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Mensaje de muerte
Mensaje de muerte
Mensaje de muerte
Libro electrónico476 páginas7 horas

Mensaje de muerte

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Información de este libro electrónico

El inspector Tom Thorne ha visto muchos cadáveres en su vida.
Pero cuando empieza a recibir en el teléfono móvil las macabras fotos de una serie de personas asesinadas, no tarda en darse cuenta de que tal vez el siguiente cadáver sea el suyo. Incluso tras localizar al hombre que está mandando las fotos, la amenaza no desaparece. Para algunos el caso está prácticamente cerrado, aunque la pesadilla de Thorne no ha hecho más que empezar.
IdiomaEspañol
EditorialJentas
Fecha de lanzamiento13 may 2020
ISBN9788742810088

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    Vista previa del libro

    Mensaje de muerte - Mark Billingham

    MENSAJE DE MUERTE

    Mensaje de muerte

    Título original: Death Message

    © 2007 Mark Billingham. Reservados todos los derechos.

    © 2020 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

    Traducción, Jentas A/S.

    ePub: Jentas A/S

    ISBN 978-87-428-1008-8

    Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

    Para Claire, como todos.

    La venganza triunfa sobre la muerte;

    el amor la desprecia.

    FRANCIS BACON

    PRÓLOGO

    SUPO QUE ERAN LA PASMA EN EL MISMO INSTANTE EN QUE los vio, pero algo en su actitud, en aquella incomodidad de cumplido y en cómo sus facciones adoptaban un gesto de exagerada preocupación, le taladró un agujero hasta las mismas tripas. Le arrebató el aliento al dejarse caer en la silla donde la mujer le aconsejó que se sentara.

    Reunió un poco de saliva en la seca boca y tragó. Luego se quedó mirándolos mientras los dos trataban en vano de ponerse cómodos; mientras carraspeaban y acercaban un poco más las sillas.

    Los tres dieron un respingo al oírlo: el tremendo chirrido y el eco.

    Era como si los hubieran soltado en la habitación contra su voluntad, como si fueran actores que hubieran llegado por casualidad a un escenario sin saber en qué obra estaban, y casi le dieron pena al verlos intercambiar miradas, mientras sentía el grito que iba cobrando fuerza en lo más hondo de su interior.

    Los policías se presentaron. Primero el hombre, el más bajo, y después su colega femenina. Los dos le dijeron sus nombres de pila, como si eso sirviera de algo.

    —Lo siento, Marcus, pero le traemos malas noticias.

    Ni siquiera se enteró de los apellidos; la verdad es que no. Se limitó a mirarles fijamente las cabezas, a captar detalles que presintió que aún recordaría mucho después de salir de aquella habitación: un cuello de camisa sucio; el delicado mapa de venas en la nariz de un bebedor; las raíces oscuras que asomaban bajo un tinte...

    —Ángela —dijo—. Es Ángela, ¿verdad?

    —Lo lamento.

    —Dígame.

    —Ha habido un accidente.

    —¿Grave...?

    —Por desgracia, el coche no paró.

    Y entonces, mientras observaba cómo sus bocas formaban las palabras, una idea, un solo pensamiento trivial surgió por encima del ruido de su mente como una voz lejana, apenas audible sobre el crepitar de una radio mal sintonizada.

    Por eso han mandado a una mujer: porque en teoría son más sensibles. O a lo mejor porque creen que así habrá menos posibilidades de que me eche a llorar, de que me ponga histérico o algo...

    —Hábleme de ese coche —dijo.

    El policía asintió como si estuviera preparado para aquella petición; le agradaba más encargarse de los detalles técnicos.

    —Creemos que el conductor se saltó el semáforo y no tuvo tiempo de frenar en el paso de cebra; lo más probable es que superara el límite de alcoholemia. No conseguimos una descripción demasiado útil en el momento, pero hemos obtenido una muestra de la pintura.

    —¿Del cuerpo de Ángela?

    El poli asintió despacio y tomó otra buena bocanada de aire.

    —Encontramos el coche quemado a la mañana siguiente, a unos kilómetros de allí. Lo robarían para darse una vuelta, nada más...

    Dentro de la habitación el aire era caliente y húmedo. Por el olor supo que no haría mucho que la habrían pintado. Pensó en dormir y en despertar de una pesadilla entre sábanas pegajosas.

    —¿Quién está cuidando a Robbie?

    Tenía la vista clavada en el policía cuando hizo la pregunta. Peter no sé qué. Vio que desviaba la mirada y sintió que algo se le desgarraba dentro del pecho.

