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Bajo tierra
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Libro electrónico515 páginas4 horas

Bajo tierra

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Luke Mullen, un adolescente, no ha vuelto a casa. Sus compañeros del colegio lo vieron por última vez subiendo a un coche con una mujer, y no está claro si se ha marchado voluntariamente o ha sido secuestrado. Hijo de un ex inspector de policía, Luke carece de antecedentes de absentismo escolar o mala conducta. Los policías que buscan al muchacho tienen la firme convicción de que se trata de un secuestro. Y saben que, cuanto más tiempo pase, más probabilidades hay de que Luke aparezca muerto. Y entonces su familia recibe una cinta de vídeo...
El Inspector Tom Thorne, asignado con carácter especial a la Unidad de Secuestros, busca desesperadamente al muchacho, y de paso investiga a todos aquellos que podrían guardarle rencor a él o su familia, a partir de una lista elaborada por el padre de Luke, que como inspector jefe de la Policía había retirado de la circulación a numerosos criminales. Pero en esa lista falta un nombre: el de un delincuente que amenazó en público al padre de la víctima y que es el principal sospechoso de un asesinato sin resolver.
Tom Thorne prontó se dará cuenta de que no puede permitirse el lujo de perder el tiempo, y que tendrá que excavar profundamente en el pasado, removiendo casos anteriores y episodios olvidados. Algunos secretos se ocultan tan fácilmente como un cuerpo, y aunque Luke Mullen sigue vivo, dejarse llevar por las evidencias y las suposiciones es la manera más fácil de hacer que acabe muerto y bajo tierra.
IdiomaEspañol
EditorialJentas
Fecha de lanzamiento13 mar 2020
ISBN9788742810026

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    Bajo tierra - Mark Billingham

    Bajo tierra

    Bajo tierra

    Título original: Buried

    © 2007 Mark Billingham. Reservados todos los derechos.

    © 2019 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

    Traducción, Jentas A/S.

    ePub: Jentas A/S

    ISBN 978-9979-64-498-9

    Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

    PRÓLOGO

    PIENSAS SIEMPRE EN LOS NIÑOS.

    Es lo primero y lo último, en una situación como ésta, en un estado así, cuando no sabes si te doblas por la rabia o el dolor, y te cuesta trabajo escupir las palabras hacia el otro lado de la habitación. Lo primero y lo último, piensas en ellos...

    —¿Por qué coño no me dijiste esto antes?

    —No era el momento. Me pareció mejor esperar.

    —¿Mejor?

    Da un paso hacia el hombre que permanece de pie al otro extremo del salón. Instintivamente, él se echa para atrás hasta aplastar los gemelos contra el borde del sofá, perdiendo por poco el equilibrio sobre los cojines cuidadosamente arreglados.

    —Creo que deberías intentar calmarte —dice.

    La habitación huele a flores secas. Todavía se notan las marcas en la moqueta por donde ha pasado la aspiradora hace poco y hay un reloj de pie, con su sonoro tic-tac que se oye en cuanto terminan los gritos, encima de la repisa de pino de la chimenea, que luce un pulido intenso.

    —¿Qué esperas que haga yo? —dice ella—. Me encantaría saberlo.

    —Nadie te puede decir lo que tienes que hacer. Es una decisión tuya

    —¿Realmente tengo elección?

    —Tenemos que sentamos y hablar sobre cuál es el mejor camino que se puede seguir.

    —Por el amor de Dios, te presentas aquí, como si nada, y me dices eso. Así, como si nada, como si fuera algo que casualmente se te ha olvidado mencionar. Te presentas aquí y me cuentas todo esta... ¡mierda!

    Ha empezado a llorar otra vez, pero esta vez no se lleva la mano a la cara. Cierra los ojos con fuerza, esperando que se le pase. Espera que vuelva la furia, sin aplacarla.

    —Sarah.

    —No te conozco. ¡Joder, no te conozco de nada!

    Entonces, durante unos segundos no se oye más que el tic-tac, el tráfico lejano, y el ruido de la radio insinuándose desde la cocina; el volumen lo había bajado al oír el timbre de la puerta. Dentro, la calefacción central está bombeando más calor de la cuenta: los rayos de sol todavía llenan de luz la habitación a través de los visillos.

    —Lo siento.

    —¿Cómo dices? ¿Que lo sientes?

    Pero se ha enterado perfectamente. Sonríe a la vez que se ríe. Con los puños pegados al costado, recoge la tela de su vestido entre los dedos mientras aprieta con fuerza. Empieza a notar un retortijón de estómago; y siente un espasmo en la parte superior de la pierna.

    —Necesito ir al colegio

    —Los niños estarán bien. De verdad, cariño. Estarán perfectamente.

    Ella repite su última palabra; y la vuelve a repetir en forma de susurro. Esta vez no hay manera de parar las lágrimas, ni el grito que surge de ninguna parte; ni tampoco la marejada y la oleada que le arrastra al otro lado de la habitación, las manos como zarpas dispuestas a desgarrar la cara del hombre.

