El perfeccionista en la cocina
Por Julian Barnes
3.5/5
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Información de este libro electrónico
Julian Barnes, aficionado tardío a los fogones, cuenta en esta exquisita obra sus divertidas experiencias y aventuras entre sartenes y cazuelas. Quien haya cocinado alguna vez sabe que entre la receta que aparece en un libro de cocina y el plato que uno ha preparado se puede abrir un abismo: lo primero con que se topa el cocinero aficionado son, sobre todo, las dudas. ¿Cuán grande es una cebolla mediana? ¿Qué significa fuego medio? ¿Cuánto cabe en una pizca? Todo aquel para quien la cocina sea un hobby revivirá con este libro sus esforzados intentos, maldecirá los libros de cocina y sus ilustraciones a todo color, probará salsas y contemplará desolado un suflé despachurrado. Y repetirá agradecido la resignada consigna: esto no es un restaurante. Guarnecida con apetitosas ilustraciones, El perfeccionista en la cocina es una lectura desopilante que ninguno de los admiradores de Julian Barnes querrá perderse. Todo un placer.
Julian Barnes
Julian Barnes (Leicester, 1946) se educó en Londres y Oxford. Está considerado como una de las mayores revelaciones de la narrativa inglesa de las últimas décadas. Entre muchos otros galardones, ha recibio el premio E.M. Forster de la American Academy of Arts and Letters, el William Shakespeare de la Fundación FvS de Hamburgo y es Chevalier de l'Ordre des Arts et des Lettres.
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Comentarios para El perfeccionista en la cocina
109 clasificaciones7 comentarios
- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Humorous and wise essays about cooking. Does not contain recipes. Many comments about well-known English cookbooks, which are not all that well known in the USA but maybe should be. Can't get it from Amazon USA, except through their second hand sellers who were too expensive; went to Abe instead, several of their booksellers had it, otherwise through Amazon UK, no problem. The book inspired me to do more purposeful cooking. It also made me laugh. It doesn't take long to read, very swift and conversational, cultivated English prose.
- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5I wouldn't like to be in a kitchen with the author who comes across as more than a pedant - irritating, demanding, irritable and a perfectionist are words that come to mind. However, I enjoyed the book and, in particular, the stimulating illustrations by Joe Berger, juxtaposing books and food. They make the book. I liked the theme too - how should the classic cook books be interpreted: Beeton, David, Grigson, Pomiane, etc?. Be a bit flexible in interpreting what they say seems to be the best policy. The whole is an original perspective on cooking and the classic cook books.
- Calificación: 2 de 5 estrellas2/5Desperately well written collection of Barnes's Food columns but ultimately far too insubstantial.
- Calificación: 3 de 5 estrellas3/5I suppose its virtue is in its making me want to eat: so I can lump it in with well-written gastronomical writing like that of MFK Fisher and AJ Liebling. It went well with the lamb and prune tagine I just ate. That said, this slim, slim book wouldn't have seen my table if it hadn't been Barnes and if I hadn't been too hungover today to revisit, oh, the Barnes I do love (Cross Channel, or Something to Declare). A pleasant companion, but not much more.
- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5This was a gift from a friend who knows how stressed I get when I can't find my measuring spoons. It had the effect of helping me get over my kitchen pedantry to some extent, which I don't think was the authors intention at all.
- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Barnes is not a natural cook, rather he is a follower of the recipe, an acolyte of the great cookery writers, but most of all a pendant.
In this delightful little book he takes several subjects and writes a short essay on each. He writes about dinner parties, the exact dimensions of a medium onion, the frustrations of some cook books and the delights of others.
There is some great advice in here too. When doing a dinner party, do as they do in France, and buy one of two of the courses. Don't ever make the River Cafe chocolate nemesis, dried pasta is as good as fresh and that the most useful gadget for a home kitchen is a sign saying; This is not a Restaurant.
