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Los Gatos Bailan En La Madrugada
Los Gatos Bailan En La Madrugada
Los Gatos Bailan En La Madrugada
Libro electrónico116 páginas2 horas

Los Gatos Bailan En La Madrugada

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En Europa a principios del Siglo XX, Gregorio Samsa, se convierte en insecto. En Cuba, a principios del Siglo XXI, Andrés, el chofer de un JEFE, se convierte en gato.
A partir de este paralelismo se desarrolla la trama de “Los gatos bailan de madrugada”, una historia sobre la degradación del ser humano, sobre la aparición de la esencia animal que cada uno de nosotros porta dentro.
Esta novela es una descarnada crítica a la corrupción de la sociedad cubana, a la omnipotencia de los JEFES, o la nomenclatura, como prefiera llamarse, y a la forma en que son marginados los pobres, las clases inferiores, esas que supuestamente son las dueñas del poder en una sociedad como la cubana. Es también una pintura de la sumisión humana, de la aparición de los instintos más bajos cuando se trata de sobrevivir ante la opresión de los poderosos.
Utilizando un humor cortante, corrosivo esta obra desnuda a la sociedad cubana y no las retrata mucho mejor que cientos de tratados y ensayos escritos sobre el tema, invitándonos a leerla y a criticar o a solidarizarnos con ese semejante nuestro que termina trepado en los tejados maullando orgullosamente.

IdiomaEspañol
EditorialEmooby
Fecha de lanzamiento9 mar 2011
ISBN9789898493392
Los Gatos Bailan En La Madrugada
Autor

Jorge Silvero

Nombre: Jorge Godofredo Silverio TejeraFecha de Nacimiento: 08/11/1961Lugar de nacimiento: CabaiguánLicenciado en Historia y Ciencias Sociales y en Derecho por el Instituto Alexander S. Serafimovich de la URSS.Master en Marketing y Gestión Empresarial por la ESEM de Madrid.Premios y Menciones:-Concurso nacional “17 de Mayo” de cuento. Cuba 2003. 1er premio-Concurso nacional de novela “Cirilo Villaverde” del centro Hermanos Loynaz de Pinar del Río. Cuba 2003. Mención en novela para Jóvenes por Pon tu mano en la mía.-Concurso nacional “Mundo Marino” de cuento de la Casa de Cultura de Amancio en Las Tunas. Cuba. 2004. 1er premio.-Beca de Creación “Sigifredo Álvarez Conesa” del Consejo Nacional de Casas de Culturas de Cuba.2004. Por el libro de cuentos La Tumba y las medallas.-Concurso nacional “17 de mayo” de cuento 2004. Primer premio.-Concurso nacional “Guaicán” de Literatura Fantástica y Ciencia Ficción. 2004. Mención.-Premio “La Edad de Oro 2006” en Ciencia Ficción por La Pared Transparente.-Premio La Rosa Blanca de la UNEAC de Cuba a mejor texto publicado ese año para niños y jóvenes.-Premio nacional de narrativa Eliseo Diego 2007 del CPLL de Ciego de Ávila. Cuba por el libro “si usted aprendió a besar en checo”.-Premio “Romance de la niña mala” de la UNEAC de Cuba por su obra dedicada a los niños. 2008-Premio “Benito Pérez Galdós” de Novela de la Asociación Canaria de Cuba 2010.Publicaciones / Libros:-Razones de Peso. Cuento. Ediciones Luminaria. 2003. -Pon tu mano en la mía.Novela para jóvenes. Ediciones Luminaria. 2005. -La Tumba y las medallas . Cuento . Ediciones Luminaria. 2006-Abrir ciertas ventanas. Antología de narrativa espirituana. En coautoría con Marlene E. García Pérez. 2006.-La Pared Transparente. Novela de Ciencia Ficción para Jóvenes. Gente Nueva 2007.-¿Por qué callan los corderos? – Ediciones Luminaria. 2008-Si Usted aprendió a besar en checo – Ediciones Ávila. 2009. Ediciones Idea- Aguerre 2010.

