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Helena
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Libro electrónico466 páginas6 horas

Helena

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Esta es la historia de una joven que se atrevió a elegir su destino.

 En Portugal, durante la dictadura de Salazar las opciones para una mujer como Helena eran pocas.  Helena tenía objetivos claros, muy avanzados para la época y también para la moral Lisboeta. En 1941 la joven tiene el valor de enfrentarse a la sociedad. Un día, tras descubrir el secreto, que por años se había mantenido acerca de su nacimiento, se marchó a la capital sola, en busca de una vida mejor. Pero el destino pone en su camino personas con el poder de transformar su vida para siempre: una mujer terrible y dos hombres. Dos amores que la abandonan en nombre de la guerra y que un día vuelven a complicar su vida aún más.

 Descubre el destino de Helena, su vida, sus amores. Amores en tiempos de guerra, en una Lisboa llena de espías al servicio de las dos facciones beligerantes –aliados y alemanes– y refugiados en camino hacia países más allá del Atlántico en busca de paz.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento11 mar 2023
ISBN9781667452661
Helena

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    Helena - Lídia Craveiro

    PRIMERA PARTE

    Nacemos para amar. El amor es el principio de la existencia y su único fin

    Benjamín Disraeli

    Capítulo 1

    ––––––––

    Lisboa, 1941

    ––––––––

    –Es un hombre con... con garbo ¿No lo crees querida? –le susurró al oído la condesa Carminda. Y Helena pensó en caballos. Garbo era una palabra que usaría para un caballo. Solo la vieja condesa era capaz de una comparación semejante. No soltó una carcajada porque su madrina no hubiera perdonado la falta de educación y decoro, por eso, tuvo que sofocar la risa colocó su mano delante de la boca, con un pequeño gesto, como si se hubiera atascado accidentalmente y necesitara toser.

    –¿Es Ricardo quien te hace sonreír así... con ese aire tan... tan... luminoso? Daría diez escudos por tus malos pensamientos –dijo Carminda en voz alta. Las expresiones de la dama no parecían corresponder con la realeza del personaje.

    La condesa estaba tan maquillada que lucía como una pintura burlesca. Helena se estremeció, pero no de frío, sino por miedo de no poder contener la risa ante la osadía de la mujer que se comportaba así en aquel ambiente tan selecto.

    ¿Es que era tan transparente, o la vieja condesa Carminda Vilhena era demasiado perspicaz?

    –¿Usted quiere avergonzarme? ¡Aún no tengo edad para tales pensamientos! –respondió para disimular.

    –¿Por qué querida? No te hagas la desentendida. Entre tú y yo, son justo estos pensamientos los que dan sabor a la vida. Los malos pensamientos ¿Comprendes? –y le dio unas palmaditas en la mano, haciendo que la cantidad de brazaletes de oro que llevaba en el brazo tintinearan al igual que la sonaja de una serpiente cascabel.

    –Todos los que están sentados aquí en esta larga mesa, se hacen pasar por santos y yo apostaría mis brazaletes de oro –y volvió a agitar su brazo haciendo sonar de nuevo sus pulseras– a que están construyendo sus teorías sobre lo que existe entre Ricardo y la viuda que está sentada a su lado ¿Pero sabes algo? –Helena la miró tratando de descifrar lo que aquella noble y arrugada criatura le iba a insinuar, porque sentarse a la mesa junto a Carminda era siempre una aventura en el mundo de los chismes e intrigas de salón. La dama continuó:

    –Él es el único auténtico aquí. Todos los demás son unos hipócritas. Créeme. Los conozco a todos. Él no esconde que se acuesta con quien quiere. Todos los demás... Bueno... no vamos a hablar de los otros ahora –y se dedicó a estudiar lo que tenía en su plato mirando a través de las lentes que tenía sobre su nariz.

    Teniendo en cuenta la fama de celestina y lengua viperina con que contaba, Helena no dudó que de verdad estaba muy enterada de la vida de las personas que la rodeaban.