    —Lo siento —dijo la mujer—. Su hijo estaba con la señorita Georgiou en el momento del accidente. El vehículo los atropelló a los dos.

    —Murieron en el acto.

    El policía tenía las manos apretadas fuerte; ahora aflojó el agarrón y empezó a darle vueltas a la alianza en el dedo.

    —Fue instantáneo, ¿sabe?

    Miró cómo el pulgar y el índice del poli se movían, temblando mientras empezaban a helársele las venas y a hacérsele añicos bajo la piel. Sintió que la sangre se le volvía negra y se reducía a polvo; que pasaba rozándole apenas los tatuajes y la piel que amarilleaba, como la sangre de alguien que llevara muerto mucho tiempo.

    —Bueno... —dijo la mujer. Queriendo decir: «Gracias a Dios; y ahora, ¿salimos pitando de aquí?»

    Él asintió con un gesto, queriendo decir: «Sí, y gracias, y por favor váyanse a tomar por el culo antes de que les parta la cara de un cabezazo, o de que parta la pared, o el suelo».

    Mientras caminaba otra vez hacia la puerta donde esperaba el guardia, fue como si, de pronto, cada sentido marchara a tope, aguzado en un arrebato pasajero antes de que todo empezara a cerrarse.

    Las junturas de los ladrillos pintados se abrían como grietas, y estuvo tentado de meter los dedos dentro. Sintió el áspero roce de la tela de los téjanos en las piernas al andar, y desde el otro lado de la habitación le llegaron perfectamente los susurros de los dos policías, resonando por encima del agua que corría por los radiadores.

    —¿Cuándo sale?

    —Un par de semanas, creo.

    —Bueno; por lo menos así no tendrá que ir al funeral con las esposas puestas.

    PRIMERA PARTE

    «ENVIAR»

    UNO

    TOM THORNE NO ESTABA SEGURO DE QUE LA VIEJA TUVIEra el as que pretendía tener con tanto afán. La sonrisa y las gafas de la dulce ancianita no lo engañaban ni un segundo, ni tampoco el pelo de algodón de azúcar ni el bolso de tela escocesa. Tampoco se creía al tipo de la mandíbula cuadrada y el esmoquin, a quien había puesto en evidencia un par de manos antes. Al tío aquel le daba una pareja de dieces como máximo.

    Thorne subió quince dólares. El as que él sí que tenía le proporcionaba la pareja más alta, pero como en la mesa había tres corazones, quiso espantar a a quien, a lo mejor, anduviese detrás del color.

    El tío del esmoquin se retiró, seguido rápidamente por el fulano calvo de la camisa chillona que se había pasado toda la partida mascando un grueso puro.

    Ahora sólo quedaban Thorne y la vieja. Ella se tomó su tiempo, pero al final puso las cartas sobre el tapete y dejó que él cogiera los veinticinco dólares del bote.

    Ésa era la alegría y la frustración del póquer en Internet. Aunque los jugadores eran de lo más auténtico, los dibujos delos personajes sentados en torno a la mesa no variaban. Y a lo mejor la vieja (que lucía el nombre de usuario de Tope Farolero) en realidad era un adolescente con cara de torta que vivía en el Medio Oeste norteamericano.

    Hacía unos cuantos meses que Thorne (a efectos del juego en Internet, conocido como El Poli de las Kartas) entraba en Pokerpro.com. Un poco de diversión inofensiva, nada más. Había visto a suficientes damnificados como para saber que el juego podía quitártelo todo con tanta eficacia como la adicción a la heroína, y también sabía que para muchos miles de personas del país, la disponibilidad en Internet no hacía sino acelerar el proceso. Él lo consideraba tan sólo una forma distendida de relajarse al acabar la jornada. O, como aquella noche, de matar el tiempo mientras esperaba a que llamara Louise.

    Le echó un vistazo al reloj y se sorprendió al ver que había estado jugando dos horas y media.

    Una rápida ojeada a la parte inferior de la pantalla le indicó que llevaba una ventaja de cuarenta dólares en la velada. Doscientos setenta y cinco dólares en total. No era para quejarse; además, aunque de vez en cuando perdiera algo de dinero, le parecía que seguía siendo menos que si pasara el mismo tiempo en el Royal Oak.

    Se levantó y se acercó al equipo de música. Sacó el compacto de Laura Cantrell que había estado escuchando y empezó a buscar un sustituto adecuado mientras decidía que iba a esperar otra media hora..., o quizá tres cuartos, hasta las dos. Luego se iría a dormir.

