Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Garcilaso: (Por vos muero)
Garcilaso: (Por vos muero)
Garcilaso: (Por vos muero)
Libro electrónico164 páginas2 horas

Garcilaso: (Por vos muero)

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Hubo una vez, hace muchos siglos, un joven caballero, valiente y leal a su Emperador, tan apuesto y aguerrido, que arrebataba el corazón de todas las damas de aquella corte, y tan hábil con las palabras y requiebros de amor, que llegó a descubrir su corazón en sus versos. Y se convirtió así en el primer poeta del antiguo reino. Esta pudo ser su historia.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 mar 2021
ISBN9788413864334
Garcilaso: (Por vos muero)

Relacionado con Garcilaso

Libros electrónicos relacionados

Poesía para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para Garcilaso

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Garcilaso - María Soledad López González

    1500.jpg

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © María Soledad López González

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    ISBN: 978-84-1386-433-4

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    Dedicado a Miguel, que crecía en mi interior a la vez que esta historia.

    Agradecimientos

    Este libro, más que de prolijas lecturas —y sin olvidar al maestro, Antonio Prieto— nace de mis viajes tras las huellas de Garcilaso.

    Por eso, se lo dedico a todos los que han hecho posible este viaje, a Christian y Ghislaine, sin cuyo apoyo y acogida no hubiera podido conocer la Costa Azul, a mis queridos Olga y Francesc, que me cuidaron durante unas fiebres en Tarragona, (parada en el camino a Francia) con el afecto y la sincera amistad que Garcilaso encontró siglos antes en Barcelona, a Mari Carmen Vaquero por su generosa aportación sobre la biografía de Garcilaso (gracias, Mari Carmen, por descubrir a Galatea). Más aún, al garcilasista Mariano Calvo, quien, además de sus imprescindibles publicaciones, me mostró los rincones secretos de Toledo y me regaló la foto de Garcilaso que ilumina mi despacho (debajo de la de Cervantes). Mil gracias, Mariano.

    Gracias a los amigos, alguna quizá descendiente del poeta, que me acompañaron aquel día por Toledo, con los que compartí durante años alumnos toledanos, algunos (hasta los peores estudiantes) entusiasmados con las anécdotas que les contaba sobre el poeta de su tierra.

    Gracias a mi amigo Juan Fernández Castaldi que, como aquel Juan Boscán, lee esta novela y apuesta por ella.

    Y gracias a mi amor, Luis Pradilla, que me acompañó conduciendo en múltiples viajes, hasta sumar miles de kilómetros (de Lisboa a Niza) mientras yo escribía en un cuadernillo de notas. Gracias a todos.

    Y, sobre todo, gracias por tus versos, Garcilaso.

    .

    Cuando trajeron el cuerpo sin vida de su padre, Garcilaso, que era solo un niño, lloraba la orfandad de un hombre al que apenas había conocido, de rodillas ante el féretro, y sintió el consuelo de la cálida mano de su madre sobre su hombro y su dulce voz que le decía: «Este es el mayor honor de un caballero, morir en la guerra sirviendo a su reina».

    Sintió entonces el niño el escalofrío del destino y tuvo miedo. Sintió temor porque tendría que vivir siempre de la guerra, hasta que la guerra lo matara. Pero fue tan valiente que jamás huyó de ese destino.

    1

    «Por vos he de morir…»

    Agotados por la batalla, pensaron que atravesarían el estrecho paso de Le Muy sin más problemas, puesto que los franceses que sobrevivieron habían huido en desbandada. Pero se toparon allí con una torre circular donde, al parecer, se habían refugiado unos hombres. Uno de los soldados de palacio vino al encuentro del Emperador en Fréjus y explicó a su Majestad y los allí presentes que había en la torre unos franceses que les impedían subir.

    —Bien —respondió el Emperador—, id allá mis mejores caballeros, informaos de qué gente es esa y qué pretenden. Y hacedlos salir de allí, vivos o muertos.

    —¿Cuántos hombres puede haber ahí dentro? — preguntó el capitán Maldonado.

    —Mis hombres han visto entrar a cosa de una docena —respondió Garcilaso.

    —¿Y no podremos con doce hombres?

    —Procuraremos que se rindan, no necesitamos más sangre.

