiera a un hijo le parecía la cosa más abominable sobre la faz de la tierra y ella no sólo ya lo había vivido. También se sentía vulnerable al saber que Michael se había comprado un proyectil y que parecía presumir de ello con descaro.

    Años atrás lo habría considerado un simple automóvil pero ahora lo veía como un boleto a la tumba.

    Lo único que le tranquilizaba era que el joven vivía en Madrid y allá las normas de conducción eran sumamente estrictas.

    Lo que no sabía era que Michael, en más de una ocasión, había puesto a prueba su deportivo italiano, pisando a fondo el acelerador y experimentando así una de las sensaciones más increíbles de toda su vida.

    Se había sentido libre y dueño de sí, y le gustaba, pero sabía que no debía dejarse seducir por ello.

    Su posición como director comercial de una empresa dedicada a los licores, y en concreto al vino, exigía de él una actitud responsable.

    De modo que ir por las calles de Madrid; conduciendo a toda velocidad y creyéndose Meteoro, no habría sido apropiado para la buena imagen del negocio y ello debía tenerlo claro.

    —No sé qué vamos a hacer con este chico —susurró Cecilia a su marido— Un día de estos nos mata de un disgusto y nos entierra en una polvareda como la que hay a lo lejos.

    —¡Y que lo digas! —le dio la razón el señor Donovan—. A veces me pregunto si…

    —¡Que sigo aquí! —les interrumpió malhumorado—. ¡Puedo oírles! ¿Podrían dejar de murmurara al menos hasta que me vaya?

    —Pues ahora que lo dices, antes que te vayas quiero que hagas algo —le miró su padre—. Hazte cargo de que el equipaje de tú hermano llegue a su habitación y luego encárgate de dejar los Jeep en condiciones.

    —¡Jo…! —se quejó—. Pero si Michael conducía el Cherokee.

    —¡No me importa! —le contestó—. Ve a hacer lo que te he dicho y no te atrevas a hacerlo refunfuñando.

    —Pero…

    —¡Veee! —le instó de nuevo—. Y ni se te ocurra pedirle a Michael que te ayude. Ha volado por horas, acaba de bajarse de un avión y querrá entrar a descansar.

    —Sin duda —le dio la razón Cecilia bajando las escaleras y abrazando a Michael que por extraño que pareciera no se le veía cansado—. Apenas le hemos visto llegar y no hemos parado de darle una paliza verbal. ¡Somos unos insensibles!

    El joven sonrió.

    Estaba de acuerdo pero no lo dijo. Llevaba tanto tiempo lejos de casa que nada podía opacar aquel momento.

    Hasta entonces había querido volver pero no había podido. Su trabajo en Madrid era de veinticuatro por siete y él era el representante de su familia. ¿Cómo escapar de tal responsabilidad?

    —Pero dinos —agregó el señor Donovan mirando a Michael—. ¿Cómo ha ido el vuelo?

    —Genial —reconoció—. Salimos de Madrid ayer en la mañana y nos vimos obligados a aterrizar en Newark poco después de las seis de la tarde. Hacía mal tiempo y el piloto dijo que no podíamos continuar, así que pasamos la noche en un hotel. Les llamé pero no conseguí comunicarme. Luego Peter me llamó y dijo que estaban cenando fuera.

    Su madre asintió.

    En efecto, la noche anterior ella y su marido habían decidido salir a cenar fuera, y no fue hasta su regreso al rancho que Peter les contó que Michael ya estaba en el país, pero que no sería hasta el día siguiente que llegaría a casa.

    —Lo bueno de todo es que viniste en el avión de la familia —agregó su madre dándole un beso—. En un vuelo comercial te habrías visto obligado a permanecer más tiempo en Newark. Hemos oído en las noticias que el mal tiempo en la Costa Este ha obligado a suspender todos los vuelos.

    —Bueno, bueno —dijo el señor Donovan—. Pero lo verdaderamente importante es que ya está aquí. ¿Por qué no entramos a la casa y nos cuentas como va todo por Madrid?

    Michael asintió.

    Inmediatamente después sintió que alguien se aclaraba la garganta, sus padres se volvieron hacia el Jeep, vieron a Peter sacar las maletas con gesto serio, y acto seguido notaron que en el asiento del copiloto había una chica que hasta ese instante ninguno había visto.

    Era muy guapa y de rostro perfilado, facciones delicadas, ojos verdes y cabello oscuro, tan oscuro como el ébano.

    Parecía seria pero en cuanto los Donovan le miraron, ésta gestó una discreta sonrisa, la cual acompañó con un delicado retoque de su cabello.

    —¡Lo siento! —se disculpó abriéndole la puerta—. Me he…

    —Despreocúpate —advirtió la muchacha sonriéndole—. Llevas tiempo sin ver a los tuyos. Es normal que te entretengas. Además, he estado cómoda dentro del Jeep.

