Voces griegas
Por Beatrice Masini
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Beatrice Masini
Beatrice Masini was born in Milan. She is a well-known and successful writer of books for children and teens, translated into over 20 languages, from Finnish to Thai. She works as an editor in an Italian publishing group and has translated books such as the Harry Potter saga by J. K. Rowling. In 2004 she received the prestigious Andersen Prize as best children's author of the year. Oonagh Stransky was born in Paris in 1967 and currently lives in Tuscany. She has translated fiction, poetry and essays for both British and American publishers. The Watercolourist is the second novel that she has team-translated with her daughter, Clarissa Ghelli. Clarissa Ghelli was born in Italy in 1990, attended college in Rome, and is currently doing graduate work in Art Education at Teacher's College, Columbia University, in New York City.
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Voces griegas - Beatrice Masini
Zenaida
CORO
Diosa, te lo ruego, no cantes ahora
el resplandor de la guerra,
acalla tu ira
que nos hace decir estupideces.
De verdad, por el momento,
el ingenio tampoco me importa:
admito que son maravillosos
los poemas de los héroes,
pero no quiero hablar de ellos
ni escribirles poemas.
Quizá no soy capaz,
quizá sólo es desgano,
quizá son otras las voces que me llaman,
las voces secretas
jamás escuchadas.
Voces de mujeres,
palabras que nunca han vivido en la poesía,
palabras que desdeñan los poetas
porque no las saben.
¿Qué sueños tenían esas mujeres?,
su rostro, ¿cómo era?
¿Qué querían ser cuando más grandes?
Yo diosa, yo mercader, yo oradora en la plaza de Atenas,
yo escultora, yo navegante,
todas cosas imposibles.
Dame entonces las palabras del silencio,
las palabras que viajan de la cabeza al corazón
de ida y vuelta
las que ellas no confiesan ni siquiera a sí mismas
o sólo las revelan a la amiga más intima
o a la imagen reflejada en el río.
Las palabras de los secretos,
de los deseos pensados,
desenmascarados,
sinceras hasta herir,
verdaderas
son éstas las palabras que quiero,
dame esas palabras, diosa,
las moldearé si puedo,
si me ayudas,
en historias nunca oídas.
Historias nuevas
porque esas mujeres son
de quienes las escuchan.
Son palabras secretas, sinceras, verdaderas,
palabras de ellas
y ahora mías,
y tuyas, diosa,
y de quien lee
y leyendo las libera
de la prisión de la tinta y el papel.
Aquí vienen,
¿las ves, diosa?, mira cómo avanzan
todas juntas
bellas, cansadas, jóvenes, viejas, pensativas,
libres hasta hacernos llorar, sonreír,
hasta lastimarnos,
y también hacer dichoso nuestro corazón;
libres de existir
en nuestros ojos,
en la cabeza,
en los oídos que escuchan
sus palabras.
ALCESTES
Apolo ha sido hospedado por el rey Admeto, en Feras, y para agradecerle sus atenciones le ofrece un inusitado y grandioso regalo: el soberano podrá escapar de Tánatos, la muerte, si encuentra a alguien dispuesto a morir en su lugar. El rey pregunta a sus ancianos padres si harían este sacrificio. Ellos se niegan, el amor es el amor, pero la vida es la vida. Es Alcestes, su dulce esposa, quien se ofrece. Admeto acepta el sacrificio. Ella muere y baja al Hades, el reino infernal. Admeto la llora abrumado por el dolor. Por fortuna llega Heracles, dispuesto a rescatarla del inframundo, y por una vez el drama tiene un final alegre. Pero Alcestes aún no lo sabe cuando escribe esta carta para Admeto. Y las cosas, ¿podrán, algún día, ser iguales?
