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Los dientes del corazón
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Libro electrónico230 páginas2 horas

Los dientes del corazón

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El secreto de convertir los alimentos en otra cosa, el secreto de convertir la comida en felicidad. ¡Felicidad!, ¿entiendes?, nosotros sí hacemos feliz a la gente que come lo que guisamos.
Antes de que el alzhéimer haga estragos en su memoria, un cocinero, un gourmet, recoge en un cuaderno los recuerdos a los que le llevan sus mejores recetas y sus mejores amores. Delicias rescatadas en unos relatos que enervan las papilas gustativas, que desvelan algunos misterios de la cocina y de las sábanas con tanta delicadeza como osadía. Ramón J. Soria Breña nos propone en este libro un recetario sobre la vida y sus emociones, sobre los apetitos y el ancestral deseo de saciarlos. Desde la antropología de la alimentación hasta la sofisticación de la gastronomía, sin dejar de mirar a la tradición y su sabio consejo, estos relatos nos sumergen en el apasionante perfume de los fogones y los secretos de la buena cocina, del buen amor y del buen sexo. El secreto de convertir la comida en felicidad.

Degusten cada capítulo, con fruición, rebañando, a placer. Disfrutarán de sus sabores, sus aromas y todas las evocaciones a las que nos lleva cada platillo, cada sorbo, cada caricia y cada uno de los recuerdos que minuciosamente comparte con nosotros este cocinero de la sensualidad.
IdiomaEspañol
EditorialBaile del Sol
Fecha de lanzamiento4 abr 2015
ISBN9788416320318
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    Los dientes del corazón - Ramón J. Soria Breña

    PRÓLOGO

    EL SABROSO GUISO DEL AMOR

    Una clasificación aún no practicada llevaría a dividir la buena literatura entre aquella en la que los personajes comen, bien o mal, y otra en la que viven al margen de esta realidad, a veces placentera. Ramón J. Soria ha decidido que los suyos coman.

    Mi primer contacto con sus historias, dramáticas, potentes, fue como jurado del premio de relatos gastronómicos convocado por la revista digital gastronomiaalternativa. Era la suya una pieza bellísima, oscura como el humo de una guerra, en la que un tanquista soviético comprometido con el ejercito republicano moría mientras soñaba con unas gachas de almortas, una sopa de tierra, último contacto con este mundo que hemos dado en llamar de los vivos. Desde entonces he seguido la trayectoria literaria de este sociólogo de la alimentación, antropólogo formado en la búsqueda de las causas materiales, históricas o ecológicas que se ocultan tras los más mínimos detalles de la existencia. Porque Ramón J. Soria conoce este delicado entramado vital gracias a no haber renunciado a sus raíces, ancladas en los paisajes de La Vera extremeña, donde, hasta los dieciocho años se impregnó de un recetario popular exquisito, el de una abuela buena cocinera, capaz de acabar con el tabú de que los fogones son cosa de mujeres, mientras los hombres buscan con la vista puesta en el punto de mira de sus escopetas la astuta perdiz o la ruidosa torcaz. Ramón tuvo la inmensa suerte de poder asistir a su abuela como segundo de cocina, al tiempo que aprendía las artes de la caza menor y de la pesca de la trucha huidiza, un tema que Delibes ha contado con precisión.

    Gracias a haber hecho suya esta dualidad, la comida cruda, la caza y su resurrección en el plato como un don de los dioses, el autor se integra entre los autores, Balzac, Maupassant, que han sabido lo que es una buena mesa y han sentado a ella a sus personajes, a sus lectores. Pero los invitados que aparecen en el libro Los dientes del corazón no empollan los huevos de las gallinas al calor de su cuerpo, cómicamente, una vez el alcohol los ha dejado tullidos, como en el cuento de Maupassant, ni destruyen su hacienda en un banquete sin fin que debe elevarlos en la escala social, caso de El primo Pons, de Balzac. Buscando en profundidad el registro dramático, los protagonistas de las historias escritas por nuestro autor se adentran en la soledad del amor adulto, tantas veces destructivo, en el recuerdo de la felicidad intensa, pasajera, en la idea del alimento, de la cocina como intercambio, como un algo más que hace del cuerpo de la mujer ofrenda, plato donde comer, figura sobre la que se sirve el vino como en la mejor copa.