    Los Donovan se vieron a la cara.

    Michael jamás había llevado una chica a casa, aquella era la primera vez y ellos no sabían qué hacer ni decir.

    Su hijo siempre fue un chico liberal y de jovencito había salido con una cantidad irrecordable de jovencitas pero jamás presentó a ninguna.

    El concepto de novia, y en especial el de compromiso, no aparecía reflejado en su diccionario y con los años los suyos lo habían asumido.

    Le daban por un hombre imbuido en el trabajo, distanciado de las distracciones, de las fiestas, y en especial del compromiso. ¿Entonces, qué había pasado? ¿Quién era aquella chica y por qué Michael no la había mencionado antes?

    —Me llamo Cecilia —se aproximó la mujer extendiendo la mano y consiguiendo de la joven tres besos que Cecilia identificó como propio de los franceses—. ¡Bienvenida!

    La joven sonrió.

    Inmediatamente extendió la mano para saludar al padre de Michael que continuaba sorprendido ante la presencia de la muchacha y de la elegancia que la misma irradiaba.

    Llevaba puesto un mini vestido de algodón blanco, corte asimétrico y combinado con unas sandalias de plataforma en color oro que le hacían ver como toda una diosa del Olimpo.

    Era verdaderamente una sorpresa que Michael saliera con alguien así porque sus conquistas pasadas ni siquiera se le aproximaban.

    Por entonces se trataba sólo de jovencitas alocadas, pendientes de fumar y beber, y generadoras de problemas, muchos problemas.

    Por suerte, la joven que ahora acompañaba al mayor de la prole de los Donovan era toda una dama, con buenos modales y ello gustó inevitablemente a sus padres.

    —¡Bien! —dijo el padre de Michael—. Creo que sería buena idea entrar. Como dije Michael y…

    —¡Chanel! —se apuró a decir su hijo al darse cuenta que no había presentado correctamente a su compañera—. Su nombre es Chanel Beauvoir.

    —¡Desde luego! —apuntó su padre mirando a Cecilia con una prudente sonrisa—. Chanel y tú deben estar cansados después de todas esas horas de vuelo.

    Cecilia asintió.

    Se sentía igual de ufana que su marido pero prefirió actuar de manera discreta y esperar a que el propio Michael les contara si él y Chanel estaban juntos.

    Entrometerse en la vida de sus hijos no era propio de los Donovan, aunque no era un secreto que cuando consideraban que algo no estaba bien, no dudaban en involucrarse.

    Eran sus hijos tuvieran la edad que tuvieran y ni Cecilia ni Howard permitirían que sus vidas se vieran comprometidas ante decisiones peligrosas.

    —¡Vaya, vaya, vaya! —se escuchó entonces mientras del interior de la casa una mujer salía al porche consiguiendo que Cecilia dejara a un lado sus pensamientos—. Los vientos del norte han traído visita.

    —¡Y ahí está mi chica! —clamó Michael nada más verla.

    La joven cruzó los brazos.

    Su nombre era Camila, era la única hija de los Donovan, tenía cuatro años menos que Michael y estaba muy enfadada porque hacía mucho tiempo que no le veía.

    La última vez que habían coincidido había sido seis meses atrás cuando la familia había estado en Madrid, pero nueve años era el tiempo real que Camila recordaba haberle visto por el rancho.

    —Yo también te he echado de menos —le susurró Michael nada más subir las escaleras y estrecharla entre sus brazos—. Más de lo que te puedas imaginar.

    Camila negó golpeándole, aunque luego se resistió y le abrazó.

    Estaba convencida que nunca más volvería a verle por aquel lugar pero la vida le estaba quitando la razón y demostrando que aquel refrán que reza que El buen hijo siempre regresa a casa era verdad.

    —Creí que no vendrías —murmuró con un hilo de voz sin verle a los ojos—. Eres un plasta, un insensible, un gilipollas, un...

    Michael sonrió achuchándola.

    Camila era su única hermana y no sólo la adoraba sino también sucumbía ante aquella forma de tratarle y decirle las cosas, aunque sólo fueran insultos.

    —Sé que soy todo eso —le besó la mejilla obligándola a que le mirara—. Pero estoy convencido de que en el fondo de ese corazoncito que está latiendo apresuradamente, y que puedo sentir en mi pecho, estás feliz de verme aquí.

    La chica asintió hundiendo su cara en el fornido pecho de su hermano.

    En efecto estaba feliz de verle allí y quizá por esa razón no pudo contener las ganas de llorar, ni de aferrarse con más fuerza al muchacho.

    Le quería muchísimo, estaban muy unidos y a pesar de su enfado no podía evitar sentirse emocionada.

    En un par de semanas se casaría y a pesar que Michael le había prometido que acudiría, el caso es que Camila lo había dudado.