    Ricardo Cabral Santana[1] estaba sentado al lado de Isabel Carmona, la joven viuda. La madre del joven, Catarina, fulminaba al muchacho con la mirada. Claro que Catarina quería verlo casado, pero no con una mujer que ostentara aquel estado civil. Isabel era una perdida, tolerada por la sociedad gracias a la protección de la condesa. Nadie se atrevería a desafiar a la condesa, quizás por miedo al uso que la dama pudiera dar a los secretos que conocía de ellos, algo que Helena no tenía ni idea. Además, estaban los favores que aún le debían, a saber, grandes sumas de dinero y protección en situaciones delicadas. Desde pequeña, Helena había descubierto que la burguesía lisboeta amaba a Carminda con la misma intensidad con que la odiaba.

    Helena se atrevió a mirar hacia el otro lado de la mesa y sus ojos se encontraron con los de él. Ricardo la saludó asintiendo con la cabeza y ella respondió sin conseguir evitar un rubor en su rostro. Ricardo no la había reconocido. El padrino la había olvidado. Era el hombre más guapo de aquella fiesta y, de no ser por él, no hubiera valido la pena aguantar a esa gente de nariz respingada que sólo hablaba de frivolidades. 

    –Ten cuidado, querida. No te enamores. Es un rompecorazones. Pero es un hombre –suspiró la condesa– con todas las de la ley, desde el exterior al hasta el interior. Si yo fuera más joven... –y no terminó la frase dejando a Helena intrigada e incómoda por el tono que había tomado la conversación. La alusión al sexo, en público, era algo que solo Carminda se permitía; y no es que hablara en voz baja precisamente. A veces hasta usaba la excusa de la sordera para alzar la voz. En presencia de otros, las damas de sociedad ni siquiera se atrevían a pensar en tales cosas. El sexo era tabú entre la gente de bien, osos temas eran cosas de prostitutas. Los tiempos eran de recato y persecuciones. La moral vigente era dura con los pecadores. 

    Helena levantó los ojos del plato y se dispuso a apreciar a Ricardo bajo la óptica de la vieja condesa. Si decía que él era todo eso, entonces iba a verificar: rostro cuadrado y bien definido; estructura ósea armoniosa; labios delgados y atractivos; nariz afilada, frente alta, y unos ojos castaños que casi incendiaban a la mujer con quien conversaba. Isabel Carmona estaba derretida, su expresión casi rayaba en la falta de decoro. Si Isabel no fuera la dama de compañía de la condesa, Helena apostaría que su madrina nunca la hubiera recibido en su casa, de tan ordinaria que era esta mujer.

    Sí, admitía que el padrino Ricardo era un hombre muy interesante. Ricardo conversaba animadamente con la viuda. Se quedó mirando a la pareja sin conseguir apartar su mirada y una inquietud súbita, desconocida, le hizo que por unos segundos su corazón se acelerara. Seguro él estaba enamorado de esa mujer. 

    –Disimula querida, disimula –aconsejó la condesa.

    –Doña Carminda, usted hoy solo habla con acertijos, ¡No entiendo a dónde quiere llegar!

    –¿Acertijos? ¡Vaya! ¡Vaya! Ya te había escuchado usar palabras más... sofisticadas.

    Helena frunció el ceño y, pensó que la vieja, a pesar de ser divertida, a veces se volvía impertinente. O se separaba de ella, o pronto la avergonzaría ante las señoras amigas de Catarina Santana. 

    Una hora después, las señoras terminaban el postre de lamprea de huevos[2] y los hombres se disponían a pasar a otra sala de la casa para conversar sobre política y economía, todo en el más absoluto secreto, como decían.

    José Luis Santana estaba agitado. Sus setenta años ya le pesaban lo suficiente como para ponerse nervioso en situaciones que hacía diez años aún dominaba. 