    El hombre levanta las manos para protegerse. Se agarra a los dedos que se le clavan en los ojos, y en cuanto los tiene bien cogidos, en cuanto supone que la domina, intenta inmovilizarla, para alejarla de allí de manera controlada.

    —Tienes que mantener la calma.

    —Tú. Hijo de puta. Cabrón —hace un movimiento brusco hacia atrás con la cabeza.

    —Por favor, escúchame... —el escupitajo le da justo encima del labio y empieza a correr hacia abajo. Él le suelta un taco, una palabra que no suele usar.

    Y le da un empujón...

    Y de repente, al caer hacia atrás como un peso muerto, abre la boca para gritar, antes de romper en mil pedazos el cristal de la mesa de centro.

    Durante unos instantes el tic-tac del reloj. Y el tráfico. Y el zumbido desde la cocina.

    El hombre da un paso hacia ella, y se para en seco. En seguida se da cuenta de lo que ha pasado.

    A la mujer le duele la espalda, y el tobillo, por los golpes recibidos al caerse. Intenta incorporarse, pero le puede la pesadez de la cabeza. Surge un gemido de dentro, los hombros aplastando los cristalitos sobre la moqueta debajo de ella. Está tumbada, sin aliento, sobre un lecho de joyas y astillas; reconoce una canción que se oye en la radio lejana justo cuando siente el calor y la humedad en la nuca. Corre por la garganta, y poco a poco va rezumando por el escote de su chaleco.

    Fragmentos de cristal...

    Piensa durante unos instantes en esas palabras, en lo absurdas que suenan si se repiten muchas veces. En su mala suerte. ¿Cómo es posible tener tantísima mala suerte? Seguramente le habrá pillado una vena, o quizás dos. Y aunque pueda oír cómo pronuncian su nombre, aunque se dé perfecta cuenta de la desesperación, del pánico reflejado en la voz, ya está empezando a desvanecerse y a la vez a ver muy claramente, concentrándose sólo en las caras de sus niños.

    Lo primero y lo último.

    Mientras se le escapa rápidamente la vida, tiñendo de rojo el cristal ahumado, su último pensamiento es muy claro. Sencillo, tierno, y virulento.

    «Si les ha hecho algo a mis niños, le mataré».

    PRIMERA PARTE

    EL PUÑETAZO SE VE VENIR

    LUKE

    —Supongo que lo único que realmente quiero decir es que intentes no preocuparte. ¿Vale, mamá? Mejor dicho, que no hace falta. Sé que es inútil que te lo diga, porque es algo que has hecho siempre. Juliet y yo hemos llegado a la conclusión de que si no estuvieras preocupada por algo te sentirías rara, o malucha, como si una parte de ti no funcionara bien. Estarías contrariada. Como cuando sabes que te has olvidado de hacer algo importante, o cuando no te acuerdas en qué sitio has dejado tus llaves o el monedero, ya sabes. ¡Si no estuvieras preocupada, lo estaríamos nosotros por ti!

    »Pero bueno, no pasa nada. De hecho estoy bastante bien. Yo diría que incluso mejor que bastante bien.

    »Tampoco digo que sea un hotel de cinco estrellas ni nada por el estilo, pero la comida podría estar mucho peor, y se están portando bien conmigo. Y la cama es sólo la segunda más incómoda que me ha tocado en mi vida. Acuérdate de cuando nos quedamos en esa pensión cutre de Eastboume, aquella vez que Juliet tuvo el torneo de hockey, y era como dormir sobre rocas. Aquí consigo dormir algo, aunque parezca increíble.

    »Realmente no sé qué más decir. Qué más se supone que debería decir.

    »Sólo una cosa... Si quieres grabarme en vídeo esas comedias que tanto me gustan... estaría guay. Y no vayas a alquilar mi habitación en seguida, y por favor, dile a todos los del cole que no se sientan demasiado mal. ¿Lo ves? Bien alimentado, con mis horas de sueño, y todavía tengo sentido del humor. Así que, realmente, no hay motivo para que tú te alteres, ¿vale, mamá? Estoy bien. Una cosa: cuando todo esto se haya arreglado, ¿qué tal si me regalas para la Play ese juego? Es que llevo detrás de él un montón de tiempo. Bueno, por intentarlo que no quede. Mira, se me ocurren un montón de cosas, pero va a ser mejor que no me enrolle demasiado y tú ya sabes a lo que me refiero, ¿verdad, mamá? Tú sabes lo que quiero decir, ¿verdad?

    »Pues, ya está bien...».

    Los ojos del niño se desvían de la cámara, y un hombre que lleva una jeringuilla se le acerca rápidamente. Se endereza, y se le nota tenso mientras el hombre se inclina sobre él, para colocar la bolsa encima de la cabeza del niño hasta tapársela unos instantes, antes de que desaparezca la imagen.

    MARTES

    UNO

    HABÍA HUMOR, CLARO QUE LO HABÍA; DE MAL GUSTOnormalmente, y completamente negro cuando lo requería la ocasión. Aun así, las bromas no habían sido la tónica de los últimos tiempos, y menos aún, a costa de Tom Thorne.