    Mantenía una relación sentimental con Louise Porter desde finales de mayo; desde finales de un caso en el que trabajaron juntos, porque a Thorne lo trasladaron temporalmente a su grupo de la Unidad de Secuestros. El caso Mullen costó varias vidas: algunas perdidas y muchas más destrozadas sin remisión. Thorne y Louise se sorprendían tanto como los demás de haber sacado algo positivo de aquella carnicería, y aun los sorprendía más el que, al cabo de cinco meses, no diera señales de perder fuelle.

    Thorne sacó una recopilación de Waylon Jennings. Metió el compacto en el reproductor y empezó a seguir con la cabeza el ritmo que acompañaba a la guitarra en el inicio de Only Daddy That’ll Walk The Line.

    La verdad es que dos policías que trabajaran en unidades distintas no lo tenían fácil para pasar mucho tiempo juntos, aunque Louise creía firmemente que el no estar todo el rato uno pegado al otro ayudaba a mantener vivas las cosas. Ella tenía su pisito en Pimlico: a un buen trecho en metro o en coche desde el piso, aún más pequeño, de Thorne, que estaba en Kentish Town. Y aunque pasaban juntos al menos dos o tres noches por semana en casa de uno o del otro, Louise decía que la distancia bastaba para evitar cualquier sombra de inquietud que, de otra forma, a lo mejor se colaría en la historia. Cosas como perder la independencia o tenerse demasiado visto... O incluso, sencillamente, aburrirse.

    Aunque Thorne había sido propenso a todos esos asuntos más de una vez, le decía a Louise que a lo mejor se excedía un poquito. Al cabo de un par de meses, en cierta ocasión en que tomaban café en el Bengal Lancer, una charla sobre arreglos domésticos empezó a parecerse de pronto a una sesión informativa de brigada. Entonces Thorne se inclinó sobre la mesa, le rozó los dedos y le dijo que debían intentar relajarse y pasárselo bien, nada más. Que tomarse las cosas al día no hacía daño.

    —Esa es una típica actitud de «tío» —dijo Louise.

    —¿Qué?

    —Esas gilipolleces de «relájate». Y tú lo sabes.

    Thorne hizo una mueca, fingiendo ignorancia.

    —Siempre me asombra que los hombres casi nunca dispongan de cinco minutos para hablar de una relación, pero sean capaces de pasarse todo el día tan contentos, poniendo en orden alfabético una colección de compactos...

    Claro que Thorne sabía que Krauss iba antes de Kristofferson... Pero también sabía que se sentía de lo más bien, y de lo más feliz, por primera vez desde que había muerto su padre, hacía dos años y medio.

    Cuando Waylon Jennings (archivado entre The Jayhawks y George Jones) empezó a cantar The Taker, Thorne volvió al ordenador y se sentó a jugar unas cuantas manos más. Entonces sintió que Elvis daba vueltas debajo de la mesa, husmeándole las espinillas con la esperanza de un tentempié tardío o de un desayuno ridiculamente tempranero.

    Buscaba los friskies, pensando en la posibilidad de montar una pareja reydiez con sus cartas, cuando le sonó el móvil.

    —Perdona —dijo Louise—. Estoy saliendo ahora mismo.

    Igual que otras secciones de Operaciones Especializadas, la de Louise Porter se encontraba en Scotland Yard. Había otra buena, y tranquilizadora, distancia desde donde tenía su base el grupo de homicidios de Thorne, en el Peel Centre, en Hendon; aunque a aquella hora de la noche probablemente no estaría a más de veinte minutos en coche de Kentish Town.

    —Pondré el agua a hervir para el té —dijo Thorne.

    La conversación se interrumpió un instante; oyó a Louise intercambiar breves bromas con los policías que estaban de servicio de seguridad al tiempo que salía y bajaba hacia el aparcamiento subterráneo.

    —Creo que esta noche me voy derecha a casa —dijo ella al fin.

    —Ah, vale.

    —Estoy reventada.

    —De acuerdo.

    —Que sea mañana por la noche.

    —Hombre, para mí va a ser esta noche... —dijo Thorne—. Aunque solo, por lo visto.

    Ella se echó a reír; una carcajada picara. Respiraba fuerte, y Thorne se la imaginó caminando deprisa, deseosa de llegar al coche y a su casa.

    —Debí llamar antes —dijo ella—, pero ya sabes cómo es esto. ¿Te has quedado esperando mucho rato?

    —No importa.

