Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Gato salvaje
Gato salvaje
Gato salvaje
Libro electrónico254 páginas5 horas

Gato salvaje

Calificación: 4 de 5 estrellas

4/5

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Zoé se ha cuidado sola desde que era niña, así que, cuando muere su negligente madre, ella se propone seguir haciendo justo eso. Pero entonces aparece el corpulento y gruñón tío Henry —famoso cirujano convertido en escultor—, quien se la lleva a vivir a la zona rural de Sugar Hill, en Carolina del Norte.

Ella está segura de que él la va a decepcionar como todos los adultos. Al parecer lo único que tienen en común son su llamativo pelo rojo y su impulsivo temperamento. Pero, entonces, Zoé descubre un gato salvaje, a un misterioso niño con una venada blanca y un oscuro secreto, todo lo cual pone su mundo de cabeza.
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones SM
Fecha de lanzamiento18 abr 2018
ISBN9786072427792
Gato salvaje

Relacionado con Gato salvaje

Libros electrónicos relacionados

Acción y aventura para niños para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Gato salvaje

Calificación: 4 de 5 estrellas
4/5

1 clasificación0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Gato salvaje - Clay Carmichael

    Habría esperado algo mejor de Henry siendo cardiólogo. Un trabajo como ese te hace pensar que, en efecto, él puede tener corazón.

    Como de costumbre, yo misma empujé el carrito por el pasillo y tomé lo que necesitaba de los anaqueles, pues el nuevo adulto era tan inútil como quienes lo precedieron. Ayuda negativa, como solía decir Manny, el amigo de mi mamá, y negativo equivalía a menos que nada. No era gran problema. La compra de víveres y yo éramos viejos amigos, junto con restregar los escusados, aspirar y lavar, y todo lo demás...

    El adulto mencionado —mi tío Henry, a quien apenas conocí el lunes pasado— caminaba atrás de mí, murmurando y refunfuñando, como si no supiera qué hacer con él mismo. Alternaba entre mantenerse cinco o seis pasos atrás de mí, como si lo fuera a contagiar de alguna enfermedad, y respirar cerca del cuello en el raro caso de que yo lo necesitara para algo. Yo me preguntaba por qué él habría querido cuidar de mí.

    Al principio pensé que él había sido caritativo al adoptarme recién salida de una casa hogar, y amable por haber enterrado a mi mamá cuando ella ni siquiera lo frecuentaba. Es decir, ¿no es eso lo que sueñan todos los huérfanos? Un hombre grande, fuerte e importante que aparece en el último momento y dice: No te preocupes, chiquita, yo seré tu nuevo papá. Yo me haré cargo hasta del menor detalle. Sí, claro.

    Durante los dos días que tenía de conocer a Henry Augustus Royster, mi medio tío por ser medio hermano de mi padre, él había sido como una roncha en la piel; siempre nervioso y malencarado, metía sus repugnantes manos en sus aún más repugnantes bolsillos, se rascaba la canosa barba pelirroja o el pañuelo rojo que tenía amarrado a su calva, ajustaba sus lentes con marco de alambre, observaba las puertas de salida y parecía molesto cuando yo lo descubría. Incluso podría decir que ya planeaba su escape. No era diferente de Lester, Manny, Charlie, Harlan o Ray. Ninguno de ellos se había quedado. Él tampoco lo haría.

    —Asegúrate de tomar lo que quieras —dijo por cuadragésima tercera vez. Al menos él iba a pagar, algo inusual en los adultos que yo conocía—. Lo que sea.

    —Muy bien —dije para ponerlo a prueba—. Corre a conseguirme una caja de doce cervezas y una cajetilla de cigarros. Que sean light —añadí—. Necesito fumar menos.

    —Tú no fumas ni bebes —respondió burlón—. Solo tienes once años.

    —Ya casi llego a los doce. Y ya fumo mucho menos —dije mientras inspeccionaba el estante de los cereales—. Cuando tenía seis años, fumaba como chimenea.

    Yo sospechaba que él estaba riendo muy fuerte por dentro, pero lo ocultaba bajo una apariencia tan espinosa como un cactus. Él se limitó a mirarme fijamente.

    —No reconocerías un chiste ni aunque te mordiera en el trasero.