    Pero esto suponía lo má.s gracioso que’ le había pasado en mucho tiempo.

    —¿Jesmond preguntó por mí? —dijo.

    Russell Brigstocke se echó para atrás en su silla, disfrutando de la sorpresa que sin duda había producido su noticia bomba. Era un mundo incierto. En una Policía Metropolitana que experimentaba continuos cambios, y donde pocas cosas se podían considerar como algo seguro, la relación entre el inspector Tom Thorne y el comisario jefe del grupo de homicidios de la Zona Oeste, que resultaba cualquier cosa menos armoniosa, era una constante reconfortante.

    —Insistió mucho.

    —Le está afectando la presión —dijo Thorne—. Está perdiendo el hilo.

    Le tocó a Brigstocke ver el lado gracioso:

    —¿Por qué de pronto se me ocurre pensar en ollas y cacharros?

    —Ni idea. A lo mejor tienes algún interés especial en los útiles de cocina.

    —Llevas mucho tiempo diciendo que quieres trabajar en algo sustancioso. Así que...

    —Con toda la razón del mundo, joder.

    Brigstocke suspiró. Con el dedo se ajustó las gafas de montura negra y gruesa.

    Hacía calor en la oficina; la primavera irrumpía con fuerza mientras que los radiadores echaban calor como si fuera diciembre. Thorne se puso de pie y se quitó la chaqueta de cuero marrón:

    —Venga ya, Russell, tú sabes de sobra que no me han dado nada que merezca la pena en seis meses.

    Habían pasado seis meses desde que había trabajado de paisano por las calles de Londres, intentando coger al responsable de matar a patadas a tres sintecho de Londres. Seis meses haciendo informes sobre asuntos domésticos, y protegiendo la integridad de las cadenas de pruebas, y volviendo a comprobar la documentación que se presentaba en los juicios. Seis meses alejado de líos.

    —Esto es algo que requiere mucha atención —dijo Brigstocke—. Vamos a ello.

    Thorne se volvió a sentar y esperó a que el inspector jefe se explicara.

    —Se trata de un secuestro —Brigstocke levantó la mano en cuanto Thorne empezó a mover la cabeza negativamente; siguió haciendo caso omiso a sus quejidos desde el otro lado de la mesa—. Un chico de dieciséis años, secuestrado junto a un colegio hace tres días.

    Al darse cuenta de la situación, el movimiento negativo de la cabeza se transformó en un sí.

    —Jesmond no tiene ningún interés en que yo trabaje en este caso, ¿verdad? No tiene nada que ver con lo que pueda hacer, o lo que se me pueda dar bien. La unidad de secuestros le ha pedido que les presten a unos cuantos de su gente, ¿a que sí? Y entonces él, como buen jugador de equipo, cumple con las órdenes y a la vez me quita de en medio. Mata dos pájaros de un tiro.

    Una maceta con una cinta se encontraba en un extremo de la mesa de Brigstocke, sus hojas marchitas medio caídas sobre una foto de sus niños. Rompió unos cuantos tallos marrones y quebradizos y empezó a aplastarlos entre sus manos.

    —Mira, sé que estabas cabreado y sé que tenías motivos de sobra ...

    —Joder, que si tenía motivos —dijo Thorne—. Me encuentro mucho mejor que antes, eso ya lo sabes. Ya estoy... preparado y dispuesto.

    —Bien. Entonces, hasta que se tome la decisión de darte un papel más activo aquí en el equipo, pensé que agradecerías la oportunidad de «quitarte de enmedio». Y no sólo tú. Holland también ha sido asignado al caso...

    Thorne dejó caer la cabeza hacia atrás y miró por la ventana; se quedó observando los terrenos del Peel Centre hacia Hendon y la dnta gris del North Circular un poco más allá. Había conocido vistas más bonitas, pero hacía mucho tiempo.

    —¿Dieciséis?

    —Se llama Luke Mullen.

    —Así que se lo llevaron... el viernes, ¿verdad? ¿Qué ha pasado durante estos tres días?

    —Te pondrán al corriente en Scotland Yard —Brigstocke ojeó un papel en su mesa—. Tu contacto en la Unidad de Secuestros es la inspectora Porter. Louise.

    Thorne sabía que Brigstocke estaba de su parte y que se encontraba pillado entre la lealtad hacia su equipo y la responsabilidad ante sus superiores. En estos tiempos, cualquiera con la misma categoría que él tenía una parte de policía y nueve partes de político. Muchos incluso al mismo nivel que Thorne trabajaban de la misma manera, y Thorne haría todo lo que estuviera en sus manos para no seguir el mismo camino triste y aburrido...

    —¿Tom?

    Sin duda Brigstocke le había contado justo lo que necesitaba saber. La edad del chico era suficiente para despertar el interés de Thorne. Las víctimas de los que buscaban a niños para sexo solían ser mucho más jóvenes. No es que los mayores no fueran objeto de este tipo de abuso, sino que a menudo el abuso tenía lugar en instituciones, o trágicamente, dentro del mismo hogar. Era inusual que se llevaran a un chico de dieciséis años en plena calle.