    Hermosos relatos, llenos de sugerencias en los que el lector encontrará una serie de temas narrativos con dos sujetos paralelos, siempre bien contados: la vida y la comida. Quizás los dos son una misma cosa.

    Miquel Sen

    PRÓLOGO

    COMED Y BEBED TODOS DE ÉL

    Emulando a Cecil B. de Mille, para quien una película debía comenzar por un terremoto e ir hacia arriba, este libro empieza con una señora desnuda bañándose en una barrica de Ribera del Duero. Dudo que se pueda arrancar mejor, especialmente si es de excelente añada (la señora). Ciertamente es una imagen que abre el apetito, e incluso las ganas de comer. Apenas frecuento los libros de recetas, no porque crea que no me vayan a enseñar nada (en esta apasionada artesanía de las cacerolas siempre se es un aprendiz, y no es un tópico), sino porque me aburro muchísimo (con el cine porno me ocurre lo mismo). De hecho, en mis libros, en mis diálogos del chat, en mis flirteos con la radio, en mi cháchara con los amigos siempre se me escapan anécdotas, sucesos, relatos y especialmente imprecaciones, cuando no blasfemias, que son un poco la salsa, el sofrito del asunto. Vamos, que de inmediato me echo al monte, no siempre al púbico, para retornar luego a las promiscuas sombras del tabasco o a la del fálico molinillo de la pimienta negra. Mi colega Ramón J. Soria Breña no ha escrito un libro gastronómico, aunque estas páginas que siguen, y donde se puede mojar pan, estén llenas a rebosar de ideas, recetas y genialidades culinarias. Son mas bien historias sobre la vida y la comida. Es sabido que comer, nadie lo dude, es lo más importante que podemos hacer vestidos. Comer, por más que con el borboteo del tiempo haya perdido rito e intimidad, y amar son dos actos entrelazados como amantes. Lástima que, frecuentemente, en la literatura el segundo se difumine entre la paja, como esas guarniciones superfluas. En cambio, los personajes de Ramón viven, sufren, recuerdan, aman y cocinan, aunque no necesariamente en ese orden, y por eso en este libro hay sexo con olor a manzanas, caza de pelo y cama, antropología entre migas extremeñas y trazos de nuestra puta Guerra Civil: cocido de lágrimas, eterna herida jamás cicatrizada. Ramón, no casualmente, comparte nombre con Gómez de la Serna, maneja las palabras con la misma soltura que la cuchara, y por eso en este libro nos dona párrafos que suenan con la percusión de las sartenes, otros que crepitan como la lumbre y algunos que destilan un aroma feraz a romero y jara. Prosa de campo adobada con sabiduría, serenada al aire libre y puesta a asar en el horno del estilo. Sopa de letras, vivencias y viandas, maceradas en el vino de la sensualidad, que yo he devorado con avidez y envidia, mientras le robaba tiempo a los fogones. Y les aconsejo que hagan lo mismo antes de que se enfríen. Lean, coman, forniquen, beban ¡que mañana es nunca!

    Abraham García

    Para Angelina y Primi

    Convidar a alguien equivale a encargarse de su felicidad en tanto esté con nosotros.