    Y no importaba. A veces los dos trabajaban tarde, hasta horas absurdas, y mantenían muchas charlas como aquella, de última hora de la noche..., o primera de la madrugada.

    —¿Cómo te ha ido el día?

    —Con altibajos.

    Como siempre, Thorne trabajaba en media docena de asesinatos distintos, cada uno en distinta fase: entre un cadáver que aún se enfriaba y un caso judicial que empezaba a calentarse. Una mujer cuyo marido, tras perder la cabeza, la había matado a ella y a la madre de ella pegándoles con una botella de vodka vacía; una adolescente asiática asfixiada por un tío suyo en algo que se parecía sospechosamente a un crimen «de honor»; un joven turco asesinado en el aparcamiento de un pub...

    —¿Y tú? —preguntó Thorne.

    —La mar de divertido —dijo Louise—. He pasado una tarde maravillosa intentando convencer a un importante distribuidor de drogas, que no quiere presentar cargos contra otro importante distribuidor de drogas, de que no se tomó como rehén a sí mismo durante una semana y no se cortó tres dedos.

    —¿Y cómo fue eso?

    —Por lo visto se quedó encerrado por casualidad en un cobertizo; entonces decidió hacer un poquito de bricolaje para pasar el tiempo y se despistó con la sierra eléctrica.

    —No saques conclusiones apresuradas —dijo Thorne—. ¿Tiene cara de buena persona?

    Otra fuerte carcajada. Al oír un leve eco, él se dio cuenta de que estaba en el subterráneo.

    —Pareces cansado —dijo Louise.

    —Estoy bien.

    —¿Qué has estado haciendo?

    —No mucho. He visto una película de mierda..., me he puesto un poco al día del papeleo...

    —Vale.

    La llamada empezó a entrecortarse porque se perdía la señal. Thorne oyó el piar del mando a distancia cuando ella abrió el coche.

    —Entonces, mañana por la noche, ¿seguro?

    —Si no tengo que lavarme el pelo... —dijo Thorne.

    —Te llamo durante el día.

    Thorne echó un vistazo a la pantalla del ordenador cuando se repartía la cuarta carta comunitaria. Vio que, con una carta aún por salir, su rey-diez se convertía en un proyecto de escalera abierta.

    —Conduce con cuidado...

    Entró en la cocina para prepararse un té, pidió disculpas a Elvis por haberse olvidado de su comida y encendió el hervidor del agua camino del frigorífico. Estaba alargando la mano para coger un tazón cuando oyó los pitidos de mensaje del teléfono.

    Sabía que era de Louise; sonriendo, pulsó MOSTRAR, y el texto sólo sirvió para que su sonrisa se ampliara más.

    Sé que estás jugando al póquer. XXX

    Aún intentaba pensar en una respuesta divertida cuando el tono volvió a sonar.

    Esta vez el mensaje no era de Louise Porter.

    Era un mensaje multimedia con una fotografía adjunta. La foto tenía mala definición y, además, estaba hecha de cerca y desde abajo, de modo que Thorne tuvo que poner el teléfono más o menos a medio metro de distancia durante unos cuantos segundos y luego ladearlo bien para ver exactamente lo que era. Entonces, se dio cuenta por fin de lo que estaba mirando.

    La cara del hombre, pálida y deformada, llenaba la pan-tallita.

    Un mechón de pelo oscuro y rizado cruzaba la única mejilla visible. La boca estaba abierta, con los labios moteados de blanco y una rodaja de lengua apenas visible dentro. Tenía doble papada, montada una encima de la otra; una incipiente barba negra salpicada de canas las cubría, y una fina línea roja las perfilaba. El único ojo estaba cerrado. Thorne no supo muy bien si unas marcas que cruzaban la ceja y seguían hasta la frente eran del objetivo de la cámara o no.

    Tecleó en el móvil para recuperar los detalles del mensaje, aparte de hora y fecha, buscando la identidad del remitente. No había ningún nombre; entonces pulsó la tecla de llamada dos veces para marcar el número de teléfono que aparecía.

    No había línea.

    Volvió a la imagen y clavó la vista en ella al tiempo que sentía acelerársele el pulso en el lado del cuello; al tiempo que sentía aquel conocido y horrible cosquilleo, la vibración que aumentaba y se desplazaba hacia la nuca. En no pocas cuestiones, a veces Thorne no distinguía lo que saltaba a la vista; pero, para bien o para mal, aquél era su campo. A los contables se les daban bien los números, y Tom Thorne sabía reconocer un muerto cuando lo veía.