    —¿Tú crees?

    —Apuesto a que eres Cáncer.

    —¿Qué?

    —Tu signo del Zodiaco. El signo del cangrejo.

    —Explícate.

    —Lo que dije.

    Él tenía el tórax ancho, y era musculoso y relativamente guapo para ser un fósil cincuentón. Pero se vestía raro para ser un hombre mayor: camisas ajustadas, jeans sucios, botas pesadas, un pañuelo o trapo atado alrededor de su cabeza calva y un arete de rubí en el lóbulo de una oreja, como si fuera un pirata. Sus antebrazos eran tan amplios como los postes de una cerca y podría haberme levantado fácilmente con una de sus manos del tamaño de una manopla de béisbol. Tenía panza pero se le veía bien, parecía fornido como si pudiera resistir una tormenta. Sin embargo, se vería más guapo si sonriera, así que emprendí la misión personal de hacer que se relajara.

    —A los ocho años, ya me había convertido en fumadora compulsiva —dije para retomar el tema anterior—, pero eso me estaba dejando sin aire y me entorpecía para jugar al kickball.

    Henry rio con aires de superioridad.

    —Alcánzame uno de esos cereales con pasas del anaquel de hasta arriba —le dije, señalando hacia las cajas de cereal. Él era más tolerable cuando tenía una actividad para distraerse, algo que hacer con las manos, como cuando ponían a mi mamá a hacer agarraderas y ceniceros en el hospital para hacer que dejara de pensar en su propia locura.

    —¿Qué más? —dijo él con impaciencia.

    Recorrí el pasillo de los productos de salud y belleza hasta llegar a los champús, y sentí que él observaba mi andrajoso aspecto: jeans, camisetas, sandalias, la más grande melena de cabello ondulado y pelirrojo a la cual ningún acondicionador domaba jamás. Era justo del mismo color que las partes rojizas de la barba de Henry. Muy bien, así que sí teníamos algo en común.

    —Como tú vas a pagar, voy a llevar del bueno.

    —Como sea.

    Tomé el cereal caro y volví a mirarlo. Él echó seis o siete cajas más en el carrito, todo el de trigo con pasas que había en el anaquel. Yo había leído que los artistas eran raros, pero Henry empezaba a preocuparme. Lo último que necesitaba era a alguien como mi mamá.

    Una mujer se acercó por el pasillo y le sonrió coqueta mientras pasaba. ¡Y él le gruñó! ¡Lo juro!

    —¡Es su manera de ligar! —dije fuerte para que ella escuchara—. ¡Es la cuarta vez que hace eso!

    Le gustara o no, Henry llamaba la atención de la gente. No tenía que esforzarse. Fue lo primero que vi cuando me recogió en la oficina de trabajo social en el hospital de Farmville. Había algo en él que atraía a la gente, ya sea que ellos quisieran o no ir. Y no solo a las mujeres sino a todo el mundo. En el momento que Henry entró, incluso los dos pacientes drogados que miraban el programa de Oprah se dieron la vuelta para mirarlo. La atmósfera de la habitación cambió, se volvió emocionante, como si algo importante y un tanto peligroso estuviera a punto de ocurrir. Cuando habló, su voz profunda te hacía escucharla, aunque solo estuviera ordenando una taza de café o preguntando dónde estaba su sobrina, la señorita Zoé Royster. ¡Señorita! Eso me gustó. Lo malo es que todo su poder, combinado con su naturaleza malhumorada, me hacían temer que él fuera como una bomba de tiempo, y desde ayer, más de una vez, yo había pensado en huir y esconderme.

    —Leí en la revista People que los médicos guapos ocupan el primer lugar en la lista de los solteros más codiciados —dije para tratar de aligerar la conversación. Pero la expresión de Henry se ensombreció, lo cual me indicó que haber dicho eso había sido mala idea.

    —Ya no ejerzo mucho la medicina —dijo como si escupiera algo podrido.

    —¡Qué lástima! Serías bueno para eso. Las enfermedades saldrían volando por la puerta con solo verte.

    —¿Es eso un hecho?

    —Esa sola mirada podría curar el cáncer. He leído que los estados de ánimo de una persona pueden matar o curar, según sea el caso.