    J. Anthelme Brillat-Savarin

    Al principio, nuestros antepasados comían carroña, cazaban y recolectaban su comida. Después vino la agricultura y la ganadería y, más recientemente, las explotaciones industriales, petroquímicas y mecanizadas. Independientemente de que se recolecte, se plante, se coma carroña, se cace o se produzca en fábricas, los costes de la producción de alimentos son elevados. La comida ha absorbido siempre una parte considerable del tiempo, energía y conocimientos técnicos de nuestro género. Puesto que las personas necesitan y quieren comer varias veces al día, la comida no solo es cara, sino intercambiable por otros bienes y servicios. Más adelante mostraré cómo surgió una organización distintiva de la vida social de los homínidos, cuando la comida empezó a intercambiarse por servicios sexuales. Pero todavía no estoy preparado para contar esa parte de la historia.

    Marvin Harris

    DÍAS DE VINO

    Saboreo despacio el vino y contemplo este horizonte pardo de viñas en sazón el día antes de comenzar nuestra vendimia. Al fondo la tierra parece más rojiza y brillante por los últimos rayos de sol. Creo que he llegado a ser un buen vitivinicultor. Sé casi todo de las uvas y la tierra, de la alquimia y de las ciencias del vino, pero sigo sin saber por qué en la linde de las jaras las uvas son un poco más dulces y más oscuras. Seguro que algún día lo descubres. Me dijo ella aquella noche.

    Jara era muy especial. La conocía desde los dieciocho años. Los amigos la consideraban una mujer algo excéntrica, que no había querido pasar por el aro del trabajo estable, la pareja convencional, los hijos, las aburridas rutinas, las pequeñas pero sensatas locuras de tener un hobby, un amante joven y temporal o un vicio poco doloroso y asequible.

    Nos habíamos amado entonces durante algunas semanas, y tanto en la cama como en la mesa, era muy divertida. Una de esas extrañas personas que siempre ven la botella no medio llena, sino casi llena. Las dificultades y palos de la vida siempre le parecían pequeños contratiempos, y cuando dormía nunca se colocaba en la típica postura de autoprotección en posición fetal, ni te abrazaba buscando inconscientes seguridades masculinas. Se quedaba arrullada de cualquier forma, con los brazos y las piernas relajadas, abiertas, abandonada al sueño, como si en el dormir estuviera abrazando con suavidad al mundo.

    No hubo trauma en nuestra separación, seguimos siendo amigos y hasta íntimos amigos sin haber roto nunca la invisible complicidad de haber compartido esos días nuestros cuerpos jóvenes, bastantes botellas de buen vino y muchas risas. Hubo años de vernos muchas veces y años de no vernos ninguna. Por su vida pasaron muchos novios y por la mía más de dos divorcios. Ella hizo de su pasión su oficio y se había convertido en una prestigiosa fotógrafa de temas culinarios y yo me acomodé sin muchas luchas en el negocio familiar de la bodega.

    Entonces llevaba sin ver a Jara casi dos años. Ella acababa de volver de Vietnam y me invitó a cenar sin enredar con protocolos ni retóricas. Hola, ando por el pueblo, ¿quieres venir a mi casa a cenar? Yo accedí sin pensarlo porque además era una excelente cocinera. Preparó un cordero asado en su difícil y delicado punto y unas alcachofas estofadas con patatas. Ya sabes que para asar hay que saber de fuegos y de carnes. Estaba guapa, algo ojerosa, quizá como consecuencia del jet lag o de alguna noche loca, y en su melena negra habían aparecido muchas más canas de las que recordaba. Estás vieja pero más buena que un tintorro del ochenta y seis, le dije. Y tú estás igual de gilipollas que siempre, algo más barrigón y ya un poco calvo. A lo mejor por eso te quiero. Tras la cena y un postre de mango flambeado con ron, nos fuimos a la cama. Como entonces, un revolcón con Jara seguía siendo una fiesta. Ella siempre me hizo sentir que era un estupendo amante aunque yo sabía que era mediocre y torpe. Me gustaba mucho su sabor, su forma de moverse y de jugar conmigo.