    El viejo Comendador Santana se levantó y propuso un brindis por el regreso a Portugal de su hijo Ricardo. Con el avance de la edad, le gustaba tener la familia cerca –los hijos especialmente– y, siempre que los reunía, brindaba por esto. 

    Se observaron sonrisas cínicas entre los presentes. Unos porque sabían de las tendencias políticas del hijo mayor de la pareja Santana y otros porque hace mucho oían el rumor de la distancia amorosa entre el Comendador y la esposa, mucho más joven que él y que nunca había mostrado signos de amarlo. Catarina se había casado por influencia de la familia y por ambición.

    Ricardo agradeció en voz alta, con una voz fuete que se hizo oír en toda la sala y levantó el vaso. Helena imitó a los invitados y cuando todos brindaron, al otro lado de la mesa, él levantó la copa en dirección hacia ella, mirándola como mujer –con... deseo y admiración. Helena no bajó la guardia y le devolvió la mirada, pero por dentro sentía que temblaba como una hoja. Después de todo, él era el joven padrino, fue así como se había acostumbrado a verlo a lo largo de su niñez y no era decente mirarlo como una mujer mira a un hombre. De una cosa estaba casi segura, él no la recordaba. No daba señales de ello. Para Ricardo, Helena era solo una de las mujeres presentes en el salón, tan apetecible como cualquier otra y tan disponible para ser conquistada como las demás. 

    –Entonces, querida, ¿te das cuenta?

    –No Doña Carminda –mintió.

    La anciana había notado su malestar. Una vez más, pensó si en verdad ella era tan transparente, o si la condesa era más astuta que un zorro viejo acostumbrado a ir al gallinero sin ser atrapado.

    No quería admitir que vio sensualidad en la mirada de Ricardo. Fue un error no haberle revelado su identidad cuando percibió que no había sido reconocida. Pero él no preguntó, y a ella le encantaban los enigmas, los juegos de seducción. Creaba un halo de misterio a su alrededor, cada vez que algún joven rico pensaba que era de la familia y se atrevía a coquetear con ella.

    Si lo conocía bien, si Ricardo aún era el mismo hombre que partió de allí cuando ella tenía doce años, pronto se iría para Alentejo y ella se quedaría en Lisboa. Ricardo era un espíritu inquieto. No habría entonces posibilidades de encuentro. Su señora iba a obligar a permanecer en la capital mientras necesitara de su compañía y allí se encontraba el único motivo de interés que la hacía permanecer en aquella casa.

    –Siempre fuiste muy mala para mentir querida –le dijo al oído la condesa Vilhena.

    Helena se sobresaltó, pero reaccionó de inmediato.

    –Debo haber aprendido usted –respondió insolente.

    Conocía muy bien a Carminda Vilhena y, a veces hasta la consideraba una especie de abuela. Apodada La Condesa por haber heredado el escudo de familia, era una de las figuras más insólitas de Lisboa. Ya nadie se vestía de esa forma extravagante, con plumas y adornos como si viviera en el siglo pasado. Carminda era el emblema de Príncipe Real[3], y bien podría ser la mascota de los desfiles populares. 

    –Me alegra haberte enseñado algo, odio a las mujeres tontas. La niña tiene potencial, pero tiene que aprender a defenderse, de lo contrario se convertirá en una de esas tontas que andan por ahí –y apuntó con displicencia a un grupo de jóvenes mujeres que se reían y miraban a Ricardo a escondidas. 

    Catarina dio la comida por terminada, invitó a las señoras a pasar al salón de té y a los hombres a la sala de juegos para disfrutar de puros, cigarrillos y Coñac.

    Helena aprovechó el momento para colarse en el jardín detrás de la villa. Las conversaciones de las amigas de su madrina le aburrían a muerte, no pocas veces se preguntaba lo que esas mujeres tenían dentro de la cabeza además de habladurías y modelos de las revistas femeninas traídas de Francia a la capital, cada vez con menos frecuencia, a causa de la guerra.