    —Trevor Jesmond se ha involucrado, y están presionando para conseguir resultados —dijo Thorne. Si encogerse de hombros y esbozar media sonrisa eran signos de entusiasmo, entonces parecía que estaba ilusionadísimo—. Supongo que me vendría bien un poco de presión ahora mismo.

    —Todavía no he terminado de contártelo todo.

    —Te escucho.

    Entonces Brigstocke le siguió contando, y al terminar, cuando Thorne se puso de pie para marcharse, miró por la ventana por última vez. Los edificios de enfrente eran de color marrón, negro y blanco sucio; bloques de oficinas y almacenes, con charcos enormes de agua oscura acumulados en las azoteas. A Thorne le parecían los dientes de la boca de un anciano.

    Antes de que el coche llegara a la cancela para salir del aparcamiento, Thorne había puesto un cedé de Bobby Bare, pero al ver la expresión de la cara de Holland, rápidamente lo había sacado.

    —Me voy a asegurar de tener siempre un cedé de Simply Red en el coche —dijo Thorne—, para no herir tu sensibilidad.

    —No me gusta Simply Red.

    —Pues entonces, lo que sea.

    Holland señaló el panel del compacto en el salpicadero.

    —No me disgustan algunas cosas de tu colección, pero no puedo con esa mierda de guitarra gangosa.

    Thorne giró el coche para circular por Aerodrome Road y aceleró hacia la estación de metro de Colindale. Una vez en la A5, iría todo recto a través de Cricklewood, Kilburn y hacia el sur, en dirección centro.

    Después de criticar los gustos musicales de Thorne, Holland quiso marcarse el segundo tanto del día, centrando su atención y sarcasmo en el coche. El bmw amarillo —un CS de tres litros del año 71— inspiraba a Thorne una combinación de placer y orgullo, pero para el sargento Dave Holland no era más que la fuente perfecta para un sinfín de chistes sobre coches viejos.

    Por una vez, Thorne no entró al trapo. La verdad era que su estado de ánimo difícilmente podría empeorar, por mucho que lo intentaran.

    —El viejo del chico es ex policía —dijo Thorne. Le pitó a una vespa que en ese momento había hecho un giro brusco delante de él, y como si estuviera explicando algo desagradable añadió—, el ex comisario jefe Anthony Mullen.

    Holland llevaba su pelo, de color rubio ceniza, algo más largo de lo habitual. Se echó un mechón para atrás despejándose la frente:

    —¿Y qué?

    —Que es un jodido caso de favores bajo cuerda, ¿o no? Está llamando a los antiguos compañeros. Y antes de que te des cuenta, nos pegan el empujón a otra unidad.

    —De todas maneras, tampoco tenemos nada más interesante que hacer —dijo Holland.

    La mirada que le echó Thorne duró un instante, pero no dejó lugar a dudas en cuanto a su propósito.

    —Para ninguno de los dos, quiero decir. No hay muchos casos de cadáveres para resolver ahora mismo.

    —De acuerdo. «Ahora mismo.» Pero nunca se sabe cuándo va a pasar algo importante.

    —Es como si lo estuvieras deseando.

    —¿Cómo?

    —Como si fueras a perderte algo...

    Thorne no dijo nada. Miró a su alrededor hasta fijar la vista en el espejo retrovisor, mientras ponía el intermitente y esperaba para arrancar.

    Ninguno de los dos habló durante algunos minutos. La lluvia había empezado a chorrear por los cristales, a través de los cuales, al terminar el barrio de Kilburn, se vislumbraba el ambiente algo más selecto de Maida Vale.

    —¿Te has enterado de algo más del comisario jefe? —preguntó Holland.

    Thorne sacudió la cabeza:

    —Sabe lo mismo que nosotros. Ya nos enteraremos cuando lleguemos allí.

    —¿Has tenido mucho que ver con la OE7 antes?

    Igual que muchos agentes, Holland no se había hecho a la idea de que las unidades de Operaciones Especiales habían sido renombrados de forma oficial como unidades DCO, ya que ahora formaban parte de lo que se conocía como Departamento para el Crimen Organizado. La mayoría de la gente seguían utilizando los antiguos acrónimos, sabiendo de sobra que la cúpula volvería a cambiar el nombre de todas maneras, en cuanto le faltaran cosas que hacer. OE/DCO7 era el departamento de Operaciones Especiales con unidades de comando que investigaban desde asesinatos a sueldo hasta crímenes serios relacionados con la droga. Aparte de la unidad de secuestros, estos UCOs (Unidades de Comando Operacional) incluían la unidad móvil de intervención rápida, la unidad especializada en la toma de rehenes y extorsión, y la unidad de proyectos especiales, con los que Thorne había trabajado en la operación conjunta contra el hampa que había terminado tan mal el año anterior.