    Maldonado volvió una mirada indignada al Emperador, quien decidió pasar por alto las palabras del Maestre Garcilaso, que podían resultar ofensivas por discutir las órdenes y deseos de su Majestad. No había tiempo para disquisiciones quisquillosas.

    —Conseguid rendir esa torre —dijo dándoles la espalda, para observar la luz del atardecer de septiembre.

    Allá fueron, rodearon y atacaron la torre, como les había sido ordenado y lograron abrir un portillo en un lateral por el que acceder a ella. Una vez hecho, prepararon una escala por la que empezó a subir don Jerónimo de Urrea, superior a Garcilaso, y a quien consideraba debía el respeto de dejar pasar delante y alcanzar cualquier honor. Una vez empezó a subir don Jerónimo, Garcilaso se aprestó a iniciar la escalada y recibió un empujonazo del capitán Maldonado: —¿No pensaréis —le bisbiseó al oído cual culebra— cobrar tan rápida y fácil honra por delante de mí?

    Garcilaso se volvió, ya con la mano en la empuñadura y le clavó su oscura mirada: Os advierto, capitán, no volváis a tocarme si no queréis perder la vida vos antes que esos franceses…

    Les interrumpió, ya ambos prestos a sacar el arma, don Guillén de Moncada: —¿Qué ocurre aquí? ¿Disputan el honor de acompañar a don Jerónimo? Les ruego a vuestras mercedes que me concedan a mí la ocasión de acompañar a mi amigo en tal trance.

    —Vos merecéis esta honra más que cualquiera de nosotros, mi señor —respondió Garcilaso agachando la cabeza y olvidando la disputa anterior.

    Agradecido por el gesto, don Guillén de Moncada le sugirió: Y vos subiréis tras mí en tan arriesgada empresa.

    —Creo que son solo unos muchachos —ironizó Maldonado— pero consentiré en ir el último en tan brava expedición —y farfullando algo ininteligible, cedió su puesto en la escala para que subiera por delante Garcilaso. Así Maldonado salvó su vida, pues cuando ya habían subido don Jerónimo de Urrea y don Guillén de Moncada lo suficiente para asegurarse en el saliente de un ventanuco que allí había, se vio asomar la cabeza de dos muchachos aún imberbes que arrojaban con fuerza unas piedras que quizá extrajeron de la propia torre. Una de ellas, la más grande, fue a dar en la escala y a partirla justo a la altura del poeta, quien, cuando buscaba asidero, recibió el impacto de la segunda piedra en la cabeza y cayó como herido por un rayo, mientras Maldonado aún estaba a tiempo de saltar a tierra sin dañarse demasiado y observar cómo caía a su lado el cuerpo desmadejado del rival.

    Mientras caía, arrebatado por aquella piedra que hendió su cráneo inteligente, comenzó a ver imágenes que se acumulaban, en tropel, entre fogonazos de luz cegadora, voces lejanas, risas y llantos femeninos… y era tanto lo que tenía que ver, que recordar, que saber de su corto paso por el mundo, que no era capaz de despertarse. Los párpados parecían sellados por una plomada, y el dolor de la frente era remoto, como si no fuera suyo… Pronto el cuerpo fue también un eco lejano, la presencia distante de un marco donde hallarse, de una ubicación oscura donde continuar visionado imágenes nítidas, más nítidas que aquellas que perciben los ojos abiertos. Así, no fue consciente de la caída brutal a tierra, desde aquella altura, no escuchó los gritos de sus hombres ante el temor de lo inevitable, no sintió el cuidado y la prisa con que lo levantaron y depositaron en las parihuelas, no sintió el doloroso traslado a Fréjus. Cada piedra del camino, cada paso, parecía a sus hombres que significaría la muerte del Maestre de Campo, la sangre se derramaba cálida desde la cabeza, no lograban aún parar la hemorragia, pero él ningún dolor sentía. Flotaba en un espacio umbrío y feliz, y solo le interesaban las imágenes.