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    Los Gatos Bailan En La Madrugada - Jorge Silvero

    Le duele el hocico y la pata derecha por la brutalidad del golpe contra la pared, no puede comprender cómo fue posible que fallara el perfecto mecanismo de coordinación de su cuerpo, y eso lo molesta con el fastidio que provoca toda incomprensión. Además, el ratón escapó y tuvo la desfachatez de detener su carrera al verlo caído en el piso y esbozar una mueca con sus dientecillos cobardes y temblorosos, la venganza inútil de la víctima que logra escapar y quiere, con su burla, cobrar los instantes de pavor momentos antes padecidos, sin entender que el círculo se reanudará dentro de poco y volverá a estar corriendo por su vida.

    Es el tercero que se le escapa en dos días: algo está pasando con sus músculos, no tienen la sincronización necesaria para dar el salto en el momento oportuno, cuando la presa se encuentra paralizada por el miedo; su propio corazón se niega a bombear; los ojos no caben dentro de las órbitas; no tiene voluntad de vivir y se ofrece en un instante tan fugaz como eterno. Ha fallado, como si los resortes que lo mueven estuvieran enmohecidos; y la víctima, recuperada de su propio terror, ha escapado.

    Lame la extremidad lesionada, mientras percibe una persistente señal desde el estómago, índice seguro de la necesidad impostergable de ingerir alimentos; son pequeños retortijones que se multiplican y conectan hasta provocar falta de aire. Comer es un placer, pero se convierte en tortura cuando el alimento es esquivo. Estira las uñas para comprobar su estado. No sufrieron daño alguno, eso lo satisface. No es consuelo válido: por muy afiladas que estén las uñas, si las patas no funcionan, son papel mojado.

    Se queja con un maullido lastimero que resuena por todas las habitaciones de la casa y penetra hasta las escondidas madrigueras de los roedores, provocando estremecimientos de espanto entre los pequeños y preocupación entre los mayores, algunos de los cuales han sentido muy de cerca el puntiagudo terror de sus garras. Es el eterno juego del perseguido y el perseguidor, cada uno usa sus armas para lograr la sobrevivencia.

    El hambre y el dolor lo llevan a buscar refugio debajo del sofá de la sala. Lo prefiere porque es mullido, poderoso, con forro de cuero negro y un persistente olor a materiales caros y de calidad; ese es un mueble de gente rica y, si no puedes sentarte encima, trata por lo menos de esconderte debajo, esa es una de sus máximas favoritas.

    A esta hora, la casa está vacía, lo dice el olor mustio a grasa desvanecida y perfumes en fuga, el silencio ausente, la oscuridad que reina en cada pieza. De los cuartos escapa un vaho a sábanas tibias, colchones nuevos y ropas sin usar que desfila por encima de su cuerpo y regresa al lugar de donde partió. Un rayo dorado y confianzudo, pasó sobre la mesa de centro e iluminó una fotografía a colores dentro de un marco brillante: el jefe abraza a la esposa, ella finge una sonrisa de dientes relucientes mientras acaricia al animal cargado en sus brazos, los niños sonríen con aburrimiento, la clásica foto de familia que se toma en días de fiesta cuando el fotógrafo hace rebajas.

    La duda lo asalta. Su abuela decía que cuando un animal se retrata, le trae mala suerte y se muere pronto ¿Será verdad? De todas maneras, ¿eso lo afecta también a él? La vieja siempre andaba con las creencias y las malas suertes, y no faltaba un día en que pusiera vasos con aguas y flores blancas encima de la pared o encendiera velas a los santos, ¿y qué había logrado? Que el hambre fuera una enfermedad endémica en su casa; y el mugre y la pobreza, invitados permanentes.

    En estos momentos, es el dueño y señor; la soledad lo acuna y protege de intromisiones extrañas o no deseadas. Con la lentitud y majestad de un león en plena sabana africana, sale de su refugio y va hacia la cocina, el deseo de comer vence a la necesidad del descanso. La habitación es blanca, reluciente, limpia; la luz penetra por las persianas abiertas, adornando con tonos soleados los muebles y los calderos, una hilera de maderas claras pulidas por la mano del hombre y los materiales sintéticos utilizados en su confección.