    Sus ojos se entrecerraron, como si yo hubiera tocado una fibra sensible.

    —¿Hay algo que no sepas o no hayas leído?

    —Yo leo mucho. Pero casi todo lo que escriben en las revistas es falso, comida chatarra para tu cerebro. Ya sabes, El telescopio espacial Hubble avista a Elvis en Marte, ese tipo de cosas.

    —Entonces, ¿por qué las lees?

    —Oh, yo no las leo —dije mientras decidía si quería loción corporal de jazmín o de madreselva—. Veo los encabezados mientras espero mi turno en la caja. Son divertidos, matan el tiempo y te cuentan cosas sobre la gente.

    Él parecía dudar.

    —¿Por ejemplo?

    —Pues, lo que hace feliz a la gente. Lo que le preocupa. Lo que le asusta.

    —¿Y qué es lo que hace feliz a la gente?

    —El amor verdadero.

    —¿Qué le preocupa?

    —No poder encontrarlo.

    —¿Y qué le asusta?

    —Que quizá sí lo encuentren.

    Elegí la loción de jazmín y volteé hacia atrás por encima de mi hombro. Henry estaba estudiándome como lo hacen los adultos, como si yo fuera más lista de lo que él esperaba, como si yo supiera demasiado para ser una niña. Recordé lo que había alcanzado a escuchar que le decía la trabajadora social del hospital: La malicia de Zoé es una especie de armadura que usa para protegerse, dijo, con lo cual me hacía ver como un armadillo. Ella empezó a cuidarse sola tan pronto como aprendió a caminar. Su madre pasó la mayor parte de su vida en hospitales psiquiátricos, y su padre —que es medio hermano de usted, según entiendo—, la abandonó justo después de concebirla. Al paso de los años, Zoé vivió bajo el cuidado negligente y permisivo de uno u otro de los novios de su madre, o a veces sola. Si consideramos estas circunstancias, es una niña extraordinaria.

    ¡Imagínense! ¡Yo extraordinaria!

    —Te ves chistoso —le dije a Henry. Estaba cansada de que todo el mundo me observara como si estuviera bajo un microscopio.

    —Estaba tratando de decidir si hay una adulta pequeña y ocurrente encerrada dentro de tu esmirriado cuerpecito de doceañera.

    —¿Sí? ¿Vas a mirar dentro de mis oídos con tu linternita de doctor cuando regresemos a casa?

    —Tal vez.

    Él me siguió al pasillo de la comida para mascotas y empezó a observarme de nuevo mientras yo decidía de cuál comida para gatos iba a comprar. Elegí la que tiene cuatro sabores diferentes y la puse en el carrito. Él me miró como si yo estuviera mal de la cabeza.

    —¿Cuál es el problema? —dije con tanta seguridad como pude mostrar.

    —¿Para qué quieres esa comida para gatos? —preguntó, como si yo planeara comérmela.

    —¡Ay, Dios mío, vamos a ver! —Me golpeteé las mejillas con las puntas de los dedos y alcé la mirada hacia el techo. —¿Para qué será la comida para gatos? ¡Qué pregunta tan difícil! Comida para gatos. ¡Pero, claro, es para el gato! —dije mostrando una sonrisa fingida y tratando de que mi voz no mostrara lo bruto que me parecía él.

    —¡Yo no tengo ningún gato!

    Yo examiné su cara. Él de veras no sabía. Un animal dormía, cazaba y comía a menos de veinte metros de su puerta principal y él no tenía ni la menor idea. Pero, ¿qué rayos les pasa a todos los adultos? La vida los pasa de largo sin que se den cuenta.

    —Pues, ahí afuera hay uno —dije—, y es enorme.

    —¿Afuera de dónde?

    —En tu patio —le respondí. No podía creer que el presidente de Estados Unidos se hubiera dejado operar por el doctor Henry Royster. El artículo que yo había leído en la biblioteca al respecto era viejo, pero decía que Henry había egresado como el primer lugar de su grupo en la famosa Escuela de Medicina de la Universidad John Hopkins, que era un distinguido cirujano naval y que incluso había operado al presidente antes de haber dejado la medicina para convertirse en uno de los artistas más prominentes de Estados Unidos, cosas que los tontos comunes no suelen hacer. Henry me había vuelto a mirar de manera extraña, como si se preguntara si acaso mi mente no se habría quebrado después de todo lo que yo había vivido. Esa era la manera en que la gente observaba a mi mamá. No me gustaba esa mirada. No me gustaba para nada.