    —Menos mal que con los de secuestros, no. Ellos pertenecen a la élite, y no les gusta mezclarse con gente como tú y yo. Prefieren mantener cierto halo de misterio...

    —Bueno, supongo que es normal algo de secretismo, dada la naturaleza de su trabajo. Tienen que ser más discretos que los demás.

    Thorne no parecía convencido:

    —Son unos creídos.

    Se inclinó un poco hasta alcanzar la radio; la puso y sintonizó el programa Hablemos del Deporte.

    —Así que este tío, Mullen, conoce a Jesmond, ¿no?

    —Desde hace años.

    —¿Son más o menos de la misma edad?

    —Creo que Mullen tiene unos años más —dijo Thorne—. Trabajaron juntos en una antigua unidad del Equipo Especial para la Investigación de Sucesos Graves, en alguna parte al sur del río. El inspector jefe cree que Mullen fue el que promocionó a Jesmond. A Trevor le han estado ayudando a subir desde abajo.

    —Ya...

    —Recuérdame que le meta un puñetazo al cabrón, ¿vale?

    Holland sonrió, pero parecía incómodo.

    —¿Qué?

    —A su hijo le han secuestrado... —dijo Holland.

    En la recta final de Edgware Road, próximo a Marble Arch, el tráfico empezó a complicarse. Thorne, sentado pero cada vez más frustrado, pensó que si en algo se había hecho notar el peaje urbano para circular por la ciudad de Londres, había sido en el bolsillo de la gente. En la radio hablaban del partido que le tocaba jugar al Spurs la noche siguiente. En opinión del experto de la emisora, eran los favoritos para quitarle tres puntos al Fulham, después de ganar tres veces del tirón.

    —Es el beso de la muerte, joder —dijo Thorne.

    Holland seguía pensando en lo que se había dicho unos minutos antes.

    —Creo que simplemente se ven las cosas de forma distinta —dijo—, cuando tienes niños, ¿sabes? —Thorne gruñó—, si algo le pasa al niño de otro...

    —¿Crees que me ha faltado sensibilidad en lo que he dicho? —preguntó Thorne.

    —Un poco.

    —Si realmente pretendiera ser insensible, diría que ha sido justicia divina —Thorne le miró, levantando una ceja. Esta vez, le devolvió una sonrisa auténtica, pero la cara de Holland aún no ofrecía la sonrisa relajada que habría esperado en otros tiempos.

    De hecho, Holland nunca había sido ese novato tan crédulo y entusiasta, como le recordaba Thorne. Pero cuando lo trasladaron al equipo de Thorne seis años antes, cuando era un agente de veinticinco años, desde luego había mostrado algo más de entusiasmo. Y convicción. También era cierto que había pasado por todo tipo de problemas domésticos con su novia desde entonces: el asunto de un compañero al que asesinaron un día de servicio, el nacimiento de su hija, que iba a cumplir dos años...

    Y se habían encontrado con muchos cadáveres.

    Una galería interminable de personas a las que sólo llegaban a conocer cuando les habían quitado la vida. Se podrían revelar sus intimidades más oscuras pero nunca se oiría su voz, ni tampoco se compartirían sus pensamientos. Un desfile de muertos, y otro de vivos, de los asesinos. Y de los que quedaban atrás, los que recogían los pedazos de estas vidas.

    Thorne y Holland, igual que otros muchos que se movían en ese ambiente, no solían quedar marcados por la violencia y el dolor. No vivían constantemente con ellos, pero tampoco eran inmunes. Era algo que lo cambiaba todo, tarde o temprano.

    Desaparecía la convicción...

    —¿Cómo están las cosas por casa, Dave?

    Por un momento, Holland pareció sorprendido, luego complacido, antes de mostrarse un poco más hermético:

    —Todo bien.

    —Chloe debe estar bastante grande ya.

    Holland asintió, más relajado.

    —Cambia cada dos por tres. Y no deja de descubrir cosas nuevas, ¿sabes? Cada vez que llego a casa, me la encuentro haciendo algo distinto. Ahora mismo le encanta la música, y canta lo que sea.

    —Nada de guitarras gangosas, supongo.

    —Tengo la sensación de que me lo estoy perdiendo todo, mientras hago esto...

    Thorne supuso que no tenía sentido preguntar por la novia de Holland. Él no era exactamente santo de su devoción. Sabía de sobra que en vez de pronunciar su nombre, más bien lo gritaba en el piso pequeño que compartían Holland y Sophie en barrio de Elephant & Castle: de hecho, él había sido el causante de la mayor parte de sus numerosas discusiones.

    Por fin el bmw volvió a alcanzar los cincuenta kilómetros por hora por Park Lane. Desde aquí, continuaría por Victoria para luego desviarse a través de St. James y el Yard. Holland se volvió hacia Thorne, que moderaba la velocidad al pasar por Hyde Park Comer.

    —A propósito, saludos de Sophie —dijo.

    Thorne asintió, y se apresuró a incorporarse a la fila de tráfico que circulaba por la rotonda.

