La sirena negra: Muerte
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Emilia Pardo Bazán
Emilia Pardo Bazán (A Coruña, 1851 - Madrid, 1921) dejó muestras de su talento en todos los géneros literarios. Entre su extensa producción destacan especialmente Los pazos de Ulloa, Insolación y La cuestión palpitante. Además, fue asidua colaboradora de distintos periódicos y revistas. Logró ser la primera mujer en presidir la sección literaria del Ateneo de Madrid y en obtener una cátedra de literaturas neolatinas en la Universidad Central de esta misma ciudad.
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La sirena negra - Emilia Pardo Bazán
La sirena negra
Vector de Espigas ornamentaEmilia Pardo Bazán
Colección clásicos Mujeres escritoras
Triunfo, amor y muerte.
PARDO BAZÁN, Emilia: La sirena negra
Edición original CDU: 821.134.2-3118
Biblioteca Nacional de España
© obra Emilia Pardo Bazán
© reedición 2021 Ediciones Garoé
Imágenes: John William Waterhouse. Título: Una sirena (1900)
Adaptación y actualización de la obra: María Yuste González
Sinopsis: Paola Ramírez | Colectivo la observadora
Prólogo: Ela Alvarado
Dibujo patrón floral: Paula Marián Amado
Vectores ilustraciones: Luxuryos
Diseño de cubierta: María Ibaya Yuste González
Maquetación ebook: CaryCar Servicios Editoriales
Corrector: Víctor J. Sanz
Impreso en España, Barcelona
ISBN:978-84-124013-5-6
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Ven, muerte, tan escondida
que no te sienta conmigo,
porque el gozo de contigo
no me torne a dar la vida¹
Verso de Comendador Escrivá
año 1511
Índice
Prólogo
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI
XVII
XVIII
Prólogo
Ornamenta en imagen Separador vectorEl nombre de Emilia Pardo Bazán está vinculado al desarrollo del naturalismo en España y a la misógina historia de la Real Academia Española, por los constantes rechazos a su petición para ocupar uno de sus sillones. Sin embargo, su importancia como intelectual, destacada escritora y precursora feminista quedaría incompleta si nos limitáramos a estas cuestiones.
Pardo Bazán es, por méritos propios, una de las personalidades destacadas de la literatura de finales del siglo XIX y principios del XX. Fue la primera mujer en dirigir la sección literaria del Ateneo y la cátedra de Literatura de la Universidad de Madrid.
Destacó en todos los géneros literarios que trabajó —con excepción del teatro—: cuento, crónica, novela, ensayo, artículos, crítica y poesía. Impartió conferencias, ejerció de traductora, editora y periodista. Estudió idiomas para leer en su lengua original a los escritores y pensadores europeos; y, tras su divorcio, viajó sola por toda Europa. Pasó largas temporadas en París y en Madrid, ciudad en la que acabaría residiendo a partir de 1891.
Fue una pionera, una mujer moderna y una erudita que se adelantó a su tiempo, una de las personalidades más completas y destacadas del siglo XIX, una mujer provocadora, cargada de contradicciones, con una trayectoria extensa y compleja.
Nacida en La Coruña en 1851, tuvo la fortuna de pertenecer a una familia muy bien posicionada económica y socialmente. Hija única, de padres liberales, disfrutó de la mejor educación posible: cada invierno se trasladaban a Madrid para que la pequeña Emilia asistiese al elitista Colegio Francés. Hasta 1910 no se permitió el acceso de las mujeres a la universidad, por lo que la joven se vio obligada a continuar sus estudios en casa, primero bajo la tutela de profesores y, posteriormente, de forma autodidacta.
Creció en un ambiente poco común para las niñas de su época: tertulias y reuniones sociales en su casa, acceso libre a la biblioteca paterna y viajes por Europa en los que descubrió su gusto por la escritura; todo ello contribuyó a definir su personalidad transgresora y activista.
El convencimiento de su padre de que no había nada que una mujer no pudiese hacer tuvo mucho que ver en su deseo de convertirse en una escritora profesional, a pesar de las dificultades que entrañaba. Como señala Carmen Simón Palmer: «La sociedad española del XIX y principios del XX no acepta a la mujer que escribe».