    Le gustaba Lisboa porque la ciudad le daba la oportunidad de aprender cosas nuevas, pero las obligaciones sociales no eran de su agrado, era como si la lanzaran a los tiburones en pleno mar. A pesar de haber estudiado y convivido con otras jóvenes de medios más pudientes que el suyo, seguía teniendo dificultad para convivir con la clase social de los Santana. Era hija de gente pobre, muy pobre –sirvientes– y, difícilmente iba a superar ese nivel, en realidad no era aceptada como miembro de la familia, sino como una criada con privilegios. La hija de los caseros, era apenas tolerada en los salones por ser la dama de compañía de Catarina. Esto lo escuchaba decir una y otra vez, siempre en sus narices, para que ella no se le ocurriera la idea de enamorar a alguno de sus hijos.

    Recorrió el pasillo hasta la puerta que daba acceso a las escaleras que llevaban al frondoso jardín, antes de salir, miró hacia el salón de juegos donde los hombres jugaban billar, cartas, y discutían política de forma velada ya que eran tiempos de dictadura. Un paso en falso podría costarle la vida a cualquiera, aunque allí todos eran partidarios incondicionales de Salazar, como repetían continuamente, no fuera alguien a tener alguna duda. Un desliz, una crítica, un mal comentario sobre el régimen, sería fatal para cualquiera de ellos. La policía política estaba infiltrada por todas partes y el presidente del consejo no era hombre de perdonar una traición. 

    Helena tenía prohibido el acceso a la sala de hombres, pero los temas de conversación eran más interesantes que los sombreros, vestidos, bodas e intrigas mundanas.

    Cuando era niña, Helena se escondía en el salón de la casa de la finca, detrás de las cortinas de terciopelo pesado –seguro para amortiguar el sonido– allí escuchaba las conversaciones del señor José Luís con los hijos y los amigos, sobre política y negocios. También estaba atenta a las reuniones de juego en otoño, después de un día de caza, donde siempre traían a colación asuntos que le interesaban: una posible guerra en Europa, los avances de Hitler, la complicidad de Salazar con Hitler, Franco y Mussolini, la posición de los Estados Unidos y de Inglaterra ante el conflicto; asuntos que sólo se hablaban entre amigos de confianza, en el recato de la hacienda de Alentejo y, aun así, casi en silencio, no fuera alguien acusarlos de conspiración. Pero nadie, nadie en absoluto, podía imaginar el interés que la ahijada de los Santana tenía en asuntos de hombres. Las mujeres no discuten esos asuntos, le decía la madrina cuando ella hacía alguna pregunta más osada acerca de lo que pasaba en Portugal. Catarina le decía muchas veces que no la había mandado aprender inglés y francés para que hablara cosas de hombres y comentara lo que leía en los periódicos que José Luis recibía en casa.

    Bajó las escaleras con la elegancia de una joven de alta sociedad. Por un milagro –decía la madre– Helena había dejado los modales infantiles y se había vuelto una mujer capaz de hacer que los hombres voltearan a verla, casi de un día para el otro. Para desesperación de Alda, el único problema era que no abandonaba su deseo de ser abogada, ella intentaba disuadirla de semejante locura cada vez que podía y Helena, por su parte, repetía sus intenciones en cada ocasión en que se reunían la familia alrededor de la mesa. Su madre le decía que debería estar feliz de haber ido al instituto. Ninguna chica, hija de sirvientes, podría presumir de saber leer, escribir, hablar otros idiomas. Era una chica afortunada, en opinión de su madre, su padre y la madrina Catarina.

    ¡Pues sí! Lo era. Tenía mucha suerte de haber estudiado y de asistir con su madrina a sus salones, pero eso no era suficiente para quedarse ciega al punto de ignorar lo que pasaba a su alrededor. 

    A medida que caminaba hacia el extremo del jardín, pensaba que debería tener veinticinco años en lugar de sus veinte años, recién cumplidos. En cuanto pudiera, se iría se su país natal rumbo a Nueva York en América, la tierra de las oportunidades como había oído hablar.

