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El nombre del gato
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Libro electrónico230 páginas3 horas

El nombre del gato

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Tres historias de amor narradas por catorce gatos.
IdiomaEspañol
EditorialBookBaby
Fecha de lanzamiento30 ago 2012
ISBN9780984229543
El nombre del gato

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    El nombre del gato - Sergio E. Avilés

    MARIELA

    I DRISCOLL

    Este hombre pensaba que podía darme de comer todo lo que se le echaba a perder en el refrigerador, como si fuera yo un perro. ¿Qué podía esperar de él?

    Pero mira que estropearle el día de la graduación de secundaria a su hija es, como pendejada, extrema. ¿A quién se le ocurre traer a la amante con su cara estúpida de te queremos mucho, cuando ni siquiera alcanza una madurez emocional equivalente a la de la chiquilla de dieciséis años?

    Sí, vamos a conceder que alguien de la categoría de este imbécil — vaya, la generalidad de los hombres — dirían que la tipa está buenísima, hablando de la hembra humana. Pechos, firmes y no muy grandes; lo necesario para rebotar un poco cuando trota en el parque; cadera ancha sin llegar a ser deforme, solo lo suficiente para asentar unas buenas nalgas, abundantes y redondas.

    La cara... La cara oculta tras tantas cremas, polvos y pinturas, cejas sacadas a tirones de su cauce natural y pestañas alargadas a base de untijos sebosos, agotaría la lengua de cualquiera que intentara bañarla. La nariz operada. Bonita por fuera, delgadita y recta, pero hecha trizas por dentro: migajas de hueso mal pegadas y amortiguadas con extraños crecimientos cartilaginosos que le hicieron la risa gutural y horrible ... Y ya del cabello ni hablamos. No se sabe de qué color es, o fue; si es chino o lacio tampoco.

    Pero definitivamente, para un tipo así como éste del que hablamos, un buen acostón. O, muchos. Tantos que tras de ellos — a decir de la esposa — se fue el coche y la ropa y las joyas y viajes y la casa y lo peor, lo peor de todo, se fue la familia tras del divorcio.

    Una bonita familia, la señora y dos chiquillos, la pareja. Dieciséis ella, nueve él. Y a los dos les gustan los gatos.

    La niña es de esas que no sabe todavía si es o no bonita, pero que maduran con un sólido y bello temple del que irradia la belleza más sexy que pueda el hombre imaginar, coronado por un espíritu fuerte, independiente y labrado en sus años de soledades e introspección, recubiertos con el dulce caramelo del deporte, del estudio, del arte: La chiquilla participa en todo lo que le ofrece la escuela. Compite en natación, juega soccer y es porrista en el basquetbol. Toca el violín, canta y lleva la bandera en la escolta. Hizo el papel de Cenicienta en la obra que montaron en segundo de secundaria y fue coordinadora de producción en la puesta de Rent de la preparatoria, la única niña de secundaria que dejaron participar. Hubiera hecho el papel de Mimí pero su papá no la dejó. De esas veces que se mete solo para decir, vaya, una pendejada, ¿qué más?

    Porque Mimí tiene SIDA, es una prostituta. No te conviene el papel. Toda la obra es una reverenda pendejada, dijo.

    Tal vez tenía razón. Está muy chiquilla para andar con esos temas. ¿Por qué no pusieron mejor el Hombre de la Mancha?

    También ahí sale una puta, hubiera dicho el papá.

    Para éste ninguna mujer podría ser nunca Dulcinea. Ni su propia hija. Todas son Aldonzas para él, hijas de la chingada, las mujeres. Todas.

    Y no era cosa de él; tampoco era tan original. La idea se la había escuchado a un caricaturista del Excélsior de México que vino a pasar sus últimos años a Saltillo y conoció en La Canasta. La última vez que lo vio, en medio de una feroz borrachera aquí en este mismo departamento, le dijo: No te confíes, mi hermano: Todas las mujeres, todas, son unas putas, hijas de la chingada y con balcón a la calle. Todas.

    Y sentenció, Incluyendo a mis hijas — mis pobres yernos, cómo los hacen sufr... — a mis hermanas y a mi mamá.