    Volvió a ladear la pantalla y acercó más el móvil a la lámpara de la mesa, olvidada ya la partida de póquer. Miró fijamente la mancha oscura que había bajo la oreja del hombre, algo que desde luego no era pelo. La línea roja que se había metido en la raja de la doble papada.

    Que fuese sangre no era una conclusión definitiva, por supuesto, aunque Thorne sabía qué era lo más probable. Sabía que muy poca gente iba por ahí tomando fotos de amigos y parientes a quienes se les hubiera venido encima un muro o que se hubieran caído rodando por la escalera.

    Sabía que estaba mirando a la víctima de un asesinato.

    DOS

    —¿TIENES IDEA DE CUÁNTOS IMPRESOS HABRÁ que rellenar?

    —Vale, pues entonces saca algo de la caja chica. Porque imagino que tenemos caja chica, ¿no?

    —Sí, y eso supone más puñeteros impresos todavía.

    Russell Brigstoke se quitó las gafas y se pellizcó el caballete de la nariz con el pulgar y el índice.

    Poco dispuesto a amargar más a su comisario, Thorne levantó las manos reconociendo su derrota.

    —Da lo mismo. Yo lo pagaré. De todos modos no me vendrá mal tener un repuesto, ¿verdad?

    Su consulta había sido bastante inocente...

    Pronto había estado claro que Thorne tendría que entregar el teléfono para ver qué información se sacaba, y, como todo el que dependía demasiado del maldito chisme, la idea de quedarse sin él un tiempo lo llenó de horror. Miró el móvil que estaba ahora en la mesa de Brigstocke como si se despidiera por última vez de una querida mascota.

    —Siempre puedes quedarte con el teléfono —había dicho Brigstocke—. Que cojan sólo la tarjeta SIM.

    —¿Para qué? Además, todos mis números están en la tarjeta.

    —¿No sabes pasarlos?

    —¿A ti qué te parece?

    Los dos sabían que no tenían demasiado tiempo para enrollarse.

    —Mira, cómprate uno de esos chismes de prepago —dijo Brigstocke—. Activa un desvío y así no perderás ninguna llamada.

    —¿Cuánto cuestan?

    —No sé, no mucho.

    —Entonces, ¿lo pagará la sección?

    Había sido una pregunta razonable...

    Brigstocke volvió a ponerse las gafas y se metió los dedos por el negro y tupido pelo. Alargó la mano para coger el móvil de Thorne.

    —Bueno, si por fin hemos solucionado tu complicada situación telefónica...

    —Me gustaría ver cómo te las aviabas tú sin móvil —dijo Thorne.

    Brigstocke hizo caso omiso de la pulla y volvió a clavar la mirada en la fotografía de la pantallita del Nokia.

    Thorne se quitó la gruesa cazadora de cuero y se volvió para ponerla en el respaldo de su silla. Hora y media antes, al salir del piso, hacía un frío que pelaba, pero al cabo de diez minutos de estar en Becke House había empezado a sudar; allí casi todas las ventanas estaban precintadas con pintura, y los termostatos parecían estar puestos siempre en «Sáhara». Fuera el viento silbaba contra los cristales. Noviembre iba cogiendo ritmo, brusco e irritable, y desde el despacho de Brigstocke Thorne vio las hojas que se arremolinaban con furia sobre los planos tejados de los edificios de enfrente.

    —Es probable que solo sea alguien haciendo el tonto —dijo Brigstocke.

    Era lo que Thorne intentaba decirse desde que llegó la fotografía. No se quedó más convencido por oírselo a otra persona.

    —No es un maniquí de cera —dijo.

    —Tal vez sea una foto de una de esas estrafalarias páginas web. Hay majaretadas de toda clase por ahí.

    —Tal vez. Aunque tiene que haber cierto sentido.

    —¿Y si es una equivocación de número?

    —Pues entonces, también es casualidad —dijo Thorne—. Como si a un fontanero le envían por error la foto de una llave de paso rota.

    Brigstocke se acercó el teléfono a la cara; lo inclinó sólo un poco para que le diera bien la luz y habló tanto para sí mismo como para Thorne.

    —La sangre no se ha secado —dijo—. Hemos de suponer que no lleva muerto mucho tiempo.

    Thorne seguía pensando en la casualidad. Cierto que con los años había desempeñado su papel en más de un caso, y no la descartaba fácilmente... Pero ya presentía que aquí estaba en juego algún plan.

    —Esto no está hecho al azar, Russell. Es un mensaje.