    No se atrevía a compartir sus sueños con nadie, ni siquiera con su madre. La tranquilidad con que aparentemente andaba por la casa y la vida, no mostraba la intensidad que se vivía dentro de aquel cuerpo de mujer, que los hombres veladamente miraban con codicia. Nadie era indiferente a sus ojos color miel, a su postura erguida, altiva, y a aquella piel de melocotón sedosa y brillante.

    Le agradó la imagen que le devolvieron las ventanas del invernadero, le gustaba admirarse. Se había convertido en un cisne de la noche a la mañana, algo que nunca había creído posible. Hace un tiempo, cuando se miraba al espejo sólo veía unas piernas largas y huesos salidos. En ese momento odiaba su cuerpo, pero hoy, sabía el valor de su imagen. 

    Si no fuera la hija de la criada, seguro ya la habrían casado con algún hombre con posesiones. Figura no le faltaba, y estudios tampoco. Le faltaba cuna y dinero, lo que compraba todo, incluso el amor. 

    Caminó hasta la pérgola adonada por las rosas de olor y se sentó al fondo en el banco de granito. Era allí, en aquel rincón, escondida, que daba largas a sus devaneos.

    Soñando despierta, cruzaba el océano junto a los refugiados de la guerra, montaba su propia panadería, y defendía los derechos de las personas en las barras de los tribunales.

    No quería ser esclava de los señores como lo fueron sus padres toda la vida. Estaba agradecida por lo que hicieron por ella, aunque no entendía el motivo del privilegio. Sabía que existían otros niños igualmente hijos de criados, que no eran tratados como ella. Sin embargo, a pesar de todos los beneficios que los Santana le daban, sabía reconocer la realidad de su familia: eran pobres, criados para el servicio y nunca pasarían de eso mismo. Nunca lo habría olvidado.

    Entonces, ¿por qué continuar allí, con aquella familia, que no era la suya? Es cierto que la mayor parte del tiempo se comportaban como tal, pero la realidad le decía que no era así y que algún día sería despedida.

    Allí abajo, ya pisando la grava del jardín, se podían escuchar a lo lejos las risas que venían del salón donde estaban los hombres, las voces y la música suave llegaba a través de las ventanas abiertas de la sala de té; sabía bien cuál era el tema de las conversaciones de las señoras y de sus hijas. Tan hermosas y tontas. Las conversaciones de las señoras, no le interesaban lo suficiente como para que se dedicara más de unos segundos a pensar en ellas. Eran asuntos demasiado triviales para quien tenía que preocuparse en poner comida en la mesa. La madrina y sus amigas sólo hablaban de moda. Jamás hablarían de política, literatura o historia como los hombres que estaban en el salón de billar, pues, fueron educadas para no pensar en otra cosa que no fuera cómo llevar adelante una casa y en el bienestar de los maridos y los hijos. 

    **

    –Ricardo, hijo mío, ¿por qué no vas al salón y le haces compañía a tu padre?

    Catarina tomó el brazo de su hijo y lo incitó a ir en esa dirección.

    –Mamá sabes que no comparto la opinión de los caballeros allí presentes. Mi visión del mundo y de nuestra sociedad no es... –y no terminó la frase zafando su brazo.

    Catarina odiaba que su hijo estuviera en contra del gobierno. Lo había criado con tanto esmero para que después tomara partido del lado de los parias y descalificados. No soportaba aquella tendencia de Ricardo. Jamás aceptaría un hijo que no fuera fiel a su país. O Ricardo cambiaba o tendría que partir en breve de nuevo para la hacienda de África. No iba a permitir que avergonzara de nuevo a la familia.

    –Es preferible mantenerme alejado, así evito problemas. –respondió Ricardo dándole un abrazo a su madre y desviándose hacia las escaleras del jardín.

