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Siempre un destierro
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Libro electrónico321 páginas5 horas

Siempre un destierro

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Y a una persona, ¿cuántas veces se la puede arrancar de raíz y esperar que siga viviendo? ¿No morimos, como los árboles, desde la primera vez, aunque demos algunos frutos, algunos hijos, cuando nos trasplantan a tierras fértiles y tropicales?

Las raíces nacían en Francia: lo atestiguaban los apellidos, las cartas, las frases para llamar a la mesa. Pero quien hurga en el pasado encuentra más historias de las que planeó enfrentar. Así, la investigación sobre cierta carta, cierto viaje, cierto matrimonio, trae consigo el alud incontrolable del pasado: de la Ciudad de México a la colonia francesa en Veracruz, a los pueblos saboyardos en medio de los alpes, a la campaña militar en Argelia y Túnez.

Y aparecen entonces los viejos rostros, que son nuevos para quien ignora la historia entera: Simon-Claude, el médico prodigioso que curaba hasta la rabia. Ernest, el soldado que amó a tres mujeres y perdió tres futuros. Elise, que odió el nuevo continente pero eligió no abandonarlo. Franceline, que quiso hallar el paraíso en un México agreste.Una novela familiar sobre la identidad, el exilio, el desarraigo, el amor, las ilusiones perdidas y la persistencia de la memoria.
IdiomaEspañol
EditorialOcéano
Fecha de lanzamiento2 jul 2019
ISBN9786075570013
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    Siempre un destierro - Gabriela Couturier

    A Yiannis, siempre

    A Yvette, por todo

    Con todo mi agradecimiento

    a Jean-François Campario, sin cuya

    ayuda, información, alojamiento y lectura

    esta novela no habría sido posible.

    I

    La carta era de amor y llevaba más de un siglo oculta en el granero. Esa carta, que no iba dirigida a la mujer deseada, atravesó el Atlántico desde Veracruz, llegó a Francia a tiempo y cumplió su cometido: el pretendiente rogaba el consentimiento de los padres de su amada para casarse con ella, a pesar de que nunca lo hubieran visto y tuvieran pocas esperanzas de conocerlo. Luego pasó el tiempo, vinieron las cosechas, llegaron las desgracias y las migraciones, y la carta se quedó olvidada bajo el polvo y los escombros. Cuando apareció, estaba algo roída por las ratas; pero seguía siendo tan elocuente como lo había sido en el momento en que Maurice pidió la mano de Franceline. A Franceline, decía él, tengo la inefable dicha de gustarle, y aseguraba haber resultado el elegido de su corazón, a pesar de ser quizás aquel que menos lo amerita.

    El granero que protegió la carta era el de la casa de Jaintouin, en la Alta Saboya francesa, que durante el siglo XIX albergó a mis antepasados y que perdió mi tatarabuelo Simon-Claude ante los acreedores de un préstamo impagable y una promesa descuidada. Fue ésa la casa que abandonaron los viejos para refugiarse más arriba, en el flanco de la misma montaña, y de la que salieron los dos hermanos que se habrían de instalar para siempre en las costas de Veracruz.

    Ese granero era, como todos los de la región, una edificación baja y sólida, situada a algunos pasos de la casa principal y construida para resistir los deslaves, los fuegos y las inundaciones comunes en la zona. Además de los granos, protegía la ropa de domingo, los documentos y todo lo que la familia consideraba de valor. En ese nido la carta había resistido el tiempo y los cambios como un mensajero hechizado esperando su liberación.

    Cuando la carta salió a la luz, ya pocos en la familia recordábamos la desafortunada historia de amor de Franceline y Maurice. Se sabía que Franceline había emigrado a México, todavía adolescente, siguiendo a su hermano Ernest, cuando entendieron que ya no tendrían futuro en esas montañas. Sabíamos también que ninguno volvió a la Saboya, y que los descendientes en México, dos generaciones después, éramos mucho más numerosos y considerablemente más prósperos que los que se quedaron en Francia. Pero había sido tanto el tiempo y tanta la lejanía, que la poca correspondencia que cruzó el océano durante esas décadas no hizo más que profundizar la distancia y la separación.

