Los días de Lía
Por Edmée Pardo
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En la vida hay cambios, unos más difíciles de asumir que otros, pero la amistad y el amor familiar siempre estarán allí para enfrentarlos.
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Los días de Lía - Edmée Pardo
Pardo, Edmée. Los días de Lía; ilustraciones de Maite Gurrutxaga. – México: Ediciones SM, 2017
Formato digital – (El Barco de Vapor, Roja)
ISBN: 978-607-24-2529-3
1. Literatura mexicana - Literatura infantil 2. Amistad – Literatura infantil
Dewey 863 P37
Para Pablo, amoroso criador de ranas.
Para Anita, cómplice de todo.
CAPÍTULO 1
TODO SUCEDIÓ CUANDO CUMPLÍ DOCE AÑOS. No quiero decir que fuera exactamente el día de mi cumpleaños, a la hora precisa que aparece en mi acta de nacimiento y que acababa de descubrir cuando examiné la información que ahí estaba escrita: El 5 de julio a las 14:48 horas
, sino por esas fechas, durante ese verano. Fue entonces cuando me di cuenta de que no entendía nada. Cuando cumplí once pensé que comprendía algo del mundo, incluso le daba consejos a mamá para vestir, le expliqué a mi hermano Mateo cómo resolver los quebrados y era a mí a quien más consultaban las amigas acerca de sus problemas de familia. Según mis cálculos, iba directo a la vida adulta, con un cuerpo que algún día sería belleza pura. Me veía en unos años con maquillaje y tacones, manejando mi propio auto, con un hombre que muriera por mí, dueña del mundo.
Recuerdo bien esa noche, en la puerta de la casa del condominio al que acabábamos de mudarnos. Sostenía en la mano un frasco de vidrio que olía a rayos porque estaba lleno de renacuajos. Mi papá iba al volante de su coche rojo, de reversa a toda velocidad. Mi hermano iba en el asiento de atrás, vestido con su piyama azul y roja del hombre araña, con los ojos semicerrados. Yo estaba de pie, mirándolos marcharse, deseando ir con ellos, pero obediente al grito de:
—Tú te quedas, yo te hablo más tarde.
Entonces, llegó la vecina con sus mallas rosas y sus chanclas amarillas de pata de gallo con una flor al centro. Miraba la escena con su cara de niña de nueve años: la puerta de la casa abierta, la luz iluminaba un poco el exterior, el coche derrapando, yo con un frasco que olía a agua estancada y lo único que pudo preguntarme fue:
—¿Por qué tienes esa mancha de sangre?
La miré sorprendida. No entendía sus palabras, ni lo que estaba sucediendo ni a qué hora me hablaría mi papá ni exactamente a dónde iba. Ella repitió:
—¿Por qué estás manchada?
Miré mis manos —pensé se habían astillado con uno de los frascos—, vi mis pies descalzos, las piernas y, entonces, miré más arriba, justo en medio, tenía una mancha roja. Hice un recuento y no recordaba que Mateo hubiera sangrado. Le indiqué con un gesto a la niña que sostuviera el frasco. Lo aceptó con desgano y, ya con las manos libres, jalé el pantalón hacia adelante y vi que la sangre era mía. Justo en ese momento mi cuerpo había decidido dar el cambio del que me habían hablado. Justo esa noche en la que miraba con Mateo el grupo B de renacuajos y yo le explicaba lo que son los pies de página, y que él dio un suspiro tan hondo que asustó a papá y lo tomó en sus brazos y salió corriendo de la casa y me dijo: Tú te quedas
. Justo cuando la vecina fisgona llegó a casa, justo entonces, mi cuerpo había decidido dar la señal definitiva.
No entendía nada en ese momento, ni poco antes ni mucho antes, y la verdad es que mi cuerpo ni iba directo a la belleza pura ni me imaginaba caminando sobre quince centímetros de tacón sin marearme. Tampoco tenía claro qué le sucedía a mi hermano ni qué ocurría en mi familia. No me gustaba la nueva casa, no me gustaba ningún chico, yo no le gustaba a nadie, tenía un enorme grano a media barbilla y no estaba segura de qué eran los pies de página.