    Estaba dormida cuando vi la pequeña cicatriz violácea debajo de su pecho. Cuando se despertó no tuve que preguntarle nada. Ella era así, directa, seca, poco diplomática y algo bruta. Sí, me muero. Tal vez malviviría ocho meses si me dejase envenenar por la quimio, pero va a ser que no. Antes de que acabe todo me apetecía volver a hacer dos cosas que me gustaban mucho. Una era esta, y otra ya sabes.

    Yo no sabía o no recordaba. A ella le gustaban muchas cosas: viajar sin equipaje adonde le mandasen las revistas, cocinar para los amigos, nadar en el mar muy lejos, no dejar una botella de vino nunca a medias, no aplazar para mañana un compromiso, leerse del tirón un libro, tocar la corteza arrugada y dura de mis viñas viejas y reírse de todo casi siempre, pero no como una forma de burla arrogante sino para desarmar así lo duro y feo de la vida. ¿De verdad no te acuerdas? Metió un dedo en la copa de vino y me salpicó con unas gotas. Recordé entonces muchos años antes, cierta madrugada loca de verano. Por aquel tiempo trabajar en una bodega y entender de vinos no era una profesión con prestigio; sin embargo, ella admiraba mi palabrería floreada a la hora de definir los vinos que bebíamos o distinguir regiones y hasta añadas con solo pegar un trago de la copa. Aunque para todos yo era el hijo tonto del Tomás el vinatero, sí hombre, el nieto de Liberto el indiano, el que volvió medio loco de Venezuela.

    Varias veces acabamos en la bodega vieja, en uno de los despachos abandonados del piso de arriba que el abuelo había utilizado como vivienda muchos años, hasta que su sueño comenzó a ser un negocio rentable. Era un sobrado de techo bajo, pero él había instalado allí, además de un despacho bien equipado con chimenea francesa y un gran ventanal de techo, una pequeña habitación con una cama turca y un aseo que tenía en medio una bañera muy antigua, rescatada de la casona familiar, de esas que tienen las patas en forma de garra de león y la espaldera muy alta. Mi abuelo se había traído de las Américas una malaria muy violenta, unas pieles de jaguar que usaba de sobrecolcha, el sueño de hacer el mejor vino del mundo y la manía de darse un baño caliente cuando barruntaba las malditas fiebres.

    Aquel día, después del amor, Jara fue también muy clara y directa en sus deseos. ¡Qué calor! ¿Sabes qué me gustaría? Te va a parecer una locura, pero desearía darme un baño de vino fresco. No me atreví entonces a malgastar una barrica entera de buen ribera en ese juego, hubiera sido difícil que mi padre no lo descubriese, pero pensé que usar el mosto recién sacado que descansaba aún en una gran cuba de acero era menos delito. Empalmé dos mangueras, encendí la bomba eléctrica pequeña y llené la bañera del apartamento de un mosto rosado, de olor muy intenso a uva madura, dulce de membrillo y cerezas. Ella se sumergió en aquella bañera enorme llena de aquel líquido turbio, oscuro y de color muy rosado. Venga, atrévete, métete aquí conmigo. Pero no lo hice. Su cuerpo lleno de curvas se fue perfumando y tiñendo con aquel mosto que luego chupé a conciencia en el camastro. Aquella noche no nos emborrachó el vino sino la libertad. Me asombró entonces que mi paladar, ya bastante educado por mis estancias en Burdeos y en La Rioja para aprender el oficio, podía separar muy bien el sabor a cerezas muy maduras, a dulce de membrillo recién tostado, a moras soleadas y grosellas verdes de aquel mosto del sabor también dulce pero más almizclado de su cuerpo de mujer en sazón. Cuando terminamos ella se durmió sin que la sonrisa se le hubiera borrado aún de los labios. Abrí el gran ventanal del techo, salí con sigilo de la habitación y puse la bomba con la marcha inversa para restituir el mosto de la bañera a la cuba grande. Cuando terminó el trasiego volví a la pequeña cama y me dormí muy pegado a ella, que seguía oliendo intensamente a fruta y a aventura.