    La habitación donde los he conocido no guarda sólo cartas y fotos, sino también uno de los vestidos de Franceline, de los que ella terminó, de los que menciona en su correspondencia. Era una mujer diminuta: tal vez por eso nadie más lo usó; tal vez por respeto. Sigue en una caja y huele a naftalina. Toda la habitación cambia de olor, como si cambiara la luz, desde el momento en que abrimos la caja. Vemos ahí dentro un mechón de pelo castaño claro que pudo haber sido suyo, aunque está guardado en un sobre sin inscripciones, en una caja con cosas que pudieron ser de quienquiera.

    Colgado en un perchero, como a punto de usarse, está también el sombrero de Maurice. Ese absurdo sombrero de fieltro al que se aferraba a pesar del calor, sin el que se sentía desnudo, expuesto, y que nunca quiso cambiar por los de palma, de alas anchas, como los que se usaban en Veracruz.

    Su sobrina Léontine, tía Tina, a quien Franceline no conoció, lo ha atesorado todo, lo ha mantenido intacto, en esa habitación polvosa donde la naftalina lucha contra el olor del tiempo.

    Para sus noventa y tantos años, es sorprendente lo erguida que se mantiene la tía Tina. Dicen que era una mujer alta; ahora es una viejita, así, en diminutivo, a quien hay que agacharse para saludar. Pero sus manos son inesperadamente ágiles, jóvenes a pesar de las arrugas. No las han tocado ni la artritis ni las manchas. Coge los papeles con reverencia y los pasa, uno por uno, en un gesto que ha repetido miles de veces. Con cada foto murmura los nombres, y con cada carta los hechos. No deja que nadie toque ni unas ni otras: ella controla lo que vemos y lo que oímos.

    Sus ojos, como sus manos, no dejarían estimar su edad: siguen viendo con curiosidad, siguen siendo azules, claros y limpios, sin cataratas ni carnosidades ni rojeces. Es una mujer extraña; es muy vieja, avara y amarga. Casi nunca se refiere a la Ciudad de México, en la que vive desde hace más de sesenta años. Sus pensamientos se han ido quedando allá abajo, en la Colonia, en ese San Rafael tropical de Veracruz, a donde llegó su familia francesa un siglo antes y donde ella misma vivió sus primeros veintitantos años. Sin hijos propios, vive de la memoria de quienes se escribían con sus padres desde Francia, inmersa en sus fotos, sepultada en sus cartas. Añorando esa época que no le tocó sino de refilón.

    Ahora nosotros tratamos de rescatar esas vidas del encierro que la tía les ha impuesto. Porque los obliga a seguir aquí: no los ha dejado irse, alejarse, perderse en el tiempo. Gracias a su extraordinaria voluntad, los mantiene presentes, los saca de sus papeles y revive sus historias, historias que tal vez le permitan olvidarse de la que le tocó vivir a ella misma, en su curiosa labor de guardiana del pasado.

    Tía Tina sigue hablando con afectación, con un acento afrancesado que dejó de oírse en la familia hace más de medio siglo. Hablamos de comida y ríe; nos dice, con felicidad infantil, "passez à table!", pasen a la mesa, su frase favorita, la que soltaba su madre cuando llegaban los visitantes, la que culminaba el día o la que reunía a quienes habían salido a trabajar.

    "Passez à table!, sigue diciendo frente a las fotos, y recuerda el pan de agua que partía el jefe de familia en rebanadas exactas de un centímetro que se ofrecían en una bandeja al centro de la mesa. Celui qui ne sait pas couper le pain, ne sait pas le gagner", afirma, como tantas veces debe de haber afirmado Ernest, su padre, de cuya capacidad de ganar —o de cortar— el pan nadie dudó.