    No era su lugar favorito...

    Aquí había pasado unas semanas horribles el año anterior, quizás las más deprimentes de su vida. Después de haber sido apartado del equipo y de que se le concediera la baja de jardinería, por utilizar un eufemismo, Thorne sabía que no estaba completamente bien, que no se había repuesto desde la muerte de su padre. Pero que un tipo como Trevor Jesmond se lo dijera, había sido muy fuerte: sí, le dijo que era «madera muerta», y se había echado a un lado sin más, como si apestara. El trabajo de paisano le había supuesto una vía de escape, y las semanas posteriores que había pasado durmiendo en la calle habían sido infinitamente más agradables que las que había pasado metido en un cubículo sin ventanas en Scotland Yard.

    Acercándose a la entrada, Thorne miró con mala cara a un grupo de turistas haciéndose fotos delante de la famosa señal giratoria.

    —¿Qué hiciste tú cuando estuviste aquí? —preguntó Holland.

    Thorne sacó su placa, y se la enseñó a un agente de servicio en la puerta.

    —Intenté calcular cuántos botes de típpex provocarían una sobredosis.

    Investigaciones especiales y secuestros era una unidad más entre unas cuantas radicadas en la Central 3000, una enorme oficina diáfana que ocupaba la mitad de la quinta planta. La zona de cada unidad se delimitaba por colores, y su territorio quedaba señalado con una bandera rectangular suspendida del bajo techo. El color de la unidad de armas de fuego era negro; la unidad de vigilancia estaba pintada de verde; la unidad de secuestros, de rojo. En otras zonas, otros colores indicaban la presencia de las unidades de inteligencia y de apoyo técnico, que tenían a su disposición numerosas pantallas de televisión, capaces de conectarse a cualquiera de las cámaras de vigilancia del área metropolitana o mostrar imágenes en directo desde cualquier helicóptero de la policía.

    Thorne y Holland lo observaban todo con interés.

    —Y nos preguntamos por qué en nuestra comisaría no nos podemos permitir el lujo de comprar ni siquiera una jarra nueva para calentar el agua del té —murmuró Holland.

    Una mujer de pelo moreno y baja estatura se levantó de una mesa de la zona roja y se presentó como la inspectora Louise Porter. Holland repitió la gracia sobre la jarra para calentar agua durante los escasos minutos de charla. Se alegró de que le hubiera parecido gracioso. Thorne quedó impresionado con el esfuerzo que le suponía dar esa impresión.

    Porter les hizo un repaso rápido de la estructura del equipo, uno de los tres que tenía esa unidad. La estructura resultaba más o menos la habitual: ella era una de los dos inspectores al mando, con una docena de agentes trabajando bajo las órdenes de un inspector jefe.

    —El inspector jefe Hignett me pidió que os transmitiera sus disculpas por no haber estado aquí para conoceros —dijo Porter—, pero os verá más tarde. Y por supuesto, ya somos tres inspectores —hizo un gesto con la cabeza hacia Thorne—. Gracias por echarnos un cable.

    —Sin problemas —dijo Thorne.

    —Tampoco tenías elección, ¿a que no?

    —Ninguna.

    —Lo siento mucho, pero siempre nos viene bien algo de ayuda —miró hacia abajo—. ¿Estás bien?

    Thorne dejó de inclinar el peso de su cuerpo de un pie al otro, y se dio cuenta de que en la cara se le notaba un gesto de dolor.

    —No tengo muy bien la espalda —dijo—. Debe ser un tirón o algo así.

    La verdad es que llevaba algún tiempo resentido y el dolor que le recorría la pierna izquierda siempre empeoraba después de un rato largo sentado en el coche o, Dios no lo quisiera, detrás de una mesa. En un principio había pensado que podría ser algo muscular; quizás las noches que había pasado durmiendo a la intemperie le estaban pasando factura, pero ya sospechaba que el problema era más grave. Con el tiempo se ocuparía de él, pero de momento se estaba atiborrando de calmantes.

    Porter presentó a Thorne y a Holland a los demás miembros del equipo que se encontraban allí en ese momento. La mayoría de ellos se mostraban agradables. Todos parecían atareados.

    —Obviamente muchos están por ahí —dijo Porter—, investigando las pistas que tenemos, aunque todas son de pena.

    Holland se apoyó sobre una mesa vacía.

    —Por lo menos tenéis algo.

    —En realidad, sólo hay una pista. Dos testigos que vieron a Luke Mullen subirse a un coche la tarde en que desapareció.

    —¿Matrícula? —preguntó Thorne.

    —Sólo una parte. Azul o negro, y puede que sea un Passat. Esta información nos la proporcionaron otros niños del colegio; ya habían terminado el día, y estaban más pendientes de hablar de música o de monopatines, o qué sé yo lo que les interesa a estos niños.

    Holland sonrió abiertamente.

    —¿A que tú no tienes niños?

    Subirse a un coche —dijo Thorne—. Así que no parecía que le obligaran...