    Era el alcohol el que hablaba. No lo pensaba así realmente, aunque había tenido seis esposas ya. Hay hombres que nunca aprenden. Todo lo que sentía y quería expresar con esas duras palabras era una patética inferioridad del hombre ante la mujer, del macho ante la hembra.

    A mí me gustaban esas borracheras aquí en la casa. Comenzaban más o menos de manera elegante y formal, con charolitas de botana en la mesa del centro y muchos brindis, buena música y cordialidad entre dos, máximo tres amigos de Juan Carlos. Luego la cosa iba degenerando y llegaba el momento en que a nadie le importaba si yo me subía a la mesa y me robaba el jamón serrano o las rodajas de pepperoni, que sinceramente me gustaban mucho más que las de la pizza, o el queso camembert, mi favorito ya cuando alcanzaba la temperatura ambiente.

    Podían volverme loco si traían un mousse — al que llamaban mouse — de hígado de pato con aceitunas negras y verdes o caviar, aunque generalmente me parecía demasiado salado.

    Juan Carlos se ponía entonces, alcoholizado, sumamente cariñoso, como cuando estaba en la otra casa, casado. Me tomaba en sus brazos y él mismo me ofrecía de sus galletitas — le gustaban especialmente unas Wheat Thins con tomate y albahaca — para que lamiera un poco del queso crema o cualquier cosa que le hubiera untado — Luego se las comía.

    Bernard Shaw dijo que no hay amor más sincero que el amor por la comida. Hammid, mi padre, me enseñó que es más sincero todavía el amor que te lleva a compartir la comida. Por eso es que cuando un gato atrapa un ratón, un pájaro o una cucaracha, tiende a llevarla a los pies del humano que vive con él; a veces para demostrarle que lo acepta como líder y a veces por lástima, pues lo considera incapaz de cazar para sí mismo.

    Todas las mujeres, dijo el invitado. Incluyendo a mi mamá, a mis hermanas y a mis hijas... Bueno, yo pensé en mi mamá y en mamá grande Nube — la madre de todos los gatos del barrio, el tronco del que todos descendemos — y, sí, aunque la amaba con todo mi corazón y su recuerdo me era entrañable, podía decir que había sido una puta, hija de la chingada y con balcón a la calle.

    II NUBE

    No le faltaba razón a quien hubiera dicho aquello. Lo son. Lo somos si ampliamos un poquito el rango. Todas las hembras de cualquier especie: redomadas cabronas.

    Hasta las gatas.

    Tuve mi primera camada antes de cumplir un año de edad. La primera primavera de mi vida ya estaba preñada.

    Para las gatas el sexo no es un instinto. Es una necesidad, realmente. La hormona se dispara — curiosamente es testosterona — y como decía la sirvienta de la comadre, cuando la gana da, la gana gana. Pues me dio y me ganó.

    El placer sexual es muy extraño. Está justo en el límite con el dolor y a veces no se distingue uno de otro; no podía sostenerme en pie. Maullaba grave, profundo y gutural. Era un llamado que viajaba lejos y pretendía llegar a todos los gatos del barrio; quería hacerles saber que ya estaba lista y esta vez no los recibiría con esos horribles gruñidos que aprendí para defenderme ni habría arañazos ni mordidas.

    Jajajajajajaj. Quería hacerles saber. Pero el recibimiento sería exactamente igual: los mismos gruñidos y las mismas afiladas garras que ya habían dejado dos gatos tuertos.

    No debería reír. Perder un ojo es terrible para un gato. Pierde la visión tridimensional y la capacidad para calcular distancias, quedando casi imposibilitado para cazar, arriesgándose a ser atropellado o caer de una azotea al no calcular el brinco. Perder un ojo es para un gato casi tan terrible como quemarse los bigotes.

    Seis gatitos. Uno negro, uno blanco y cuatro grises. Según dicen, porque eran de varios padres... Pudiera ser.

    La naturaleza ha dispuesto que las hembras, en la mayoría de las especies, tarden mucho y les sea complicado disfrutar del sexo. Para el macho la cuestión es sencilla, con el punto de placer muy concentrado y obvio. Se excita rápido y termina rápido.