La mujer era víctima de una división de roles muy estricta. Su única ocupación permitida era la del ángel del hogar: la esposa y madre completamente entregada a su familia, relegada al ámbito doméstico y a su papel como musa, carente de genio creador.
Como cualquier otra actividad artística, la escritura correspondía al ámbito público y al espacio masculino. Como el talento era una cualidad varonil, la única concesión permitida a las escritoras del XIX era lo que se conocía por «escritura virtuosa»: textos con una intención moralizante y de nulo interés literario.
Cualquier transgresión de esta división de funciones era entendida como una actitud de rebeldía, y quien se atrevía a ello se enfrentaba a la descalificación. Los términos poetisa y literata adquirieron entonces una connotación negativa, por lo que el uso de pseudónimos por parte de escritoras se hizo frecuente.
Pardo Bazán nunca creyó en estas segmentaciones naturales, luchó por la independencia de la mujer, por su educación y, como escritora, por su derecho a cultivar cualquier género literario y a ocupar el espacio público.
La sirena negra (1911) cierra la trilogía Triunfo, amor y muerte, que comenzó con La quimera (1905) y Dulce dueño (1908). Concebidos en su madurez literaria, estos tres títulos suponen un claro acercamiento al movimiento modernista, aunque sin abandonar del todo el naturalismo, corriente estética que había estudiado y utilizado en sus obras.
El protagonista es Gaspar Montenegro, un caballero imbuido del espíritu romántico, insatisfecho y alérgico a la vida social y a los convencionalismos del matrimonio. Hastiado del lugar que se le atribuye en la sociedad, lo único que despierta la pasión en él es una inexplicable atracción hacia la muerte. En un intento de trascendencia, de llenar el vacío que le provoca su situación vital, su profundo tedio, Gaspar hace amistad con una joven moribunda y le promete adoptar a su pequeño tras su muerte.
Montenegro contrata a criados, a una niñera y a un instructor para su hijo, y se retira a su casa de verano con la intención de huir de los comentarios y de las indiscretas miradas que tanto le agobian. Su comportamiento despótico y cruel con aquellos que le rodean, le llevan a una situación con final trágico que, irónicamente, le despertará del canto de la sirena negra con el que lleva tanto tiempo coqueteando.
Esta obra, con elementos propios no solo del naturalismo, sino también del simbolismo y del decadentismo finisecular, es una muestra de la capacidad de Pardo Bazán de analizar el momento que le tocó vivir. Con una historia aparentemente sencilla, la autora hace una crítica feroz a esa sociedad pudiente de principios de siglo, vacía de voluntad y carente de sentido.
El acercamiento a los personajes de las clases privilegiadas está cargado de censura y de cinismo, que se multiplica cuando el caballero habla con el maestro o se burla de la institutriz. Los dos mundos se entrecruzan, y la melancolía que padece Garpar se vuelve ridícula cuando se enfrenta al trágico final que él mismo ha provocado.
La crítica especializada coincide en que lo mejor de la larga trayectoria de la autora gallega está en sus obras de madurez, a las que pertenece esta novela. En ellas reflexiona sobre la muerte, la religión y el arte, la locura y el sentido de la vida, las convenciones sociales, las diferencias entre clases y la situación de la mujer.
Emilia Pardo Bazán encontró su voz mirando a su alrededor, observando y estudiando el mundo que la rodeaba. Y no dudó en alzarla, en ocupar el espacio público con una intensa vida social y profesional. Revitalizó un género denostado como era la novela y la utilizó como medio para reflexionar e invitar a la reflexión, para analizar, para pensar el espíritu humano.
El imaginario onírico de Garpar Montenegro queda perfectamente ilustrado por la imagen que ocupa la portada de esta edición. El cuadro, pintado por John William Waterhouse, representa a una sirena de enigmática mirada, joven, con piel blanca y cola oscura de pez, sentada sobre unas rocas y con algunas joyas a su lado.
La modelo, Muriel Foster, conoció al pintor en 1891, cuando ella solo tenía 15 años. A partir de ahí, se convirtió en protagonista de gran parte de la obra del pintor británico. Como si de una leyenda se tratase, se cuenta que sus facciones perfectas la convirtieron en la mujer más retratada de la historia del arte. Sea cierto o no, sin duda es una ilustración muy adecuada para esta obra de deseos insatisfechos, de búsqueda y de pasiones encendidas.