    —Se subió al coche con una mujer, mayor que él, atractiva. Me parece que los otros chicos estaban demasiado pendientes de ella como para fijarse en el coche.

    —Quizás Luke tenía una novia nueva —dijo Holland.

    —Eso es justo lo que piensan algunos de los niños. Lo habían visto con ella antes.

    —¿Entonces, no es posible? —preguntó Thorne—. El chico tiene dieciséis años. Quizás se haya largado a algún hotel con una mujer mayor y atractiva.

    —Es posible —Porter empezó a recoger algunas cosas de su mesa, y tomó el bolso colgado del respaldo de la silla—. Pero todo eso pasó el viernes pasado. ¿Por qué no se ha puesto en contacto con alguien?

    —Seguramente tiene cosas más interesantes que hacer.

    Porter ladeó la cabeza, pensativa, evidenciando que esa teoría no le convencía en absoluto.

    —¿Quién se va a pasar un fin de semana metido en faena sin llevarse más que la chaqueta del uniforme del colegio y la ropa de deportes apestando a sudor?

    Dejó que asimilaran lo que había dicho, y luego se dirigió sin más hacia la puerta, pasando por delante de Thorne y Holland. No les quedaba duda de que a ellos les correspondía seguirla.

    Holland esperó que se adelantara unos pasos para decir:

    —Bueno, por lo menos no parece demasiado creída...

    Fuera, en el vestíbulo, otra miembro del equipo salía del ascensor. Porter se la presentó a Thorne y Holland antes de que ellos entraran en él. Porter intercambió algunas palabras con su compañera, y luego le dio a un botón y miró a Thorne mientras se cerraban las puertas.

    —Es una de los dos agentes responsables de coordinarlo todo con la familia. Ha estado haciendo turnos en la casa desde que nos avisaron: ya conoceréis al otro cuando lleguemos.

    —Vale.

    Porter clavó la vista en los números iluminados de la pantalla encima de las puertas. Thorne se preguntaba si siempre parecía tan ansiosa, si siempre iba con tanta prisa.

    —Si fuera posible, me gustaría tener un par de horas para charlar a fondo con los Mullen. Las primeras conversaciones con la familia son las que realmente importan, está claro.

    Tardó unos segundos en reaccionar.

    —¿Las primeras?—dijo Thorne.

    Porter se volvió hacia él.

    —No consigo entender...

    —Sólo nos avisaron para que nos hiciéramos cargo del caso ayer por la tarde —dijo—. No se denunció el secuestro inmediatamente.

    Thorne captó la mirada de Holland, que claramente estaba igual de confundido que él.

    —¿Hubo algún tipo de amenaza? —preguntó—. ¿Le dijeron a la familia que no involucrara a la Policía?

    —El que se lo haya llevado, no se ha puesto en contacto con la familia para nada.

    El ascensor llegó a la planta baja, y se abrieron las puertas, pero Thorne no hizo ningún intento de moverse.

    —Por lo pronto, tú estás igual que yo. Cualquiera sabe —dijo Porter.

    —¿Y qué se supone que yo sé?

    —¿De qué nos sirve jugar a las adivinanzas? El único hecho es que Luke Mullen fue secuestrado el viernes por la tarde, pero por motivos que sólo sus padres conocen, decidieron esperar dos días antes de denunciarlo.

    CONRAD

    Imagina que eres un enano, ¿vale?

    Eso no quiere decir que sólo te gustan otros enanos, ¿verdad? Que no te pone la idea de meterle mano a alguien aunque sea desde lo alto de una silla con tal de besarla en condiciones. A decir verdad, es normal querer estar con alguien distinto, aunque sea por ver realmente qué tal es.

    Sabía de sobra que le pegaba más estar con una cajera de Asda que llevaba ropa Burberry de imitación y perfume barato, así que cuando Amanda apareció en escena, fingiendo un acento barriobajero y hartándose de Alcopops como si se acabara el mundo, se había tirado de cabeza como una rata por una tubería. ¿Y por qué no? Él siempre había fantaseado con una vida más pija, aunque en el fondo sabía que ella sólo pretendía ver cómo se vivía en la más absoluta pobreza. Le había parecido que todo iba sobre ruedas.

    Sin embargo, desde hacía poco, tenía la sensación de que le faltaba algo, y no sólo se trataba de que el sexo empezara a fallar, siempre pasaba lo mismo después de unos meses. Era más que eso. Había comenzado a sentir que todo resultaba un poco irreal. Por mucho que se empeñara ella en llamarse Mandy y vestir peor, siempre sería una Amanda, y él nunca conseguiría estar al mismo nivel que ella en cuanto a educación e inteligencia. Y no es que fuera estúpido, ni mucho menos. Más o menos siempre sabía dónde pisaba, pero a la hora de verdad, cuando había que hacer algo y ganarse la vida y todo eso, siempre terminaba yendo donde le aceptaba la gente. Pero, bueno, conocía sus limitaciones. Y nada más que por eso, se consideraba bastante listo.