    Había llegado a Lisboa esa mañana y, a decir verdad, ya estaba harto de la gente. Anhelaba la libertad de África, era más feliz en la selva, allí no tenía que enfrentarse con la maldad humana como en la metrópolis. Pero no era para nada un hombre solitario y aunque no lo confesara había extrañado a su familia en los años que estuvo ausente. Añoraba la terquedad de la madre, el hablar tranquilo y asertivo del padre, del hermano y de la mocosa de ojos dulces que vivía dentro de casa como si fuera de la familia. Con la posibilidad del inicio de la guerra comenzó a temer lo que pudiera ocurrir en Portugal, un lugar estratégico y codiciado por todos. Lisboa, con su puerto marítimo facilitaba el tránsito de los barcos por el océano Atlántico y el intercambio de información a los ingleses, americanos, franceses y alemanes. Todos estaban en la ciudad por la misma razón: espionaje.

    Ya Ricardo pisaba el último escalón, cuando la madre lo llamó. Desde lo alto del balcón que permitía el acceso al frondoso edén particular de la familia, y le dijo: 

    –Hijo mío, en cuanto a mantener tus opiniones solo para ti, creo que es lo mejor que puedes hacer, pero no puedes dejar de mostrarte en sociedad. ¿Todos estos años en esa granja te han convertido en un animal del monte? –preguntó Catarina.

    Ricardo sonrió y lanzó su mirada hacia el infinito.

    –Tal vez mamá. Necesito mi lugar y no sé si será aquí. Por mí volvería a África ahora. Allá soy libre, hasta para pensar. No hay nada peor para un hombre que ver coartada su libertad.

    No mencionó que en África era anónimo, un blanco más entre tantos que vivían allí, ni que su propósito de permanecer en aquel continente nada tenía que ver con el cultivo de café. Si Catarina lo supiera, se hubiera desmayado, y esta vez no sería un desmayo fingido como muchas veces lo hacía cuando la contrariaban.

    Ricardo se alejó de su madre sonriendo y desapareció detrás de las jacarandas que desprendían flores violetas, dando un aire exótico al suelo.

    Estaría en Lisboa un par de días y luego se iría al Valle de Marías. Alentejo era su refugio. Seguramente no era un hombre de ciudad, tenía perfecta noción de eso. Se sentía feliz al cultivar la tierra y a cuidar de sus caballos. Además, estaba su otra actividad, la que todos ignoraban, ahí sí era el mejor. Era conocido entre sus homólogos por ser intrépido y eficaz en sus funciones secretas, por eso Alex lo había reclutado, después de confiar enteramente en él. 

    Los olores del jardín le recordaron su infancia. Corría por allí, con Antonio, escondiéndose de su madre. Olía a rosas. El aroma más intenso venía de la pérgola donde pasaba las tardes leyendo libros de acción cuando era adolescente.

    A medida que se acercaba a su rincón favorito, el perfume de los jazmines y el romero le llegaba en forma de una orgía de aromas. Se iba a sentar a fumar hasta que los invitados se fueran. No pretendía tener a su alrededor a diez jóvenes solteras y sus madres insinuándole que era un buen partido. No estaba a la venta y no tenía gran interés en casarse, el mundo estaba repleto de mujeres hermosas y disponibles con quienes podía acostarse sin tener que casarse con ninguna. 

    Helena oyó unos pasos pausados que se dirigían a la pérgola y se sobresaltó. Se había acabado la tranquilidad de su retiro.

    ¡Rayos! ¿Quién venía a invadir su instante de meditación? Alargó su vista y pudo notar quién era. Antes de que él la viera, se retiró enseguida a la seguridad de los enredados troncos, adornados con pequeñas rosas.

    Ricardo dio unos pasos más y se detuvo. Ahí estaba. La misteriosa joven cuyos ojos le parecían familiares, pero en ese momento, no dejaba de ser una intrusa y, eso lo irritaba sobremanera.

    Es verdad que tenía unos ojos que podían trastornar cualquier hombre, hasta el punto de llevarlo a cometer una locura, como robarle un beso de repente, o tirarla en el césped blando y hacer el amor ahí mismo. Sin embargo, era igual a las otras: una jaula para atraparlo.