    Luego viene el rechazo. No es que sean mala onda, pero la naturaleza les ordena irse ya para buscar otra pareja y esparcir su progenie. Tener posibilidades de que sus genes dominen en distintos barrios; la genética les mueve a dispersarse igual que a la hembra a protegerse con parejas múltiples, como yo.

    En los humanos es igual el deseo, por mucho tiempo controlado por una iglesia fuerte y represiva que prometía terribles castigos para los transgresores — aunque realmente eran sanciones dedicadas solo a la mujer. Con los machos como que se hacían de la vista gorda. De hecho, ahora que salen a la luz las fallas de una institución de ese tamaño, las mujeres se liberan y cada vez más se animan a quedarse solas en vez de aguantar los desplantes del hombre. Más que las múltiples parejas, les molesta la infidelidad a la economía familiar, a la propia de ellas.

    Y no es que todo sea visto en términos de dinero, sino que el dinero es, o debería ser, una representación de los recursos con que se cuenta. Todo el esfuerzo, la capacidad, el talento debería verse fielmente representado en términos monetarios para permitir el adecuado intercambio.

    Claro que la sociedad ha ya tergiversado el simbolismo, porque hay maneras de apropiarse del dinero sin el respaldo debido, sobre todo cuando el hombre agrega simbolismos sobre el símbolo, representando al dinero con una tarjetita de plástico, por ejemplo...

    Tuve mis gatitos bajo un escondido empalme de dos techos una tarde de otoño, de cielos muy azules y sombreado por una buganvilia de vivos colores rojos encendidos que brillaba al atardecer como garganta de colibrí. No sabía qué era lo que me pasaba, solo tenía unas ganas enormes de hacer un nido y recostarme en un lugar. Tenía un extraño fuego de vida en las entrañas que ya no cabía en mí y algo venía incontrolable como un tren sin frenos contra mí.

    No fue tan doloroso. Había mucho lubricante natural. Inmediatamente sentí la obligación de desaparecerlo todo para evitar cualquier aroma que pudiese atraer a un predador. Había unas ratas enormes en un pirul, más grandes que éstas, mis ratas personales.

    Los gatos no sabemos sonreír, pero estaba feliz. Agotada; fueron tres horas de labores y el corazón se me cansó de tanto latir tan fuerte. Esas patitas negras con uñas blancas diminutas se grabaron en mi mente para siempre y desde entonces son para mí el emblema de la vida.

    El apetito que yo perdí lo encontraron ellos. Para cuando comenzaba a salir el sol ya estaban mamando, bien prendidos todos... Menos el blanco. Algo en su disposición lo alejaba de nosotros, de su familia. Yo podía alcanzarlo a veces y jalarlo con mis patas o morderlo del cuello, pero se volvía a ir una y otra vez hasta quedarse sin fuerzas. Al final de la segunda noche no pudo más y dejó de moverse. Dejó de respirar al poco rato y perdí así a mi primer hijo.

    Los gatos no sabemos llorar. Dicen que a todas les pasa pero en ese instante el dolor y la angustia que existen en el mundo estaban ahí, atrás de mis ojos y en mi pecho roto. Nunca vería crecer a ese pedazo de cielo que había salido de mi vientre para clavarse luego en mi corazón y ahora grabarse en mi mente: inmóvil, una silueta recortada por la luz de una luminaria naranja, sus pequeñas orejas confundiéndose con las hojas de la buganvilia que con el viento mostraban ya más vida que él.

    No sé qué hice con su cuerpo. No recuerdo si fui a enterrarlo por ahí en el jardín o... en situaciones extremas me lo hubiera comido, para recuperar parte del esfuerzo que me significó crecerlo y parirlo. Su cuerpo me mermó de proteínas y minerales esenciales.

    Pero esta no era una circunstancia extrema. Ahí abajo de mi escondido balcón entre dos techos y sombreado por una buganvilia, recibía mañana y tarde las visitas del dueño de la casa y su pequeña hija; tendría ella como seis años de edad, que para la vida humana es apenas el comienzo, son unos cachorritos.

    Era una linda niña con dos trencitas a los lados y una sonrisa sutilmente hermosa, envidiable para cualquier gato. Y amaba a los animales.