    Lo que pasaba es que ahora había empezado a pensar en otras mujeres. Nadie en concreto, simplemente otro tipo de mujeres. Su tipo. Se había dejado llevar con sus pensamientos —incluso en medio de decisiones importantes, como decidir qué hacer con el chico y todo eso—, imaginándose con mujeres que llevaban las tirantas del sujetador sucias, y que leían revistas cutres. Pensó en las mujeres que armaban más escándalo de la cuenta en la cama, las que le trataban bien y que no le decían qué hacer con los dedos. Al principio sentía un poco de remordimiento, pero últimamente se había convencido de que ella con probabilidad sentía exactamente lo mismo. Probablemente soñaba con unos cabrones jugadores de rugby llamados Giles o Nigel cuando lo estaban haciendo, y quizás a ella su acento le empezaba a dar dentera igual que el de ella a él...

    Quizás todo tenía que ver con el asunto del chico. Al principio les había pareado dinero fácil, y no habían tardado mucho en ponerse de acuerdo, pero, joder, era más estresante que pegarle una paliza a algún zoquete o conseguir que un anciano te abriera la puerta de su piso. Los dos se estaban portando de manera un poco extraña, y quizás, cuando todo hubiera pasado y tuvieran algún dinero de verdad, empezaría a sentirse normal otra vez. Quizás podrían irse a alguna parte. ¿En qué estaba pensando? Coño, era lo que tenía que hacer, irse lejos de allí.

    Y quizás entonces dejaría de pensar en todas esas chicas...

    Cuando Amanda entró en la habitación tinco minutos más tarde, pensó por un momento que ella podría darse cuenta de lo que había estado pensando. Que resultaría igual de obvio que el bulto de su polla morcillona que rápidamente había tapado con el Daily Star. Todo estaba bien. Ella le preguntó si se encontraba bien, y le dio un beso en la cabeza mientras él le hacía la misma pregunta. Se acercó y le cogió uno de sus cigarrillos, y luego echó un vistazo a la caja por si en ella había algo que mereciera la pena.

    Luego se sentó en el borde de la cama y empezó a hablar sobre lo que iban a hacer con el chico.

    DOS

    —NO ES EXACTAMENTE UN CRÍO, ¿VERDAD? —Holland se echó hacia delante, apoyando las manos sobre los reposacabezas de los asientos delanteros—. Probablemente esperaban que volviera a casa tan fresco, sin más.

    —Más o menos así es como lo explicaron ellos.

    —Puede que haya hecho una cosa así antes.

    —No, no creo —dijo Porter. Adelantó con el Saab Turbo que no llevaba ningún distintivo de policía a un cuatro por cuatro plateado, y echó una mirada feroz a la conductora que hablaba animada por su teléfono móvil—. Pero como yo te dije, todavía no hemos hablado mucho con los padres. Con suerte, nos enteraremos de algo más durante las próximas dos horas.

    —Eso suponiendo que lleguemos bien —Thorne estaba sentado un poco rígido en el asiento del copiloto, desanimado al comprobar que Porter se comportaba al volante con la misma impaciencia que antes había demostrado en su despacho. Las frecuentes miradas al espejo retrovisor tenían más que ver con el propósito del viaje en sí que con la seguridad vial.

    —Está claro que si existiera cualquier tipo de amenaza, no estaríamos entrevistando a la familia en su casa. Nos mantendríamos alejados; buscaríamos otra manera de hablar con ellos en territorio neutral.

    —No debe ser fácil —dijo Holland.

    —No lo es, y si no tienes más remedio que visitar la casa, hay maneras y medios. Sólo tienes que utilizar la imaginación.

    —¿Te refieres a disfraces y eso?

    Thorne se dio la vuelta y le hizo una mueca a Holland: «¿Disfraces? ¿Cuántos años tienes? ¿Seis?».

    —Exactamente —dijo Porter—. Tenemos una caja enorme llena de disfraces allí en el despacho. Uniformes de instaladores de gas y carteros —miró durante bastante rato por el espejo retrovisor—. No hay razón para pensar que visitar a los Mullen en su casa vaya a poner a Luke en algún tipo de peligro, ni nada por el estilo, pero sí hay procedimientos que debemos seguir, sean cual sean las circunstancias —otra comprobación por el espejo—. Mantén la vigilancia, joder...

    El curso acelerado sobre técnicas de investigación de secuestros había durado desde el aparcamiento de Scotland Yard hasta Arkley, un suburbio frondoso de Hertfordshire, a unos veinte kilómetros al norte del centro de Londres. Se había dejado clarísimo que los protocolos de la unidad eran infinitamente flexibles y que todo ocurría mucho más deprisa que en otros sitios. Aunque Secuestros se diferenciaba bastante poco de Asesinatos —en ese aspecto la unidad de homicidios nunca podría hablar de un caso típico—, Thorne se sorprendió con la enorme gama de crímenes que quedaban dentro de su alcance. Aunque la mayoría de los secuestros eran objeto de bloqueo informativo y nunca llegaban a la luz pública, no había duda de que

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