    Con gran esfuerzo, algún rato despertó porque una voz dulce le decía, si no abres los ojos ahora, ya no los abrirás nunca. Vio, borrosamente, a sus hombres que le dieron un caldo de gallina, le dijeron que, puesto que estaba mejorando, se desplazarían a Niza, donde el duque de Saboya le ofrecía su hospitalidad mientras se recuperaba… Aquella noche cayó de nuevo en el profundo sueño, recurrió a las imágenes y sus amigas las ninfas le visitaron. Y entre las ninfas, estaba ella, la ninfa más hermosa. Aquel encuentro cumplía su gran sueño, ahora era consciente de ello y estaba demasiado concentrado en juguetear con ellas entre las aguas del Tajo, convertido en niño de nuevo, como para sentir las trágicas dificultades del traslado a Niza, ni la comodidad del lecho que le ofreció el duque en su palacio…

    2

    Galatea

    —¿No os parece poco adecuado, doña Sancha, que vuestro hijo García pase tanto tiempo jugando con niñas, como mi pequeña? Podría levantar sospechas de ser afeminado.

    —Querida amiga Teresa, ¡cuánto os gusta molestarme con pesadas chanzas! Sabéis tan bien como yo, pues juntas estamos criando a nuestros hijos, que mi García es bravo con la espada, y que adora acompañar a su hermano Pedro en tantas correrías. Incluso a caballo montara, si no fuera de tan tiernos años, que ya desde la cuna se conoce al caballero. Así que, aunque aún su sonrisa mellada muestre tiernos dientes de infante, su afición por vuestra hija se me representa como la de los jóvenes galanes que conocimos en la Corte siendo tan niñas que nos sonrojábamos cuando nos dirigían sus dulces coplas en las justas.

    —Será entonces el caballerito tan galán como mostró ser su padre para cortejaros. No me importaría que algún día pudiéramos compartir los mismos nietos, pues todo hemos compartido siempre, a lo que alcanza mi memoria, dulce Sancha.

    —¿Os imagináis asistir a las bodas de García y Guiomar en unos años?

    Las que así fantaseaban, divertidas, mientras vigilaban con dulzura los juegos de sus pequeños, eran dos damas de la más alta nobleza toledana que se habían criado en el mismo barrio de Santa Leocadia y habían empezado a dar sus primeros pasos vacilantes juntas, en aquellas empedradas calles, a la sombra de sus grandes casas solariegas y al son del repique de las campanas de la Catedral. Juntas habían bajado en las excesivamente calurosas tardes de verano a refrescarse con sus damas a las verdes riberas del fresco Tajo, juntas habían aprendido a leer y tañer dulces instrumentos y juntas habían entrado al servicio de la reina Católica, honor que solo correspondía a damas de alta alcurnia como ellas. En la intimidad de la corte segoviana, más aún se había acrecentado su amistad, que las hacía casi hermanas, ambas bellas, alegres e inteligentes y para ambas había encontrado la reina esposos de porte noble, de las mejores familias de Toledo, caballeros con quienes habían contraído matrimonio de buen grado con apenas dos meses de diferencia. Teresa se había casado con don Hernando de Ribadeneira, que servía fielmente a sus católicas majestades, como había hecho antes su padre, y el padre de su padre.

    No menos se podía decir del flamante esposo de doña Sancha, nada menos que don Pedro Suárez de Figueroa, embajador de los Reyes Católicos en Roma en aquellos momentos, quien se hacía llamar ahora Garcilaso de la Vega, y por eso puso a su segundo hijo este nombre. Acostumbradas a las prolongadas ausencias de los importantes esposos, como se acostumbraron en la infancia a las de sus linajudos padres, entretenían sus días las dos amigas soñando con el futuro que esperaría a sus numerosos hijos, que crecían a su alrededor como hermosas flores salidas de sus vientres, unos sanos y fuertes, otros enfermizos a los que habían de despedir, a veces, antes de que nacieran.

    Pero aquellos niños de los que hablaban eran siempre motivo de alegría, desde que nacieron, con escasos meses de diferencia. García era el segundo varón de Pedro y Sancha, el tercero de sus hijos, y, si bien el primogénito, Pedro, había sido el más esperado, por su carácter algo fuerte y testarudo y por estar su padre más pendiente de su educación, Sancha sentía que de Pedro la habían alejado demasiado pronto, mientras que de García le dejaban disfrutar más a su sabor, como si de otra de sus hijas se tratase, y así podía cultivar en él el gusto

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1