Ela Alvarado
I
Escuchad
ImagenEn la esquina de la Red de San Luis y el de Gracia, me separé del grupo que venía conmigo desde el teatro de Apolo, donde acabábamos de asistir a un estreno afortunado. Si hablase en alta voz, hubiese dicho «grupo de amigos», pero, para mi sayo, ¿qué necesidad tengo de edulcorar la infusión? Espero no poseer amigo ninguno; no tanto por culpa de los que pudieran serlo, cuanto por la mía. Si alguna vez me he dejado llevar del deseo de comunicación, de expansión, de registrarme el alma y enseñar un poco de su oscuro contenido, a la media hora de hacerlo estaba corrido y pesaroso, según estaría un sacerdote hebreo que hubiese permitido a un profano tocar al arca de alianza.
Por lo mismo, me guardé de terciar en la polémica que armaron sobre «la idea» de la obra. La tal idea es ya para mí una persona de toda confianza: por sexta vez en este invierno la aprovecha un autor. Según los recitados, cantares y diálogos de la zarzuelilla, la vida es buena, la alegría es santa y los que no andan por ahí chorreando satisfacción son unos porros. No sé por qué (acaso por efecto de la discusión trabada entre los del grupo y que me golpeó en el cerebro con redoble de martillazos secos y ligeros sobre una placa sonora), la cuestión, en aquel momento, me preocupaba. Ningún problema, para el que vive, revestirá mayor interés que este de la calidad de la vida.
Y, aunque preocupado, mediante la facultad de desdoblamiento que poseemos los meditativos sensuales, no dejaba yo de notar una serie de insignificantes circunstancias. Bajo mis pisadas, la acera resonaba metálicamente. La noche era límpida; el frío, puñalero; y al abrigo del tapabocas de malla de seda, mi respiración se liquidaba en gotitas glaciales, humedeciendo la barba. Se me ocurrió tomar un coche; después opté por seguir andando. El frío duro me activaba el pensar y en aquel mismo instante decidí plantearme yo el problema, aprovechando todas las ocasiones de caminar hacia su resolución, no en beneficio del género humano, sino para mi gobierno tan solo. El «género humano» es el vocablo más vacío de sentido; no hay humanidad, hay hombres. Si algo se afirma del género humano, los hombres se encargan de desmentir al punto la afirmación. Rumiando estas afirmaciones, saqué el pañuelo y sequé las esférulas que me aljofaraban la barba, impregnada de brillantina olorosa.
Al entrar en la calle de Jacometrezo, interrumpió mis cavilaciones una criatura de mantón gris, de ojeras carbonadas. ¿Qué opinará del vivir esta mujer, a quien rechazo con fastidio como a una mosca? No necesito preguntar: si hay algo previsto, conocido, de psicología rudimentaria, es el poso del ánimo de estas galantes callejeras. Las llaman de la vida, por antonomasia, y, a más, de la vida alegre. Para olvidar un instante lo alegre de su vida, fuman, gritan, riñen, se embeodan, insultan y su ideal, su dorado sueño, es acostarse temprano y dormir a pierna suelta.
Cien pasos más allá, el sereno se inclina sobre un hombre espatarrado en el suelo. A mi ademán auxiliador y a mi pregunta, el vigilante responde solícito para mí y compasivamente desdeñoso para el caído. «Nada, lo diario: un borracho que todas las noches se tumba exactamente en esa rinconada misma… Nunca llega a su casa, que dista dos pasos… Y es lástima de él: un carpintero, perito en su oficio, con cinco chiquillos que caben debajo de una cesta».
Cuando lo enderezamos, algo líquido, viscoso, resbaló por mi mano, que sacudí con repugnancia. Era sangre. «Está herido», advertí al sereno; y le llevamos con mayores precauciones a su morada, edificio angosto y caduco, de esos que abundan en las vías más céntricas del Madrid viejo. Salió la esposa, abotagada de sueño, desgreñada: vio la rotura de la cabeza de su marido y maldijo y se desdichó: «¡Gaste usted ahora en médicos y botica!» Al oír los consuelos negativos del sereno —en vez de un herido,