CAPÍTULO 2
UN PAR DE VERANOS ANTES mis papás rentaron una casa cerca de un lago para que pasáramos ahí los fines de semana. Era una renta compartida con amigos suyos. Así cada familia tendría derecho de usarla una semana al mes y a ninguno le saldría tan caro. Lo de las finanzas lo oí mientras mamá cerraba el trato con las otras señoras, ya que la idea había sido suya. Tardó en convencer a papá de lo maravilloso del plan, pero finalmente lo hizo y fuimos a dar a una cabaña que olía a humedad y madera, donde en las noches prendíamos una fogata. Durante el día mi hermano y yo explorábamos los alrededores. Fue así como encontramos una construcción abandonada; los restos de un columpio hecho con una llanta de camión; cuerdas tendidas entre varios árboles; una vereda sin fin, que cada vez nos alejaba más de casa; formas monstruosas en las cortezas de los árboles y, al final, cuando volvíamos a la cabaña, encontrábamos a mis papás discutiendo como nunca antes los habíamos oído hacerlo.
Que los papás discutieran, aunque horrible, era de lo más normal. Una vez hice una especie de encuesta en el colegio y casi todos habían oído a sus padres pelear, los habían visto dejarse de hablar durante días y también reconciliarse tras la puerta bien cerrada de su habitación. Pero para nosotros eso era nuevo, aunque pronto se convirtió en algo cotidiano. A Mateo y a mí nos gustaba ir a la casa junto al lago y al mismo tiempo no. Había un mundo sorprendente alrededor de la casa con el que nos entreteníamos por horas, pero también éramos testigos de pleitos que no se solucionaban en un cuarto. De pronto empezamos a ir en grupos de tres en lugar de los cuatro. A veces íbamos con mamá y otras, con papá. Lo bueno era que así ya no los escuchábamos reñir.
Sin importar con quién nos tocara ir, Mateo y yo continuábamos con nuestras investigaciones, pues, aunque nunca nos alejábamos de la casa, el terreno estaba lleno de novedades: restos de alguna fogata reciente, pastos más secos o más verdes, ruidos de animales, la desaparición repentina de la llanta que alguna vez sirvió de columpio, la sospecha de que alguien habitaba la construcción abandonada. Mateo decía entonces que de grande quería ser científico e investigador y, por eso, una tarde la pasamos viendo pequeños puntos negros que se movían dentro de un charco. Ya habíamos oído el croar de las ranas y veíamos algunas, de lejos, pues apenas nos acercábamos daban un salto enorme y no podíamos observarlas bien. Fue Mateo quien supo lo que era aquello.
—Lía, mira, renacuajos.
Para mí no eran más que bichos que vivían en el agua, pero él, con su espíritu científico, dedujo que aquello eran las ranas que en el futuro estarían croando.
—Lo acabo de estudiar en Ciencias Naturales en la escuela. ¡Vamos a ver cómo se transforman!
—No podemos estar toda la vida aquí esperando que esas cosas se transformen en ranas, si es que no se convierten en otro tipo de insecto. ¿Cuánto tiempo tiene que pasar? ¿Un año?
—Las ranas no son insectos, son anfibios —me explicó muy sabiondo—, y depende del tipo de rana, pero la metamorfosis toma solo semanas. Los podemos llevar con nosotros a la casa. Ahí los observamos como verdaderos científicos y luego los regresamos al lago.
Fuimos a casa a contarle a mamá del proyecto de Mateo; él antes ya había hecho un reloj de arena, una brújula con un imán y una aguja, una escultura de yeso, un teléfono de latas y había dejado escapar a tres hámsteres de su jaula, a los que nunca pudo encontrar y que seguro murieron de hambre. Mamá antes ya había rechazado la idea de las iguanas en una pecera, la serpiente pitón —que según Mateo era inofensiva— y las tarántulas, pero en esta ocasión nos sorprendió al aceptar el proyecto. Así que esa misma tarde fuimos al charco con una botella plástica de refresco, grande y vacía, un embudo y un envase de crema que sacamos de la basura y lavamos.
Íbamos en camino cuando oímos el primer rayo. Debíamos apurarnos para evitar la lluvia, pero más rápido que tarde se desató una tormenta que en un minuto nos empapó. Mojados, pero felices, llegamos al charco y con el envase de crema acarreamos el agua repleta de bichos negros que mediante el embudo caían directamente en la botella. Cuando la botella estuvo casi llena de agua verdosa mezclada con la de lluvia y cientos de bolitas negras que tenían una colita que las impulsaba, emprendimos el regreso. Sabíamos que nos esperaba un regaño horrible, especialmente a mí porque Mateo tenía poco de haberse curado de la gripa y se supone que, por ser mayor que él, debía cuidarlo. Cuando llegamos a la cabaña mamá solo dijo:
—Quítense esa ropa y dense un baño de agua caliente de inmediato.
Salimos en piyama y encontramos a mamá frente a la chimenea observando