Querido marido, Admeto amadísimo:
No sé todavía cómo te llegará este mensaje, ni si a nosotros los del mundo de las sombras nos sea posible comunicarnos con el mundo de los vivos. Más tarde le preguntaré a alguien. Me acercaré a algún espíritu ligero con una sonrisa y esta hoja de papel; y si tiene ganas de responderme, y si me dice —como temo— que no hay mensajeros entre la Tierra y el Hades, se lo agradeceré y entonces guardaré esta hoja para mí. A veces escribimos cartas para otros, pero en realidad las dirigimos a nosotros mismos.
Ayer —¿se dice ayer aquí abajo?, ¿o existe sólo el tiempo, el tiempo implacable que se desdobla sin fronteras? No lo sé, aún no lo aprendo—, ayer, creo, encontré a mi madre. Yo estaba sentada bajo un sauce, había metido los pies en el agua transparente de un pequeño manantial, y veía su contrastante blancura a través del agua cristalina, como si pertenecieran a otra persona, y los veía horribles: ¿nunca has pensado en lo espantoso que puede ser un pie si lo miras bien, si lo imaginas separado del resto del cuerpo, con esos cinco minúsculos apéndices blandos y curvos como una familia de gusanos? Esos eran mis pensamientos, y es que cuando tenemos todo este tiempo, nos podemos permitir hasta las ideas más absurdas.
De pronto advertí una presencia a mis espaldas —casi digo que vi una sombra, qué tonta: aquí todo es sombra, todos lo somos, y las sombras no tienen sombra—. Como sea, esa sombra sin sombra estaba detrás de mí y me miraba, pero, ¿qué prisa había?, no me volteé. Aquí tenemos todo el tiempo que queramos y es por ello, creo, que las sombras son tan lentas. Entonces la sombra lenta se sentó cerca de mí, paso a paso, sin ruido, los vestidos de las sombras no crujen, los pliegues no se descomponen, hay una eterna elegancia en nosotros; y ni siquiera giré la cabeza, sólo esperé a escuchar su voz. Era mi madre. Podría haberme puesto feliz de volver a verla, y confundir mi cabello con el de ella, pasarle los brazos en torno a la inconsistencia de su cuerpo etéreo y acercarla a mí, o simplemente —¿qué importa?— ponerme feliz por creer que la acercaba a mí. De cualquier forma la habría tenido en el corazón. A ella, de quien me alejé con tanta pena dos veces: primero cuando vine a tu casa como tu esposa y, después, cuando cortaron el hilo de su vida y yo no estaba y lo supe después de varios meses, cuando ya estaba enterrada. Sin embargo, no me puse feliz, la verdad no lo estaba.
Conozco a mi madre y sé que tiene una lengua filosa, veloz como un látigo, y que su espíritu, que tanto le gustaba a mi padre, siempre me ha turbado. Pero ayer, bajo el sauce, pensé en cómo sería el espíritu de un espíritu. ¡Ja! Y ya que las almas leen la mente una de la otra, ya que entonces son transparentes como el agua de aquel riachuelo, ella escuchó mis ideas y rio conmigo, dijo: Vaya ocurrencia. Tú nunca fuiste muy ingeniosa, pero tratándose de humorismo, aquí nos contentamos con poco. Si vieras… ¡Es tal el aburrimiento! ¿Tú las ves? Me refiero a las sombras
. Y señaló un grupo de manteles que se movían lentísimos frente a nosotros, en la otra rivera del río. No hacen otra cosa que vagar suspirando, todas infladas por su pasado. No hay una sola que quiera intercambiar una ocurrencia.
Sonreí y pensé: No ha cambiado
. Y ella leyó de nuevo en mi mente:
A estas alturas ya no se cambia. Aquí cada quien es lo que es. Por eso estoy aquí, hija mía, para decirte que no lamentes tu suerte, porque nadie puede deshacer la trama y rehacer el hilo de la vida. ¿O deseas pasar la eternidad lloriqueando al vil de tu marido, quien por tener demasiada sed de vivir te entregó a la muerte, en lugar de aceptar el destino como hacen todos los mortales?
Hasta ese momento la miré: tenía los ojos vivos, encendidos; estaba casi enojada. Así es mi madre, tan dispuesta para la risa como para la ira. ¿Pero cómo le hacía para saber lo que había sucedido arriba, en la corte de Feras?