    Eso es algo que una aprende a ver pronto en los humanos. Hay un brillo especial en los ojos de las personas afines a los gatos; las que saben leer intuitivamente nuestros códigos de conducta y aprenden a abrazar sin estrujar, a dejarse querer para querernos. A entender que si los arañamos y rompemos su piel cuando jugamos, no es porque nos hayamos enojado o seamos gatos malos. Es nomás que su piel es muy blandita, con pocos pelos y demasiado rígida para nuestras uñas y dientes, que son por otra parte nuestra única herramienta para expresar no solo amor, sino verdadera pasión.

    Y la chiquilla la tenía... Claro, faltaba que pasara la adolescencia y esa etapa en que la hormona también las vuelve locas, cuando una quiere acabar con ellas realmente sin remordimientos. ¡Son odiosas! Y mira que hubiera sido fácil, ahora... matarla.

    Mi doble techo estaba al final de la azotea. La caída no era mucha, unos siete metros. Pero en el camino pasaba una línea eléctrica de 120,000 voltios. Una embestida hubiese bastado para enviar a cualquiera que se acercara a mecerse en esa cuna fatal de tres hilos.

    De ahí que el papá de la chiquilla decidiera trasladarme con toda mi prole a su estudio, un simpático bodegón que alguien antes que él concibió para emborracharse con sus amigos lejos de las esposas... de todas menos la suya, porque tenía la cocina a tiro de piedra o grito de ¡vieja...!

    Para que supiera que se habían acabado las Tecate.

    Ahora era el estudio. Un cuarto lleno de libros y revistas donde había, más que nada, polvo. Ahí en un rincón puso unos cojines y toallas para que su hija pudiera ir a ver a los gatitos lejos del peligro. Yo lo dejé y acepté mi nuevo nido porque en ese tiempo y desde hacía rato el señor me daba de comer. Juan Carlos, se llamaba. A mí me llamaba Nube y decía que era porque tenía una catarata en un ojo. Había sido el arañazo de un gato grandote muy al inicio de mi vida y degeneró en una opacidad sobre mi córnea. No estaba tuerta pero nunca vi al cien.

    Llegué al estudio de Juan Carlos porque era él aficionado a comer una carnita seca extremadamente delgada y crujiente que solo ahí en Saltillo se fabrica, me dicen. Se llaman Carnisnacks y el aroma me volvía loca. En cuanto escuchaba que estaba abriendo una de esas bolsitas, un leve crujido del polipropileno metalizado con barrera de humedad, me lanzaba a entrar por el hueco del vidrio roto en la ventana y brincaba a su escritorio donde me recibía él con una hojuela que era para mí como un ribeye entero... Hasta marmoleado tenía, como la carne que después conocí en Múzquiz, Coahuila, a donde me relocalizó con uno de mis hijos luego de la agresión ... Pero eso es otra historia...

    III MARIELA

    El licenciado Rubalcaba basó su defensa del Ing. Treviño, acusado de asesinar a su esposa, en su posterior intento de suicidio.

    Si acababa de resolver su problema. ¿Qué caso tendría suicidarse?

    En cuanto obtuvo su libertad y tuvo acceso a los fondos de la difunta, el ingeniero cubrió sus honorarios y además le mandó como regalo una fabulosa motocicleta BMW 1200GS. A mí me encantaba dormir sobre su asiento en las tardes, porque el sol de la mañana, aunque no le daba de manera directa, lo dejaba a una temperatura muy agradable. Eso me lo había enseñado mi abuela Mariela, la Mariela original, hacía algunos años. ¡Cómo la extrañaba! Mi mamá había sido su única camada, mientras que ella ya llevaba cuatro, habiendo heredado el temple más tranquilo de su padre. No hubiera habido nada, de hecho, pero debido a un engaño del médico — no le hicieron bien su operación — siguió fértil durante toda su vida. Solo que era tan feroz que no toleraba la cercanía de los gatos machos.

    El ingeniero estaba realmente agradecido, y continuó cultivando la amistad del licenciado invitándolo a viajar con su grupo a la Semana de la Moto en Mazatlán ese año, durante las vacaciones de pascua. Es un tiempo de paz, licenciado. Una libertad plena que acentúa el transporte sobre dos ruedas. De veras le recomiendo que acepte.

    Esa mañana había recibido su primera invitación por correo y, después de tantos años, dudó si debía

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