    Me dijo: Hace un mes, cuando me operaron y luego me dijeron que me moría pensé que no me quedaba por hacer o vivir ningún sueño pendiente. He llorado muchos días desde entonces, pero me he dado cuenta de que no puedo seguir perdiendo este tiempo precioso, desperdiciar estos días en los que aún no duele. Quiero volver a vivir los pequeños placeres que más me gustan, preparar ese cordero asado, leer otra vez mis libros favoritos, volver a beber unas copas y compartir unas risas con los pocos amigos que nos quedan, caminar por las selvas de Vietnam y Brasil, tocarte otra vez y bañarme de nuevo en tu vino. No me mires así. No te quiero triste. Además, ahora no es tan raro, no es como entonces: muchas bodegas que venden el rollo del enoturismo ofrecen ese capricho en sus cartas.

    Al día siguiente, en la bodega nueva que nos diseñó Rogers, seleccioné la mejor barrica de tinto de la cosecha del noventa y nueve. La marca Ribera de Liberto se había convertido en tiempos de mi abuelo en un vino de prestigio en muchos restaurantes, cuando Ribera de Duero era una tierra apenas conocida. Mi padre consiguió poner nuestros caldos al mismo nivel que los mejores riojas en el mercado nacional, y yo luchaba ahora por que nuestros vinos compitieran con los mejores tintos del mundo. En las nuevas oficinas yo había mantenido las mismas costumbres del abuelo. Apenas usaba mi casa en la ciudad. Me pasaba la vida en la bodega. En la parte más alta de la zona de cubas de fermentación había hecho diseñar a Sir Richard un amplio y diáfano apartamento con una gran cama, una moderna cocina igual a la de mi amiga Ruscalleda y un baño presidido por la restaurada y vieja bañera imperial de don Liberto el indiano.

    Preparé las mangueras y la bomba de trasiego y llené la gran bañera con mi mejor vino. La barrica bordelesa que utilicé, junto con otras doscientas veinte del mejor roble francés, iban a ser embotelladas para conmemorar los cien años de vida de nuestra bodega.

    Esa noche fui yo quien cocinó para ella el asado siguiendo la receta secreta de su moje: un machado de ajo, tomillo, romero y laurel con el que rociar el lechal antes de meterlo al horno. Acompañé la carne con una ensalada de escarola, granada y queso picón. Cenamos con hambre, nos bebimos dos botellas del mejor vino y muchas risas. Ella se dio luego un largo baño en mi bañera, en aquella excelente cosecha del noventa y nueve. También entonces quiso que compartiera con ella ese lujo, pero yo me negué. Me gustaba mirarla flotar en el ribera, sonreír con los ojos cerrados, sentir que era feliz nadando en nuestro mejor tinto. Después nos amamos y, como veinte años antes, me bebí todas las gotas de vino que quedaron en su piel, en la copa tierna de su cuerpo.

    Luego se fue sin despedirse, un último viaje lejos. Dicen que se perdió en la selva de Brasil que tantas veces visitó. Nos enseñó otra vez a los amigos el valor que tiene de verdad la libertad. Jara decidió morir donde quiso y cuando quiso. No he conocido a nadie tan valiente.

    El vino de la bañera volví a trasegarlo a la barrica, luego lo mandé embotellar sin etiqueta y guardé esas doscientas cuarenta botellas en mi bodega particular.

    En las horas en que me muerde la tristeza, cuando la vida no va todo lo bien que desearía, cuando me duelen los días y siento que el cansancio me vence, subo a la terraza de esta bodega, miro este horizonte de hermosas viñas viejas sobre la tierra parda, abro una de esas botellas y la bebo entera, despacio, copa a copa. Respiro su olor amplio, complejo y elegante a moras muy maduras, higos secos, cerezas confitadas y madera tostada; saboreo sus taninos pulidos, la redondez de su gusto a vainilla, melocotón maduro, grosellas secas, su recuerdo

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