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Princesa a la deriva
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Libro electrónico68 páginas1 hora

Princesa a la deriva

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Un caluroso día, en el reino del Elefante Blanco, la princesa Mila Milá decidió embarcarse, acompañada de todo su séquito y la tripulación hacia tierras desconocidas para ella. Cuando la embarcación estaba en alta mar es azotada por una fuerte tormenta que pondrá las cosas de cabeza, y los nobles orígenes de la princesa serán borrados y una nueva aventura comenzará para la bella damita.
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones SM
Fecha de lanzamiento15 sept 2015
ISBN9786072410640
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    Princesa a la deriva - Susana Wein

    Capítulo 1

    ESTA historia inicia con las palabras mágicas de: Érase que se era una vez, hace cientos de años, una niña llamada Mila Milá, princesa del Reino del Elefante Blanco, que salió a pasear en una pequeña embarcación por las riberas del reino de su padre. Era un verano caluroso, húmedo, y la princesa se ahogaba dentro de las paredes de palacio. Su padre le había sugerido un paseo en elefante a orillas del mar, pero la princesita alegó que la brisa se adormecía tan pronto se pisaba la playa, e ir sentada sobre el lomo de un paquidermo, lento y pesado, solo aumentaría el calor hasta ahogarla en sudor. Ante los ruegos y argumentos de su hija, el rey puso a su servicio una pequeña embarcación a condición de que no se alejaran demasiado de la costa. Si bien desde tiempo atrás el reino vivía en relativa paz, el rey era un hombre precavido.

    Era una hermosa mañana con los vientos adormilados; las aguas tranquilas del océano Índico asemejaban un espejo de jade. En la barca iban tres músicos y un malabarista para entretener a la princesa, un pequeño séquito de pajes, y por supuesto el aya, encargada de atender cualquier capricho de la niña. La nave, con las velas henchidas, se deslizaba sobre el agua con tersura. La princesa, recostada sobre unos almohadones de seda, saboreaba las golosinas puestas al alcance de sus dedos mientras disfrutaba la brisa cálida que le acariciaba el rostro. Era la primera vez en días que la abandonaba el malhumor provocado por el calor opresivo.

    La barca se aproximaba a la punta de la península, lugar de donde debía iniciar su retorno a casa. La princesa quiso prolongar el paseo. Mandó decirle al capitán que quería darle la vuelta a la punta y ver la famosa bahía de las Tortugas. El capitán, preocupado, se presentó ante ella.

    —Su Alteza Real, quisiera cumplir su deseo, pero debo acatar las instrucciones del Rey su padre, que nos exigen llegar hasta la punta y regresar.

    La princesa permaneció recostada y ni se dignó a mirarlo.

    —Aya, infórmale al capitán que deseo conocer la bahía. Quiero que atrapen una tortuga gigante para mi jardín.

    El capitán cruzó miradas de preocupación con el aya.

    —Pero, Su Alteza… —balbuceó el capitán.

    —Aya, por si el capitán no entiende, explícale que mi padre sabrá castigarlo por no acatar mis órdenes; quizás lo deje colgado de los pulgares algunas horas.

    El capitán miró hacia el horizonte: el sol todavía brillaba en lo alto del firmamento, habría tiempo suficiente para regresar a palacio antes de que anocheciera.

    —Ah, Mila Milá, descendiente del sagrado Elefante Blanco, será un honor llevarla a conocer la bahía de las Tortugas, y no partiremos hasta atrapar una tortuga gigante para su hermoso jardín.

    Atardecía cuando la nave retomó el camino a casa. Jalaba tras de sí a una inmensa tortuga presa dentro de una red. El viento soplaba con fuerza y levantaba el oleaje. El capitán ordenó bajar una de las velas. Un vigía, trepado en lo alto de un mástil, gritó que a lo lejos se aproximaba una nube negra y espesa, señal de mal tiempo. El capitán miró hacia el horizonte. La nave se deslizaba rápidamente; las olas golpeaban con fuerza el casco y la espuma del mar empezaba a bañar la cubierta de la barca.

    El capitán le pidió a la princesa que descendiera a la cabina principal para resguardarse del temporal, pero la niña, emocionada ante la amenaza de peligro, desoyó sus palabras. Se quedó desafiando el viento con el cabello alborotado y el vestido humedecido. Y con ella tuvieron que quedarse todos los miembros de su séquito.

    De improviso el cielo se encapotó y el oleaje barrió con fuerza la cubierta del barco, golpeando a su paso a los presentes. El capitán insistió en que la princesa, el aya, los pajes, los músicos, el malabarista se recluyeran de inmediato abajo. Tan pronto vio al séquito real desaparecer de cubierta, ordenó que se tronchara la red y se liberara a la tortuga gigante: las inmensas olas aventaban al pobre reptil contra el casco de la embarcación. Un viento huracanado azotaba las velas. A una orden del capitán, sus hombres las bajaron; los mástiles quedaron desnudos ante el mar embravecido. Las olas recorrían feroces la cubierta arrasando a su paso con barriles, sogas y

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