SIN DEJAR RASTRO
TENGO UNA NUEVA PLAYA FAVORITA.
Está cubierta de grava fina y gris, bañada por pequeñas olas y salpicada de trozos de hielo. En esta tarde tranquila y plateada de finales de verano, el aire está a dos grados.
Mientras me relajo en la orilla del puerto Neko, con la cara hacia el norte, mis numerosos compañeros chapotean entre las rocas, en los bajíos, se sumergen en el mar o emergen lisos y mojados de los brillantes bancos azul índigo. De vez en cuando, como Bottom en El sueño de una noche de verano, levantan la barbilla hacia el cielo y graznan.
Son los pingüinos papúa, pequeños y entrañables personajes con elegantes plumas blancas y negras, picos rojos y la capacidad de desplazarse por el agua cuatro veces más rápido que un nadador olímpico. Su graznido es uno de los sonidos más característicos del verano antártico. Estudios recientes revelan que también llaman bajo el agua mediante breves y chirriantes chillidos mientras cazan peces, incluso a 200 metros de profundidad. No está claro por qué lo hacen, aunque podría ser para aturdir a sus presas.
Como turista, es raro acceder a una región prístina que se ha reservado principalmente para la ciencia y la conservación. También es raro experimentar un lugar donde las aves y los animales silvestres, en lugar de huir, te rodean. Las islas y costas del océano Austral constituyen uno de esos puntos;
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