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El amor que no entendemos
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El amor que no entendemos
Libro electrónico84 páginas1 hora

El amor que no entendemos

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Pertenezco a una familia con dos hermanos mayores: Bonnie, que no vive con nosotros, y el arrebatado y tierno Axel. La más pequeña, Edie, es tan callada que parece muda. Papá ya no está y a la abuela nunca la conocí. Madre es como todas las mamás, pero cuando tiene novio nada parece importarle. Lobo de Mar llegó a nuestras vidas y, aunque no somos muy felices, estamos unidos de cualquier manera.
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones SM
Fecha de lanzamiento27 may 2019
ISBN9786072432345
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    El amor que no entendemos - Bart Moeyaert

    M6418

    EL FINAL DE BORDZEK

    CONTADO Y VIVIDO POR MÍ MISMA

    En la curva, Bordzek se desploma sobre mí como un costal. Su cabeza cae hacia delante; no puedo ni moverme. Mi mano está atrapada bajo su muslo y tengo el hombro encajonado entre el respaldo del asiento y su brazo. Imposible darle un codazo.

    A mi derecha, mi madre busca un hueco donde poner los brazos.

    —¿Por qué no te apartas un poco? —me pregunta.

    Entre mis piernas, el perro de Bordzek intenta levantarse por enésima vez. Aquí dentro todo es jadeos. Consigo mover el codo, pero tengo poca fuerza y apenas gano espacio. La piel desnuda de Bordzek, ahí donde la camisa sale de su pantalón, está pegada a mi brazo. Tengo ganas de golpear a su perro en el hocico con la rodilla para que vuelva a sentarse, o a morirse si es posible, pero no me atrevo. Quizá Bordzek duerma con los ojos abiertos.

    La carretera atraviesa el campo. El cielo vibra sobre el trigo amarillo. Aunque las ventanas delanteras están abiertas, entra muy poco aire.

    Mi hermano sacó el brazo izquierdo; su otro brazo medio cuelga en el volante. Le brilla la frente. Hasta los párpados le sudan. Veo un fragmento de su cara por el retrovisor: carece de expresión. Hoy no está con nosotros. A lo mucho es parte del volante. No anuncia nada ni dice: Vamos a parar. Se limita a pisar el freno.

    El perro de Bordzek se cae; el propio Bordzek se derrumba contra la puerta entre gruñidos y mi madre separa las piernas para no perder el equilibrio. Mi torso se mueve hacia delante con brusquedad y por fin puedo respirar.

    El coche se detiene en medio de un valle de trigo. El motor se apaga, ya no se oye ni un solo ruido, ni de los pájaros ni de la autopista, que debe de estar cerca. El calor nos invade a través de la ventana abierta.

    Mi hermano abre la puerta; titubea; se apoya en una mano para salir; endereza la espalda y gime, al igual que su asiento.

    Por un momento, mi mamá y yo nos quedamos mirando el dorso de Axel. Los círculos de sudor bajo sus axilas, entre los omóplatos, en el trasero. Da unos pasos al frente y se para delante del coche con los brazos en la cintura.

    Suena un crujido. Es el asiento del copiloto. Edie se asoma. No se ha movido en todo el trayecto. Sigue sonriendo, orgullosa de ir adelante. Esta niña tiene seis años y morirá muda, pienso a veces. Podremos darnos por bien servidos si nos enteramos de su último suspiro. Nos mira a mi mamá y a mí como si nos estuviera comparando a una con otra y se deja caer de nuevo en su asiento.

    —Ahorita seguimos —le digo.

    Veo de soslayo a mi madre. Resopla y hace sonar sus labios como si los tuviera hinchados.

    Ahora que el coche ya no está en marcha, el perro de Bordzek no deja de moverse. Gimotea mientras trata de abrirse camino entre nuestras piernas. Me inclino sobre mi madre y abro la puerta. El perro tiene prisa por salir. De un salto aterriza en la zanja de la orilla de la carretera y desaparece entre el trigo. Mi madre voltea, desvía la mirada hacia un punto lejano, arruga su pañuelo con la mano, levanta su pesada pierna, la saca y posa su pie en el suelo.

    —Si dijo que no pasa nada... —murmura.

    Ella considera que con eso todo está resuelto.

    Aprieto los labios con fuerza. ¡Ay, mamá!, pienso.

    Que alguien diga que no pasa nada no significa necesariamente que no pase nada. A algunas mamás les gusta ser sordas y ciegas.

    Saca la otra pierna y se baja. Da una vuelta alrededor del coche como en cámara lenta mientras se acomoda la ropa interior por debajo del pantalón. Se pone al lado de Axel. Hombro con hombro. Lo veo de espaldas, pero sé que no están hablando. Ojalá hablaran; llevan demasiado tiempo tanteándose el uno al otro. Permanecen inmóviles y el zumbido de los insectos se hace cada vez más intenso.

    No aguanto más en el asiento trasero. Me levanto como un resorte y me quedo de pie junto al coche. Entorno los ojos para protegerme del sol. No puedo evitarlo.

    El perro de Bordzek deja un rastro a través del valle. A su paso, el trigo se mueve enérgicamente de un lado a otro. Si nos está buscando, por supuesto que no va en la dirección correcta.

    Me agacho un poco para echar un vistazo dentro del coche. Bordzek duerme. Con la cabeza caída, pegada a la ventanilla, y la boca abierta. La chamarra negra, que al salir llevaba estirada sobre las rodillas, ahora está a sus pies, toda arrugada.

    —Hijo —dice mi mamá de repente—. Hijo mío.

    Levanto la cabeza para poder ver más allá del techo abombado; la respiración se me corta. Mi hermano se apoya en mi madre; parece que está llorando, pero no hace ningún ruido, y ella tampoco. La mano de ella reposa sobre la espalda de él.

    Edie abre la puerta. Lo primero que aparece es su carita. Está pálida. Se baja del coche con delicadeza, como sólo ella sabe hacerlo. Es una sombra de sí misma.

    La tomo del brazo, la jalo hacia mí y cierro la puerta.

    —Dentro de un rato seguimos —le digo mientras busco su cálida mano—, pero primero vamos a dar un paseo. Ya verás qué bonito.

    Mi madre voltea y me dedica una mirada fugaz. Sí, es una buena idea. Tú ocúpate de la niña.

    Cargo a Edie. El calor se instala entre nosotras. Su brazo alrededor de mi cuello ardiente, debajo de mi tórrido cabello; su cuerpo contra el mío; poco a poco empiezo a derretirme. Resisto hasta alcanzar lo más alto de la suave pendiente, el punto donde la carretera vuelve a descender. Muy a pesar de Edie, la bajo y la dejo en el suelo. Me limpio el sudor de las cejas. Con la mano en la frente, a modo de visera, miro a mi izquierda, contra el sol, y no veo más que trigo vibrante. Miro a mi derecha, donde descubro un

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