    "Passez à table!, para describir las mermeladas que elaboraba Elise con las frutas que traían los arribeños, esas frutas de tierras frías que no se daban en San Rafael y que los franceses echaban de menos. Y recuerda el dulce que hacían con las naranjitas de a veinte por centavo, machucadas con trozos de vainilla, para recubrir los panes. Passez à table!", y se le hace agua la boca, su boca enjuta de dientes intactos, al pensar en el gratin de pavo o en los œufs à la neige o en la mantequilla casera.

    Tú, querido Jean, primo redescubierto hace poco, creciste en Francia conociendo mucho más de la familia en México que lo que nosotros sabíamos de ustedes: tu abuelo guardó y catalogó cuidadosamente la correspondencia de su tío, mi bisabuelo, que emigró a Veracruz. Pero las cartas en sentido inverso, las que salieron de la Saboya, quedaron dispersas entre un centenar de descendientes mexicanos y se fueron perdiendo con la Revolución, las mudanzas y las inundaciones. Sólo teníamos acceso ya a las que atesoró tía Tina.

    Mis abuelos, a diferencia del tuyo, no guardaban más que una borrosa memoria de los parientes que se quedaron en Saboya, en la aldea de Chamossiere, donde se situaba la casa de Jaintouin. Seguían considerándola como la casa de la familia, aunque supieran que Jaintouin se había perdido con la bancarrota y que esa pérdida estaba en la raíz de la emigración. Yo conocía las historias, susurradas a veces como leyendas improbables, que todavía contaban nuestros viejos. Pero no habría hecho nada por aprender más si no hubiera sido por la insistencia de tía Tina. Cuando, adolescente, viajé por Europa, ella me dio la dirección de tus papás y me insistió en que te buscara, allá, en donde estaban mis raíces. Pero en ese momento París había resultado mucho más interesante; el viaje a Saboya, algo prescindible, y apenas habíamos intercambiado tú y yo los buenos deseos que nuestros abuelos se enviaban mutuamente. De ese fugaz encuentro, que en nuestra prisa juvenil nos pareció irrelevante, perduró, sin embargo, el conocimiento de esa presencia, como un mundo espejo del que estábamos ausentes uno y otro. Perduraron las direcciones de nuestras casas paternas y perduró la costumbre de las cartas, felicitándonos por el año nuevo y avisándonos de las muertes de los viejos.

    A más de veinte años de distancia, esta vez las cosas eran muy distintas: habías grabado a tu abuelo contándote las historias de la región a fines del siglo XIX. Él te había platicado del talento médico del viejo Simon-Claude y de los poderes mágicos de nuestro tío bisabuelo Anselme; de los largos viajes que se hacían a pie por la región; de las leyendas y las diabluras del sarvan; de las bromas que les hacía nuestro tatarabuelo a sus conocidos, que los dejaban muertos de terror durante semanas. Ante mis preguntas, tus descripciones de las costumbres y de las casas condimentaron en mi mente la narración de tu abuelo. Tu inagotable entusiasmo por ese pasado común que yo desconocía casi por completo acabó por plantar una semilla que no pudo más que germinar cuando me contaste que había aparecido la famosa carta de Maurice. Ya no tuve pretexto para seguir retrasando mi encuentro con esa tierra que me habitaba, sin saberlo yo, desde las costumbres de mi familia, los ademanes de mis abuelos, nuestras expresiones y ese vacío que sólo ahora sabía nombrar.

    El paisaje nevado que llevaba a Jaintouin era el de un cuento de hadas: a las casas regadas abajo, en el valle de Thônes, a los bosques de abetos en las laderas de las montañas, al silencio blanco de los caminos los iluminaba una luz cuidadosa, que se reflejaba en todos lados y que parecía no venir de ninguna parte. Los sonidos llegaban de muy lejos y pasaban también por ese tamiz sedoso, inasible, que imponía precaución y sigilo.