    Brigstocke dejó el teléfono en la mesa con suavidad, casi como si le pareciera una falta de respeto hacia aquel muerto aún por identificar hacerlo de otro modo. Sabía que los instintos de Thorne se equivocaban de forma fenomenal con tanta frecuencia como acertaban..., pero también sabía que discutir con ellos era tomar un atajo hacia un dolor de cabeza provocado por la tensión nerviosa, con el añadido de una futura úlcera de estómago. En esta ocasión, la verdad era que no veía que fuese a perjudicar darle rienda suelta a Thorne.

    —Se lo llevaremos a los técnicos y veremos qué hacen para depurar la foto. Pondré a alguien a trabajar con la compañía de teléfonos.

    —¿Se lo damos a Dave Holland?

    —Estoy seguro de que tendrá mucho gusto en despegarse del papeleo de Imlach.

    Darren Anthony Imlach: el hombre al que estaban a punto de procesar, acusado de matar a su esposa y a su suegra con una botella de vodka. Los periódicos sensacionalistas que seguían sacando pezones en cantidades que se contaban por números de dos cifras lo habían bautizado «el asesino Smirnoff».

    —A Dave se le da bien sacarle cosas a la gente deprisa, ya sabes. A lo mejor ahorra unas cuantas horas de rellenar impresos.

    —Eso me parece bien —dijo Brigstocke; con el índice le dio unos golpecitos al teléfono—. ¿Por qué no vas a ver si hay por ahí el rastro de algún cuerpo al que podamos colocarle esta cara?

    Thorne ya estaba de pie y alargaba la mano para coger la cazadora.

    —Voy a entrar en el boletín ahora mismo.

    —¿Te ha contado Kitson lo del caso Sedat?

    Thorne se dio la vuelta en la puerta.

    —Todavía no la he visto.

    —Bueno, ya te pondrá al tanto, pero hemos encontrado un cuchillo. Lo habían tirado en una papelera frente al Queen’s Arms.

    —¿Huellas?

    —No me han dicho nada, pero voy a esperar sentado. Estaba lleno de ceniza de pitillos, de sidra y de cosas. De trozos de puñeteros kebabs...

    —Quizá sea un buen momento para dejar que entren los chicos de G&O.

    —Que les den por el culo —dijo Brigstocke.

    La Unidad del Crimen Grave y Organizado estaba segura de que el asesinato de Deniz Sedat, ocurrido tres días antes, tenía algo que ver con que la víctima estuviera relacionada con una banda criminal turca. Sedat, a quien su novia encontró desangrándose a la puerta de un pub de Finsbury Park, no era un personaje destacado en absoluto. Sin embargo, su nombre había surgido en más de una investigación sobre la próspera industria de distribución de heroína del norte de Londres, y al grupo del G&O le había faltado tiempo para ponerse a mangonear.

    —Están poniéndose territoriales de verdad, leche —había murmurado Brigstocke el día antes—. Bueno, pues donde las dan las toman...

    Thorne había tenido tratos tanto con el G&O como con las bandas criminales turcas con las que estos se enfrentaban, y había buenos motivos, motivos personales, por los que prefería no acercarse más a ninguno de ellos. No obstante, decía mucho del comisario el negarse a que lo intimidaran; además Thorne conocía a su jefe lo suficiente como para saber que no se trataba de un pulso absurdo. Igual que él mismo, era uno de esos polis para quienes un asesinato es algo que había que resolver, y no algo que se quedaba en la mesa y amenazaba con joder las tasas de casos resueltos. Claro que al cabo de tres semanas metido en una investigación estancada por completo, Brigstocke se deprimía tanto como el que más; pero cuando cogía un caso, sabía que había personas, personas muertas y vivas, a quienes les debía los mejores esfuerzos de su grupo.

    Ahora Thorne empezaba a creer que él también tenía una víctima propia por la que trabajar. Una víctima en la que alguien había querido que se fijara de forma expresa e inequívoca, y por quien debía hacer todo lo que pudiese.

    Por ahora intentaba no pensar demasiado en el asesino: el hombre, o la mujer, que suponía que le había enviado el mensaje.

    Ahora mismo sólo sabía que el hombre de la foto estaba muerto.

    Todo lo que tenía que hacer era encontrarlo.