    No era la primera vez que su hermano planeaba ir a verles pero siempre ocurría algo y cualquier promesa quedaba sin efectos.

    —Esta vez el destino no ha podido evitar que viniera —dijo acariciándole el cabello—. Lo único que lamento es que mi presencia te haya entristecido.

    —¡No! —hipó ella—. Es sólo que…

    —¡Eh! —le cogió de las mejillas—. Quiero que sepas que esta vez nada ni nadie iba impedir que viniera. En unas semanas te casas y no me habría perdonado estar ausente. Además, sabes que eres la única chica que me importa y sabes que por ti soy capaz de ignorar el destino, el mal tiempo, las más de doce horas que he volado y todo para oírte decir que soy un plasta, un insensible, un gilipollas, un…

    Camila sonrió.

    Las palabras de su hermano, unidas a aquella broma, le hicieron recuperar el ánimo.

    —Me has echado al olvido —añadió a pesar de todo mientras le miraba con lástima—. Lo has hecho como con todos.

    —¡Ni hablar! —le aseguró—. Sabes que tengo mucho trabajo y que por esa razón no suelo moverme de Madrid.

    —No necesitas mentirme —le acusó nuevamente—. Sabes bien que si no has venido es porque a pesar de todo, mamá, papá, Peter y yo te lo hemos puesto fácil. Viajamos a Madrid con frecuencia y tú te aprovechas de ello.

    Michael balanceó la cabeza de un lado para otro.

    Su hermana estaba en lo cierto y sabía que intentar llevarle la contraria no habría sido muy acertado.

    —Vale —intervino la madre de ambos al sospechar que acabarían en un rifirrafe—. ¿Por qué no dejamos los reproches y le damos la bienvenida a Michael y a Chanel como es debido?

    —¡Se merece lo que le he dicho! —se limpió la nariz Camila—. He envejecido de tanto esperarle.

    —¡Y envejecerás más si no paras de llorar! —reconoció su madre, aproximándose para darle un pañuelo de papel que se sacó del bolsillo del vestido—. ¿Acaso quieres verte ojerosa el día de tú boda?

    —Eso —dijo Michael mirándola a los ojos—. ¿Acaso quieres verte así de mal el día más importante de tu vida?

    Camila sonrió.

    Desde luego que no quería verse así. No obstante; aunque hizo un esfuerzo para no continuar llorando, el caso fue que no pudo evitar mostrarse contrariada al ver a Chanel.

    La muchacha continuaba esperando en la parte baja de la escalera junto al señor Donovan y en cuanto Camila la miró, aquella le sonrió de manera discreta.

    —¿Quién es? —le preguntó a su hermano.

    —Una amiga —respondió él—. Le he invitado a tú boda. Espero que no te importe.

    Camila negó.

    ¡Desde luego que no!

    Simplemente le sorprendía que no le hubiera mencionado que iría acompañado pero lo entendía. Hasta la fecha nadie conocía a Chanel y Camila pensó que si era así, entonces ello significaba que Michael y aquella muchacha no tenían nada. ¿O sí? ¿Quién podía saberlo?

    Capítulo 2

    Howard Donovan era un californiano que tras morir su padre recibió en herencia unas bodegas de vino ubicadas a las afueras de San José, en California.

    Su familia había vivido de la vid pero lo habían hecho sin pretensiones, cosa que Howard deseó continuar pero el destino le tenía otra cosa preparada.

    Era joven, sus viñedos productivos, sus vinos exquisitos pero no conocía a profundidad el negocio, así que no dudó en irse a España.

    Estando en Madrid conoció a Cecilia Martínez Irujo de quien se enamoró perdidamente y con la que unos meses más tarde se casó, y procreó dos mellizos que para la pareja eran toda la riqueza que podían tener.

    Durante algunos años los Donovan vivieron en la capital española, donde Howard tenía las oficinas comerciales de sus bodegas, pero cuando sus hijos cumplieron tres años, decidieron instalarse definitivamente en San José.

    A su llegada las cosas marcharon bien, la familia no tardó en incrementarse, la felicidad parecía haberse instalado en sus vidas y los Donovan estaban sumamente agradecidos por todo ello.

    Desafortunadamente un día la tragedia tocó a su puerta y desde entonces nada volvió a ser igual. Michael, el mayor de sus mellizos, empezó a meterse en problemas, a visitar lugares de dudosa reputación y a probar drogas; mientras Jeff, el que hacía más llevadera con sus buenas acciones la tragedia de Michael, perdía la vida en un accidente automovilístico.

    Para cuando Michael tenía veintiún años era todo un toxicómano. Había probado todas las substancias que había en las calles y conocía los efectos de las mismas sin margen de error.

    Estaba joven, deseaba pasársela bien y

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