    Pensé en el contraste entre ese silencio blanco y el barullo insistente de las selvas veracruzanas. En lo que debe de haber sido la larga travesía en 1890. El salto al vacío, un acto de fe ciega que no garantizaba nada. Nada, más que la imposible lejanía, la distancia insalvable que no era sólo el mar, o las montañas, sino la forma de vida. Una vida que no conocían pero que sabían que tendría que ser diferente: extraña al punto de resultarles incomprensible. De la que no entenderían más que lo poco que hubieran leído en las cartas de esos parientes lejanos que los animaban a alcanzarlos; lo que habían visto en las exóticas fotografías que recibían, un par de veces al año, con caras vagamente familiares en paisajes imposibles, planos, cubiertos de una vegetación casi amenazante. Donde tendrían conocidos, tal vez, pero no a su familia cercana. Donde nunca dejarían de ser extranjeros. De donde quién sabe si pudieran volver.

    Imaginé una desorientación que pasaba por el clima, sí, y también por el idioma, por las costumbres y la forma de las casas, por la vestimenta y los sabores. Pero que sería, sobre todo, una ausencia, un hueco de sus olores y de sus cielos nocturnos, de sus veladas invernales, de las pendientes conocidas, del olor de su ganado, de la paja bajo los techos y de las galerías alrededor de las casas. Un desarraigo empapado del temor de que fuera a volverse permanente, una pesadilla de la que no pudieran despertar, por bien que les fuera; un viaje sin retorno, un olvido lento, de una y otra parte; una pérdida de esos rostros y esas voces; un saber de muertes sin despedida y de jóvenes a quienes ya no les haría falta su presencia.

    Sepulturas como una equivocación en la selva lejana, a las que no alcanzarían las flores de sus familias. Sepulturas separadas por un océano de las de sus antepasados y sus conocidos. La ausencia definitiva de esos cementerios queridos donde nunca habían dudado reposar y donde ya nada guardaría su memoria. Donde ni siquiera la muerte volvería a reunirlos con los suyos.

    Sabían, antes de partir, que no había garantías, que los buques transatlánticos casi siempre llegaban a buen puerto, en Veracruz; pero que las embarcaciones que remontaban la costa para entrar por el río Bobos hasta San Rafael no daban seguridades. Que a los franceses que vivían en esas selvas los diezmaban aún las fiebres tropicales. Que las guerras con Francia habían dejado secuelas entre los mexicanos de las que los franceses se cuidaban con su relativo aislamiento.

    Deben de haber intuido esa voz que habría de cantar la añoranza por el terruño; pero aún más, la que advertía sobre el peligro de acostumbrarse, de ya no querer regresar. Preferir algo distinto, hacerse de otro modo. Deben de haber sentido la posibilidad del cambio como una amenaza vaga e intangible, pero presente, en los preparativos, en los adioses, en su imagen reflejada por última vez en los espejos de siempre.

    Hacía falta una temeridad fuera de lo común, un optimismo inaudito, para dejarlo todo y lanzarse al mar. O una necesidad tal, una pobreza dolorosa, que no dejara opción. Porque estos paisajes, tan conocidos, de cuento de hadas bajo la nieve, albergaban también a su villano: el ganado que no alcanzaba para mantener a la familia, las tormentas que arrancaban las casas de sus cimientos, las deudas, el frío amargo de inviernos interminables, las guerras que se llevaban a los hijos.

    Era necesaria una cierta inocencia, de la que tal vez no estuvieran conscientes antes de partir; pero que la lejanía, la nostalgia, deben de haber ido royendo, herrumbrando, enlodando al grado de hacerla irreconocible. Al grado de hacerlos a ellos mismos irreconocibles para los que se quedaron atrás.

    Por eso, dos generaciones después, celebrábamos el encuentro tú y yo, hijos de ambos lados del Atlántico. Primos desconocidos que crecieron ignorándolo casi todo de su familia, de la otra mitad, la que se quedó o la que se fue. Y a quienes sólo logró reunir la voluntad de una vieja amarga y regañona, bruja también en el cuento de hadas tropical.

    De mi lado, lo que me hacía seguir visitando a la tía Tina, lo único que me ayudaba a tolerar sus sermones, era la esperanza de descubrir algo importante entre sus cartas y sus memorias. Era también lo que te llamaba ahora a México, Jean, equipado con tus conocimientos de investigador, con la memoria de las cartas que guardaba tu abuelo, con tu propia curiosidad por conocer los paisajes tropicales que habían recibido a los emigrados.