    —¿De veras has visto a ese gato?

    Empujé el carrito hasta el pasillo de los productos de papelería, tratando de pensar cómo explicarle la manera en que a veces siento la presencia de seres vivos sin verlos. Eso sería imposible de explicar a alguien tan despistado.

    —Pues, ahí está. Te apuesto cincuenta dólares —dije. Los adultos se toman las cosas más en serio cuando hay dinero de por medio.

    —¿Qué?

    —¡Soy buena en eso!

    —No me refería a eso.

    —¿Entonces?

    —¿Tú apuestas?

    A veces —dije—. Todo el mundo apuesta.

    —Yo no.

    —Sí, claro —dije—. Así que, cuando tú abrías a la gente por la mitad, siempre sabías exactamente cómo iba a resultar todo.

    Henry empezó a decir algo, pero entonces se detuvo y dijo:

    —Buen punto.

    —Entonces, ¿eso es una apuesta?

    —Claro que no.

    —¡Vamos! ¿Dónde está tu espíritu aventurero? —pregunté mientras escalaba unos anaqueles para tomar la caja de pañuelos con mariposas amarillas.

    Henry me agarró, me puso en el piso, me arrebató la caja de la mano y la puso en el carrito.

    —¿Alguna vez dejas que alguien haga algo por ti?

    —No, si puedo evitarlo.

    —¿Por qué no?

    —Porque yo dependo de mí misma y punto —dije—, y no cambies el tema. Me gané cinco dólares en los caballos antes de cumplir siete años.

    —¿Qué caballos?

    —Los caballos de carreras, cuando vivía en Nueva York con mi mamá y Manny. Él decía que yo sabía elegirlos bien. ¡Gané casi dos mil dólares en total, dos veces la trifecta! Claro que Manny tenía que colocar las apuestas por mí, pues yo no tenía la edad suficiente.

    —Ni la estatura suficiente como para alcanzar la ventanilla —exclamó—. A ver, dime, ¿ya has tenido hijos?

    —Estoy esperando hasta casarme.

    —Me alegra oír eso.

    —Entonces, ¿eso es una apuesta?

    —¿Qué hiciste con todo tu dinero?

    —Lo gasté.

    —¿En qué?

    —Cosas —le dije. La mayor parte de mis ganancias tuvieron que irse para pagar cuentas atrasadas y rentas en lugares a los que poco les faltaba para ser un basurero. Y eso por no mencionar que mi mamá y sus amigos me habían pedido dinero prestado antes de que yo aprendiera a esconder mejor mis ganancias—. Siempre he pagado a mi manera, así que no te preocupes.

    Henry me miró como si tratara infructuosamente de sumarme en su calculadora mental.

    —¿Dijiste que este gato de cincuenta dólares es él? ¿Cómo sabes?

    —¿Doble o nada?

    —¿Cómo dices? —insistió.

    —No necesitas acercarte, como tampoco necesitas acercarte a un hombre o una mujer para decir cuál es cuál. Tú, como doctor...

    —A veces me han engañado. —Él levantó las cejas y puso cara de no creerías algunas de las cosas que he visto, así que tuve que reírme.

    Nuestra conversación había llamado la atención de otros compradores. Una nutrida multitud se había reunido en un extremo del pasillo. Se estaba juntando alrededor de los productos enlatados y murmuraba entre sí. La mirada de lástima que ponían me resultaba conocida, pero por la manera de mirar a Henry, me dio la impresión de que no tenían ni idea de qué pensar de él.

    —¿Por qué nos miran así? —murmuré.

    —Pueblo pequeño —dijo Henry—. Fred es quien suele venir a comprarme el mandado.

    —¿Quién es Fred?

    —Mañana lo conocerás. Él me ayuda a atender algunos asuntos de la casa.

    Yo volteé hacia la gente que estaba al final del pasillo y grité:

    —¡No tienen de qué preocuparse! ¡Él no es peligroso durante el día!