I am starting to like Barnes as a writer more, Not a word is wasted, nor is there a morsel out of place. - Calificación: 4 de 5 estrellas4/5I would have missed this short but lively tome about the 'eccentricities' of cookbooks had it not been by the acclaimed Julian Barnes (Flaubert's Parrot)! The 'pedant' part comes from his ongoing argument with the inexactitude of cookbooks. I have the same problem! (BTW, there is one wonderful chapter removed from his dismissive doctrine, concerning that 'hodge-podge' drawer we all have in our kitchens: his contained 22 choptsticks, four bottle stoppers, a stolen airline fork, and an almond.) Herein, is my contribution to any potential sequel: I have before me this delicious-sounding recipe, Chicken & Potatoes with Mustard Vinaigrette. It says it takes 20 minutes, so by my standard, we are looking at an hour! It also makes six servings, so for me, that's about three! So now, I am fired up! But wait? It requires Kosher Salt! WTF is that? I already possess iodized AND non-iodized salt (and I have yet to know the difference), so now I need salt blessed by a rabbi? Why can't I use salt? Also, it requires one large garlic clove. How am I supposed to know about the size differential of garlic cloves? I am expected to know that? Oh, it is supposed to be 'minced;' I know that word: it describes the tiny steps Mick Jagger takes when he belts out "Satisfaction!" There can be no other meaning! Capers? Drained? What in God's name are those? (In Shakespeare's time, a 'caper' was a sort of joke.) And, finally, this kills me: the recipe asks for watercress, and it [?] must be 'stemmed.' What is watercress? And what is 'stemmed?' And, to make this recipe totally incomprehensibe, it wants me "to fold in" the mysterious stemmed watercress BEFORE serving! Fold in? Like paper folds? Like Ben Folds Five? I give up! No chicken for me, but rather a round mound of ground beef carefully grilled and put [folded?] into a mustard-laden 89-cent bun! I get it Julian Barnes! Let me into your club!
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El perfeccionista en la cocina - Jaime Zulaika
Índice
PORTADA
UN COCINERO TARDÍO
AVISO: PERFECCIONISTA TRABAJANDO
TOME DOS CEBOLLAS MEDIANAS
COMO MANDAN LOS CÁNONES
EL MAESTRO DE LOS DIEZ MINUTOS
NO, ESTO NO LO HAGO
EL CISNE Y EL SOMBRERO
EL RATONCITO PÉREZ
LAS COSAS BUENAS
CARA DE VINAGRE
UNA VEZ BASTA
¡ME LO DICEN AHORA!
COCINAR CON SENCILLEZ
DE PÚRPURA
NO ES UNA CENA
EL CAJÓN DE MÁS ABAJO
MORALEJA
NOTAS
CRÉDITOS
A la mujer para quien
UN COCINERO TARDÍO
Empecé a cocinar tarde. En mi infancia, el remilgado proteccionismo habitual rodeaba las actividades de las cabinas electorales, el lecho conyugal y el banco de la iglesia. No advertí la existencia de un cuarto lugar secreto –secreto, al menos, para los chicos– en la familia inglesa de clase media: la cocina. De ella salían mi madre y las comidas –comidas a menudo basadas en la producción del huerto de mi padre–, pero ni él ni mi hermano ni yo hacíamos preguntas, ni se nos alentaba a formularlas, sobre el proceso de transformación. Nadie llegaba hasta el extremo de decir que cocinar era de mariquitas; era tan sólo algo para lo que no servían los varones domésticos. Las mañanas de colegio mi padre preparaba el desayuno –gachas recalentadas con jarabe dorado, beicon, una tostada– mientras sus hijos se dedicaban a lustrarse los zapatos y a las tareas de la cocina-estufa: rastrillar las cenizas, rellenarla de carbón.
Pero estaba claro que la competencia culinaria masculina se limitaba a estos escarceos matutinos. Quedó de manifiesto una vez que mi madre estaba ausente. Mi padre me preparó el almuerzo para llevarme y, sin comprender la teoría del bocadillo, insertó con cariño ingredientes que él sabía que me gustaban mucho. Pocas horas después, en un tren de la zona sur que había de llevarme a un campo de deporte fuera de la ciudad, abrí mi bolsa del almuerzo delante de otros jugadores de rugby. Mis bocadillos estaban empapados, se rompían en pedazos y eran de un color rojo vivo a causa de la remolacha paternalmente cortada; se sonrojaron por mí del mismo modo que yo me sonrojaba por quien los había preparado.
Y de la cocina cabía decir lo mismo que del sexo, la religión y la política; cuando empecé a averiguar cosas por mi cuenta, era demasiado tarde para preguntar a mis padres. Ellos no me habían instruido y yo les castigaría no preguntándoles nada. Yo tenía veintitantos años y estudiaba para obtener el título de abogado; alguna comida de las que me inventaba por entonces era criminal. En lo alto de mi escala estaba la chuleta de cerdo ahumada, con guisantes y patatas. Los guisantes eran congelados, por supuesto; las patatas, de lata, previamente peladas, venían en una salmuera dulzona que me gustaba beber; la chuleta era distinta de cualquier cosa posteriormente descrita con este nombre. Deshuesada, previamente modelada y de un color rosa luminoso, se distinguía por su capacidad de mantener una tonalidad fluorescente por más tiempo que la asaras. Esto daba mucha libertad al chef: no estaba poco hecha a menos que estuviese claramente fría, ni quemada a no ser que estuviera negra como el carbón y ardiendo. Luego se vertía una copiosa cantidad de mantequilla sobre los guisantes, las patatas y, por lo general, también sobre la chuleta.
