El secreto de la nana Jacinta
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El secreto de la nana Jacinta - Estela Roselló Soberón
El secreto de la nana Jacinta
BERNARDO abrió los ojos. Como todos los domingos, las campanas de la iglesia lo despertaron temprano. Al principio todo le pareció como siempre: el inmenso ropero rojo, labrado, descansaba en la pared; el taburete de terciopelo azul tampoco se había movido de sitio y el biombo de la China que tanto lo emocionaba le mostraba aquel paisaje sereno donde los pescadores echaban las re des desde sus barcazas.
Todo, todo estaba en su lugar. Los ruidos también eran los de costumbre: el trajín de la ventana que daba a la calle le permitió imaginar a las mujeres corriendo para llegar a misa, las pisadas de los caballos y el crujir de las ruedas lo hicieron pensar en las carretas que desde hacía un buen rato circulaban ya por la ciudad. También escuchó a Martín, el indio de San Ángel, silbar para anun ciar que traía hongos frescos para vender, y a lo lejos oyó la risa de varias jovencitas que seguramente caminaban rumbo a la fuente para llenar de agua sus jarras.
Todavía metido en la cama, mientras terminaba de despertar, Bernardo reconoció los olores típicos de cada mañana: Antón, el mozo negro, ya había lavado el patio, y el fresco de la humedad se mezclaba con el perfume de las flores que la marquesa regaba todos los días. Dentro de la habitación, la cera de las veladoras que ardían frente a la imagen de San Miguel Arcángel despedía un olor dulce que Bernardo disfrutaba mucho. Además, las sábanas de seda olían, todavía, al agua de rosas con la que María solía lavarlas.
En medio de todos aquellos aromas, el que sin duda predominaba era el de los guisos que, desde la cocina, tentaban a los habitantes de la casa de los marqueses de Villaseca, recordándoles que pronto se serviría el desayuno en la mesa del comedor. Por un instante, Bernardo se sintió feliz: las cosas eran como siempre y eso lo ponía contento. De pronto, el niño recordó lo que había pasado el día anterior y un extraño dolor le punzó en el corazón, invadiéndolo de enorme tristeza. Y es que a pesar de las apariencias, a pesar de que las cosas que veía no habían mudado de sitio y a pesar de que los sonidos y los olores de su casa parecían los mismos de todos los días, en realidad ya nada era igual que antes. La vida de Bernardo ya era diferente y nunca, nunca volvería a ser como alguna vez había sido. Tuvo deseos de llorar. Cuando las primeras lágrimas salieron de sus ojos, el niño escuchó unas pisadas conocidas que se aproximaban a su habitación. Era Jacinta, su nana negra.
Jacinta vivía en casa de los marqueses desde que Bernardo había nacido. Don Esteban la había comprado como regalo para su esposa al dar a luz a su primer hijo varón. Cuando llegó a la casa de los Villaseca, nadie imaginó todo lo que la mujer de origen africano tenía guardado para aquella familia.
Jacinta era una mujer grande, corpulenta, de ojos verdes que brillaban incluso en la oscuridad. Nadie sabía su edad, ni siquiera ella misma podía calcularla, pero no debía de ser muy vieja, pues había podido ser nodriza de Bernardo al nacer. De cualquier forma, tampoco era muy joven ya, pero su extraña belleza y las curvas de su cuerpo seguían provocando abundantes suspiros y miradas de amor.
Jacinta poseía muchísimas cualidades: arrullaba como la misma Virgen, cocinaba los mejores dulces y postres que jamás se hubiesen probado, sabía infinidad de canciones y adivinanzas, conocía remedios para curar y aliviar casi cualquier mal, bailaba con ritmo y alegría incomparables, abrazaba amorosamente y sonreía como nadie más. Pero, sin duda, lo que más le gustaba a Bernardo de su nana eran las historias mágicas que no se le acababan nunca.
Aquella mañana de domingo, Jacinta subió a la habitación de Bernardo para ayudarlo a vestirse antes de bajar a desayunar. Con su voz cristalina y de buen humor, la esclava negra despabiló a su niñito:
—Vamos a ver, don Bernardo… ¿Qué tiene usté que aún no sale de la cama? ¡Arriba, que ya van a servir el desayuno!
—No tengo hambre, Jacinta. No quiero bajar —respondió el niño.
—Pero mi negro, ¿qué pasa? ¿No ve que he preparado tamalitos de queso y