    ¡Ah! Era también propietaria de un hermoso par de piernas y un busto razonable –sonrió en su interior. Podría ser capaz de acostarse con ella en ese momento, pero eso es todo lo que hubiera deseado, luego habría querido que se fuera lejos. 

    –Buenas tardes señorita –saludó sin siquiera mostrar los dientes. 

    –Buenas tardes señor...

    Helena levantó ligeramente su rostro ante aquella figura alta e imponente y se atrevió a mirarlo de frente. Por poco deja escapar su nombre.

    No lo había visto desde hacía ocho años. Cuando se fue, él era un muy joven, pero Ricardo ya tenía ciertos rasgos de adulto, mientras que ella, solo había comenzado a crecer a partir de esa fecha. A los doce años era una mocosa desarreglada y él seguramente no la recordaba.

    –Es agradable este lugar, ¿no? –preguntó Ricardo, con un aire de irritación en la voz.

    –Sí. Es mi lugar favorito. –respondió ella en forma de provocación.

    También era el de él.

    Ella sabía lo mucho que le gustaba sentarse ahí por horas cuando era un adolescente. Recordaba haberlo visto leer en la pérgola, durante las temporadas que pasaba en Lisboa y la madrina la llevaba con su familia. Lo espiaba detrás de algunos arbustos y se imaginaba que cuando fuera grande se casaría con él.

    Ricardo acordó con la cabeza. Ella le robó el lugar. Pero reconocía que la ladrona era bien... torneada, y por lo visto de pocas palabras.

    –Entonces hasta más tarde –dijo con la firme intención de buscar otro sitio, ya que sin duda no estaba bien que un caballero expulsara a una joven de una pérgola. 

    –Hay lugar para dos –y Helena apuntó al banco adelante con todo el valor que pudo acumular.

    Helena recordaba bien al padrino Ricardo –cómo lo trataban Alda y Josué –un joven que pasaba todas las vacaciones escolares en Alentejo y que además de jugar con ella, le inculcó el gusto por la lectura.

    Ella se acercaba sigilosamente a la biblioteca sabiendo que por la tarde lo encontraría leyendo. Ricardo la sentaba en el sofá, y le leía historias de los libros acumulados en los estantes y, cuando aprendió a leer, su lugar preferido era la biblioteca de la casa grande, libre solo para ella durante gran parte del año, cuando los Santana no estaban. La familia pasaba mucho tiempo en Lisboa, la señora decía que el clima era más ameno, pero su madre no creía en esta excusa, sabía que la patrona, doña Catarina, era poco dada a los asuntos campestres. Les tenía horror a los animales y siempre que algún hijo de los criados aparecía con un lagarto o con una serpiente de agua, se encerraba en casa y no aparecía hasta estar seguro de que el marido había hecho desaparecer la sabandija.

    Ricardo sonrió y dio dos pasos adelante. Ella tenía razón, había otro banco. ¿Por qué no?

    –Acepto.

    Ricardo no la reconocía, Helena lo confirmó en aquel instante. ¿Quién se acordaría de una chica flacucha con el pelo medio enredado que caminaba dando saltos por la finca de Valle de Marías?

    –Disculpe por no presentarme. Ricardo Santana –y le extendió la mano.

    –Mucho gusto, señor Ricardo. ¿Tampoco le gustan las fiestas?

    –De éstas no. Las conversaciones son... ligeras –dijo él, no queriendo entablar conversación con una extraña.

    –Triviales, querrá decir –remató Helena mirándolo de frente. 

    Ricardo se rio. Había una mujer que sabía lo que decía y que compartía su opinión. Por lo visto, además de hermosa era ingeniosa e inteligente, cosa rara entre las mujeres que la madre solía invitar a sus salones, cuyas únicas preocupaciones eran las fiestas de la alta sociedad y los rumores sobre la vida ajena. 