    Porque queríamos, los dos, saber qué había pasado, quiénes eran esos parientes de sueño de los que hablaban nuestros abuelos, cuáles los protagonistas de las historias que conocíamos. Queríamos, nosotros también, romper el hechizo que nos revelaría qué quedaba de ese pasado que compartíamos.

    Me armo de paciencia, esas tardes en que visitamos a la tía cuando estás en México. Me hago a la idea de las repeticiones, de las lagunas, de esos espacios en que viaja sola y muda y no la podemos acompañar. Por más que quisiera anotar todas sus memorias, por más que la grabemos o copiemos lo que escribe, hay lugares, épocas que ya perdió por completo o que no quiere recordar. La veo frágil, débil, disminuida, y sé que la estoy viendo desde ese lugar desde donde los jóvenes vemos a los viejos: esa suficiencia algo arrogante y algo condescendiente.

    "Allons, casquettes, voir les chapeaux! ", dice tía Tina, citando el refrán con entusiasmo, cuando nos guía por el pasillo hacia el comedor, donde se han ido quedando las cajas con las cartas y las fotos.

    Volteas a verme con una sonrisa irónica y corriges, por lo bajo: "Vas-y, casquette, à la foire aux chapeaux!". Como te burlabas de la prima de San Rafael que te hablaba, muy afrancesada, de no sé qué florero y te decía fleurier. De pensar a lo que ha llegado el francés de la familia, en este lado del Atlántico...

    La habitación huele permanentemente a gas: el calentador, la estufa, el encierro de años. Huele a gas y las superficies de esa casa que tía Tina alguna vez compartió con Elise, su madre, están hoy cubiertas de periódicos, los más recientes sobre los más antiguos. Plásticos gruesos, opacos de polvo, tratan de defender a los muebles y le dan a la sala, a la biblioteca, a las recámaras de camas tendidas y armarios llenos, el aspecto de un lugar que ha planeado meticulosamente el abandono, la desolación del tiempo y del olvido.

    La tía Tina, de ojos azules y vivos, la tía alta que se ha ido achicando, la tía de manos elegantes, tiene algo de misterio. Sería, tal vez, una vieja atractiva si no fuera tan negativa. Tan regañona, tan empeñada en demostrarnos que todo era mejor antes y que todo sería mejor si la familia hubiera regresado a Francia. Sus manos acarician los documentos con la misma devoción que recordábamos de las veces anteriores. En sus frases sigo oyendo el eco de esos paseos largos a caballo por ranchos encantados de los que hablaban desde que yo era niña, cuando la visitaba con mis abuelos.

    Nos habla de mi abuelo, su hermano menor, que ya murió. Nos cuenta de su timidez, de cómo cuando era niño lo mandaban a vender, en el camino real, la fruta del rancho, y cómo él dejaba la fruta en montoncitos a la orilla del camino y se escondía entre los arbustos, porque le daba vergüenza cobrar. Nos dice que la gente ya lo sabía, y que le dejaban las monedas junto a la fruta. Nos cuenta que una vez Alfred, el bromista Alfred, le pidió unas monedas para comprar mazapanes; pero que mi abuelo se negó, porque en su orgullo no cabía entregar menos dinero del que había recibido. Tía Tina nos dice que Alfred le insistió, que trató de engatusarlo, que le prometió cosas. Pero que mi abuelo encontró la forma de que su negativa fuera irrefutable: Dan sed, le dijo a propósito de los mazapanes. Y que Alfred se quedó callado, sin saber qué más decir. Alfred callado, nos dice, con una explosión de hilaridad que no entendemos. Con llanto, que suponemos de risa; pero cuyas lágrimas entendemos como algo más. Porque la tía ya sólo repite, por lo bajo, el nombre de Alfred.

    Y nos damos cuenta, en esta familia en donde los nombres se repiten en cada casa y en cada generación, de que no sabemos de qué Alfred está hablando.