Entonces dijo: Aquí se sabe todo de todos. Los acontecimientos de la Tierra, aquellos que nos interesan, que tocan a los seres amados, transcurren ante nuestros ojos como un eterno espectáculo teatral. No está mal cuando te acostumbras, sólo que no puedes pisar los callos de los actores o abuchearlos como se hace en el teatro. No puedes intervenir: así es como vi tu fin, hija mía
.
¿Y entonces yo también podré ver a mis hijos, a mi bebita tan tierna, a mi pequeñín Eumelo, y escuchar el chancleteo de sus piecitos sobre las piedras del palacio?
Claro, pero sólo cuando dejes de llorarlos: la Vista se le otorga sólo a quienes aceptan su propio destino. De lo contrario, terminarás como ellos —y señaló de nuevo hacia las sombras suspirantes—. De nada sirve gemir por la vida que se ha extinguido. Es mejor aceptar los hechos. De cualquier forma, ¿qué otra cosa se podría hacer?
Tenía razón mi sabia, ocurrente, iracunda madre. Y se me estrujó el corazón, pero sólo un segundo, ante la idea de lo mucho que me había hecho falta.
Y prosiguió: Si yo hubiera estado viva y me hubieras pedido consejo, jamás habría consentido que le regalaras tu vida a tu esposo
.
La miré con estupor, pues ella había sido una mujer fiel y devota a mi padre: ¿Cómo, madre? ¿No es así como se debe comportar una esposa? ¿No es eso lo que me enseñaste, con la palabra y con el ejemplo?
No, no con un marido tan ingrato. Él no pensó hacer lo contrario, tomarse el derecho de morir para salvarte a ti. Estaba demasiado encariñado con la vida
, respondió.
¿Pero no lo estamos todos, madre?
, le dije.
Sin duda, pero tú menos que él. Aceptaste dejar a tus hijos por amor a él, para permitirle quedarse en el mundo.
Fue una terrible elección
, acepté.
Lo sé. Y eso que la hiciste sin pestañear. No temas, ahora es él quien te llora y sabe que no hay remedio; está furioso con su padre, quien aun siendo anciano se negó a sacrificarse, cuando en el fondo habría sido un pequeño regalo, cosa de semanas o quizá meses, y morirá tarde o temprano; no lo quiere volver a ver, ni tampoco a su madre. Como se lo pediste, Admeto decidió no casarse de nuevo, y será fiel a la promesa: tus pequeños no tendrán una madrastra. Y él, oprimido por el dolor, vivirá una vida que no es vida. Dime, ¿no era mejor morir, cumplir los designios de Apolo y dejar que vivieras tú? ¿Qué amor es el suyo que se consume en un soplo, cuando ese mismo amor podía concederte el derecho a la vida y dejártela intacta? Te casaste con un idiota. Será rey y todo, pero es un idiota. Míralo, vencido por el sufrimiento, el rostro hinchado por el llanto. Un pusilánime que llora cuando ya es demasiado tarde.
Me esforcé para ver. Me froté los ojos como para borrar una niebla, pero no vi nada. Y ella, impaciente: Te lo dije: si quieres ver lo que sucede allá arriba debes aceptar tu suerte
.
Pero si ya la acepté, de lo contrario no estaría aquí
, repliqué.
No es verdad —reconvino ella, precisa y punzante como siempre—. Si la hubieras aceptado, si estuvieras en paz con tu destino, podrías verlos. No ves porque sabes, como yo, que lo que hizo Admeto no es correcto y esto te atormenta. Olvida de una buena vez esta comedia de la esposa perfecta. Nadie es perfecto, ni siquiera los dioses. También ellos discuten, son envidiosos, frívolos, codiciosos. ¿Por qué tendrías que ser mejor que ellos?
Madre, tú tampoco aceptas mi suerte. Tú también tendrías que tener la vista nublada por la rabia.
"Pero la que veo, aquella por la que tengo coraje, no es mi vida