    Helena lo vio reír y recordó los juegos de la infancia. La misma risa. Lo encontró hermoso. Nunca había pensado en un joven de esa forma, pero, Ricardo no era un joven de su edad, era un hombre adulto e interesante. Helena se dio cuenta de sus ojos color miel, pelo castaño oscuro peinado con brillantina y el cuerpo atlético y quemado por el sol. Quemado del sol de África –pensó.

    Debía tener alguna mulata por su cuenta y unos cuantos hijos por allá –divagó. Noemi la cocinera de la finca, pasaba la vida afirmándolo.

    –Veo que llamas a las cosas por sus nombres sin problemas. –concluyó. 

    –No siempre. Sólo completé su pensamiento.

    –Y muy bien, a pesar de ser un tanto adelantado a los tiempos que corren. ¿Qué piensa sobre los tés de caridad?

    Helena había sido sorprendida, pero actuó con cautela. No iba a desatar su lengua como había hecho antes.

    –A decir verdad... –dudó y cambió rápidamente– creo que la madrina es una excelente persona.

    –¿Madrina?

    –Doña Catarina. así es como me refiero a ella.

    –¡Ah! curioso. la chica me recuerda a alguien...

    –¿Alguien cómo? No me diga que...

    Helena esperaba que fuera a ella, pero él no dio señales de reconocerla. 

    –Y también creo que usted es genial para evadir los temas, además de ser experta en argumentar –dijo interrumpiéndola mientras sacaba un cigarrillo de la cigarrera de plata. 

    Lo encendió y se lo ofreció. Helena lo aceptó como si fuera la cosa más natural del mundo, el que un hombre le ofreciera un cigarrillo encendido.

    Ricardo encendió otro para él y, por entre las espirales de humo la miró con insistencia. Aquellos ojos le eran familiares –volvió él a pensar.

    Pero la estaba confundiendo a alguien. Conocía a tantas mujeres que las confundía. 

    –Imagino que fuma a escondidas –observó.

    –Claro. Como muchas mujeres de mi edad. Si aquellas amigas de mi madrina me vieran con un cigarrillo en la mano se desmayarían. La única mujer que tiene la audacia de hacerlo en público es la condesa.

    Ricardo asintió con una sonrisa maliciosa. La condesa. Su madrina Carminda.

    Madrina Carminda, madrina Catarina... cuanta madrina –pensó él. ¿Quién sería aquella ahijada de la madre que él no conocía? No era rica. El vestido que llevaba era simple y feo.

    –Aún no me has dicho tu nombre...

    –Pues no. No preguntó –y arregló un mechón de su pelo llevándolo detrás de la oreja, coqueta, donde un capullo de rosa reposaba haciendo contraste con el castaño de los hilos sueltos del cabello, pero sin dar más explicaciones. Había aprendido ese gesto en una película que había visto en el cine.

    Y funcionaba. ¡Si funcionaba!

    De repente se sintió como una tonta tratando de impresionar a un hombre. ¡Oh, qué estúpida idea! Todo lo que odiaba de las otras chicas de su edad, que hacían cualquier cosa para cazar a un hombre de posición, lo repetía. A partir de ahí iba a comportarse si no quería meterse en problemas. 

    De repente, un viento frío de tarde, se levantó azotando las flores y arrancando pétalos de rosa que volaron por el aire. Helena se levantó, apagó el cigarrillo, guardó la colilla escondida en la palma de la mano y pasó por delante de Ricardo, frotando los brazos con frío y estudiando el camino para alejarse de él cuanto antes. 

    –Tengo que irme. hasta otro día señor Ricardo. –Y se alejó con paso apresurado hacia la casa dejándolo allí plantado, mirándola sin más explicaciones.

    Helena sonrió cuando se alejó. No podía esperar a ver su cara cuando supiera quién era. 

    Amo como ama el amor. No conozco otra razón para amar que amarte. ¿Qué quieres que te diga además de que te amo, si lo que quiero decirte

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