    De un salto, trepa a la meseta azulejada en perla y azul. El brillo de las losas molesta sus ojos, por lo que debe cerrarlos hasta que queden como una misteriosa línea en sus ojos. El horno microwawe reposa en una esquina su aristocrática tranquilidad; husmea a través de la pantalla, intentando ver si quedan en su interior restos de carne asada o pizzas. No nota nada, pero el recuerdo hace gotear las glándulas salivales y que la barriga salte en una arrebatada danza sin lobos. Restriega el cuerpo contra la pulida superficie de metal y aspira en el aire las perdidas huellas de viejos festines, esto lo altera aún más y emite un grotesco maullido ronco, tan desfasado que él mismo se sorprende. ¿Qué pasa con su voz? ¿Está cambiando?

    Un tropel de recuerdos asalta su memoria, entran a borbotones sin pedir permiso y lo hacen temblar.

    Antes, revisaba el horno; aunque era más difícil: el jefe podría presentarse en cualquier momento y sorprenderlo, o su mujer o los hijos aparecer de repente y mirarlo con ojos burlones donde la amenaza con denunciarlo se asomaba. Pero entonces, tenía dos patas y su lengua no sólo maullaba, también podía justificarse e inventar historias o hasta culpar a otros.

    La primera vez que probó una auténtica lasaña italiana, fue en esta cocina. Llegó temprano como siempre y el jefe le dijo:

    —Andrés, mientras me visto, vete a ver si queda café de ayer.

    Entró inseguro en aquella habitación mucho más grande que toda su casa, con un olor que lo mareaba y ponía a temblar su nariz.

    El termo estaba junto al horno y, casi sin querer, sus ojos se fijaron sobre el plato colocado detrás del cristal. Miró a todos lados, no vio a nadie y escuchó a lo lejos los resoplidos del jefe en el baño. La mano se movió sola hasta la manija y la abrió. El arrebatante agridulce de la lasaña le turbó y, sin pensar ya en las consecuencias, tomó el alimento en sus manos.

    La voz lo paralizó.

    —Cuando quieras algo, pídelo, es de buena educación —la mujer del jefe, en bata de dormir, le escupía su desprecio en una frase corta y distante.

    Sólo atinó a reír estúpidamente y a odiarla con todas sus fuerzas a partir de ese momento.

    La olla arrocera huele a húmedo. Unos granos danzan en el agua grasosa. Arruga los bigotes y se pasa la pata por la nariz: el arroz le provoca náuseas; no es como la carne que, de solo olerla, lo llena. Sus gustos han cambiado mucho, se ha sofisticado, mejorado, dice él a sus amigos cuando se reúnen a maullar bajo la luna.

    Se acerca al refrigerador, pone la pata adolorida sobre la superficie fría, el alivio es inmediato. Antes, cuando se golpeaba, se ponía hielo, ahora tiene que conformarse con el refrigerador; pero, en definitiva, los resultados son los mismos y eso es lo que importa. El fin justifica los medios y, si te alivia el dolor, da lo mismo un cubo de hielo que una plancha fría de zinc.

    El aparato, como le decía la abuela, siempre ejerció una atracción enfermiza sobre él; en casa tenía uno, pero era un INPUD mísero, con cojera en las patas y el corazón siempre vacío, mientras que las ñañaras y costurones de la pintura, no dejaban siquiera adivinar el color original. Este es diferente, blanco, pulido, con cintillos brillantes, un letrero negro en un idioma desconocido y un olor que escapa por todas sus juntas: el perfume de la carne roja, el jamón y la leche fresca. ¿Cuántas veces se paró en una tienda a observarlo y soñó con tener uno igual? Era una obsesión en su vida, una meta que se puso, tener en su cocina uno brillante y alto, mientras más grande mejor, para podérselo mostrar a las visitas y que estas vieran hasta donde había llegado Andrés, el nieto de la vieja Severina, el que se crió huérfano, cazando peleadores en las cañadas para vendérselos a los niños gorditos y sonrosados que tenían dinero para comprar los peces, pero no valor para meterse en el agua sucia y pestilente a cogerlos con el jamo. Pero por mucho que se esmeró, no pudo pasar del viejo INPUD descascarado, que le resolvieron en la empresa, dándole de baja como si estuviera roto y llevándolo escondido de noche, para evitar preguntas innecesarias y molestas.

    Por eso fue un buen trabajador, de los que cumplía sin rechistar cualquier orden, por absurda que pareciera;

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