    Mucho debe de haber revivido la tía Tina cada uno de los hechos de su vida para contarlos con esa lucidez. Mucho debe de seguir luchando para impedir el paso del tiempo por sus habitaciones cubiertas, sus habitaciones como mausoleos, museos de alarmante olor a polvo y a gas. Cerró las cortinas y cerró las puertas y no permitió la entrada más que a quienes venimos, con ella, como ella, a visitar con reverencia las vidas de las que se erigió en curadora y carcelera. Mucho se debe de haber empeñado para mantener esa casa como templo, esa cárcel como casa, ese abandono como realidad.

    Vacía de su propia vida, se convirtió en depositaría de las de los demás. De la de su madre Elise, sobre todo, quien nunca volvió a ver sus tierras pero que se consoló con regresar a Francia por procuración, a través de su hija. Porque fue Elise quien animó a Léontine a que fuera, cuando para ella misma ya era demasiado tarde, a ver sus montañas y a los parientes que se habían quedado allá: "Raconte-moi bien, ça sera comme si nous y étions ensemble", verlo todo como si viajaran juntas, como si fuera posible volver a la vida que se abandonó.

    Tú te ríes de su acento y me recuerdas que tía Tina sólo fue una vez, esa vez, en nombre de Elise, en cuanto se asentó el polvo de la Segunda Guerra Mundial. Que iba con el cometido de restablecer en persona los lazos epistolares que ya se perdían desde la Gran Guerra en Europa y la Revolución en México. Te sorprende su fijación con Francia, cuando en realidad la única vida que conoció fue la de San Rafael, de niña; y la de la Ciudad de México, cuando se mudó definitivamente con Elise a esta misma casa.

    Sin embargo, los dos sabemos que, sin ese viaje, sin ese empeño, muy probablemente habríamos perdido toda noción de la familia común. Era ese agradecimiento, supongo, el que nos hacía tolerarle a tía Tina todo lo demás: las impertinencias y las llamadas a deshoras, los regaños y la aspereza. Le perdonábamos sus comentarios malintencionados y su metichería no tanto porque viéramos con lástima a la tía solterona, sino porque intuíamos una valentía y un arrojo poco comunes en las mujeres de su época.

    Había sido ella, en efecto, quien mantuvo a su madre y a otra de sus hermanas cuando se instalaron en la Ciudad de México. Ella, una de las primeras mujeres profesionistas en el país, una química que se hizo de un nombre entre la comunidad masculina por la agudeza de sus observaciones, quien no se arredró al verse obligada a valerse por sí misma, a construir y mantener su casa, la casa donde albergó a su madre y sus memorias. Ella, esa mujer hermosa que nunca se casó, que nunca aceptó la visita de ningún hombre que no fuera de la familia, que se ríe aún con amargura cuando uno le habla de enamorados o de hijos. Y que considera un error, una ofensa casi personal, que cualquiera de la familia se case con alguien que no sea francés.

    Tú me habías hablado de dos fotografías: la del compromiso y la del matrimonio. Me dijiste que la del matrimonio es una rareza, porque Franceline estaba de blanco. No recuerdo si me dijiste que no se estilaban las fotos de blanco, o que no se acostumbraba vestirse de blanco para casarse. Era algo de lo que siguió hablándose en las cartas, sobre todo después de que la fotografía cruzara el Atlántico rumbo a Francia. Creo que el escándalo por el vestido se zanjó con las consabidas referencias al calor, a la humedad, al sol tropical.

    Pero ya nadie encuentra la foto. Tu abuelo te dijo alguna vez que Yvonne la guardó durante un tiempo, porque Maurice había sido su pariente lejano; pero ya la has buscado en casa de ella, allá en Chamossiere, y nunca apareció. Le rogamos a la tía Tina que la busque. Ella es nuestra última esperanza; esa foto es un testimonio extraordinario, me dices, con tu necedad de historiador.

    Franceline les contaba de su compromiso a sus padres y hermanos, con la otra

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