    Los policías de los diversos Grupos de Evaluación de Homicidios que estaban de guardia en el turno comprendido entre las once de la noche y las siete de la mañana, enviaban informes preliminares por fax a una oficina de comunicación central de Scotland Yard. A su vez, los que estaban de servicio allí emitían un boletín diario al que tenía acceso cualquiera que perteneciese a la Jefatura del Crimen Especializado. El informe resumía las muertes que no tenían explicación o las heridas que ponían en peligro la vida: delitos relacionados con armas de fuego, violaciones, personas desaparecidas de alto riesgo o sucesos muy graves recogidos durante la noche en la zona comprendida dentro de la M25.

    Nombre y dirección de la víctima, si se sabía, y breves detalles del suceso; causa de la muerte, si era evidente; policía encargado del caso, si se había asignado uno.

    En una mesa libre de la diáfana central operativa, Thorne entró en el sistema, fue al correo electrónico y se leyó de cabo a rabo todos los detalles disponibles de los asesinatos encontrados la noche anterior. El récord de una sola noche (a pesar de las atrocidades terroristas) eran once: una noche, un par de años antes, además de dos broncas domésticas y una en un bar, hubo disparos en una fiesta house en Ealing, le prendieron fuego a un piso en Harlesden y una banda en busca de dinero para crack hizo picadillo a todo el personal de una oficina de radiotaxis en Stockwell.

    Como era de esperar, a raíz de aquella noche en concreto muchos se apresuraron a decir que si, como aseguraba su orgulloso lema, la Policía Metropolitana de verdad estaba «Trabajando por un Londres más seguro», lo cierto es que no trabajaba lo suficiente; también hubo muchas personas que se deslomaron durante las semanas posteriores, incluido Tom Thorne.

    Escudriñó el boletín.

    Tres cadáveres superaba el promedio de un martes por la noche.

    Buscó «pelo oscuro», «herida en la cabeza»..., cualquier cosa que encajara con la foto del teléfono. La única entrada que se aproximaba se refería el asesinato de un camarero en el West End: un hombre blanco al que habían asaltado cuando volvía a casa y matado a golpes con medio ladrillo en un callejón, detrás de la estación de Holborn.

    Thorne lo descartó. A la víctima la describían como de unos veinticinco años, y aunque la muerte es capaz de hacer cosas extrañas con el más lozano de los rostros, sabía que el hombre que buscaba tenía más edad.

    Oía al sargento Samir Karim y al agente Andy Stone trabajando en una mesa, detrás de él; aunque, en este caso, «trabajar» significaba hablar de la agente de la comisaría de Colindale a quien por fin Stone había convencido para que saliera a tomar una copa. Thorne salió del boletín y habló sin volverse.

    —Es evidente que se trata de discriminación positiva.

    —¿Qué? —preguntó Stone.

    —Lo de Colindale. Aceptar a esas agentes ciegas.

    Karim seguía riéndose cuando él y Stone llegaron junto al hombro de Thorne.

    —Me han contado lo de su admirador secreto —dijo Stone—. La mayoría se limitan a mandar flores.

    Karim empezó a ordenar papeles en la mesa.

    —Probablemente resultará no ser nada.

    —Claro, hoy día a uno le mandan por teléfono mierdas de todas clases. Cada semana me llega un montón de cosas que no he pedido: ofertas, tonos de llamada, yo qué sé. Juegos...

    Thorne alzó la mirada hacia Stone y le habló como si el agente fuera tan irremediablemente idiota como parecía por sus palabras.

    —¿Y llegan muchas con fotos de cadáveres?

    —Era un comentario...

    Karim y Stone se quedaron balanceándose sobre los talones, como artistas de un cabaret de tercera categoría que hubieran olvidado a quién le tocaba hablar a continuación. Constituían una extraña pareja de humoristas: Stone, alto, moreno y bien trajeado; Karim, robusto, con el pelo plateado y metido en una chaqueta que le sentaba mal, con pinta de profesor de educación física emperejilado para la tarde de los padres de alumnos. A Thorne le caían bien los dos, a pesar de que, en su calidad de responsable de la oficina, Karim a veces tenía manías de vieja, y también a pesar de que Stone no era el más concienzudo de los polis. Hacía más o menos un año, habían matado a puñaladas a un joven agente en prácticas que le habían asignado como compañero. Aunque no se le achacó la responsabilidad de forma oficial, había quien pensaba que lo menos que Andy Stone debía sentir era culpabilidad.

    —¿No encontráis a otro a quien fastidiar? —dijo Thorne.

