Como en el cuento de Alicia en el País de las Maravillas, el gato se ríe de nosotros. Responde con un ronroneo hechicero y ese maullido infantil. Exige lata como el señor feudal reclamaba la pernada. Se hace el perro, sin ser servil. Es un caballo que no cargó con nada. De entre los animales llamados domésticos, ha trabajado más bien poco…
Mago de las señales, ha sabido mimetizar su forma de marcar el territorio con la caricia y el roce que derrite la pantorrilla. Grácil, armónico, bello en sentido griego, es un seductor, un pirata que llegó por mar (aunque curiosamente detesta el agua). Un rufián de los desiertos que hoy vive de Ciudad del Cabo al Polo Norte. Nadie duda de su inteligencia y de su éxito evolutivo. Y se ríe de nosotros porque, aunque compartimos sofá, no sabemos muy bien quién es. «Conocemos mal los pormenores de la domesticación del gato», admite Arturo Morales, director del Laboratorio de Arqueozoología de la Universidad Autónoma de Madrid, y uno de los participantes en el mayor estudio internacional que ha buscado su origen, un análisis genético de restos fósiles que fue publicado en 2017 en la revista Nature Ecology and Evolution.
Aunque se ría de nuestra ciencia, nunca ha engañado a nadie. En su misma cola nos plantea el enigma. El rabo alzado, con la punta curvada en gracioso semicírculo, es, si te fijas, como un signo de interrogación. La pregunta flota silenciosa, siempre a su aire, por el pasillo: quién eres tú, de dónde sales, qué haces aquí conmigo, felino, descendiente del arisco reino del león.
Vamos a intentar responderlo. No va a ser fácil. La ciencia lleva siglos preguntándoselo. Aunque hemos acotado el territorio en Oriente Medio, y el inicio en la aparición de la agricultura en el Neolítico, las respuestas se camuflan en atigradas conjeturas. Ni siquiera tenemos claro si podemos aplicar a este ser las leyes clásicas de los animales domésticos. Escapista, animoso libertario, y