Los factores clave que regían mi «cocina» de aquel tiempo eran la pobreza, la desmaña y el conservadurismo gastronómico. Otros quizá hubieran vivido a base de despojos; la lengua en conserva era lo único que yo soportaba, aunque la carne envasada sin duda contenía partes del cuerpo a las que yo no habría dispensado una buena acogida en su forma original. Una materia básica era el pecho de cordero: fácil de asar, no resultaba nada complicado saber cuándo estaba hecho y alcanzaba para tres comidas sucesivas por alrededor de un chelín. Después me gradué en paletilla de cordero. La servía con un enorme pastel de puerro, zanahoria y patata preparado según una receta del Evening Standard de Londres. La salsa de queso del pastel tenía siempre un fuerte sabor a harina, aunque disminuía poco a poco con cada recalentado cotidiano. Hasta más tarde no averigüé por qué.
Mi repertorio crecía. Los alimentos principales que, aunque no dominé, al menos domestiqué, fueron la carne y las verduras. Después les llegó el turno a los pudins y las sopas; más tarde, mucho más tarde, a los gratinados, la pasta, el risotto, los soufflés. El pescado era siempre un problema, y aún está a medio resolver.
Entre las visitas, trascendió que yo cocinaba. Mi padre observó esta novedad con la misma suspicacia benévola y liberal que había mostrado cuando me sorprendió leyendo El manifiesto comunista o cuando le obligué a escuchar los cuartetos de cuerda de Bartók. Si no va a peor, parecía expresar su actitud, es probable que pueda soportarlo. Mi madre era más feliz; sin hijas, al menos tenía un hijo que en retrospectiva apreciaba los años que ella había pasado en los fogones. No es que nos sentáramos a intercambiar recetas, pero ella advirtió el ojo codicioso que ahora yo posaba en su ejemplar antiguo de Mrs. Beeton. Mi hermano, protegido por la vida universitaria y el matrimonio, no cocinó más allá de un huevo frito hasta los cincuenta.
El fruto de todo esto –y tercamente culpo a «todo esto» más que a mí mismo– es que si bien ahora cocino con entusiasmo y placer, lo hago con poco sentido de la libertad o la imaginación. Necesito una lista de la compra exacta y un libro de cocina paternalista. El ideal de la compra despreocupada –valseando con la cesta de mimbre colgada del brazo, comprando con calma lo mejor que ofrece el día para después transformarlo en algo que podría o no haber sido cocinado antes– siempre estará más allá de mis posibilidades.
En la cocina soy un perfeccionista inquieto. Me guío por la temperatura del fuego y los tiempos de cocinado. Confío más en los instrumentos que en mí mismo. Dudo de que alguna vez llegue a palpar con el índice un pedazo de carne para comprobar si está hecho. La única libertad que me tomo con una receta es aumentar la cantidad de un ingrediente que me gusta particularmente. Esto no es un precepto infalible, como lo confirma un plato sumamente asqueroso que guisé una vez mezclando caballa, martini y migas de pan: los invitados acabaron más borrachos que saciados.
Soy asimismo reacio a probar un guiso y siempre tengo preparadas toda clase de excusas. Por ejemplo: es imposible que sepa igual ahora, por la tarde, después de un té dulzón, que esta noche, después de un gin-tonic que levanta la moral. Lo cual significa lo siguiente: me da miedo descubrir lo extraña que sabe la comida real en esta fase. La otra escapatoria fiable es decirte tú mismo que no tiene sentido probar porque estás siguiendo la receta al pie de la letra, y puesto que a) la receta no insiste en que pruebes en este momento, y b) es de una autoridad respetada, ¿por qué iban a acabar las cosas de un modo distinto al anunciado?
Comprendo que esto es bastante inmaduro. Así son también mis arranques infantiles de volubilidad cocineril. Si estuvieras en mi cocina, hundieses un dedo ocioso en algo y dijeras que sabía bien, yo me enfadaría porque habría esperado sorprenderte con mi plato. Y si,