    Por primera vez desde que lo conocí, Henry Royster sonrió y mostró un espacio entre sus dos dientes frontales, exactamente igual al mío.

    —¡Vaya! —dije, mirando el hueco—. De veras somos parientes.

    Los demás compradores desviaron la mirada o se retiraron con su cola invisible entre las patas, excepto una anciana que llevaba un vestido negro con franjas blancas —parecía un zorrillo—, quien se mantuvo en su lugar.

    Henry maldijo en voz baja, totalmente serio de nuevo.

    Di una vuelta en U y fui a la sección de detergentes con Henry pisándome los talones.

    —Extrafuerte —dije, mirando sus horribles jeans.

    Indiferente, él tomo una botella de plástico anaranjada del anaquel de en medio, pero yo susurré:

    —Estos hacen pruebas con animales. Mejor la botella azul —y señalé una marca que había en un anaquel de más abajo. Henry obedeció.

    —Te gustan los animales —dijo, y sonaba un poco más amable.

    —Su amor es más puro —respondí.

    —¿Más puro que qué?

    —Que el de la gente. Eso es lo que solía decir la señora King.

    —¿La señora King?

    —Ella fue quien me enseñó a leer, escribir y otras cosas, hasta que su corazón le falló. Vivía junto a donde vivíamos Lester y yo.

    —¿Lester?

    —Lester es quien nos cuidó a mí y a mi mamá antes que Manny. Estoy escribiendo todo esto en mis memorias.

    —¿No estás demasiado joven como para escribir la historia de tu vida?

    —¡Me han pasado muchas cosas! Además, yo solía leer todo el tiempo para la mamá de Charlie. Ella era ciega. La señora King me enseñó a leer, pero con la mamá de Charlie me volví muy buena para eso. Las memorias y las novelas de asesinatos y misterio eran sus lecturas favoritas. Decía que su vida era tan aburrida como la tierra roja y que vivía la vida por medio de la gente de los libros.

    —¿Quién es Charlie?

    —Charlie cortaba el pasto de las casas. Fue el novio que tuvo mi mamá entre Manny y Harlan, que fue el penúltimo. Harlan reparaba autos y me enseñó a conducir coches de palanca manual, estándar y automáticos. ¿Quieres que conduzca a casa? Soy muy buena para eso.

    —¿El penúltimo? —preguntó Henry.

    —Antes que Ray. Ray fue el último novio de mi mamá. Quien me cuidó antes que tú.

    Henry frunció el entrecejo al oír el nombre de Ray. Ray producía cierto efecto en la gente, sobre todo en mí. Me alegré de que Henry no preguntara más.

    Salimos del pasillo y vimos que los demás compradores platicaban cerca de la caja. La mujer zorrillo se puso frente a nosotros. Madame Traseronsky, pensé, la presidenta del Club de Metiches de Parker.

    —¿Todo bien, doctor? —dijo ella seca, con énfasis en la palabra doctor—. Hacía mucho que no lo veíamos en el pueblo. —Ella nos examinó de arriba abajo como una mamá cruel miraría a sus hijos. —Todos lamentamos tu pérdida, querida —prosiguió, ahora dirigiendo hacia mí su desaprobación y sin una pizca de sinceridad en su condolencia.

    —Señora Wilson —dijo Henry secamente, puso su mano en mi hombro y lo apretó—, esta es mi sobrina Zoé y ha venido a vivir conmigo.

    La señora Wilson nos miraba como si pensara que aquella era una idea extremadamente cuestionable.

    —Él ha sido muy amable —le dije—, pues sabe que estuve en la cárcel.

    Henry me apretó el hombro hasta que me dolió, pero yo seguí. No iba a darle a él o a doña Zorrilla la satisfacción de quedarme callada.

    —Veo que la mendicidad y la locuacidad son rasgos muy marcados en la familia Royster —dijo la señora Wilson—, junto con la promiscuidad y los modales profanos.

    Yo andaba que echaba fuego.

    —Sé bien lo que significan esas palabras, vieja tonta —dije, decidida a decirle por donde podía meterse sus opiniones, pero Henry me interrumpió.

    —Nos retiramos, señora Wilson. Dele mis saludos

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1