    Cuando se apartaron remoloneando, cruzó el estrecho pasillo que rodeaba la central operativa y entró en el pequeño y mal amueblado despacho que compartía con la inspectora Yvonne Kitson. Pasó diez minutos archivando diversos memorándums y boletines en la «P» de «papelera», y luego hojeó con gesto distraído el ejemplar más reciente de The Job buscando fotos de gente conocida.

    Precisamente cuando miraba una foto del sargento Dave Holland en el momento de recibir un trofeo en algún acontecimiento deportivo de la Met, el hombre en persona apareció en la puerta. Sin dar crédito a sus ojos, Thorne se apresuró a acabar de leer el corto artículo mientras Holland atravesaba la habitación y se sentaba en la silla que había tras la mesa de Kitson.

    —¿Tenis de mesa? —dijo Thorne, agitando la revista.

    Holland se encogió de hombros, incapaz de no sonreír al ver la sonrisa pegada a la cara de Thorne.

    —El juego de pelota más rápido del mundo —dijo.

    —No.

    Holland esperó.

    —El jai alai —dijo Thorne.

    —¿El jai qué?

    —También llamado «pelota vasca»; se documentan velocidades de hasta casi ciento diez kilómetros por hora. Una pelota de golf también es más rápida: ciento dos o por ahí en un golpe de salida.

    —El que sepas esas historias da mucho miedo —dijo Holland.

    —El viejo.

    Holland asintió; ahora lo entendía.

    En los meses que precedieron su muerte, el padre de Thorne estaba obsesionado con las curiosidades: listas y concursos sobre listas. A medida que el Alzheimer rompía y enmarañaba cada vez más circuitos de su cerebro, eran cada vez más estrafalarias..., y su deseo de hablar de ellas, cada vez más ardiente; tanto que había llegado a caracterizarlo.

    Los juegos de pelota más rápidos del mundo. Los cinco suicidas más famosos. Los órganos internos que pesan más... Toda clase de caprichosos disparates.

    Jim Thorne. Muerto cuando las llamas devoraron su casa mientras dormía. Un sencillo incendio doméstico que cualquier hijo cariñoso (cualquier hijo que se tomara el tiempo y las molestias debidos) sabría que era un peligro en potencia.

    O quizá algo completamente distinto.

    Un asesinato tramado como mensaje para el propio Thorne; un mensaje muchísimo más claro que el que lo preocupaba en ese instante.

    Una cosa o la otra; échalo a cara o cruz. De madrugada, despierto del todo y sudando, Thorne nunca acababa de saber cuál de las dos era más sencilla de asumir.

    —Jai alai —dijo Holland—. Lo recordaré.

    —¿Qué tal va lo de las compañías telefónicas?

    Thorne habló en tono esperanzado aunque sabía que, a menos que el hombre con quien trataban fuera especialmente lerdo, aquella esperanza duraría un suspiro.

    —Es un número de T-Mobile —dijo Holland.

    —Un prepago, ¿eh?

    —Exacto. Han rastreado el número hasta un móvil de prepago que no está dado de alta; el que lo usó lo habrá tirado en cuanto te enviara la foto. O a lo mejor ha conservado el aparato y se ha limitado a echar a la basura la tarjeta SIM.

    De cualquiera de las dos maneras, probablemente allí no se conseguiría nada más. A medida que el mercado de los teléfonos móviles se expandía y diversificaba, el rastrear su uso se había convertido en una línea de investigación cada vez más problemática. Las tarjetas de prepago, las de recarga y las SIM se compraban casi en cualquier sitio. La gente compraba móviles con paquetes de llamada incorporados en máquinas expendedoras, y, además, incluso los teléfonos que se daban de alta en una compañía en concreto se liberaban por diez libras en los tenderetes de cualquier mercadillo callejero. Solo con tomar las precauciones más esenciales, la tecnología rara vez trincaba a quienes utilizaban los teléfonos con fines delictivos.

    El único modo en que la tecnología sí que trabajaba contra ellos era mediante el rastreo de los repetidores de telefonía móvil: la localización de las torres que proporcionaban la señal empleada para hacer una llamada. Si se identificaba una antena, la zona desde donde se había hecho la llamada se restringía a media docena de calles, y si las mismas antenas se usaban de forma repetida, tal vez fuera más fácil localizar a los sospechosos o eliminarlos de las investigaciones. Sin embargo, era un asunto que requería mucho tiempo, además de ser caro.

    Cuando Thorne hizo la pregunta, Holland le explicó que, en esta ocasión, el comisario se había negado a autorizar una solicitud para localizar el repetidor. Como era de esperar, la reacción de Thorne fue franca, aunque no podía discutir. Las compañías

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